Ruta infernal

Por el Gaseoducto

El infierno
Ayer, último domingo de julio, no era el mejor día para hacer senderismo por la sierra cordobesa, ni para practicar ningún deporte que no fuera el submarinismo o el esquí, pero ya saben que por aquí no contamos con una gran oferta de esas frescas actividades, que tienen también cierto riesgo. Recuerdo de hecho que un amigo de la adolescencia se ahogó delante de todos, agarrado al fondo de la escalerilla de nuestra piscina, por tratar de aguantar demasiado la respiración, después de haberle avisado repetidamente de lo peligroso que resultaría batir su record varias veces seguidas. ¡Qué absurdo! La muerte tiene tantas caras.
Yo planeé la ruta sin ninguna intención suicida, créanme. La previsión no era tan extrema para Córdoba. Quiero decir que no era ninguna marca histórica; solo la más elevada de este verano. El pronóstico era de 43 grados a la sombra, —ya saben, en el fresco centro meteorológico del Aeropuerto—, lo que equivalía a unos cincuenta y tantos al sol del mediodía. Pero eso no es demasiado, los de aquí abajo estamos curtidos en estas lides. No hay mes de julio o de agosto que no me tropiece con algún termómetro por encima de los cincuenta grados; y aún sigo aquí para contarlo. Así que por qué no iba yo a salir a hacer ejercicio este fin de semana, como todo el año. Ya se habían encargado las autoridades de dejarnos encerrados bastante tiempo. Quería disfrutar mi ración semanal de libertad en plena naturaleza, de soledad y de reflexión por el campo. Y, por supuesto, todo sin la mascarilla puesta.
Decidí madrugar para acabar también cuanto antes, y seleccioné un recorrido exigente pero no muy largo, una jornada de poco más de 20 Km que no hacía desde meses antes de la Pandemia. (Es curioso que ahora se tome siempre de referencia al maldito bicho ese. Habrá que escribir «A. P.» o «D. P.», como en los libros de Historia). El plan era subir a Cerro Muriano por el Gaseoducto, que es un camino de lo más duro que hay, por los cortafuegos de la conducción del gas de nuestra provincia, siguiendo por Los Villares y acabando con el ascenso al pico de Torreárboles, el Everest de nuestras mágicas veredas cordobesas; para llegar al Muriano con hora de coger el autobús de las 12:45 hacia Córdoba, que nos deja en la misma estación de Aucorsa, donde estará el coche aparcado esperando, loco porque encienda el motor, le ponga el aire acondicionado un ratito y lo meta de nuevo en su fresca cochera hasta el próximo fin de semana.
No dormí apenas esa noche. El día anterior —el sábado— en la peluquería recibí una mala noticia: «el Chorlo había muerto». El último ciclista accidentado del que hablaron los informativos el mes anterior, que se estrelló bajando por la carretera de Trassierra, era él. El Chorlo era amigo de algunos futbolistas con los que yo jugué años atrás. Era un buen aficionado que nos había seguido durante un tiempo, dentro y fuera de los terrenos de juego. Y mira por donde me lo fui a encontrar en la barbería de Felipe la última vez que estuve allí, que fue la primera D. P. —ustedes ya me entienden—, el día que se reabrieron los primeros comercios y llegábamos todos como neandertales a cortarnos el pelo. Ese día por casualidad también estaba allí esperando sentado para lo mismo, El Pisto, otro crack, el Cruz Carrascosa de los plateados años setenta del Córdoba C.F.; colega por tanto, buen cliente y amigo común. Fue curioso porque, camuflados como bandoleros con las mascarillas, más gordos que antaño y más viejos, yo a él enseguida lo reconocí, pero él a mí, no. Entraba presumiendo de que a su provecta edad, ya con nietos y todo, se encontraba más en forma que nunca e incluso con mejor carácter; y hasta parecía haber pulido y renovado su repertorio de bromas y chascarrillos con el paso del tiempo —apostillaron su buen amigo el Pisto y su peluquero favorito—. Yo no sé si añadí además que hasta le encontraba más elegante, pues vestía ropa muy juvenil, pero de marca, porque al Chorlo siempre le habían ido bien los negocios y solo se le podría reprochar, si acaso, el deterioro de su memoria, por lo demás, algo completamente justificado para su edad.
Las versiones de los periódicos digitales eran contradictorias. Indagando después en casa, uno de los titulares decía: «Muerte de un ciclista de 65 años». Luego leí que un particular había alertado al 112 tras ver a un hombre tendido en la carretera y que, al hacerse cargo la Guardia Civil de Tráfico se había informado de un choque contra el quitamiedos, siendo recogido por una ambulancia a eso de las siete y media de la mañana. Lamentablemente de camino al hospital sufrió una parada cardiaca e ingresó ya cadáver. Sin embargo otros periódicos hablaban de un ictus, posiblemente consecuencia de un golpe de calor. Pero ¿qué calor iba a hacer a esa hora de la madrugada?
Todo eso debía rondar por mi cabeza para hacer que me despertase súbitamente antes de las seis, que fue la hora fijada en la alarma de mi Smartphone. Me levanté aliviado de poner fin a la pesadilla que me torturaba, como si al levantarme hubiera corrido una cortina detrás de mí, y solo me quedasen restos de migraña, fácilmente subsanable con un rápido refrigerio complementado con paracetamol efervescente, centrándome pronto en coger las cosas y partir lo antes posible para evitar las horas centrales del caluroso día anunciado. Al cerrar la puerta caí en la cuenta de que olvidaba de nuevo la mascarilla como la semana anterior, y ese despiste hizo refrescar en mí la visión de mis sueños: la triste cabalgata de un puñado de zombis marchando lentamente con sus mascarillas azules y blancas; la imagen característica de la nueva normalidad. Debía ser así porque llevábamos toda la semana obsesionados con los rebrotes y no había otro tema de conversación. A los numerosos focos de infección catalanes, aragoneses, gallegos o murcianos, se sumaba ahora un brote terrible en una discoteca de la ciudad de la que habían salido más de cien positivos. Y para colmo de males el día anterior —el viernes— Inglaterra ponía en peligro la economía del país prohibiendo implícitamente el turismo con España, al dejar de confiar en la sanidad y la prudencia españolas, exigiendo poner en cuarentena durante dos semanas a todos los súbditos británicos que entrasen en la Península o a cualquiera que llegase a sus dominios procedente de nuestro inmundo país. Por mi parte podían marchar todos a veranear a Corea del Norte, donde por fin acaban de informar del primer infectado, un desertor por lo visto procedente de sus vecinos del sur que se habría contagiado simultáneamente con las veleidades del Capitalismo, por lo que creo que están a punto de declarar la Alerta Máxima —no sé si será ya tarde para los hijos de la Gran Bretaña.
Con ese runrún interior salí a disfrutar del campo el domingo: advertencias desoídas, proyectos frustrados, avisos de clausura, geriátricos aislados, pánico en el personal sanitario ante un nuevo colapso, peligros inminentes de desempleo y de muerte por nuestro país y por todo el orbe terrestre.
A las siete, amaneciendo un nuevo e incierto día, aparqué en las inmediaciones de las cocheras de Aucorsa, punto neurálgico de las expediciones a nuestro particular Himalaya. Coloqué los parasoles inclinados con la sana intención de amortiguar los anunciados rigores de nuestro abrasador astro rey; me calcé la mochila y sonreí al comprobar que no me faltaba esta vez la mascarilla dichosa, alojándola en uno de sus compartimentos exteriores. Pero, cuando me dispuse a poner en marcha la aplicación de lectura del móvil por el segundo capítulo del Ulises —después de haberme escuchado tres veces o cuatro el primero hasta comprenderlo— me di cuenta de que no llevaba los auriculares. «¡Puf! ¡Qué fallo! ¿Y ahora qué hacía? No me iba a dar la vuelta a recogerlos a la otra punta de la ciudad».
Tendría que dejar correr libremente mis pensamientos mientras andaba, a lo que no estaba ya acostumbrado. En realidad no era mal plan, solo era un plan olvidado, un plan que había ido desechando con los años para mitigar la monotonía del sempiterno discurrir de casa al trabajo y del trabajo hasta casa, cuatro veces al día, cinco días a la semana. Pensé: «el fluir de la conciencia sin más trabas que el croar de las ranas o del frenético chillar de las chicharras.» Lo que equivalía poco más o menos a dejarse invadir por el enrevesado estilo de aquellas míticas obras de Faulkner, de Virginia Woolf o de mis recientes lecturas sonoras del celebrado James Joyce. Unos listos que se inventaron eso de escribir lo primero que les pasara por la mente, que es la forma más rápida y segura —y la única, sin duda, para tantos— de escribir un libro de gran tamaño. Y así, con la posibilidad de seguir profundizando en esos vericuetos laberínticos del diálogo interior, me di por conforme, pensando que tal vez encontrase la manera de salvar el escollo con el que me había tropezado en mi última novela policiaca, con la esperanza de que una súbita inspiración me iluminase para seguir lo que había dejado aparcado hacía ya más de un mes.
Al cruzar la carretera sentí detrás algo así como el chirriar de unos goznes mal engrasados, pero solo vi siguiéndome de cerca a un hombre muy mayor, casi un anciano, con una aparatosa rodillera, en pantalón corto y camiseta blanca de tirantes, haciendo el gesto de correr, no sé si en realidad, corriendo, porque más que correr, cojeaba lamentablemente de forma ruidosa. Aquel viejo deportista me retrotrajo a la imagen del pocero cojo de esa misteriosa película que es El Bosque Animado, de José Luis Cuerda, basada en una novela de Wenceslao Fernández Flores. Me dieron ganas de decirle: «pero hombre, ¡¿dónde va usted así?!», aunque me contuve. Cruzamos a la vez la solitaria carretera y me adelantó, jadeante, deseándome buenos días al hacerlo —luego profeta no debía ser—, siguiendo al frente luego por encima del puente del arroyo Pedroches, como para la Carrera del Caballo, para La Colina o el Paraíso Arenal, que es la zona noble ahora de esa parte de las afueras, tal vez camino del santuario de Linares. Yo giré a la izquierda sin cruzar al otro lado, remontando el curso del arroyo hacia el Puente de Hierro —dos kilómetros más allá— en dirección al otro mítico santuario, el de Santo Domingo, que es el mejor nombre que se le pudo dar al más emblemático escenario del perol cordobés, la más típica manifestación costumbrista de nuestra comarca. Pero dejemos las cuestiones culinarias para la vuelta.
Acababa de amanecer. Yo lucía mis más modernos atavíos de senderista galáctico: camiseta fosforescente de color amarillo de manga corta; negras mallas largas para no arañarme las piernas, ceñidas hasta los tobillos con discretas florituras doradas; ligeras zapatillas deportivas de Goretex con ribetes negros y amarillentos a juego; y una mochila a la espalda de quince litros, roja y gualda, con un bidón de agua de dos litros dentro y el tubito colgando, que acababa de adquirir de Amazon por el detalle de traer una funda externa para el iPhone, que era algo muy práctico si lo vas usando durante todo el camino. La única pega con ella había sido, además de cierta endeblez endémica consecuencia de su precio, ser demasiado llamativa, por otro lado, ideal para los despistes por el bosque y muy a la moda, tan opuesta a la de los discretos colores ocres y pardos que usábamos con un ecologista criterio en los austeros campamentos de mi juventud perdida. Y para rematar el atuendo —pues la gorrilla no la saqué hasta que el sol no estuvo en todo lo alto— una felpa negra en la frente y unos suaves guantes del mismo color, con las huellas del índice engomadas para la pantalla táctil del móvil, herencia irrenunciable del invierno, que me sirven para asir con mayor confianza un elegante bastón telescópico de grafito con los cierres cromados en rojo, como los bordes de la flamante mochila.
Crucé para acá y para allá varias veces por el curso seco del arroyuelo que había conocido tiempos mejores, y no me refiero a cuando yo pescaba ranas por allí en mi infancia más profunda, sino recientemente, sin ir más lejos, en aquellos escasos días de riadas unas semanas atrás A. P. Al llegar a las primeras aguas me tropecé con un apacible rebaño de polvorientas ovejas saciando su sed, acompañadas de su taciturno y zarrapastroso pastorcillo, que, sorprendidos por la irrupción en sus lares de semejante espantajo a reacción, se echaron discretamente a un lado para dejarme pasar a mi ritmo, saludándome con sonoros balidos y berridos (que mejor no conocer su traducción), con más educación y respeto aparente que la mayoría de esos acicalados millennials urbanos con los que difícilmente me cruzaría por allí.
A los dos kilómetros vadeo por penúltima vez el arroyo sin ninguna dificultad por debajo del monumental Puente de Hierro y decido tomar por el camino de la izquierda, el más lejano, pues recuerdo que el primero se encuentra interrumpido por un puentecito medio caído, lo que supondrá salir seguramente más allá de la desviación al Gaseoducto, es decir, evitar el sendero más duro pero a la vez el más interesante de nuestra jornada. Pero ese inconveniente consigo resolverlo al momento sin quererlo, pues de pronto, sorprendentemente, apareció por el desvencijado puente, después de haber salido yo al mismo sitio por el otro lado, ¿saben quién? Sí, el viejo corredor cojitranco que, justo al verme, tuvo que dar un gran salto para evitar el agujero en mitad del mismo, mientras me decía:
—No sabía que por allí se llegaba también a este lado. ¡Hace ya tanto que no paso por esta vereda!
Y yo le contesté, por no quedar en ridículo dando a entender que yo también lo desconocía:
—¿Ya está usted aquí? Pues sí, jefe. Desde que se vino abajo ese puente no me gusta cruzarlo, vaya a ser que se caiga del todo. ¿Ha visto usted cómo se bambolea?
—Sí, sí. No me lo esperaba. Si lo llego a saber no me arriesgo a saltarlo, vamos. Paso por allí también. Por aquí quiero recordar que había un caminito estrecho al lado del arroyo...
—Pues vaya susto que me ha pegado usted, apareciendo por aquí de pronto como un fantasma con la mascarilla puesta.
—Perdone, pero no era mi intención, joven. Es por prudencia, ya sabe. Los tiempos que corren… —murmuró.
No se le entendía muy bien con la respiración entrecortada y con la boca cubierta. Por no ser incivil se me ocurrió llamar su atención sobre aquello haciéndole un breve comentario:
—Pero no es obligatoria para correr. ¡Se va a asfixiar usted! —le dije yo.
—No, no se preocupe, muchas gracias, hijo, que cuando me paro me la bajo un poquito, ¡je, je, je! .
Y terminé yo añadiendo, como solidarizándome con él:
—¡Que le den..., ya, a la mascarilla! Y del camino no se preocupe que el resto está como siempre, ya verá.
—Gracias, gracias. Recuerdo que había un bosquecillo...
—Exactamente. Un camino muy bonito sombreado bastante llano, sin apenas ninguna complicación —le dije.
—Perfecto para andar y correr en verano. ¿Verdad, joven?
—El mejor para estos días de calor. Sí señor.
Y así, en cuatro palabras que hablamos sin pararnos, fui abandonando su compañía echándome un poco a un lado —no sin rubor— para que pasara el viejo corredor fantasma, que siguió jadeante con esa cansina cojera que le seguía valiendo para penetrar por la tupida senda que conduce a Santo Domingo, después de seguir por allí unos cinco kilómetros, una hora aproximadamente para mí, y cinco minutos menos para el abuelo, poco más o menos. El veterano atleta, acuciado por mi persistente presencia al haber incrementado súbitamente mi ritmo, miraba hacia abajo creyendo correr a paso de tortuga, por lo que fue desapareciendo tan lentamente de mi vista que dio tiempo de reaparecer de nuevo en mi recuerdo al cojo Geraldo de la película, transformado ahora en el esperpéntico bandido Fendetestas (que con tanta gracia interpretaba Alfredo Landa) cuando huía de un alma en pena o asaltaba a un caminante por los mágicos bosques gallegos, con la cara tiznada o con un pañuelo por disfraz cubriéndole la cara y a la voz de: «¡Alto! ¡Me cachis-en-Soria!».
Tras los breves momentos que aceleré ostensiblemente el paso, prácticamente convertido en marcha atlética, pude dar por restablecido mi pundonor deportivo, apaciguado por la lógica aplastante de que aquel ardoroso corredor, por mucho que quisiera, debía tener los metros contados; que más pronto que tarde la fuerza de la naturaleza se impondría, y ese Filípides cordobés echaría a andar en cualquier momento o aparecería sentado o derrumbado a un lado de la senda, exhausto o exánime. Y de nuevo venían a mi mente, sin auriculares que lo filtrasen, aquellas sabias palabras latinas: «Festina lente», el más recurrente de los oxímorom del Senderismo.
Traté de centrarme en el recorrido. Pensé en la gran dificultad del mismo. También analicé el comentario que unos días atrás me había hecho el Canijo al haber tropezado con el propietario de la finca ubicada en las proximidades del comienzo del Gaseoducto. Me habló de que la última vez que anduvo por allí le salió al paso un individuo mal encarado, exponiéndole la inconveniencia de pasar tan cerca de las puertas de su domicilio. A lo que mi amigo, ni corto ni perezoso, alegó que se ponía en su lugar, pero que lo suyo era aún peor, porque el Ayuntamiento hacía tiempo que le había plantado una acera de piedra en la misma puerta de su casa del barrio de la Judería, poco después de que la UNESCO le concediera el título de Conjunto Histórico-artístico y Patrimonio de la Humanidad, con lo que desde entonces no solo le había facilitado el tránsito a los vecinos del lugar sino que se vio incrementado desorbitadamente el paso de turistas por su fachada. Con esta contundente filípica paró mi amigo en seco las quejas del hacendado, poniendo en evidencia su torpeza y egoísmo, no cabiéndole otra salida que acompañarlo con las orejas gachas por ese primer ascenso tan duro que compartía con los más osados cordobeses, tratando como último recurso de intimidarlo con su presencia, con su sombrero italiano de ala ancha en la cabeza y con un cigarrillo americano en la boca; a lo Al Capone rural. Al parecer mientras subían optó astutamente por ganar para su causa a mi colega a consta de vituperar a los impresentables ciclistas, de los que, por otra parte, dudo mucho que hubiera alguno capaz de ascender o descender por aquellos inexpugnables pedregales. Lo que no he podido comprender es cómo el individuo consiguió averiguar en tan breve lapso de tiempo que ellos eran precisamente el punto débil del Canijo, al que consiguió ganarse definitivamente manifestándole su indignación por el uso abusivo que habían hecho de los caminos, tildándolos como los modernos furtivos del campo, la plaga maldita más perjudicial que ha habido nunca para la cultura agraria.
Todo ello fluía por mi mente con una claridad meridiana cuando me acercaba al cruce, optando definitivamente por evitar tanto la temible entrada a los infiernos del Gaseoducto como el desagradable encuentro con su Cancerbero. Subiría unos metros más allá por la Meseta Blanca, junto a unas sorprendentes cuevas excavadas en la ladera de la montaña. Pero mucho antes de llegar hasta allí, a medio camino de Santo Domingo, me volví a topar de nuevo con nuestro omnipresente maratoniano que, negándose definitivamente a emular el destino del antiguo guerrero ateniense, corría ahora renqueante pero en sentido contrario, sudando perceptiblemente y con su sonrisa escondida. Nos saludamos al cruzarnos primitivamente, como debieron saludarse en el Jurásico, con inconfundibles sonidos guturales, y nos despedimos con ancestrales gestos, tal vez para siempre. Prudentemente el hombre habría seguido los consejos de los meteorólogos, empezando mucho más temprano que yo, para que así, apenas a las ocho que todavía eran, marchara ya satisfecho con su jornada deportiva completada con satisfacción, listo para ducharse, desayunar y echarse un buen rato en el sofá, a salvo de los rigores de la calurosa mañana prevista.
Yo ya no volvería a encontrar un alma más hasta llegar al cruce del Gaseoducto. Se acabó la bucólica senda, los túneles naturales excavados bajo el bosque, el rumor ocasional de las esquivas aguas; la tranquilidad de la llanura. Primero pasé por última vez al lado opuesto, por el cauce seco del arroyo, en aquel lugar por donde un día el Maestro —haciendo de guía— se cansó de buscar un vado y se tiró en plancha, metiéndose hasta las rodillas en el agua. Anduve bajo los eucaliptos un corto tramo hasta encontrar las ruinas de un antiguo pozo sobre la orilla, señal inequívoca de que allí mismo, donde se unen los dos arroyos, se inicia la vereda hacia las míticas cumbres del cortafuegos más temido de la sierra. Me despedí con la mirada del mágico sendero que serpentea por el valle hermano junto a unas alegres aguas, y solo unos metros más allá reconozco las profundas regueras excavadas en el suelo que vienen desde lo alto, provocadas por las escorrentías de los escasos días de lluvia que disfrutan por aquellos pagos. El preciso punto donde comienza el ascenso a la Meseta Blanca.
Con los oídos destapados, sin filtro que constriñera mis pensamientos, recuerdo los primeros días que subimos por allí: con Romerillo, el Maestro, Fernando (el Grumetillo) y su inseparable amigo Sendérix como guía. ¡Qué tiempos! Este era uno de sus caminos favoritos, que habíamos conocido primero para abajo, tan peligroso por su pendiente, por las profundas grietas y los chinillos sueltos, que se escurrían tanto. Pero para arriba era aún peor. Yo he tenido tiempos mejores y peores, de hecho no hacía tanto que había subido aquella cuesta por delante del grupo, pero los días que recuerdo fueron los de verdadero sufrimiento en la cola del pelotón, aquellos primeros días en que esas subidas inauditas se me atragantaban y Grumetillo se esperaba dócilmente para acompañarme, dedicándome tímidamente entonces una palabra amable y comprensiva de aliento. Palabras inmarchitables que siempre han tenido un valor inestimable para mí.
Pues subí yo en esta ocasión despacio, con pleno conocimiento de causa, sin cebarme en el duro pero corto repecho inicial, pues luego se suaviza en un falso llano bajo los pinos, hasta que llegamos a un pequeño cruce que conviene conocer. La exigua senda de la izquierda conduce a las cuevas, plagadas de excrementos de cabras y murciélagos, a las que se llega dificultosamente entre cerradas jaras, grandes peñas y molestos zarzales; una tortuosa senda alambicada, incierta y abrupta por la que no es fácil transitar ni aún para los más experimentados senderistas. Conociéndola decido seguir de frente y abandonar por hoy la romántica idea de hacerme un selfie en las escondidas grutas. La última parte de la escalada a la Meseta Blanca es larga, muy inclinada y escurridiza, entre unos profundos surcos excavados en la tierra. Al menos por allí no hay pérdida posible y no hay riesgo de sufrir los arañazos en los brazos o en la cara que seguramente sufrirás por el otro lado de la ladera, hasta las recónditas cuevas. El ácido láctico acumulado empieza a dejar sus huellas en las piernas y es preciso acortar los pasos y aminorar el ritmo para llegar arriba, si no queremos doblegarnos haciendo una parada antes de la cumbre. Indispensable reducir la amplitud de zancada, acompasar la respiración inspirando y espirando fuertemente el aire de nuestros pulmones aunque resulte exagerado o cómico y no levantar la vista del suelo, teniendo en cuenta que a las cimas de las montañas —como al fondo de los precipicios— se puede llegar paso a paso mucho mejor sin mirar a lo lejos. Después, al llegar a lo más alto, conviene orientarnos de nuevo y retomar la vereda que llevábamos en caso de habernos desviado, para no perdernos esquivando las rocas blancas —de las que toma su nombre la Meseta— y saltando por el manto de pequeños matorrales que cubren la frondosa e inesperada llanura. Debemos situarnos hacia poniente de la gran altiplanicie, siguiendo la senda que bordea el talud tan solo a un par de metros, hasta encontrar una salida por la cara norte. Encontraremos por las cercanías curiosos roquedales pintados de blanco —como improvisados excusados o pistas de aterrizaje de las aves— que son el lugar ideal para hacer un breve receso, beber agua, echarse algo al coleto allí sentados y contemplar sus extensas panorámicas.
Entre dos agrupaciones rocosas blanquecinas características desciende nuestra senda, por la que salimos después de haber restaurado medianamente la respiración y nuestro ritmo cardiaco. Esa vereda si se sigue siempre a la derecha en cada cruce, pronto nos dará una panorámica espectacular de la ladera oeste del conducto subterráneo del gas, inconfundible por las continuas señales verticales a sus lados que lo identifican. Contemplaremos la finca del amigo del Canijo en la base del puerto; la primera terrible subida, y el perfil en forma de cresta de gallo que lo delimita sobre la sierra, como un verdadero skyline natural, sin lugar a dudas uno de los tramos más espectaculares y emblemáticos de los senderistas cordobeses.
Pasando yo por allí este domingo me pareció escuchar unas voces humanas (pues no conozco otra clase de voces). Unas misteriosas voces de las que no encontraba su procedencia. Creyéndome completamente solo en medio de la Amazonia, como un enloquecido Aguirre buscando mi Dorado, creí que serían voces de ultratumba. De hecho, para mayor espanto, me parecieron voces conocidas, más claras y sorprendentes a medida que parecía que se acercaban. Escruté la silueta cada vez más cercana del skyline, seguí desde el principio su sinuosa línea —invisible tras los picos más altos— hasta que pude vislumbrarlos dos o tres valles más allá: dos muñequitos de juguete con sus mochilas a las espaldas desfilando en el mismo sentido de mi marcha, tan evidentes ya a mis ojos como a mis oídos. Como una silenciosa rapaz que volara por encima, los seguí con la mirada seguro de que ellos no me verían a mí. Los escuchaba bien, aunque no los entendía del todo, solo palabras sueltas. El tipo de delante, que se agigantaba a cada paso, iba de rojo, se tocaba con una gorrilla negra y era más alto que el de detrás y hablaba más fuerte, por lo que deduje que sería quien llevara la voz cantante. (En realidad, al único que se le escuchaba).
«Hacía ya un buen rato que habían coronado el primer pico y se sentían capaces de charlar de nuevo ahora —pensé—; seguro que subiendo no hablaban tanto. Si fuera sábado habría dicho que era mi sobrino con algún cliente de compromiso o alguien relacionado con su trabajo, pero domingo..., muy raro». El de delante no paraba de hablarle al de atrás en un volumen tan elevado que, no me quedaba más remedio que pensar que el de detrás debía ser sordo. Y en seguida me dije: «Terapias campestres». Aunque ellos no parecía que tratasen ningún tema literario o filosófico, sino laboral, de las responsabilidades de cada uno en el trabajo. El primero debía ser un jefecillo estricto, de esos que le van contando a todo el mundo lo indignante de la labor de los demás. El otro hablaba menos y más bajo, como si se sintiera aludido, pero sin atreverse a quitarle la razón. Me pareció que iban despacio. No se puede correr ni andar muy deprisa hablando tanto, pero puede que fuera una impresión equivocada, solo el hecho de haber tomado por esa terrible ruta me infundía cierto respeto.
Su camino y el mío confluirían en pocos metros. Debía ser mi sino toparme justo en el cruce con ellos. En una extensión de terreno tan inmensa como aquella, que se te perdía la vista y no veías otra cosa que montañas verdes, árboles y matorrales por los cuatro puntos cardinales, era coincidencia encontrarnos al llegar al Gaseoducto justo en esa intersección con mi vereda, por la que podría hacer semanas que solo transitaban conejos, zorros o jabalíes. Pero al darme cuenta de que los dos tipos que gritaban eran desconocidos para mí, apreté el paso a conciencia para tratar de salir unos metros por delante, para no tener que obligarme a hacerles compañía.
De todas formas, estando tan cerca de ellos, a apenas cinco o seis metros tan solo, en aquel lugar solitario, me vi en la obligación de saludarlos:
—¡Buenos días! —les dije.
Y ellos me correspondieron a su vez con la misma parrafada:
—¡Buenos días! —y con eso nos creímos todos justificados, así que seguí adelante su camino, que era desde ahora el mío también.
Mi destino era hoy apretar el paso, fuera cual fuera la dificultad del terreno, como antes con el abuelo corredor o como aquel día cuando nos encontramos con esa pandilla de viejos senderistas en el Gran Khan, el otro cortafuegos legendario, solo comparable a este. Aquel día, «[…] después de alcanzar a los más rezagados del grupo al principio del tortuoso sendero, nos vimos envueltos en mitad de ellos subiendo por las más empinadas cuestas, viéndose literalmente obstruido nuestro camino por un gran número de aficionados montañeros, debiendo ir adelantándolos a todos uno por uno con verdaderas dificultades, hasta alcanzar a los más expertos, que se resistieron a ser rebasados, obstinándose en medir sus fuerzas con las nuestras, en un duelo suicida en la alta sierra, llegando arriba todos en una frenética carrera alpinista con graves muestras de agotamiento, lo que tendría a corto y medio plazo imprevisibles consecuencias…».
Eso escribía yo años atrás explicando aquel encuentro singular por una de las más duras rutas de la sierra. Pero no se preocupen, no pasó nada, era puro teatro. Todos estábamos entonces en bastante buena forma. Solo quería demostrar nuestro innato instinto competitivo, que nos impedía relajarnos y disfrutar de las bondades de nuestros paseos campestres en cuanto olíamos o escuchábamos la proximidad de algún senderista cercano. No sé si han visto esa película de un caballo legendario llamado Seabiscuit, que le pasaba algo parecido. En este caso podía ser suficiente para alejarme con seguir más o menos al mismo ritmo que llevaba por esta última vereda, si es que ellos se empeñaban en seguir hablando como cotorras. Pero por si acaso aceleré el paso considerablemente, sin bajarlo apenas por los continuos repechos que nos íbamos encontrando, lo que no era tan sencillo dado lo escarpado del terreno que pisábamos ahora.
Encima de los cortafuegos no existen los árboles. No hay sombras. Y el sol ya calienta a pesar de no estar aún en lo más alto. Tras evitar mirar hacia atrás durante un buen rato, para no darles el gusto de parecer estar midiendo mis fuerzas con las de ellos, pasados unos largos minutos de arduos y repetidos ascensos, dejé de escuchar la voz de los furibundos caminantes. Y en mi predecible monólogo interior me preguntaba:
—«¿No les oigo porque los habré dejado muy atrás y ya no se oye lo que dicen? ¿O habrán callado? En ese caso ¿habrán callado por cansancio o habrá sido porque, agotada su indignación —consumada la terapia— se han puesto a desempeñar por fin la legítima labor del senderista, que no es otra sino andar cuanto más lejos y deprisa, mejor?»
Cuando no escuchaba absolutamente nada, me volví y pude comprobar que no había moros en la costa (ni siquiera cristianos). Respiré profundamente aliviado y aminoré la frecuencia de zancada. Debía ahorrar fuerzas si quería afrontar la última ascensión con garantías. La parte final del Gaseoducto es más larga que la primera y aún más dura. Tanto que mis primeras veces yo la subía en zigzag, desde abajo, como esquiando hacia arriba. Con el tiempo me enseñaron que la mejor manera es ascender por el borde izquierdo, por la parte externa de un reseco surco relleno de piedras que circula paralelo a la empinada rampa.
Tras recorrer aquellos empinados e interminables montículos, afrontados con decisión para no caer en la humillación de verme rebasado por los parlanchines caminantes, surgieron de frente, antes de la gran subida, un buen puñado de veloces corredores de Trail Running, bajando por donde yo tendría que subir. Era una visión irreal, fantástica, ver descolgarse por aquellos descomunales acantilados a un pelotón de exóticos deportistas uniformados como ninjas con ropas de camuflaje, hasta los yermos páramos.
En cuanto a utilizar este tremendo cortafuegos en particular como lugar para correr, me parece inconcebible. Pensaba yo: «Si apenas te puedes mantener en pie subiendo, a fuerza de gemelos de piedra y rugosas suelas adherentes, por aquel terreno extremadamente abrupto y casi vertical, con grandes grietas, duros e irregulares surcos, arenisca y piedras sueltas de todos los tamaños; ¿cómo es posible dejarse caer corriendo por aquel barranco pedregoso del infierno? Si subiendo da miedo volverse hacia atrás. Si da vértigo. ¿Cómo se puede descender corriendo el Gaseoducto? No se me ocurre nada con mayor riesgo de accidente. Solo lo creía apropiado para los más atormentados montañistas, aquellos que fuesen buscando la manera más ecológica y segura de suicidarse».
Después de pasar entre los dos exploradores que servirían de avanzadilla a la tropa para sopesar las dificultades del terreno, y saludar uno por uno al grueso del pelotón de atormentados montañistas, varios jóvenes que llevaban un correr ligero y solvente, demasiado jóvenes e imberbes para pensar en el suicidio, me encontré con una cara conocida, un tipo de mi edad, no muy alto, con una cabeza de tamaño muy superior a la media y un corpachón casi tan ancho como el mío —un individuo rechoncho, vamos—, un tipo que parecía el padre de todos y que cerraba el pelotón a cierta distancia, sudando a chorros, con grandes ojeras y visibles síntomas de abatimiento. Él me miró desde lejos y no dejó de hacerlo hasta cruzarnos. (Claro ¿qué iba a mirar por ese sendero solitario?) Yo creí conocerlo, y no superficialmente. ¿Quién sería? Algún cliente… No. Más lejano todavía: un futbolista. Puede ser... ¡Claro! Era Virgilio. ¡No fastidies! (Con quién si no iba a encontrarme en los infiernos). Pero no podía ser él, no allí, no en Córdoba, no corriendo precisamente por allí. Si estaba en Zaragoza o por alguna otra ciudad del norte, destinado. Cuando los dos estuvimos seguros de quiénes éramos cada cual, nos paramos a un par de metros el uno del otro (la distancia de seguridad aconsejada). Entonces, mirando hacia delante, pegó un fuerte chiflido y se dirigió a sus pupilos —eso debían de ser por la diferencia de edad— con un grito tremendo a lo Sargento de Hierro:
—¡¡¡Aaaalto!!!
E inmediatamente el pelotón de soldaditos se paró, obedeciendo y clavándose en el acto.
En el silencio apenas interrumpido por el pitido de mi oído, sin salir de mi asombro y con los ojos muy abiertos, le pregunté asombrado:
—¡Eres Virgilio! ¿¡Virgilio Arenas, no!? “El Cabezón”—y me respondió tranquilamente:
—Claro, joder. Y tú, Juanjo Gañán, “el Cafeteras”.
—¡Ja, ja, ja, ja! —nos partimos de risa los dos, a pesar de nuestra respiración agitada, del ritmo frenético de nuestros corazones y del aturdimiento producido por el cansancio y por la inusitada situación.
¡No lo veía desde el Bachillerato! Después perdí su pista para siempre. Nunca le volví a ver hasta hoy. Arenas era un buen estudiante de la clase de al lado, un magnífico deportista, mejor atleta que futbolista y gran compañero y amigo, hasta vecino del barrio de Levante. (Pero ya os iré contando. Como ahora este relato no se puede detener para contaros su historia, nosotros no podíamos detenernos en ese momento tampoco marchando por encima del Gaseoducto, como si nos hubiéramos cruzado en el Polo Norte). Así es que le pedí su teléfono, lo llamé para que se quedase registrada mi llamada, y nos despedimos rápidamente sin abrazarnos siquiera, solo tocándonos con la punta de los codos, como exigen los actuales cánones.
Qué lástima, no le había preguntado ni qué hacía en Córdoba, aunque eso fuese algo evidente. Mil preguntas me asaltaron inmediatamente al darnos la espalda, pero todo lo tuve que aplazar porque estaba en la base de la gran subida final y eso requería toda mi atención. Para más INRI, al volver la mirada hacia atrás distinguí a mi pareja de senderistas perseguidores. Lo que faltaba. Se me habían echado encima tras la breve parada con mi amigo. El senderista más alto también se dio cuenta, a lo lejos, de que lo estaba mirando, y estoy por decir que al verme se le dibujó en el rostro una leve sonrisa. Pero no estaba dispuesto a ser sobrepasado al final del maldito cortafuegos. Apreté las mandíbulas y comencé a ascender pegado al lado izquierdo, como buen conocedor que era de aquel camino construido para entes más livianos. Y como un bravo toro de la mejor casta, se lo dediqué a mi reencontrado amigo Virgilio: pasitos cortos (casi quieto), mirando al suelo (nunca al tendido) y (fusfús, fusfús…) respirar acompasado. Ya veríamos quién era todavía “el Cafeteras”.


(CONTINÚA EN LA 2ª PARTE)
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