Dejamos los coches en la Aucorsa para ir hasta el Muriano por la Alcaidía, las Pedrocheñas y subir por la cuesta de la Piedra Horadada para bajarnos allí con el autobus de la una menos cuarto, después de jugar unas partidas de futbolín en el bar de enfrente de la parada.
A los hermanísimos y a mí se nos sumó el Canijo, que no triunfó tanto como deseara el sábado por la noche y decidió borrar su mala conciencia fustigándose con una ruta campestre, pero no ya una liviana ruta en solitario, como pensó en un principio, que era lo que le pedía su desentrenado y desgarbado cuerpo, sino una ruta bastante más seria junto a sus colegas; nada de medias tintas. Al final se alegraría del esfuerzo.
Yo, por mi parte, estuve intranquilo toda la mañana, pues estaba amenazado desde el viernes con salir el domingo por la tarde en la procesión que se celebraba con motivo del Corpus Christi, tormento que habían maquinado mi propia mujer y una amiga, madre de un compañero de nuestro hijo, para que los niños amortizaran los trajes de comunión saliendo junto a sus padres. A mí, la sola mención, ya me había estropeado todo el fin de semana, más aún si me paraba a pensar que lo más seguro es que también quisiera que fuera siguiendo a la comitiva engalanado con el traje y la corbata que me hizo llevar en su comunión.
Tras salir después de las ocho tomamos rumbo a Alcolea por la Campiñuela Baja, siguiendo desde entonces el curso del canal del Guadalmellato hasta el cruce con el camino de la Universidad, en la finca de Rabanales. Allí nos adentramos verdaderamente en el campo hasta plantarnos en la encrucijada con la vereda de Linares, donde dejamos el camino de la derecha hacia Alcolea y el de la izquierda –que lleva al Santuario del mismo nombre- para seguir por el centro, que es la vereda de la Alcaidía, por donde empezamos a ascender duramente en competencia con unos ciclistas hasta llegar a las ruinas del propio cortijo.
Se fueron improvisando parejas por el camino; el Maestro y yo tiramos delante charlando literalmente de lo divino y de lo humano. Lo digo porque en este caso fue así, pues de las cuestiones de economía doméstica saltamos a las cuestiones profesionales y de éstas a los temas sociales y religiosos que tanto acuciaban y exigían de un infeliz padre de familia.
Subimos y subimos sin apenas darnos cuenta hasta llegar a las ruinas del cortijo de la Alcaidía, donde esperamos a nuestro maltrecho compañero germanófilo que no quiso descansar hasta que llegáramos a la base de las minas del Muriano. Pasamos junto a un abrevadero para el ganado, con las enternecedoras reses de color canela descansando al lado del camino. Dejamos la senda que se bifurca a la derecha hacia Alcolea, para seguir por la fachada occidental de la hacienda y encaminarnos hacia la valla de la Armenta, cogiendo un pedregoso camino hacia abajo, donde se divisa desde lejos la casita de la misma finca.
Seguimos hablando sin parar de andar, con lo que el abrupto terreno si no desaparecía, al menos se suavizaba considerablemente, haciéndolo más llevadero. Cuando divisamos la valla de entrada a la Armenta se nos plantea un enigma. La valla sabemos que está cerrada a cal y canto. Pero la duda no está en saber cómo seguir adelante, esto ya lo sabemos; simplemente unos metros antes de llegar hasta ella tomamos una senda a la derecha que rodea la puerta hasta entrar en el sendero fetén un poco más adelante. El enigma es saber ¿qué hace ahí entonces esa puerta? ¿Qué es lo que cierra? ¿Qué paso impide? Nos consta que eso lleva así casi toda la vida y, por tanto, debe tener el beneplácito del propio dueño de la finca. La única explicación es la manía que tenemos de ponerle puertas al campo.
Desde ese momento debemos estar pendientes de dos cruces importantes: el primero es una calzada ancha que tenemos que cruzar andando por ella sólo unos pasos a la derecha, para seguir en el mismo sentido que llevábamos. El segundo es la intersección de la vereda de la Alcidía -por la que avanzamos- con la vereda de las Pedrocheñas, la que tenemos que coger, que si no tenemos cuidado la rebasaremos y tomaremos en sentido contrario, hacia Alcolea. Para hacerlo bien deberemos desviarnos en el primer cruce a la izquierda en el que veamos un olivo de buen porte a modo de poste indicador. Cuando hayan pasado diez veces por allí, deberán seguir teniendo cuidado como nosotros de no pasárselo, porque la penúltima vez nos equivocamos y a punto estuvimos de perder el autobús del Muriano.
Seguimos por las Pedrocheñas subiendo y bajando los penúltimos montículos sin mayor dificultad, hasta el último y más empinado descenso que nos encara a un pequeño arroyo cubierto por matorrales. Seguimos hacia la derecha bordeándolo y buscando un lugar por donde vadearlo. Lo atravesamos sin dificultad y tomamos por una tupida y estrecha senda hasta la base de la gran cuesta de las minas, donde se haya el monumento a la Piedra Horadada, símbolo de la población.
Paramos a tomarnos allí nuestra ligera merienda, a un kilómetro de nuestro destino. El Canijo, que me vería con mala cara, me ofreció sus avellanas cordobesas y aprovechó para ponerme a prueba sobre los conocimientos que pudiera tener yo respecto al día del Corpus; y no supe bien cómo salir del paso. Sabía por mis largos años de Humanidades que aquello era un arcaismo conservado en el extinto latín, y que significaba lógicamente El Cuerpo de Cristo. También sabía por un dicho popular que era uno de los tres jueves del año que relucen más que el sol, junto con el Jueves Santo y el día de la Asunción. Y que debía estar relacionado por tanto con las hostias consagradas, con la Comunión de mi hijo y con las ganas de dar por saco y no dejar a uno descansar después de hacer senderismo toda la mañana. No sé si mi amigo quedaría satisfecho con mi contestación.
A los diez minutos estábamos ya haciendo frente a lo más duro de nuestra jornada, una serpenteante cuesta de gran desnivel a pleno sol; eran las once y media de la mañana. Aunque empezamos juntos, cada uno subió a su propio ritmo, destacando las melenas al viento del pletórico Yul, que quiso hacer valer su exultante juventud dejando atrás a su propio hermano, rememorando las ancestrales disputas entre Caín y Abel. El Canijo, al que llevaba delante, trepaba como una espingarda motorizada y cada vez se alejaba un poco más, dejando atrás al pobre Tito que hacía tiempo que asimiló que las cosas bien hechas había que hacerlas despacio, porque no era la primera vez que se le atragantaba aquella terrible cuesta.
Cuando llegué yo arriba unos minutos después de ellos, grueso y resoplante como un paquidermo, se habían concentrado los tres bajo la primera sombra que pillaron para echar un buen trago del agua fresca que portaban, aún sin descongelar del todo. En principio todos llegamos relativamente sanos, sin necesitar el tan traído y llevado helicópero de socorro que suele pregonar el Maestro. Sin apenas detenernos nos fuimos refugiando en las sombras de los edificios hasta llegar a nuestro enclave final, el bar frente a la parada del bus, donde debíamos tomar aquella pieza de arqueología que nos llevó hasta allí: un futbolín auténtico de los de nuestros tiempos, de esos que tienen jugadores con dos piernas, que son mucho mejores que los de ahora.
Paramos el GPS unos minutos antes de las 12 h., por lo que –si las cuentas no me fallan- los 19,5 Km los recorrimos en 3 horas y tres cuartos, llegando con tiempo de bebernos un par de refrescantes cervezas con sus patatitas y sus aceitunas, antes de disputar el gran campeonato de futbolín de la temporada.
Nos planteamos cómo emparejar los equipos. Había varias combinaciones: los hermanos contra los otros dos o, lo que es igual; calvos contra peludos. Y otras muchas: creyentes contra ateos; los de izquierdas contra los de derechas; aunque nadie quería utilizar para sí mismo esos términos, porque ahora no queremos etiquetas. Cada uno prefería ser progresista, aperturista, liberal, incluso ecologista, pero nunca rojo, ni facha, ni nada parecido. Como mucho de centro; de centro para este lado o para aquel. El caso era darle la vuelta a la tortilla para no llamar a las cosas por su nombre y que no se te viera el plumero cuando te topabas a alguien del otro bando. En fin, el caso es que después de tres cuartos de siglo seguimos con la misma canción. Al menos en nuestro grupo este tipo de cuestiones sólo sirven para reirnos un rato unos de otros y siempre he creido que nunca afectarían a nuestras relaciones.
Al final primó la exigencia de equilibrar los bandos, con lo que el Maestro –líder indiscutido del asunto- debería jugar con el peor. Había que saber quién era el peor. El Canijo, astuto, se trabajó la humildad para que decidiéramos unánimemente que debería ser él quien acompañara a nuestro Messi de piñón fijo. Así es que mi amigo Yul y yo nos enfrentamos a aquella dispar pareja, saliendo trasquilados a las primeras de cambio, sin duda vapuleados por el factor sorpresa que suponía la suma de la segura defensa del Maestro con la pertinaz y tozuda delantera de Herr Canijo que, muy ladino, omitió decirnos que había jugado en la liga germana durante la conquista de su tercera mujer.
Como llegamos con tiempo, afortunadamente pudimos tomarnos la revancha. Nuestro equipo cambió de táctica, pasando mi amigo Yul a la delantera y yo a la zaga. Rememoramos aquellos años de juventud en los que estuvimos tan compenetrados con un sólido juego de equipo, eficiente e imaginativo, y así derrotamos a nuestros confiados rivales, que, a pesar de conocer con cierta profundidad nuestra sierra, se pensaron que todo el monte era orégano, dejando la finalísima para un tercer partido de desempate donde nos jugábamos el ser o no ser.
Si el Gran Maestro no hubiera cambiado su espectacular navaja serrana por su inapropiado cuchillo de la mantequilla, habría podido usarlo entonces para cortar la tensión del momento. Los cuatro jugadores, que habían puesto minutos antes todo su pundonor guerrero en ascender por aquella terrorífica cuesta de las minas abrumados por un sol de justicia, trasladaban todo su ardor al pequeño campo de batalla simbólico. Alguno pensó en voz alta que estas viejas generaciones nuestras sí que se tomaban las cosas en serio, no las de ahora.
No hubo cambios tácticos, pero sí psicológicos. Como digo, la capacidad de concentración de los cuatro senderistas reconvertidos fue proverbial, no se permitió el menor resquicio al comentario alegre u ocurrente ni a la chanza. Todo lo que teníamos lo volcamos en esos precisos momentos. El partido empezó con la típica tosquedad de la liga inglesa o de los encharcados campos del País Vasco; patadón y tentetieso. Las defensas se imponían a las delanteras. Estuvo vedado el gol durante un tiempo que se hizo eterno, en el que nos llegó a urgir la proximidad de la hora del bus. Tremendos pelotazos se estrellaban una y otra vez en las paredes y hacían saltar la bolita fuera de nuestra vetusta reliquia, llegando al punto de que dos de los rebotes se convirtieron en sendos goles en propia puerta del Maestro y del Tito; parecía la única forma de marcar. Los escasos mano a mano no llegaban a fructificar, hasta que el cansancio, más mental que físico, fue adueñándose de nosotros.
Tras resultar ineficaz el ataque del tarugo más joven y lampiño, el adversario se creció, y asentando sus bases en una disciplinada y contundente defensa, aquella desconcertada pareja fue cediendo terreno y entrando en una espiral pesimista que pronto afectó a la concentración de su resquebrajada muralla defensiva, que imaginaba –créanlo- a su propio portero chorreante de sudor, vestido con chaqueta y corbata oscuras, trás una multitudinaria manifestación religiosa por las llameantes calles del infierno.
El Canijo se convirtió en el torpedo Muller y vapuleó incomprensiblemente al Tito, que no salía de su asombro y meditaba furibundo sobre la dificultad de cargar con aquella cruz hasta el próximo desquite. Sobró tiempo para preguntar por el equipo en que el diestro y larguirucho delantero había sido formado. Su club fue al parecer el Werder Bremen, el equipo de los famosos animales músicos del cuento, a cuya banda había pertenecido camuflado de jirafa.
Descendimos en el autobús tras el despliegue de adrenalina, ya más relajados, buscando entre todos la mejor excusa para librarme a mí del martirio que tenía preparado mi esposa. Nos despedimos del Canijo tan alegremente como nos habíamos encontrado por la mañana, envidiándolo de saber que estaría todo el día tranquilo en solitario en su casa. Dejé al pelón y más tarde a su hermano, casi convenciéndome en voz alta de que tampoco era para tanto eso de darse un paseíto con la familia por el centro elegantemente vestido, aunque hiciera demasiada calor para usar traje a estas alturas del año, o aunque me estuvieran apretados los zapatos de vestir y me provocaran las ampollas que nunca me provocó el senderismo. No sería peor que la cuesta de esta mañana ni peor que los cortafuegos infernales de nuestras rutas más cansinas. Total, ya estaba acostumbrado a sudar, si acaso me llevaría la otra felpa blanca, la de tenista, para no llenarme los ojos, o el socorrido pañuelo rojo atado a la nuca. Qué sé yo las paranoias que se me iban ocurriendo en el coche camino de casa, mientras la musiquita relajante del Canijo no conseguía apaciguar mi espíritu atormentado.
Mientras aparcaba en la cochera que comunica con la cocina, donde estaría preparando mi esposa el almuerzo, atisbé una excusa convincente pero deshonrosa que esperaba en última instancia me librara de mis obligaciones sociales:
¡Pensé en hacerme el cojo!
Sí, llegar cojeando, medio arrastrándome y medio llorando, como si se me hubiesen reverdecido los pinchazos en los muslos el día de la ruta del Mulhacén o de la Idílica ruta del río Verde, donde tan mal lo pasé.
Abrí las puertas interiores y tiré hacia dentro las bolsas, que resbalaron por el suelo hasta el interior de la cocina. Ella no estaba detrás. Me ayudó mi hijo a terminar de meter las cosas. Esperé a que viniera la madre para fingir el dolor de las piernas, me daba vergüenza hacerlo delante del pobre chiquillo, pero dejé puesta la cara de sufrimiento por si me estaba mirando desde el sofá del salón. Tal vez me viera la mueca de dolor en el rostro y salió a socorrerme. Me dijo:
- Traes los ojos rojos y muy mala cara.
Cuando yo le iba a decir que me había vuelto a lesionar de los muslos, retomó ella la conversación:
- Menos mal que se ha suspendido la procesión.
- ¿QUÉÉÉ? ¿DE VERDAD? ¡No me digas!
- Que sí, de verdad –me contestó ella sonriendo.
- ¿Y eso por qué? –pregunté.
- Se le ha puesto mala la niña a Rosa.
- ¡Uf! Pues me alegro muchísimo –dije inconscientemente.
- Sí, vaya. Muy bonito –me respondió mi mujer.
- Quiero decir que qué bien, ¿no? –le dije yo para arreglarlo.
- ¿Y entonces ya no vamos?
- Que no, que no vamos, descansa tranquilo hombre.
¿Lo creeréis? Me abracé a ella y la besé con la mayor delicadeza que pude, para no mancharla con el sudor que todavía se adhería a mi demacrado semblante.
Mientras la abrazaba y suspiraba hondamente me di cuenta de que ella seguía sonriendo.
Yo sé que no os lo vais a creer, pero sin darme cuenta una pequeña lágrima salió de mis ojos y se unió al sudor de mi rostro.
Espero que no se diera cuenta de lo que era.
El tito
7 de junio de 2015
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