Junto a la Calahorra y el Puente Romano, con la Mezquita al fondo
 

Ruta turística por Córdoba

La lección de Theo

Los dos jóvenes en la Torre de la Calahorra al principio del paseo

Este sábado hemos estado de turismo por nuestra ciudad. Nos llegó el viernes Theo, el "correspondiente" francés de un intercambio con nuestro hijo en uno de los primeros proyectos Erasmus que se han puesto en marcha tras la pandemia. Después de recorrer en autobús más de 1.700 Km durante veinticuatro horas seguidas desde la Bretaña francesa (desde Brest) sin parar a dormir, al día siguiente ya le teníamos preparada una bonita ruta turística junto a toda la familia. La finalidad de esta ruta —que descarta abundar en visitas— es, por supuesto, disfrutar del paseo, pero a la vez que Theo se familiarice con su ciudad de acogida, con su geografía, con su cultura y con su historia y, de paso, que nos sirva a todos de aprendizaje o recordatorio. El chaval, que solo tiene quince años, como el nuestro, es un joven serio, alto y recio, con el cabello rubio, casi blanco, cortado a la manera de los antiguos frailes o —mejor, para que no se me enfade— de los más nobles emperadores romanos, con el flequillo muy corto y redondeado. Su seriedad inicial es solo una máscara que cambia por una alegre sonrisa en cuanto le damos pie. Es un niño sociable y respetuoso, por lo demás, por suerte, estudia y tiene amplios conocimientos de español, con lo que la comunicación es fluida. Pregunta lo que necesita saber, escucha y se ve que es un chico espabilado. Ya lo irán conociendo.

Comenzamos en la orilla sur del río, saliendo a las nueve de la mañana de nuestra casa en el Campo de la Verdad. Aproveché el camino hasta el centro para ir explicando a Theo el motivo de llamarse el barrio de esa forma tan peculiar. Le conté que esto eran los arrabales en la antigüedad, como ahora (salvando las distancias), donde pululaban fuera de las murallas los parias, ladrones, apestados o gentuza en general, a los que no se les permitía entrar en el interior. También era el lugar donde se ubicaba el cementerio musulmán, un extenso erial donde eran alojados los difuntos islámicos, para que no se confundieran con las almas judías o cristianas en su ascensión al Más Allá mahometano. Pero el nombre de Campo de la Verdad aludía concretamente al lugar destinado a las puertas de Córdoba como campo de batalla, donde sucedían los enfrentamientos bélicos entre los contendientes que defendían y atacaban la ciudad.
Después de pasar por la plaza de Santa Teresa, cerca de donde vivió la santa y poetisa mística más celebrada de la cristiandad, fundadora de la Orden que lleva su nombre, dejamos a un lado la estatua del obispo Fray Albino junto a la Iglesia más conocida del barrio, y llegamos al primer enclave importante: la Torre de la Calahorra. La Calahorra está ubicada en el extremo sur del Puente Romano y es una fortaleza de origen islámico de formas contundentes, sucesivamente reforzada con hasta tres torres circulares en su interior, que sirvió de último reducto para defender la entrada a Córdoba por el único puente que hubo durante siglos. Afortunadamente su impresionante aspecto siempre tuvo un efecto disuasorio y no son fáciles de hallar menciones bibliográficas en las que aparezca desempeñando su original papel de bastión militar. El edificio en realidad ha tenido muchas otras funciones a lo largo de la historia: sirvió de cárcel en el siglo XVIII a reclusos extranjeros, de albergue de los contagiados en una epidemia anterior, de cuartel de la Guardia Civil en el siglo XIX, de escuela femenina y de lugar recurrente de encuentro de altos dignatarios políticos, sin olvidarnos de la que tiene ahora, tras haber sido cedida a la Fundación Roger Garaudy (recientemente denominada Fundación Paradigma): la de servir de sede al Museo Vivo de Al-Ándalus, dedicado al importante papel que Córdoba ha tenido a lo largo de la historia como huésped y mediador de las Tres Grandes Culturas: la judía, la musulmana y la cristiana.
Le hice colocarse a Theo junto a mi hijo para hacerles las fotos de rigor al lado izquierdo de la torre, dejando detrás los perpetuos ojos abiertos del monumental Puente Romano con la Mezquita al fondo, explicándole que era allí precisamente donde a los fotógrafos profesionales les gustaba llevar a sus clientes de bodas y comuniones a hacerse sus fotografías más memorables. Y finalmente penetramos por el puente dejando a un lado la extraña puerta enmarcada por un gran arco de herradura que, seguramente pretendía suavizar el efecto rotundo que ofrecía el robusto edificio militar a primera vista, con sus imponentes almenas acabadas en punta, sus gruesos muros y su profundo e inaccesible foso.
Mi esposa mencionó la polémica que se había suscitado entre los cordobeses con motivo de la gran reforma del puente, reinaugurado el 8 de enero de 2.008, pues a muchos les resultaba chocante el llamativo contraste entre el exterior del mismo, que imitaba perfectamente sus formas tradicionales, frente al aspecto general que ofrecía en su parte interior o transitable, de apariencia mucho más moderna. A ese puente de 330 metros de largo y de 16 esbeltos arcos con sus correspondientes tajamares, situado en el cauce más bajo del gran meandro del Guadalquivir a su paso por el sur de la ciudad, se le ha llamado siempre el Puente Viejo, por ser el primero en construirse sobre el río, aunque debió existir algún otro antes de que César en el año 45 a. c., tras su victoria en la batalla de Munda, lo levantase por primera vez de forma provisional, para que le permitiera cruzar hasta en tres ocasiones a su ejército en persecución de las huestes de los hijos de Pompeyo, aquel cónsul que comandaba las tropas al Senado romano con el que libraba una cruenta Guerra Civil de la que al final saldría victorioso, como sabemos. Pompeyo repelió por entonces la entrada de su enemigo en nuestra ciudad y, con el tiempo, consiguió para Córdoba el nombramiento de Colonia Patricia de Roma, aunque no fue hasta los tiempos de Augusto (25 a. c.) —época de mayor esplendor— cuando se tiene constancia de la construcción definitiva del puente.
Nos paramos a mostrarle a Theo la imagen del Arcángel San Rafael, usando la palabra protector como sinónimo de custodio, para definir su vinculación con la ciudad, incapaces de traducir los ricos matices de la expresión castellana, y soslayamos la presencia del memorial que se ubica justo enfrente, de implantación en la pasada reforma, sobre los cimientos de un antiguo humilladero, consagrado hoy a los dos jóvenes santos mártires Acisclo y Victoria. Cuando llegamos a la Puerta del Puente les advertí que aquella puerta con el aspecto de arco del triunfo que acababan de resanar solo unos días atrás, era de fecha muy posterior a los dos edificios anteriores, aunque aparentemente daba la impresión de ser una obra clásica de la misma época, con su enorme puerta rectangular, sus frisos de granito negro cubiertos de leyendas, sus tímpanos decorados con esculturas alegóricas y sus dos pares de columnas estriadas rematadas por sobrios capiteles dóricos. Aquella puerta, una de las tres de la antigua muralla que se mantienen en pie, compone junto a la Torre de la Calahorra y al Puente Romano un conjunto arquitectónico considerado desde 1931 Bien de Interés Cultural, habiendo sido reconocido a finales del siglo pasado —en 1994— como Patrimonio de la Humanidad. Se trata de una obra renacentista, levantada sobre las ruinas de una puerta islámica más reducida, mandada construir por Felipe II —cuyo escudo de armas luce encima— se dice que para cerrar adecuadamente la entrada a una ciudad por un lugar estratégico, cuya población se había multiplicado, con la idea de conmemorar la celebración de las Cortes Castellanas en Córdoba en 1570, y para ensalzar el poder absoluto de su corona.
Todo esto lo iba diciendo yo en voz alta por aquel enclave histórico, como un romance de ciego de los que proliferaban antaño, siendo reprendido con frecuencia por mi prudente esposa por elevarla tanto, dirigiéndome entonces al francés, que era el que mostraba mayor interés en mis palabras, mientras su ocasional madre y fotógrafa lo retrataba con su colega frente al colosal edificio. Sinceramente no ahondé en explicaciones complementarias sobre la historia de aquel edificio, por la sencilla razón de que la desconocía en ese momento. Ahora —tras el imprescindible repaso bibliográfico— puedo decir que Córdoba se benefició del traslado de la sede desde Granada debido a la fuerte revuelta de los moros granadinos en la conocida como Rebelión de las Alpujarras de 1568, como consecuencia del trato vejatorio que el poderoso rey castellano infringiera a los ciudadanos moriscos a raíz de la promulgación de la Pragmática Sanción el año anterior, que se circunscribía a todas las personas de origen árabe, que en ese año eran 150.000 solo en Granada, más de la mitad de la población.
No sé si Theo comprendería la problemática existente con aquella población de origen islámico que quedó en la península en las tierras reconquistadas por los cristianos y que culminó con la toma del Reino Nazarí de Granada en 1492 por los Reyes Católicos. Los franceses no la sufrieron apenas, ellos se libraron de este contraste de culturas mucho antes. La expansión islámica por Europa, que había comenzado con la invasión de los ejércitos bereberes procedentes del norte de África, derrotando al rey godo Rodrigo en la batalla de Guadalete (711), que supuso la hegemonía musulmana en nuestras tierras ibéricas, acabó en el sur francés con la Batalla de Tolosa (721), la derrota decisiva de las tropas del Califa Omeya Abderramán frente al ejército de los francos, unificados por Carlos Martel y comandados por el duque de Aquitania, debiendo retroceder los audaces seguidores de Mahoma, perseguidos por sus feroces defensores del norte, hasta asentarse definitivamente tras los Pirineos al sur del continente europeo, a lo largo y ancho de toda la Península Ibérica (exceptuando ciertos reductos de la cornisa cantábrica), concentrando su población en el levante y sur hispánicos. Un territorio de extensión fluctuante al que ellos ya le denominaban por entonces: Al-Ándalus.
La historia de Al-Ándalus la hemos escuchado todos más o menos de forma fragmentaria en alguna ocasión, los andaluces con más razón que en otras regiones, y los cordobeses en particular, por haber ostentado su capitalidad durante los siglos de mayor gloria. La hemos escuchado de los labios del guía de turno conduciéndonos por el interior de la Mezquita acompañando a unos amigos, o al leer o escuchar la poética leyenda de Abderramán III y de la ciudad de Medina Azahara, rememorando una lejana lección de historia tiempo atrás aprendida. Por eso espero que no os desagrade que le demos un rápido vistazo —un brochazo impresionista— a aquellos años gloriosos en los que Córdoba llegó a ser una de las ciudades más importantes del mundo.
Resumiendo la historia de Al-Ándalus, podemos decir que este surgió como consecuencia de la expansión de las conquistas musulmanas por el suroeste europeo procedentes tanto del norte de África como del Oriente Próximo, por el sur con la incursión bereber de Tarik en nombre del gobernador de Tánger y por otro lado los comandantes del Califato Omeya, que ocuparon la meseta central sin un dominio claro.
Tras la masacre sufrida por la dinastía Omeya a manos de los abasíes en 750 y la huida del último de sus integrantes, Abderramán, a tierras de Al-Ándalus (gracias a la mediación de su madre, de origen bereber, que tenía contactos importantes en el norte de África). Tras varios enfrentamientos con otras fuerzas islámicas hostiles, ocupa Córdoba en 756 de manos de Tarik. Abderramán dedicó su vida entera a unificar el territorio peninsular bajo su mandato, saliendo finalmente victorioso y proclamando el primer Emirato Cordobés independiente en el año 773. Doce años después, en 785, ya anciano, hizo levantar la mayor y más bella Mezquita del mundo islámico en su ciudad, concluyendo las obras dos años después, con el tiempo justo (cuenta la leyenda) de rezar sus últimas oraciones postrado con dirección sur y no a la Meca, quizás en señal de rebeldía, tomando una interpretación poco ortodoxa de las palabras de Mahoma. Al primer emir cordobés lo sucedió su hijo Abderramán II, que delegó su poder en sus principales visires, que fueron quienes organizaron realmente el Emirato Cordobés recién creado. Bajo su mandato se islamizó todo el territorio de Al-Ándalus muy rápidamente, reduciéndose considerablemente el número de mozárabes de religión cristiana en tierras musulmanas. En 912 subió al trono Abderramán III que, tras la proliferación de revueltas y conflictos bélicos, proclamó el Califato Cordobés Independiente en 929, como una forma de reforzar su poder, mandando a la misma vez construir una ciudad palaciega extramuros que sería el centro social, cultural y político del nuevo gobierno, una hermosa ciudad que estuviera a la altura del Califato a la que llamó Medina Azahara. Después llegarían la época de Alhaken II, segundo califa omeya, época de apogeo. Y tras él gobernó de facto el gran guerrero Almanzor, brazo fuerte del último representante de los Omeyas, Hisham II, que era menor de edad cuando se convirtió en sucesor de su padre. Este último periodo fue muy conflictivo y estuvo plagado de guerras fratricidas hasta que los Omeyas fueron evacuados del poder en 1031 y se instituyeron los diversos Reinos de Taifas, de los que los dos principales, el almohade y el almorávide dejaron muestras arquitectónicas tan importantes como la Giralda de Sevilla o la Aljafería de Zaragoza, respectivamente. Este último periodo de Al-Ándalus fue más integrista y marcadamente islamizante, dejando de hecho de coexistir las tres culturas que habitaron la zona, prueba de ello es que dos de los grandes personajes cordobeses, Maimónides (sabio judío y médico del sultán Saladino) y Averroes (filósofo musulmán de casta almorávide y sabio traductor de Aristóteles), entre otros, huyeron precipitadamente de Córdoba, por su vinculación a otras culturas. Finalmente en el siglo XIII (1236) fue reconquistada la ciudad de Córdoba por Fernando III el Santo, el gran adalid de la Cristiandad.
Pero Al-Ándalus no dejó de llamarse así inmediatamente, ni fue desalojada toda la población musulmana de un día para otro. Muchos huyeron al norte de África, en un éxodo sin duda mucho más duro que el de los ucranianos actuales y el resto se quedaron, adaptándose a las estrictas leyes dictadas por los vencedores. Desde la reconquista de Córdoba hasta la expulsión definitiva de la península en 1492 pasaron más de dos siglos y medio, en los que siguieron habitando miles de súbditos musulmanes que, junto a los judíos castellanos, vivieron a caballo de las dos culturas, usando el español como lengua propia y el árabe para las cuestiones religiosas o más formales entre sus congéneres. Y desde la toma de Granada hasta la construcción del Arco del Triunfo cordobés por el poderoso rey Felipe II en 1570 pasaron otros 80 años, periodo en el que los musulmanes asentados en tierra cristiana (llamados "moriscos") vivieron la decadencia y el desprecio paulatino de su cultura, que solo podía conducir a la erradicación total de la civilización islámica en la península ibérica.
Estos últimos años debieron ser los más difíciles para los habitantes de Al-Ándalus no conversos al Cristianismo. Felipe II en su Pragmática Sanción prohibió hablar, leer y escribir en árabe durante tres años, prohibió las oraciones y canciones islámicas, requisó la mayor parte de los libros y anuló todos los contratos redactados en su idioma, estableció la prohibición de vestir su ropa habitual o salir con la boca tapada a las mujeres, así como la celebración oficial de los viernes. Ni siquiera les permitió desde ese momento ponerse nombres de origen árabe y se destruyeron o precintaron todos los baños públicos, cientos y cientos de ellos. Imagínense, como si ahora se prohibieran todos los bares y tabernas de Andalucía, pues era allí, en las casas de baños donde se daban cita diariamente los ciudadanos moriscos. La rebelión de las Alpujarras se extendió por todo el sur y acabó con una gran cantidad de muertos y con la deportación a otras partes de Castilla, especialmente a las ciudades de Córdoba y de Sevilla, y con la expulsión de los moriscos de toda España poco después, con especial impacto en el Reino de Valencia, donde, además de ser numerosísimos (unos 120.000), no les permitieron vender sus bienes raíces ni otras propiedades —se quedaron con ellos los alguaciles que supervisaban los embargos, que fue la mejor fórmula que encontraron de incentivarlos para evitar sus reticencias morales—. Está visto que quien ostenta el poder, lo ejerce y lo utiliza para su propio beneficio, aquí y en todas partes y a lo largo y ancho de la historia. Debe ser una de las debilidades del ser humano.
Con este repaso ligero de la historia de Al-Ándalus podemos continuar con nuestra visita. Tras pasar bajo la Puerta del Puente salimos a una pequeña plaza que, la verdad, ha quedado muy impresionante, formando un conjunto dispar pero interesante compuesto por una amplia zona entre el gran arco del triunfo, la fachada sur de la Mezquita y el moderno edificio de cristal de la oficina de turismo. Una amplia plaza en pendiente con el suelo abrillantado (algo escurridizo) de losetas pequeñas e irregulares sembrada de bancos de piedra. Asientos perfectamente adecuados que sirven de socorro al viajero en un enclave cada vez más concurridos de extenuados turistas.
Seguimos hacia arriba pasando por el lado izquierdo del gran templo de bloques de arcilla dejando a un lado la esbelta columna de San Rafael, donde posaron con el sol oculto nuestros zagales, bajo un cielo algodonado de nubes grises en las inmediaciones de la Mezquita. Me hubiera gustado omitir que, aunque no era todavía un día espléndido, a esa hora se le podían distinguir claramente palpables muestras de deterioro o falta de mantenimiento al más elevado Arcángel de la ciudad. Oscuras manchas de humedad e incipientes matorrales han crecido alrededor del monumento y trepan amenazando con ocultar al santo.
Nos dimos la vuelta y continuamos para arriba apenas unos metros, porque al advertir las monumentales portadas laterales de la gran fachada del templo musulmán, enseguida echamos mano a la fotógrafa oficial para que perpetuara el momento ante ellas. Después seguimos hacia arriba por la suave cuesta y penetramos en el interior del patio de los naranjos por la llamada puerta de Deanes, como teníamos previsto, con la idea solo de pasar de un lado al otro de la judería, pues la visita al interior del más importante de nuestros edificios la tenía Theo programada para el jueves por el centro escolar y estaría perfectamente conducida por los más expertos guías oficiales de turismo. Nosotros simplemente nos hicimos unas fotos delante de la gran torre, tan grande que permitió la instalación de dos enormes escaleras, una para cada sentido. El actual Alminar de la Mezquita fue erigido por el primer califa cordobés Abderramán III y reforzado en sucesivas fases. Con casi 50 metros fue el más alto y hermoso del mundo islámico hasta que se construyó el de la torre de la Giralda de Sevilla. Alcanzando los 54 metros con el actual campanario que se le añadió en época cristiana, reformada tras una gran tormenta en el siglo XVIII por un arquitecto francés, por lo que siempre ha podido lucir como el edificio más alto de la ciudad. Dejando a nuestro lado la fuente central, pasamos junto al pórtico que contiene numerosas muestras de vigas de madera originales del templo, para salir por el rincón del fondo, donde han colocado en el suelo una de las grandes campanas que descolgaron en su día para aligerar el peso excesivo del campanario. Creo que fue entonces cuando hice mención de las enormes dimensiones del más emblemático de nuestros edificios, nada más y nada menos que 125 metros de ancho por 175 de largo, medidas que alcanzó en la última fase de ampliación que tuvo que llevarse a cabo en tiempos de Almanzor (987-8), debido al enorme crecimiento demográfico que experimentó Córdoba, que llegó a crecer por encima de los trescientos mil habitantes. Desde que Abderramán I empezara a construir la Mezquita Aljama en el 784, como símbolo de la grandeza del Emirato Cordobés recién creado, hasta completar esta última ampliación, pasaron más de dos siglos.
Pero dejémonos de números que nos queda mucho camino. La idea de salir por esa puerta era para llevar a Theo a la Calleja de las Flores, a pocos metros a la vuelta. Rodeamos la esquina y nos topamos con un pequeño altar tras una bonita reja alzado sobre unas escaleras, un altar dedicado a la Virgen de los Faroles, que es concretamente un cuadro original pintado en 1928 por nuestro gran pintor Julio Romero de Torres, un curioso rincón de gran devoción popular donde se invita a la oración con una placa que contiene una frase conminatoria: «Si quieres que tu dolor se convierta en alegría, no pasarás pecador sin alabar a María». Así no hay quien se resista. Así que les advertí a todos de la conveniencia de al menos santiguarse. Yo lo hago todos los días que paso por allí hacia el trabajo, pero como iba delante no me fijé si siguieron mi consejo y el de la placa. Luego penetramos por la inmediata calle que a los veinte metros se bifurca por la derecha por la estrecha y encantadora calleja que buscábamos. La fotógrafa oficial los colocó en la entrada, aún sabiendo que esa no es la mejor fotografía, sino la que se puede tomar desde el otro lado, desde donde, además de la exigua callejita plagada de macetas, podemos advertir al fondo el espléndido minarete de la Mezquita asomándose en todo lo alto.
Volvimos sobre nuestros pasos comentando los oficios tradicionales de los cordobeses. Hablamos del cuero y de la orfebrería mientras salíamos por la calle del Magistral González Francés y penetrábamos a la izquierda por la Plaza de Santa Catalina hasta la calle Martínez Rucker, por donde a mano izquierda nos sale una pequeña callejita de lo más encantadora llamada la Calleja del Pañuelo, un corto y estrecho acceso que nos permite tocar las paredes de ambos lados a la vez y que no tiene salida, formando una placita como de juguete: la Plaza del Pañuelo. El extraño lugar está rodeado de puertas de apartamentos y portones bajos precintados con candados, lo que nos dice que no solo tiene una función decorativa. El bello rincón está rematado con una diminuta y decorativa fuente, que es donde posaron encantados los dos turistas nuestros.
Seguimos por Martínez Rucker por la coqueta Plaza de Abades, donde encontramos una casa solariega con un gran arco de herradura decorado a la manera islámica, con dovelas alternativas de color rojizo y blanco. Les expliqué que esta decoración que a lo largo de los años hemos identificado como propia de la cultura musulmana, tuvo su origen en aquella Córdoba de Al-Ándalus. Los primeros arcos de medio punto que se conocen donde se alternan ambos colores fueron los de la Mezquita y tienen una explicación muy clara. Al parecer la mano de obra que emprendió la construcción de la Mezquita no era demasiado experta, se sabe porque Abderramán I mandó traer al poco tiempo una gran cuadrilla de arquitectos y maestros canteros especializados de la ciudad de Bagdad. Además, la roca arcillosa traída de las canteras de la sierra cordobesa tampoco era de la mejor calidad así que, dada la dificultad que entrañaba la construcción de un arco de herradura en esas circunstancias, los arquitectos optaron por utilizar un material más fácil de moldear aunque menos duro y noble: el ladrillo. Así fueron alternando dovelas de uno y otro material que dieron un sorprendente buen resultado práctico y artístico.
Tras la breve lección de Arquitectura islámica enseguida mis acompañantes se creyeron en la obligación de posar ante aquel simbólico arco que nos había servido de ejemplo. Después seguimos hacia la calle Cabezas dejando atrás unos baños turcos que yo conocía de primera mano, uno de los dos o tres que han quedado de los más de trescientos que se sabe que tuvo la Córdoba mora en sus tiempos de mayor esplendor. La calle Cabezas —les expliqué— lleva dicho nombre, porque a mitad de la misma encontramos la casa de Gonzalo Gustioz, padre de los Siete Infantes de Lara, que fueron asesinados como venganza, decapitados y expuestas sus cabezas sobre las siete picas de la entrada para que sirvieran de escarnio público por la muerte que infringió uno de ellos en una reyerta que tuvo lugar en un banquete de boda. Se trata de un Cantar de Gesta castellano muy antiguo que nuestro escritor romántico más conocido, Ángel de Saavedra, el duque de Rivas, narró en su Romance al Moro Expósito, una bella historia, aunque trágica, en la que el propio hijo de Almanzor —Mudarra— acaba impartiendo justicia.
En la misma calle Cabezas está también la casa original del escritor Luis de Góngora, cerrada aún a las horas que nosotros pasamos, pero visitable. Góngora es el más erudito de nuestros escritores cordobeses en lengua castellana. Escritor barroco y complejo donde los haya, nuestro Borges del siglo de Oro, supone el culmen, la cima estilística de la Literatura Española. ¿Es o no para sentirse orgullosos?
Pasamos por delante hasta desembocar en un vericueto de calles, en una bifurcación, en la que destaca al fondo el Arco del Portillo, un monumental vano en la muralla construido a finales de la Edad Media para comunicar el interior de la Medina (la Villa) con la zona denominada la Axerquía. Allí mismo, en la casa lindante con la estructura ha inaugurado hace algunos meses el polifacético artista Luis Celorio, su propietario y restaurador, la Casa del Agua, un museo dedicado al líquido elemento compuesto por cinco salas y un patio, todo reconvertido por él mismo sobre los cimientos de una vieja casa solariega.
Yo les hice penetrar por la calle de Julio Romero de Torres hasta llegar a la plaza de Jerónimo Páez —antigua plaza de los Paraísos— que fue el camino que tomaron los tres personajes de mi libro Dos Historias de Córdoba, para desembocar en el Museo Arqueológico, antigua ubicación que tuvo el gran Teatro Romano, un colosal recinto con un aforo inaudito de veinte mil espectadores, poco más o menos como el Nuevo Estadio del Arcángel; imagínense sus monumentales dimensiones. Penetramos para hacer una rápida incursión por su patio renacentista sembrado de esculturas y elementos arquitectónicos dispares rescatados del antiguo teatro, y salimos a los pocos minutos, fotografiando a la pareja de turistas ante su preciosa fachada plateresca.
Por el otro extremo de la plaza por donde entramos, la abandonamos por la calle Marqués del Villar, volviéndonos hasta la Plaza Séneca, donde se encuentra una escultura sin cabeza del famoso filósofo estoico cordobés Lucio Anneo Séneca, que en vida fue cuestor, pretor, senador y cónsul en sucesivos gobiernos de Roma, además de tutor y preceptor de Nerón. Séneca, una de las mentes más preclaras e insignes de la historiografía de Córdoba y de la cultura Clásica, emblema de un movimiento filosófico caracterizado por la reflexión, la inteligencia y el sentido común, ha sido siempre identificado con la idiosincrasia de los cordobeses por esa lucidez mental y ese espíritu moderado. Desde luego el último personaje al que se me ocurriría representar sin cabeza.
Continuamos hacia abajo por la calle empedrada de San Eulogio y penetramos por una especie de pasaje secreto con escaleras que sale a la calle San Fernando. Allí mismo, en el túnel que comunica los dos espacios existe desde 1965 una placa conmemorativa de piedra en honor a la estirpe Annea romana. Desde allí, cruzando a la acera de enfrente, treinta metros más abajo, un alto arco da acceso al denominado Compás de San Francisco, un recinto curioso con una amplia plaza y una de las iglesias que Fernando III hizo construir al conquistar la ciudad. Lamentablemente no pudimos apreciar su interior por encontrarse cerrada.
Nuestro siguiente objetivo era la Plaza del Potro, que encontramos a la vuelta de la calle, otro de los lugares más emblemáticos del centro histórico cordobés. En su amplia plaza rectangular y empedrada se encuentra a un lado un triunfo de San Rafael, marcando el camino a la ribera del río; y al otro una bonita fuente con un tosco caballito en el centro de cuya boca no deja de manar continuamente un chorrito de agua. Cerca de esta fuente se ubican dos de los grandes museos de Córdoba, el de Bellas Artes, con una colección variopinta de los mejores artistas cordobeses de todas las épocas y enfrente el Museo de Julio Romero de Torres, casa y museo del pintor modernista famoso por reproducir como nadie la imagen de la mujer cordobesa, del arte flamenco y de la magia y embrujo de su ciudad. Sin tiempo para visitarlos, al chaval le íbamos mostrando cualquier pieza artística que encontrábamos a nuestro paso, destacando la huella que ha dejado por las calles de Córdoba nuestro pintor más laureado, que culminó su obra en el primer tercio del siglo pasado. Las postales de las tiendas de suvenir que rodeaban la plaza sirvieron para mostrar las imágenes de la Chiquita Piconera, de Fuensanta, de la nieta de la Trini, de la morena de las naranjas y los limones o del cuadro que su autor tituló “Viva el Pelo”, que Theo ya conocía del cordobán colgado en el zaguán de nuestra casa. Después de posar ante la fuente del potro y en la fachada del museo más popular que tenemos, nos dirigimos al edificio de enfrente, a la posada donde está documentado que vivió Cervantes en su juventud, una preciosa posada de época renacentista de dos plantas, con el suelo empedrado y rústicos barandales de madera, cubierto por las tradicionales tejados a dos aguas. Una estancia que debió servir de punto de encuentro y escenario donde se reuniera la comunidad de vecinos de la época alrededor de una candela, para cantar alguna coplilla con un vasito de vino de la tierra. Sin duda fue este el motivo por el que fue escogido como el lugar en el que ubicar al Museo del Flamenco, en un homenaje que le brindan los aficionados cordobeses al cante hondo y particularmente a su cantaor de mayor renombre: Antonio Fernández “Fosforito”.
Salimos del recinto tras retratar allí a los dos mozos juntos y seguimos por la calle Armas, pasando por la academia Espinar —de profundas raíces familiares—, pasamos por la plaza de las Cañas y fuimos a desembocar a la Espartería, más conocida como Plaza de la Corredera. Tras pararnos a echarle un vistazo a su alrededor, con sus fachadas porticadas, sus balcones rústicos y su meseta central plagada de mesas y de sillas dispuestas como terrazas por los bares y restaurantes aledaños, nos volvimos a la derecha donde se ubica el actual mercado, el más castizo de los mercados populares, y entramos por su populosa puerta. El olor a especias es inmediato, un peculiar y penetrante olor que heredamos de nuestro pasado andalusí. Puestos de pescado, de fruta y verdura y alguna de las mejores carnicerías de la ciudad, proliferan por allí, entre ellas la de mi simpático hermano menor, que sigue siendo la mejor que conozco, por la calidad de los productos que elaboran y por la profesionalidad y simpatía que desbordan los carniceros y carniceras que despachan. ¡Qué les voy yo a decir! Con esa imprevista visita cumplía con la promesa efectuada en el relato del libro sobre mi madre que, por reflejar un largo paseo —como este— en un día festivo —domingo de Resurrección— no nos permitió entonces saludarlo, aunque quedó comprometida la cita para otro día. Los vimos elaborar los ricos flamenquines de la tierra que habíamos dado a probar en casa a Theo con cierto éxito. Nos dimos unos besos y un abrazo, porque hacía tiempo que no lo veíamos, y le presentamos al francés. Se alegraron mucho de vernos e intercambiamos unos breves momentos de bromas. Después los dejamos allí con su trabajo, abriéndonos paso entre sus fieles clientas, que por estos lares se atreven a hacer algún comentario a los visitantes, porque ellas no suelen comprar con las prisas que se estilan en los grandes almacenes.
Nos despedimos y bordeamos la plaza, observando las pocas tiendas de esparto que aún exhiben sus mercancías apiladas por la puerta. Finalmente salimos de aquella gran plaza rectangular, donde antaño se habrían celebrado sangrientas corridas de toros, por el alto arco que conduce a la calle Rodríguez Marín, típico enclave de locales comerciales variopintos donde a esas horas ya pululaba un abundante trasiego de merodeadores, tan variados como las materias de los establecimientos. Ascendimos por la cuesta hasta entrar por la calle Tundidores, para mostrar a Theo la ubicación de la típica Taberna Salinas, fundada en 1924, explicándole que pertenecía a un viejo árbitro de fútbol (mi amigo Manolo) al que conocía de mis tiempos de futbolista, que no dejaba de recibir bajo su dirección, los mejores premios a la calidad en su exquisito restaurante de cocina tradicional de orientación andalusí.
Subimos a la vuelta los largos escalones de la calle Fernando Colón y, en lugar de dirigirnos al Ayuntamiento —que Theo visitaría el jueves— giramos por la calle Diario de Córdoba para hacerles ascender por la Cuesta de Luján, rincón recoleto que el grupo musical Mezquita homenajea en un álbum memorable de genuino rock andaluz. En lo alto, parando para respirar, les expliqué que bajando por allí por la calle Ambrosio de Morales, llegaríamos en cinco minutos a la Plaza Séneca. Así que giramos en la dirección contraria, entrando por María Cristina, en cuya esquina se encuentra la sombrerería Rusi —rara avis—, un sobrio establecimiento dedicado en exclusiva a este complemento del vestir que parece haberse puesto de nuevo de moda, en una ciudad dónde el sombrero ha sido todo un símbolo.
Seguimos hasta salir a la calle Nueva, llamada Claudio Marcelo por estar dedicada al insigne fundador de la antigua Corduba romana en el año 169 a.c. La costosa estatua de mármol blanco —que parece haber costado 130.000 euros— del cónsul romano, que fue quien definitivamente conquistó la ciudad para su pueblo tras numerosos intentos fallidos a lo largo de la historia, se encuentra completamente escondida en la parte superior del Templo Romano que hace esquina con Capitulares, por otro lado, solo visible por sus esbeltas columnas estriadas que sobresalen por encima, pues hasta la fecha las autoridades cordobesas nunca han encontrado la forma de hacer a ese histórico enclave visitable por público. Nosotros no es que pusiéramos pegas entonces, como íbamos con prisa nos vino bien no detenernos mucho, conformándonos con las fotografías de rigor con la imponente columnata romana de fondo.
Después seguimos por María Cristina hasta encontrarnos de frente con el edificio mastodóntico del Instituto Maimónides, que fuera palacio de los duques de Almodóvar y casa de los Fernández de Córdoba durante generaciones. Cruzamos la calle Alfonso XIII, subiendo por la artística fachada lateral hasta el Jardín de las Dueñas, por donde, siguiendo recto, llegamos a lo alto de la Cuesta del Bailío donde se halla el palacio que perteneció a esa misma familia del Gran Capitán, que sirve de alojo hoy día a la Biblioteca Viva de Al-Ándalus, el otro buque insignia de la Fundación Paradigma. Allí se conservan unos tres mil ejemplares procedentes de las tres culturas, algunos de gran valor estético e histórico. La BVAA se dedica a promocionar actividades interculturales en nuestra ciudad, principalmente a base de exposiciones artísticas o eventos promocionales de la cultura cordobesa. En este precioso recinto regido por un patronato de intelectuales de reconocido prestigio fue donde tuvo lugar la presentación de mi libro el 6 de septiembre de 2019 para mi más completa satisfacción.
Contemplamos el bello espacio que compone la larga escalinata decorada y asfaltada con artísticas piedrecitas, que se pierde al fondo en la calle Alfaros, con sus paredes enjalbegadas cubiertas a un lado por densas buganvillas colgantes y por el otro por discretos faroles, con una pequeña fuente de granito negro adosada al testero superior, justo debajo de donde observábamos, una especie de balcón o mirador, que nos sirvió al final de excelente escenario fotográfico. Aquel lugar es uno de los rincones más bellos de Córdoba y muestra una cara completamente diferente por la noche con una tenue iluminación, especialmente las jornadas en que se engalana para algún acontecimiento como la Semana Santa.
Después seguimos por ese suelo sembrado de piedras, al lado de la sede de la Hermandad de la Virgen de la Esperanza y el campanario de la iglesia próxima, para entrar en otro de los lugares míticos de los cordobeses: la Plaza de los Capuchinos, donde tiene su enclave la famosa estatua del Cristo de los Faroles, uno de los lugares de mayor devoción. A mí, además de hacer la consabida foto, solo se me ocurrió allí desvelar a mis familiares un suceso que me aconteció años atrás, cuando pasé de vuelta del trabajo por allí, bien entrada la noche, un día que decidí desviarme tan solo unos metros de mi itinerario habitual. Al santiguarme ante el Cristo, como suelo hacer por respeto ante cualquier imagen religiosa, percibí un ruido en el interior del pequeño recinto de forja que lo circundaba. Pensé que sería una rata o un gato, por el tipo y tamaño del sonido, pero en el suelo, que estaba completamente despejado de vegetación y solo disponía de unas macetas en cada esquina, no había nada. Entonces, al quedarme parado observando como a dos o tres metros de distancia sobre la acera de piedra, apareció de pronto una sombra oscura del tamaño de un zapato, y empezó a dar vueltas a una velocidad endiablada de esquina a esquina del pequeño recinto, haciendo el típico sonido de desplazamiento que habríamos esperado en una truculenta película de terror. Pegué un respingo y salí corriendo de allí como un desesperado. Así que era la primera vez que volvía por allí. Sé que dirán que debió ser eso, una rata, o que lo he inventado, o peor, que estoy loco, claro, pero, aunque la plaza estaba casi completamente a oscuras, la imagen del Cristo siempre se halla perfectamente iluminada por los grandes y artísticos faroles que le dan su nombre, y pude ver perfectamente lo que sucedió. Esto fue lo único que recuerdo haberles contado, creo que por primera vez, quedando todos en silencio, probablemente estupefactos. Después de algunos años del incidente, la verdad es que hoy al pasar de nuevo por allí, a plena luz del día, conforme iban saliendo las palabras de mi boca, me iba pareciendo todo irreal, fantástico, solo producto de mi imaginación, que no es poca, y ahora casi me arrepiento de haberlo confesado abiertamente a mis lectores. Pero en fin, como ahora escribiendo, honestamente era lo único que me pasaba por la cabeza en ese momento.
Nuestra ruta continuó por la Plaza de las Dueñas hasta la esquina de Colón, girando hacia abajo a la derecha hasta llegar a la Puerta del Rincón, donde sabía que sería simpático hacerles otra foto más ante la muralla y un simpático conjunto escultórico que se ha dispuesto a su lado en la que una mujer cordobesa se encarga de regar perpetuamente las macetas colgadas en la pared, como en uno de los típicos patios cordobeses, que han sido premiados con el más reciente reconocimiento como Patrimonio de la Humanidad, después del mencionado trío arquitectónico representado por el Puente Romano, de la Mezquita-Catedral y de las ruinas de Medina Azahara. Nada menos que cuatro. A esta última visita a la ciudad palatina de Abderramán III —a sus restos— dedicaría Theo y sus compañeros bretones, toda una mañana.
Después seguimos por el pasaje de la Estrella hasta la Plaza del Conde de Priego, otra de las plazas más típicas cordobesas, igualmente empedrada, donde luce un gran conjunto escultórico en homenaje al toreo y, concretamente, a la figura del gran torero Manolete, que nació en ese barrio de Santa Marina, el barrio de los toreros. Theo no sabía mucho de toros. Le recordé que en Francia también había corridas, pero me dijo que era solo en el sur. Yo sé que en Nîmes —le dije— hay una gran tradición, y no me lo pudo negar, pero no parecía entusiasmado con el tema, así que le mostré la Iglesia de Santa Marina, explicándole la robusta construcción que obedecía a haber sido construida con la doble idea de servir a la vez de fortaleza. Tales eran los tiempos que corrían cuando la mandó construir Fernando III —que no sé si tenía mucho de santo—. Quise incluso que pasáramos a su bello pero discreto interior, por razones no solo personales. Allí habían tenido lugar tres años atrás las exequias de mi gran amigo Joaquín Villafuerte, un memorable evento que yo había plasmado en mi segundo relato de Dos Historias de Córdoba.
Un ligero repelús me estremeció al recorrer su pasillo central. Al llegar a la altura del Altar principal, permanecía perpendicular al resto de bancos, la zona de asientos donde yo encontré un hueco para ubicarme en aquel día funesto, frente a donde se colocó un joven artista que acompañó a la guitarra la triste misa de difuntos, la guitarra que tanto me conmovió al interpretar curiosamente la melodía de la canción Alfonsina y el mar, de la que yo había escrito por entonces un emotivo relato.
Salimos del templo medieval y recorrimos la calle Mayor de Santa Marina hasta la mitad, justo en la intersección donde yo había vivido en otro tiempo y donde había nacido mi primer hijo. No sé qué designios me guiaron hasta allí. No seguimos ascendiendo hasta la Puerta del Colodro para salir a la avenida de las Ollerías, sino que preferí entrar por la castiza calle Marroquíes hasta el callejón de Adarve, rumbo al último y más alejado de los edificios históricos que nos quedaba por ver: la Torre de la Malmuerta. Otra impresionante construcción coronada por rotundas almenas y conectada a la muralla de la ciudad por un enorme arco, arco que sirve de acceso hoy para comunicar la Plaza de Colón por su lado norte con la gran arteria de las Ollerías y los barrios de Levante. La Malmuerta, como la Calahorra —con la que yo a menudo me confundo— es una torre albarrana del siglo XV, construida —como casi siempre— sobre las ruinas de una construcción islámica anterior, que perpetúa la leyenda de una mujer maltratada de un antiguo romance, un intrincado romance de unos comendadores cordobeses, del que apenas se recuerda por el nombre. Su función primigenia fue la de defender las dos puertas más cercanas de la muralla: la de la Puerta del Rincón y la del Colodro.
El camino de vuelta fue más rápido que el de la ida. Habíamos parado en todos y cada uno de los hitos históricos de la ciudad y, aunque no íbamos muy mal de tiempo, nuestra idea era para a merendar un chocolate con churros en el bar Marta de la calle Cruz Conde, y no podíamos demorarnos demasiado. Volvimos hacia la Plaza Colón pasando por el paso de peatones de la gasolinera próxima, por la entrada de la esquina norte, recorriendo su ancha senda entre los jardines plagados de hojas amarillentas y de palomas blancas. Cuando llegamos al cruce de la hermosa fuente, giramos a la derecha para salir por la puerta del Bar Puerto Rico, donde desde hace unos años han colocado otro conjunto escultórico compuesto por dos mujeres con sendos cántaros junto a una bonita fuente, una escultura del tipo a la de la puerta del Rincón que representa, como aquella, dos facetas de la mujer cordobesa, tal como la podría haber pintado Julio Romero de Torres. Fotografiamos a los muchachos y salimos hacia Ronda de los Tejares, echando un vistazo a la tienda de la esquina de Puerta Osario, con su portón decorado con numeración metálica y un friso decorativo de forja que cuelga de su fachada, aludiendo a la ya lejana época de las máquinas de escribir y de las calculadoras y registradoras de palanca. Hoy tienen allí su casa los cordobeses que esperen una solución a sus requerimientos informáticos, y a este humilde servidor para asesorarles, no en cuestiones culturales o históricas precisamente, como se empeñan en creer algunos viandantes despistados, sino en esas otras necesidades más mundanas que se precisan en el mundo digital de hoy.
Dejamos la calle Caño a la izquierda y penetramos en la calle más comercial de la ciudad, la calle Cruz Conde, la hermosa calle que hicieron acertadamente peatonal y a la que recientemente rebautizaron como calle Foro Romano, un bello nombre que probablemente habría sido adecuado en el momento de su construcción, o poco después, pero que tras más de dos mil años de idoneidad y de al menos 90 desde que hubo las últimas protestas por haberle dado el nombre de uno de los protegidos del dictador Primo de Rivera. Afortunadamente venció la voz popular y tampoco lo restablecieron a su nombre original, que era calle Pastores, sino al que ostentaba desde 1924, tras haber superado los casi cuarenta años del propio gobierno franquista, que no quiso oponerse a la ciudadanía cordobesa y tras casi otros cincuenta años de democracia. Ahora se nos antoja un poco tarde para solucionar problemas políticos de esta manera tan burda, privándonos a los cordobeses de hoy de una nomenclatura tan nuestra como los controvertidos personajes del Gran Capitán o de Almanzor, por citar dos de nuestros más sanguinarios héroes de la historia.
En el bar Marta hicimos una breve parada para merendar a media mañana con la idea de descansar las piernas y reponer fuerzas. Tuvimos incluso que esperar nuestro turno para sentarnos a una mesa en la terraza. Aunque Theo había probado con gran satisfacción en el desayuno las ricas tostadas con aceite de oliva y tomate, le propusimos un chocolatito con churros, de estos más gruesos a los que nosotros denominamos jeringos, y el muchacho estuvo de nuevo encantado con ellos, como el resto de la familia, claro. Al terminar paseamos tranquilamente por la más concurrida de nuestras calles. Por allí ya habían pasado la noche anterior los dos jóvenes junto a sus compañeros del Instituto y volverían a hacerlo varias veces a lo largo de la semana, mezclados franceses y españoles, bretones y andaluces, más de treinta muchachos y muchachas si contamos a los cordobeses con los procedentes de Brest, que dentro de tres semanas rendirían la reciprocidad pertinente encontrándose los mismos de nuevo en el noroeste francés, para seguir cultivando sus inquietos espíritus y la lengua de Víctor Hugo, de Zola, de Proust o de Flaubert.
Obviamos detenernos al llegar a la nutrida Plaza de las Tendillas, simplemente haciendo mención de la emblemática estatua ecuestre del Gran Capitán, comandante de los ejércitos de Los Reyes Católicos y vencedor en mil batallas, gloria de todos los cordobeses que contemplamos los hechos históricos sin un carácter excesivamente crítico o revisionista.
En lugar de bajar a la Judería por la calle Jesús María, que es el camino que cojo yo cada día de vuelta casa, al decirme que el día anterior ellos lo habían hecho ya por allí, los conduje, mejor que por la calle Gondomar —repleta de gente también— por la calle Málaga y por la Plaza del Doctor Emilio Luque, un jardincito muy recoleto y agradable, saliendo por la callejita del pintor Valdés Leal hasta salir a la calle de San Felipe y a la Plaza de Ramón y Cajal, bordeándola, husmeando los vapores de los perritos calientes del bar Lucas que nos conecta ya con la calle Valladares, siguiendo la cual, penetramos en el casco histórico de la ciudad. Nosotros continuamos por la calle Buen Pastor, pasando por la Iglesia de San Roque, donde se dice en una oscura placa de granito que vivió el insigne escritor místico San Juan de la Cruz, en 1586, cuando se usaba como convento, hoy reconvertido en geriátrico. Y desde allí llegamos a la calle Deanes, posiblemente la calle más típica y concurrida de la Judería, plagada de tiendas de suvenir y de turistas. Al verla repleta esta vez, me emocioné al recordar que, tan solo unas semanas atrás, y a lo largo de casi dos interminables años, ese lugar encantador donde confluyen ahora grupos de gente joven y mayor de diversa procedencia, no solo de origen español, sino de todas las razas y lenguajes, se hallaba completamente desierto y en silencio, con todas las puertas clausuradas y ni un alma. Parece mentira. Con lo que llevamos pasado. Para que ahora que parecía que volvíamos a la normalidad, llegue un miserable megalómano y lo quiera tirar todo por la borda.
Me pareció que no podíamos pasar por allí sin recorrer la calle Romero para echarle una ojeada a mi Facultad de Filosofía, siempre entrañable, en la plaza del Cardenal Salazar, que fue en la antigüedad Leprosería y Hospital de Agudos. Su fachada renacentista, su enorme portón abierto y su patio interior que se distinguía desde fuera, parecían invitarme a seguir con mi formación, pero tuve que conformarme con pasar por su lado y seguir con mis másteres autodidactas. Bajando por una estrecha acera de piedra dejamos a la derecha la calle Averroes, donde a la vuelta se encuentra la Capilla mudéjar de San Bartolomé, clausurada por una firme cancela de hierro, y seguimos hasta la plaza de Maimónides, sede de un encantador hotel que se aprovecha de la estructura centenaria para incrustarse en el mismo corazón de la Judería. Allí mismo se ubica a su lado el Museo Taurino, el más importante de cuantos existen, por la calidad y volumen de su colección, donde se rinde homenaje a los cinco califas del toreo cordobeses y a este arte popular que tanto ha engrandecido la cultura española. A sus puertas un numeroso grupo de turistas se batía por conseguir una entrada. Tengo entendido que recientemente se ha llevado a cabo en su interior una serie de reformas que lo han remozado y puesto en valor y, aunque no me considero un aficionado acérrimo, el tema de la tauromaquia me interesa y no me gustaría en absoluto que desapareciera este baluarte de nuestra cultura, así que me lo apuntaré para visitarlo otro día.
Seguimos paseando por las encantadoras callejuelas, entre el abundante número de turistas que, como nosotros, por allí deambulaban complacidos, tomando la decisión de volver a la Mezquita para no forzar los márgenes de tiempo de los que aún disponíamos, dejando atrás entre otros hitos, la Sinagoga judía y el Alcázar de los Reyes Cristianos que, junto a las Caballerizas Reales, serían enclaves en los que incidirían los expertos guías locales en su próximas visitas concertadas con los jóvenes alumnos a lo largo de la siguiente semana.
Retratamos de nuevo a los chicos por el otro costado del gran alminar islámico, y descendimos hasta el Puente Romano, para ir dejando poco a poco el casco histórico de Córdoba. Teníamos las 12 del mediodía exactamente en el reloj, y habíamos recorrido algo más de once kilómetros en tres horas. Le preguntamos a Theo que qué tal le había parecido el paseo y nos respondió que no le había podido gustar más, que había pensado que Córdoba era una ciudad pequeña como otra cualquiera y, sin embargo se había encontrado con una ciudad con montones de cosas interesantes, una ciudad, que a diferencia de otras, de la suya por ejemplo —Brest, una ciudad portuaria e industrial bastante fría—, le había sorprendido tanto por su importancia histórica como por su arraigo cultural y artístico.

Ya cerca de casa, hablando un poco de fútbol, de ese partido que enfrentaba en la Champion al PSG con el Real Madrid, a Theo se le ocurrió una idea, quería que al finalizar su estancia en la ciudad, para el último día, le preparara un gran test de examen, donde le preguntara sobre todo lo que le habíamos mostrado y explicado, con la condición de, en caso de no aprobarlo, continuar al menos una semana más en la ciudad o, mejor, si no teníamos inconveniente, hasta que acabara por aprender todo lo que le habíamos contado de Córdoba. Como verán el chico tiene mucha guasa y ni un solo pelo de tonto.
Solo decir para terminar que ese examen, del que esta historia es su tema central, su lección, lo lleva Theo en el autocar que lo conduce a Brest junto a su familia francesa. Si lo aprobará o no, está por ver. Desde luego consideramos que ha aprendido mucho y ha disfrutado de lo lindo por el camino, durante esta semana de estancia en Córdoba y sus fulgurantes visitas a otros importantes enclaves de Andalucía.
Esperemos que a nuestro hijo le vaya por su país, tan bien como a él le ha ido por aquí.



Juan José Gañán
17 de marzo de 2022


Documentos adjuntos a esta publicación
Enlaces
En el Puente Romano junto al Arcángel San RafaelEn la Puerta del PuenteEn el triunfo de San RafaelEn una puerta de la fachada de la MezquitaEn el patio de los naranjos de la Mezquita, frente al gran AlminarEn la calleja de las FloresCalleja del PañueloPlaza del PañueloIglesia fernandina de San FranciscoEn la portada plateresca del Museo ArqueológicoDentro del Museo Arqueológico de CórdobaFuente del Potro en la Plaza que lleva su nombrePosada renacentista donde vivió Cervantes y hoy es el Museo Fosforito del cante flamencoEl Cristo de los Faroles en la Plaza de CapuchinosAnte la columnata en ruinas del Templo Romano de CórdobaMujer cordobesa regando las macetas de su patioMonumento al torero Manolete y al arte del toreo En la iglesia fernandina de Santa MarinaLas aguadoras de la Plaza de Colón
 
Copyright VEREDAS CORDOBESAS
Psje. Jose Manuel Rodriguez Lopez 6 | 14005 Córdoba · España
info@veredascordobesas.com
Diseña y desarrolla
Xperimenta eConsulting