Cuando llegamos al despacho me abrió la puerta y entró apresuradamente.
Se había dejado la luz encendida y un montón de libros sobre la mesa.
Tropecé al entrar con un enorme atlas, que estaba tirado en el suelo. Se
sentó detrás de la lamparita amarillenta de su despacho, me dijo que
tomara asiento y fue directo al grano:
–Hace unas horas hemos recibido varias llamadas extrañas.
Ayer me dejé el teléfono aquí y cuando volví anoche a por él me encontré con varios mensajes en el contestador. –Me dijo con su voz, cascada por el insomnio, tras el foco de luz.
–Continúa –dije–.
–Primero había una de un móvil, pero colgaron sin decir nada. Seguramente al oír que saltaba el contestador automático desistieron.
–La siguiente es de unos excursionistas –abrió la carpeta y sacó un gran pliego de papel con un mapa–. Decían que algo había desaparecido.
–¿Algo o alguien? Me tienes en ascuas.
–En concreto –continuó–, dicen que ha desaparecido parte del curso del río Guadalora. Para ser más precisos, entre este y este punto –señaló el mapa con el dedo–.
–Tienes que estar de broma –dije apartando la lámpara para verle la cara a mi jefe–. Eso es Hornachuelos. ¿Y por qué te han llamado a ti? Nosotros buscamos personas, no agua. No somos unos malditos zahoríes, Sam.
–No te hagas el listillo, Bob. También recibí una tercera llamada; ya sabes de quién.
–Estupendo, lo que nos faltaba; de Romerillo. ¿Sigue molesto por aquello?
–Ro–me–ra–les, Bob. Que yo le diga Romerillo no te da derecho a que se lo llames tú también. Y menos “leguleyo”, tío. Pase que se lo digas a mi mejor amigo y socio fundador de esta empresa, que es la que te da de comer. Pero que se lo digas delante de nuestro mejor cliente… ¿Tú qué crees?
–Que está cabreado. Puede que se le pase si aceptamos el trabajito.
–Claro, o si mantienes tu bocaza cerrada…
–Está bien, ¿dónde hemos quedado con él? ¿Cuándo empezamos? –pregunté–.
–Ya lo hemos hecho. Y él no va a venir hoy con nosotros. Se fue ayer con su familia a su mansión de Mezquitilla. Acabo de echar todo lo necesario para el viaje en el coche. He dejado en el asiento de atrás tu ropa y tu mochila. Te vas vistiendo por el camino.
–Pero ¿por qué tanta prisa?, joder. No hay ninguna persona en peligro.
–No lo sabemos. Romerillo me ha dicho que si tenemos un informe para hoy mismo, tenemos mil pavos. Así es que espabila.
–He contactado con un profesor de geografía retirado; Pidgeon Stanley. Mi viejo amigo Pigy. Me habrás oído hablar de él. Va a venir con nosotros, pero tú le tendrás que llamar Señor Stanley o Mister Stanley, que con la edad se ha vuelto un poco cascarrabias, y este no es Romerillo, que te fustiga con su ironía, ten cuidado, eh, este como te pases te pega dos tortas. Ahora colabora con la National Geographic. Es un hombre muy sabio, un hombre entrañable, pero tiene un genio de mil demonios. Nos ayudará con sus conocimientos. También es un gran amigo del señor Romerales, así que más te vale tratarlo como se merece.
–Ese legu… está bien, Sam. Sus amigos son mis amigos, aunque creía que ese no era amigo de nadie. Después de cinco años en la agencia se sigue empeñando en llamarme Caperucito.
–Bueno, ya vale. Presta atención. Respeta al señor Romerales, mientras te pague y sigas en esta empresa ¿lo entiendes? –hizo una pausa y suspiró–. Bien, el señor Stanley nos ayudará en la investigación, porque se conoce el monte como la palma de su mano. Él estuvo casado con una española y al parecer acostumbraba a salir de excursión con sus hijos por aquellos bosques de Hornachuelos. Creo que incluso se sumergía en bañador en las pozas. Todo un aventurero.
–En marcha –me tiró la carpeta–. Yo conduzco, mientras tú te vas poniendo la ropa y las pilas por el camino, muchacho.
–¡Qué manía de llamarme muchacho!
–Perdona Bob. En eso tienes razón. Ya no eres un crío, pero para nosotros siempre serás el chaval, el muchacho, nuestro Bob Esponja. ¿O prefieres ser Caperucito? Venga no perdamos más el tiempo.
2. Investigación en marcha.
La calle estaba desierta, algo normal un sábado de madrugada. Sólo los últimos trasnochadores regresaban taciturnos a sus casas. Sam encendió la calefacción y pude empezar a sentir los dedos de las manos.
–Gracias jefe –La historia, sin embargo, no se tenía en pié. Ya había leído varias notas y no sabía si reír o llorar–. No entiendo el problema de la desaparición del agua. Esto es un caso para Iker Jiménez, o para Quién sabe dónde.
–¿Siguen poniendo todavía esa basura en la tele? No te burles. Romerales me dijo que era un encargo oficial de La Agencia del Medio Ambiente, los excursionistas sólo dieron el chivatazo.
–No era mi intención, pero si el agua ha desaparecido, ¿no podríamos pensar tal vez que se haya evaporado?
–La verdad es que es una posibilidad, de no haber dicho los excursionistas que el río fluía con una gran corriente unos metros adelante y unos metros detrás. Decían que únicamente en el tramo intermedio el agua se detenía en seco, y no en el resto del cauce.
–No me lo puedo creer. Es absurdo. ¿No será otra bromita del señor Romerales?
–Ojalá; tenemos fotos. Termina de vestirte y léete la carpeta de una vez.
No dijo una sola palabra hasta que no llegamos a casa del profe. Algunos minutos más tarde alcé la vista sobre los papeles y vi como Sam se detenía al borde de un paso de cebra. Puso un poco de música. Aquella música tan manida del siglo XX. Esperamos un poco. Nos habíamos enfrentado a casos bastante raros, pero nunca a uno de este tipo. Empecé a divagar en voz alta:
–El agua es un elemento fundamental para la vida de muchos seres vivos. Se trata de la desaparición del elemento vital, de la fuente de la vida.
–Eso es, Bob. No es ninguna tontería.
Analicé cada foto al detalle y debo admitir que, aunque podría afirmar que habían sido modificadas por ordenador, me encontraba bastante sorprendido por el efecto. En todo caso parecía un buen montaje. Ya estaba deseando subir allí arriba para comprobarlo con mis propios ojos.
3. Míster Stanley, el viejo profesor de la National Geographic.
Vimos acercarse a nosotros a un viejo vestido de ninja, muy tieso, con una mochila en la mano y un bastón en la otra. Debía ser Mr. Pigy. Mientras abría Sam la puerta del coche, me dijo que saliera a ayudarle. Hacía fresco fuera. Sólo interrumpía el silencio el sonido monótono del semáforo.
Le cogí la mochila a la par que se abrazaban los dos amigos y la metí en el capot con el bonito palo telescópico que le acompañaba. Le abrí la puerta del copiloto para que se sentara delante, mientras Sam hacía las presentaciones y nos estrechábamos las manos.
–Pigy, Bob Estivenson, nuestro ayudante. Bob, el señor Stanley, nuestro gran maestro.
–Señor –dije dubitativo–, creo que ya nos conocemos.
–Me suena tu cara, chaval, ¿dónde has estudiado? Si te hubiera dado clase te reconocería.
–No es eso, maestro, hemos hecho alguna ruta juntos hace años, cuando empecé a hacer senderismo.
–Es verdad, ahora recuerdo. Y ¿cómo dices que te llamas?
–Bob, Bob Estivenson.
–Ah, sí, Bob; el Bob Esponja. Ahora caigo. Tú querías ser escritor, ¿no?, como el Tito.
–Bueno, sí –interrumpió Sam–, mejor hablamos por el camino.
–Qué pasa, maestro. –le dijo también mi jefe–¿Cómo andamos? ¡Cuánto tiempo!
–Es verdad, Sam. No sirvo para eso de los emails o los mensajitos. Sigo odiando los móviles y los ordenadores, no lo puedo evitar. Por eso al final me he convertido en un viejo solitario.
–No pasa nada míster. Como ves nos seguimos acordando de ti.
–Ya lo sé “Tito”. Siempre leo vuestras noticias, además de todos esos mails absurdos que os mandáis los unos a los otros. Que vergüenza que tendría que daros. Es para lo único que entro ya en Internet. Entonces, ¿viene también “Senderitos”?
–Claro que sí. ¿Creías que te ibas a ir a la tumba sin hacer las paces con él? No es tan duro como te crees. Siempre que nos vemos se acuerda de ti.
–Es un cabezón, bigotón y cabronazo, que es capaz de matar a alguien algún día despeñándolo por un acantilado, por no dar su brazo a torcer.
–Es verdad, pero lleva muchos años haciendo pasar buenos ratos a mucha gente. Y desde que trabaja con nosotros ha salvado ya algunas vidas, aunque no te lo creas. Y nunca ha pedido una recompensa, si acaso, que lo invitáramos a comer.
–He hecho bien en dejarme la cartera en casa Sam–dije–. No vaya a tocarme a mí pagar el pato, y encima mi día libre.
–Coño no seas agarrado chaval –collejón del maestro–Y aporta, ¡tú aporta!
–Como te decía Sam –prosiguió el maestrillo. Vaya genio, mi pobre cogote…–Lo conozco como si lo hubiera parido. Tenéis un trabajo muy bonito y muy importante. ¿Y, cómo está de salud?
–Ya lo verás por ti mismo. ¡Como un toro! Mejor dicho, desde que se ha quitado los michelines va por el campo como una ardilla. Yo no tengo cojones de seguirlo.
–Es un animal. Va a reventar un día de estos. Espero poder seguiros yo a vosotros. Pero no podía faltar hoy, has conseguido tocar mi fibra sensible. Y yo no lo he dejado del todo. Sigo leyendo, andando y yendo un poquito al gimnasio. Esa es mi vida.
–¡Mens Sana in corpore sano! ¡Maestro! ¡Estás fenomenal! ¡Qué alegría de verte!
–Si, hurra –apuntillé–.
4. Grumetillo, el ayudante del guía.
Arrancamos en el espléndido bólido hacia el Hotel Córdoba Center, en el Vial, donde había quedado en recoger a Grumetillo, el inseparable ayudante de Sendérix. Me alegré mucho de verlo, pues era el único que no se burlaba de mí. Dejó las cosas detrás y se montó a mi lado. Aunque estoy seguro que se alegraba tanto de verme como yo, sólo me dijo:
–Hola, Bob.
El profe se dio la vuelta para saludarlo y, Grumetillo, se quedó más mudo que nunca al ver la cara del gran maestro volverse hacia él con la mano extendida, con una enorme sonrisa de bienvenida. Al parecer su jefe no le había dado tiempo de decirle que hoy tendrían un invitado muy especial, después de más de cinco años sin verse. A Grumetillo casi se le saltaron las lágrimas y no supo cómo reaccionar. Míster Stanley rompió el silencio:
–Me alegro mucho de verte amigo mío. Estás como siempre, tan canijo y tan callado como siempre. Con las horas que hemos echado charlando por los caminos. Dime algo, ¡cojones!
–Ho–ho–la, maestro. Me alegro de verte. ¿Tú también vienes con nosotros, hoy?
–Pues claro, joder. A esta hora sólo me levanto para ir al cuarto de baño a mear y de vuelta a la piltra, pero nunca utilizo el coche para eso. Vamos a andar un poquito, ¿no? Fuera de guasas, ¿cómo te va la vida?
–Muy bien.
–¿Y el trabajo? ¿Cómo va todo? Habla, ¡cipote!
–La Universidad me entretiene por las mañanas y me deja tiempo por la tarde para mis cosas. Nos seguimos apuntando a las carreras y a las travesías más largas, como siempre. Y nos lo pasamos bien. También colaboramos con la Agencia de Romerillo y del Tito cuando hay alguien perdido en la sierra. Tenemos muchos amigos.
–Ayudando a los demás, como siempre, por lo que veo.
–Bueno, me divierto haciendo lo que me gusta. Nada más.
–Eres un fenómeno, hombre. ¿Y tu amigo? ¿Lo cuidas, bien? ¿Os lleváis bien?
–Sí, ya sabes cómo es Sendérix. Yo sé que me necesita. Aunque se ponga gruñón a veces. Es un poco cabezota. De ti se sigue acordando. A pesar de todo te echa de menos. Aunque no te lo demuestre, se alegrará mucho de verte. ¿Él sabe que vienes?
–Claro que sí. –Interrumpió Sam el diálogo de los viejos amigos–. Se lo tenía que decir. Aunque la idea ha sido de Romerillo. Se acordó que iban a Hornachuelos de acampada de jóvenes con las familias. Él no ha podido venir porque se fue el viernes a Mezquitilla con su mujer y su hijo. Se escaquea, pero mientras pague, genial. Bueno, vamos a por el último pasajero, a ver si nos ponemos en marcha de una vez.
5. Sendérix, el experto guía.
Sendérix llevaba ya un rato esperando en la rotonda de la carretera de su barrio, andando arriba y abajo para quitarse el frío de la madrugada. Sam paró al borde de la carretera, le abrió el capot sin parar el motor y metió la mochila y el palo detrás. Se saludaron rápidamente y cada uno entró por su puerta. Sam reanudó la marcha a toda velocidad. No teníamos tiempo que perder. Mientras tanto, nuestro misterioso guía se acomodaba en su asiento.
–¡Buenos días a todos menos a uno!–Gruñó el viejo desviando la mirada por la ventanilla.
–¡Buenos días! –Contestamos todos menos el profe, que no se dio la vuelta siquiera.
–Abre las ventanas, Sam. Que vaya pestazo ha entrado a marrano jabalí. –Respondió Mr. Stanley.
–¿Pero esto qué es? –Respondió el guía maloliente–. Me parece que me he equivocado de parada. ¿No me habré subido al autocar del IMSERSO?
–Claro, abuelo, –dije yo, para cortar la disputa–el que le corresponde. ¿No va usted para el asilo?
–Niño, tú cállate, que esto no es el autobús del cole. –Rió Sendérix–¿Se puede saber qué haces en pijama y despierto a estas horas? Anda, ve a hacer pipí, y acuéstate otro ratito. Tenías que decirle a mamá que te quitara el pijama y te pusiera el chándal, que hoy tenemos gimnasia.
–Deja al chiquillo –repuso el maestro–, no he venido aquí para escuchar tonterías. Tenemos mucho trabajo. He llamado al técnico de la National Geographic contándole lo que me dijo Romerillo y se ha alarmado. Esa zona está muy protegida y recibe una fuerte subvención de la Junta. Ya sabéis que cierran la valla principal del camino del Guadalora cuando llega el verano, por los incendios. Si se ha secado una gran zona, se corre aún más peligro. Acabarán por hacerlo reserva y cerrarlo al público todo el año. No sé de qué van a comer en ese pueblo.
–¡Ya! Pues, se tendrán que tirar al monte a cazar venaos o jabalís.
–¿Y de que te crees que vive la mitad del pueblo? Aquello es famoso por la caza y por los cazadores. Pero no por las monterías. ¡Cazadores furtivos! Allí cada uno hace la guerra por su cuenta.
–En eso estamos de acuerdo –aceptó el maestro–, pero al final todos viven del campo; de la agricultura, de la caza o del turismo rural.
–Está bien, chicos, es un decir, estamos llegando –cortó Sam–. ¿Por dónde entramos al pueblo?
6. En Hornachuelos.
Entramos a Hornachuelos cruzando el puente sobre el río Guadalora, contemplando varias casas enormes de dudoso gusto, y dejamos el coche frente a un bar de cazadores. Decidimos desayunar allí mismo, donde después pararíamos a almorzar sabrosa carne de monte.
El bar era un museo de los horrores. La barra estaba casi completamente ocupada por los lugareños, hombres morenos, avejentados y enjutos, con caras que a mí me parecieron hoscas o taciturnas. Todas las paredes estaban cubiertas de cabezas de ciervos, de toros y de jabalíes disecadas. Y justo encima de mi asiento, una enorme cabeza cortada de caballo, con pescuezo incluido; el museo de Ciencias Naturales de Madame Tousseau. ¡Qué desagradable impresión!
–¿Qué pasa Bob, no te gustan los bichos? ¡Ja, ja, ja, ja!–Rió Sendérix, con los mostachos llenos de mantequilla colorada.
–Sí, muy decorativos –respondí–. A alguno debían dejarle un hueco por aquí, para recordarlo para toda la vida.
–Sam, ¿ha cobrado ya su paga el chaval? Hoy le toca pagar el almuerzo, que va a sacar una pasta de esto.
Pero Sam no escuchaba, porque andaba husmeando a unos compadres que habían amanecido por allí y gastaban el codo en la barra y sus pocas perras, repasando la velada recién acabada.
–Bob, más vale que invites al desayuno y luego ya pagaremos a medias. –Intentó Grumetillo mediar, sacando la cara por el más débil. Siempre me defendía. Todo un amigo.
Sam siguió revoloteando de pareja en pareja de parroquianos como si les estuviera haciendo una encuesta. Uno incluso le guiño un ojo. Extraño. Algunos minutos después se acercó a la mesa pensativo y, mientras terminaba el desayuno con los demás, se entretuvo en garabatear unos signos en su gastada libreta. Por fin la cerró y sin terminarse la segunda tostada –algo inaudito–se levantó y nos instó a salir a todos.
–¡Vámonos!, ¡vámonos ya! Que es muy tarde –dijo cómo reflexionando para sí.
Se fueron yendo todos sin pagar por la puerta. No coló mi engaño, así es que no me quedó más remedio que apechugar, aunque la paga estaba aún pendiente. A mi jefe, cuando está así, lo mejor es no sacarle de sus pensamientos. Todos habían salido al coche a por las mochilas.
Al llegar a la puerta empujé la puerta con fuerza y esta no se movía. Vi como se cachondeaban de mi desde fuera, todos a excepción del pobre Grumetillo que los instaba a parar las chanzas:
–Hacia dentro RO–ME–RA–LES –decían–.
–Vale, sí. Ya lo sabía. Yo estaba examinando...
–Déjate de pegos niño o te doy un sopapo –dijo el maestro–.
Cuando salí a la calle el maletero estaba abierto y Sendérix examinaba minuciosamente mi mochila:
–¿Eso que llevas ahí qué es, una brújula de juguete? No pensarás que nos orientemos con eso, ¿no? Yo llevo GPS, pero, ¿no lleváis taquímetro? ¿Ni balizas? ¿Habéis echado unas botas de agua Sam? Nos vamos a mojar bien mojados. Niño, habrás traído por lo menos unas chanclas, se lo dije a tu dueño. ¡Sam! No pensarás que vayamos con ese equipo.
–No tenemos otro, señor explorador, –le respondí aún con la cabeza en el maletero–. No tenemos experiencia en la búsqueda de ríos desaparecidos, sabe.
–Esto es ridículo. En mis treinta años de servicio no he oído una estupidez igual. Estoy seguro de que ese río está perfectamente.
–Está bien, tranquilo, –continuó Sam, mientras yo dejaba todo el equipo en el suelo–. Eso es justo lo que hemos venido a saber. Vamos a hacer nuestro trabajo. Si está el río completo lo ponemos en el informe que no ha sufrido ninguna pérdida. Y si no, nuestra misión es saber qué le ha podido pasar. Nada más.
El guía no dejaba de mirar mi inapropiada mochila con la dichosa sonrisita mientras se afilaba su terso bigote con los dedos. Lo conocía desde hacía tiempo y su sonrisa, esta vez, me parecía distinta. Con sorna me dirigió una mirada despectiva y me dijo:
–Supongo que no habrás podido encontrar una mochila de Bob Esponja con tan poco tiempo. No te preocupes, muchacho, le encargaré a mi ayudante que te busque una de los chinos para la próxima vez.
Hasta el profe y yo mismo nos reímos del chiste. Sendérix parecía un hombre duro, pero cuando quería, sabía caer simpático.
–Grumetillo, cógelo todo y pongámonos en marcha, basta de cháchara. Y ustedes, nada de tonterías allí arriba. Hace mucho viento y la montaña es traicionera. No quiero historias. ¿Me han entendido bien?
–Claro –respondimos–.
Se veían al fondo las canoas del embalse del Bembézar, que debían estar allí paradas, medio congeladas, muertas de frío, como yo lo estaba en aquellos momentos.
–Vámonos ya –dijo Sendérix, mientras recogía su mochila del suelo–. A ver si estamos de vuelta pronto, Sam, que nos invite tu esclavo a un buen banquete de jabalí y de venao en salsa. Así que ya sabes, Esponja, no te me pierdas, pégate a mí como si fuera tu padre, vamos a ver si hoy aprendes algunas cositas.
–Espero no agotarme. No hago mucho ejercicio últimamente –dije–.
–No te preocupes, lo complicado es subir –dijo Sendérix–. Una vez arriba la gravedad nos bastará para que bajes en un periquete –se tersó el bigote y todos sonrieron–.
7. La ruta por el Parque Natural de Hornachuelos.
Salimos por detrás del bar, ya completamente de día, por el borde de la carretera. No nos había dado mucho tiempo a preparar la ruta, aunque se suponía que nuestros dos guías se la debían saber de memoria. De todas formas tampoco importaba demasiado, dada su tendencia a la improvisación y la aventura.
Ninguno recordaba haber visto seco el río por ninguna parte en sus previas visitas a Hornachuelos. Y mucho menos después del largo periodo de lluvias pasado. Aunque el río Guadalora nace en el mismo Parque Natural de la Sierra de Hornachuelos y desemboca en el Bembézar, al lado del pueblo, siempre ha sido un río relativamente caudaloso.
–Maestro, tú que entiendes de esto, –le preguntó Sam a su amigo, en voz alta–¿es normal que desaparezca un río de un día para otro?
–De un día para otro sólo es posible si lleva poca agua. Pero en unos días se puede secar fácilmente. Cuando sucede eso, Sam, es porque acaban de cerrar las compuertas de una presa. Pero, que yo sepa el Guadalora no tiene compuertas hasta que no llega a la presa.
–Y también se puede filtrar –añadió Sendérix–y reaparecer unos metros o unos kilómetros más adelante, como el Guadiana.
–Sí, pero el Guadiana lo lleva haciendo así toda la vida, no ha empezado a perderse de buenas a primeras –le tuve que matizar yo a nuestro guía.
Entonces a Sendérix le volvió a aparecer de nuevo su sonrisa burlona para rematarme:
–Me acabas de recordar que el río también se podía haber secado…, con una esponja. ¡Pero con una esponja muy gorda! ¡Ja!
–¡Qué gracioso eres Sendérix!. –Acabé por decir, mientras los demás le reían la gracia–. Procura que tu GPS no se pierda esta vez.
–Nunca lo hace esponjita.
–Ya claro, si tu lo dices… –respondí–.
Acabamos la carretera y penetramos en el campo por la derecha, delante de una casita donde la intimidad no debía ser muy estimada, pues incluso tenían una pequeña piscina en la misma linde de la alambrada, al borde del camino. Grumetillo sacó su móvil multiusos y observando el GPS asombrado, comentó:
–Creía recordar que este tramo asfaltado era mucho más largo. Desde el bar hasta aquí sólo hemos recorrido un kilómetro seiscientos sesenta y cinco metros, nada más.
–Estamos en el Sendero del Águila –recordó Sendérix, mientras marchábamos por la falda de la sierra, encajonados por la alambrada a la izquierda en medio de una amplia calzada–. Ahora recorreremos el borde oriental del Parque Natural durante unos tres kilómetros y medio, hasta llegar a un mirador con unas vistas fantásticas.
–¿Cuánto queda para llegar al río? –le preguntó Sam.
–Pues eso, tres o cuatro kilómetros. Cuando lleguemos al mirador, se ve desde allí. Y un poco más allá, empezamos a remontarlo por la ladera derecha, hasta un puente grande, donde está la puerta de la zona reservada, que es la parte por donde decís que se ha secado el río.
Sam se acercó más a la cabeza del grupo para pegarse a su amigo Sendérix. Cuando estuvo a su altura le preguntó en voz baja:
–¿Cuántas veces has hecho esta ruta, Sendérix? –Y el experto guía le contestó:
–Tres o cuatro veces.
–¿Y cuántas veces más cuando venías con los niños y con el maestro? –Le preguntó Sam con la mayor naturalidad.
–Muchas, no sé, pregúntale al profe que tiene mejor cabeza que yo.
–Él dice que dos o tres sólo, nada más. –Dijo Sam.
–No sé, yo creía que más. Pero si te lo ha dicho él, ¿para qué me preguntas a mí?
–¿Te molesta o qué? Hace mucho tiempo de eso y quería asegurarme, nada más, hombre.
–No me agobies, Tito, que me desconcentro y me equivoco de camino, ¡eh!
Al mirador llegamos en un visto y no visto. Era una especie de meseta, que entraba hacia dentro por el lado izquierdo de la vereda y formaba una especie de gran balconada que caía sobre el precipicio hasta el mismo curso del río. Realmente más que un mirador era una barrera anti–suicidios o algo similar. Puede que Gasol y tres o cuatro más alcanzaran a mirar por encima de la barandilla, que quedaba siete cabezas por encima mía
–La esponja no llega al borde. ¿Quieres que te aúpe? –dijo Sendérix–. Vaya porquería de mirador.
A la entrada habían dispuesto un gran banco de piedra donde nos quisimos echar una foto los cinco. Sam tomó mi cámara y la dejó en el suelo tirada, casi volcada de lado. Necesitaría una paga doble después de eso. La preparó con el disparador automático, y corrió a juntarse con todos. Justo cuando se oyó la alarma para tirar la fotografía, sonó el teléfono de Sam, que lo tenía a todo volumen, y nos dio un buen susto.
–¡Coño! ¿quién llama a estas horas, joder? –Refunfuñó mi jefe–. ¡No jodas! Silencio, es Romerillo. ¡Romerilloo! ¿Qué pasa, socio? Sí. No, no. Vale. ¿Cómoo? ¿Caperucito? Esto sí Bob está aquí sí –Sam sonrió mientras le seguía la gracia. Muy gracioso Sam–¿No me digas? Estamos a medio camino. Sí. Sólo cinco kilómetros. Es nuestro día libre, qué más quieres. Que sí. ¿Trescientos pavos? Dijiste mil pavos, ¡cabrón! Por trecientos no me muevo de la cama ni loco. Ya. Ya. Ya. Que sí. Vale. Saludos de Romerales a todos menos a uno. Chao, chao.
–¿Qué quiere el leguleyo? –le solté yo el primero.
–¿Ya estamos, Bob?. Tenemos que mandarle el informe antes de las dos de la tarde. Es muy urgente. Quieren que salga en el telediario de mediodía. Y si no, que sólo hay trescientos pavos a repartir. Así que dejaros de fotos y de pamplinas y vamos al tajo.
Salimos del mirador y casi me dejan atrás al remontar el paso. Nos disponíamos para seguir por el mismo sendero que veníamos. Bajamos la ladera por la el lado derecho, hasta cruzar la pequeña carretera comarcal y cruzamos una estrecha vereda tupida de vegetación, que comienza pegada al mismísimo río Guadalora. Lo oíamos a lo lejos; oíamos cómo brillaba. Llamaba nuestra atención, vivito y coleando.
Por allí se pegó el maestro a Grumetillo, tratando de aclarar sus días y de recordar viejos tiempos, y mientras hablaban aceleraban el paso, hasta que llegó un momento en que los perdimos de vista. Mientras tanto Sendérix nos conducía a Sam y a mí a toda velocidad para no perder la pista de los de cabeza, por un camino a veces distinto, a veces coincidente.
8. Las exploradoras siguen al líder de la manada
Una vez puestos en faena, dejando atrás caminos comarcales y todo rastro de civilización, pude descubrir las habilidades que precedían a Sendérix. No sólo estaba en forma sino que a mí, que era varios cientos de años más joven que todos ellos juntos, me costaba la misma vida pillarlos. Cuando cogían una cuesta ni bastón ni historias, no era capaz de seguir su estela. Aunque cuando los guías se perdían volvía a encontrarlos.
Sam continuaba con el plano en la mano, muy preocupado por el leguleyo, que estaba empezando a cabrearme. No era la primera vez que nos había prometido una paga que luego no llegaba, y para colmo mi cámara estaba bollada. Sam se estaba luciendo.
–Bob, ya casi vamos a llegar a la Pasada La Algeciras, ¿entiendes? Desde este punto podremos encaminarnos a un sendero que nos llevará al curso del río. Después debemos… ¿Me estás escuchando Bob?
–Estoy reventado Sam, no escucharía ni una mosca aunque la tuviera dentro del cerebro. Me duelen hasta los pelos –dije–.
–Vaya, parece que el sendero es demasiado duro para el jardín de infancia –bromeó Sendérix, sin torcer la mirada, mientras continuaba ascendiendo como loco–. Suelen decir que a todos nos gustaría volver a ser niños por un día. Pues bien, hoy te toca gatear esponja.
–Bob, definitivamente tienes muchas moscas en la cabeza. Esto es muy serio. Nos estamos jugando el pan.
–Y la cámara también Sam.
–Déjate de tonterías. Mira el mapa. Si mi GPS no me engaña, debemos estar en este punto. Aquí, ¿lo ves?
–Sí.
–A ver las exploradoras, que no vamos a llegar al río por arte de magia. Venga arriba pequeñas. O no os compraré la caja de galletitas.
Sendérix nos apretaba demasiado. Sam estaba muy mayor para tanto trote y aunque venerable, era ya todo un anciano. Yo, por mi parte, era demasiado vago como para salir del sofá, la verdad. Prefería escribir relatos mordaces donde hasta el narrador acaba pillando una manta de palos.
–Además, deja de mirar tu GPS, ya sabes que no funciona tan bien como el mío. El tuyo siempre está midiendo medio kilómetro menos. Vaya porquería.
–Sí, pero el mío no se inventa las rutas, ni ve caminos donde otros ven piedras y subidas para cabras, para cabras locas de remate –dijo Sam–. Todavía recuerdo aquella vez que nos perdimos. ¿Tu te acuerdas Sendérix?
–No, la verdad es que no. No se de qué me hablas.
–Le gusta experimentar con nosotros Bob, ponernos a prueba. Así que tu aguanta el tipo y no seas nenaza. Que sino te tira por el barranco cuando lleguemos –Sam bajó el tono de voz a un susurro–. Créeme que es mejor que pagues el almuerzo, así que ve preparando el bolsillo que cuando bajemos tendremos mucha hambre, ¡pero mucha!
–Todavía me duele la pantorrilla por aquella piedra del año pasado Sam.
–Sabes que no fue culpa mía Bob. Estaba en medio y yo, quería rematar. Ya sabes la portería… Sentí nostalgia y el fútbol era mi pasión, tu sabes.
Por un momento envidiaba a Romerales, en su palacete, cerveza en ristre y con la mera preocupación de consultar el estado de sus acciones mientras nosotros, sus pequeñas abejitas, las hormiguitas que hacíamos el trabajo sucio, nos dejábamos el pellejo.
9. Bajo el puente
Continuamos avanzando por el sendero y de vez en cuando nos cruzábamos con algún excursionista que creía avanzar entre compradores compulsivos de la calle Cruz Conde. Gente sin respeto, sin ninguna pasión por la naturaleza, pero que conservaban su aliento todavía. Cómo los envidiaba.
Sendérix continuaba exprimiéndonos y el maestro y Grumetillo regresaron a nuestro lado, puede que para recoger a Sam del suelo, que estaba ya bastante cansado. Yo no me quedaba atrás, pero intentaba pegarme a la estela de Sendérix, para ver si aprendía algo de él.
–Entonces te gusta la literatura, ¿verdad? Bueno, eso está bien. Las inquietudes intelectuales son las mejores. Siempre hay que hacer algo que merezca la pena en la vida Bob. Aunque eso te cueste luego un problema, ¿sabes? Hay que ayudar a los demás, siempre.
Lo notaba un poco más nervioso que cuando salimos. No entendía el porqué, pero siempre se había mostrado bastante simpático. Con muchas bromitas, algo cascarrabias, pero entrañable sin duda. Sin embargo, toda esa aura desaparecía a cada paso que nos acercaba más al río.
–¿Sabes qué nos encontraremos? –le pregunté–.
–Lógico, agua Bob.
–Pero ya oíste lo de los excursionistas.
–Fantasías de adolescentes. Te digo que el río está bien. Anda mira, una poza… –dijo, mientras señalaba un pequeño estanque cristalino con su mano–. Esto me recuerda una vez con el maestro y Grumetillo. Puede que más adelante te llevemos a un buen sitio Bob. Tenemos que bautizarte en esto del senderismo. Ya en serio. Tienes que probar el agua. En verano es increíble.
Intentaba cambiar de tema por alguna razón, aunque seguía sonriendo. Avanzábamos por los senderos y Grumétix y el maestro parecían haber logrado estabilizar a Sam, que ya recuperaba el paso y trataba de ponerse a nuestra altura.
–Bueno chicos –dijo Sam–. Estaba cambiándole el agua al canario. Ya casi estamos en el puente.
–Sam, te estás haciendo viejo –dijo Sendérix–. Aquí tu esclavo casi me coge. Pobre infeliz, si estoy andando a cámara lenta. Pobrecito. Tu, en cambio, estás bastante viejo amigo. Tienes que venirte a la 357 kilómetros. Es una pasada. Ahí os haremos hombres de provecho a todos.
–¿La 357? –pregunté–. Había oído acerca de la 101.
–La sierra se nos queda pequeña Bob. Necesitamos retos serios, de verdad. –Sendérix me guiñó el ojo y sonrió–: De todas formas no es travesía para vender galletitas.
Todos habrían sonreído de no haber sido porque Sendérix se detuvo en seco y señaló con el dedo:
–Ahí lo tenemos. El puente. Hemos llegado a la Posada La Algeciras. Bebed agua señoritas si no queréis que os pase como a Bob hace un par de semanas. Bob, tu no hace falta, con que te metas en el riachuelo bajo el puente será suficiente. “Absorbe” la belleza que te rodea –de nuevo más guasa–.
Varios domingueros se nos acercaron mientras nos arrimábamos a la orilla del pequeño riachuelo. Casi enganché mi flamante bastón con una piedra y a punto estuve de caer al agua. Parece que era lo que todos esperaban, pero finalmente conseguí trepar y los esperé en la orilla. Nos hicimos una nueva foto con mi cámara. La pobre no volvería a ser la misma, pero al menos el excursionista tuvo más cuidado con ella.
Cuando Sam estaba preocupado se le olvidaba todo. Era un tipo obstinado, y teníamos un objetivo. Por mi parte sólo esperaba que Romerales cumpliera con su palabra. En el fondo no era mala persona, pero se escaqueaba en momentos cruciales. Que bien vivía el “amigo”.
Unos minutos de descanso más tarde, Sendérix recogió todo su equipo y parecía como si le hubieran entrado las prisas. No alcanzaba a ver ningún fuego pero corría como si le fuera la vida en ello.
–Voy a adelantarme un poco chicos. Os veo más adelante. El río está un poco más abajo. Sólo quiero comprobar una cosa.
–¿A dónde demonios va este ahora Sam? –pregunté–.
–Este Sendérix es un misterio. Puede que esté buscando nuevas rutas para experimentar con nosotros un poco más adelante, quién sabe. Que corra. El camino es todo recto y tampoco creo que nos perdamos. No más que su GPS vamos.
10. Campo de batalla
Hicimos caso a Sendérix y continuamos por el sendero hasta que llegamos a una de las orillas del río. Tenía agua, como habríamos esperado. Sin embargo, me dio el aspecto de que llevase varios días estancada. Era insólito, sin duda.
–Maestro, parece que el agua se ha estancado. No hay corriente.
–Eso parece Bob. Extraño, sin duda.
–En mis cincuenta años de vida jamás había visto algo igual –dijo el maestro–. Este río debería ser un torrente de barro, piedras, un remolino tremendo. Vamos, estaba deseando cruzarlo corriendo, como aquella vez…
–Espera –dijo Sam– ¿cincuenta años? Eso no te lo crees ni tu Pidgy. Creía que tenías setenta.
–No hombre. Es que llegó un momento de mi vida en que empecé a restarme años. Ahora voy por cincuenta.
–Dejad las bromitas ahora y mirad esto –dijo Grumetillo–.
Se había detenido junto a la orilla y se inclinaba sobre el agua verdosa y maloliente.
–Hay demasiados insectos. El agua huele más de lo normal.
–Se ha estancado, claro. Es normal que huela mal Grumetillo. Sam, que cape…, digo el chico recoja algunas muestras.
–¿Te preocupa el agua?
–Bueno, digamos que no es que me preocupe que pueda estar envenenada. Es algo improbable. Pero ya que estamos, recojamos algunas muestras y sigamos adelante. A juzgar por tu mapa ya casi hemos llegado al lugar que indicaban los excursionistas.
En momentos como esos recordaba la oferta de trabajo de Romerales. Una oportunidad de oro para meterse de lleno en aventuras y acción sin límites. Remángate y adelante dijo. Remángate. A mi me gustaría verlo a él llenándose de lodo hasta las cejas para conseguir las preciadas muestras. Parece que el maestro quisiera elaborar algún ungüento o vieja pócima para curarnos los calambres y tirones a todos con un buen masaje, pues casi nos hizo llenar más de seis tarritos con aquella sustancia viscosa.
Sendérix seguía sin aparecer, pero nosotros seguíamos a lo nuestro y Sam parecía hablar a lo lejos con Romerales. Terminó la llamada y guardó el teléfono con un sonoro golpetazo.
–¿Algo va mal? –le pregunté–.
–Estaba hablando con Romerales. Le he dicho que vamos a tomar muestras para analizarlas, pues como dice el maestro es lo más acertado.
–¿Y qué te ha dicho Sam?
–Que las tomemos, pero que los análisis los paga Caperucito.
–¿Qué me ha llamado?
–Lo siento Bob. Es lo que ha dicho. Dice también que se niega a costear más excursiones de placer. Está muy impaciente. Creo que lo están presionando desde arriba. Esto es grave sin duda. Muy grave.
Cerré el último frasco de muestras y escuché algunos pasos a lo lejos.
–Señoritas. He encontrado el punto exacto que decían tus excursionistas. Y no hay nada de nada.
–¿Cómo dices? –el maestro alzó la vista y mientras tanto Sendérix bajaba al trote hacia la orilla–. Eso no tiene ningún sentido.
–Miradlo vosotros mismos chicos. El agua está fluyendo.
Todos miramos hacia el río y tenía razón. Yo aún tenía las manos sumergidas en el agua y empecé a notar la corriente. No tenía ningún sentido, pero parecía real. Había agua de nuevo. Fluía con fuerza.
–De todas formas –dijo Sam–. Subiremos allí y echaremos un vistazo. Romerales quiere un informe completo, y eso será lo que le llevaremos.
–Sam, no creo que sea preciso. Créeme. La zona está bastante complicada y estáis todos cansados. Bajemos y todos disfrutaremos de un suculento almuerzo. Invito yo, sin duda.
–Sendérix. Déjanos que lo comprobemos nosotros mismos.
El profe hizo a un lado a Sendérix y continuó ascendiendo. Sendérix parecía abatido y ya no sonreía. Observé las gotas de sudor bajar por su frente. Definitivamente no se encontraba bien. Parecía asustado por algo.
11. Uno de nosotros miente
Cuando llegamos al lugar exacto, el GPS de Sam comenzó a emitir un quejido eléctrico intermitente. Había guardado las coordenadas exactas, pero no podía ser. Tendría que estar equivocado. Allí había agua por todos lados y el cauce no parecía haber estado seco ni hoy ni ayer ni desde hace un tiempo.
–Como yo dije amigos –dijo el maestro–. Ha llovido a expuertas. No era normal que estuviese seco. Probablemente se hubieran equivocado de sitio.
–Sí. Tiene que ser eso Sam –dijo Sendérix–.
–Tienes demasiado interés en que nos vayamos de este sitio, amigo. No lo entiendo –dijo Sam–.
–Bueno, supongo que si seguís escarbando os daréis cuenta –dijo Sendérix–.
–¿Darnos cuenta de qué?
Sendérix se desplomó sobre una gran roca y soltó su equipo en el suelo. Bajó la vista al suelo, como si buscase algo. Unos segundos después continuó:
–Hace unos meses empecé a desviar algunos litros del cauce –levantó la vista e hizo una mueca–: no para consumo propio, claro. Es algo mucho más importante. Ya estoy harto de que esas tribus en África se mueran de sed. Todos tenemos derecho a beber agua pura, ¿no? Es un crimen no poder ayudar a esas criaturas.
Sam dio un paso al frente, hasta situarse justo al lado de Sendérix. Se agachó en cuclillas a su lado y empezó a hablar en un tono más relajado. Sin embargo, su rostro estaba tenso. La mandíbula iba a estallar. Notaba su preocupación. Todos lo comprendíamos exactamente:
–Sendérix. Esto que has hecho es serio amigo. Entiendo tus razones, y son más que venerables –y nos miró a todos con un vistazo alrededor– Creo que todos ellos también lo comprenden, pero esto es serio. Muy serio.
–Al principio alquilamos un pequeño almacén aquí al lado, en el pueblo. Con una pequeña bomba de agua desviamos algunos litros al día, pero el mecanismo se averió y parte del curso del río fue a parar a pequeñas cavernas subterráneas. Creí que la avería podría ser solventada en unas horas, pero ya veis que se ha necesitado más tiempo. Si no hubiera sido por esos excursionistas…
–Bueno, Sam –dije–. Por lo que a mi respecta, creo que ninguno de nosotros ha visto u oído nada, ¿verdad chicos? El cauce se ha restablecido, así que todos contentos. Y encima has ayudado a gente en apuros. Todo ha salido a pedir de boca.
–Yo no diría eso chaval.
Nos sorprendimos y volvimos la vista hacia nuestra espalda. Su mirada fija tras unas opacas gafas de sol hacía juego con su cuerpo, de color caqui, totalmente erguido, recio como un tronco de haya. El agente dio un paso al frente y se quitó las gafas de sol.
12. Todos quietos
–Ha cometido un delito muy grave señor. Le informo de que es una falta contra un bien público y no tengo más remedio que detenerlo. Al igual que exponían sus amigos, entiendo sus causas, pero eso no le exonera del delito que ha cometido. Deberá acompañarme. Respecto a los demás, marchaos de aquí antes de que cambie de opinión.
Todos nos quedamos helados, cuando el agente esposó a Sendérix y lo condujo por el senderito hasta la carretera más próxima, donde lo esperaba su compañero en el coche patrulla. No sabíamos que hacer, ni sabíamos a quién llamar.
A decir verdad, sí sabíamos a quién teníamos que llamar. Una única llamada podría bastar para solucionarlo todo. Sin embargo yo soy demasiado orgulloso como para tener que admitirlo. Sam no tuvo más remedio que descolgar el teléfono y llamar al jefazo. Él sabría que hacer.
13. Cuando a Romerales le toca pagar
–Maldita sea chicos. Me habéis hecho venir un día de fiesta. Ni informe ni nada, y encima todo un escándalo causado por Sendérix. Hemos tenido suerte de que el juez me debiese algunos favores. Os daba así a todos que os dejaba apañados.
–Gracias de que trabajes en la confederación de regantes Romerales –dije–.
–Si Bob, pero tú te quedas sin cobrar. ¡Es más, todos os quedáis sin cobrar! Me habéis arruinado el finde. Un momento único para estar tumbado sin hacer nada. Debería daros vergüenza.
–Pero somos tus amigos. No sabíamos a quién llamar –le respondí–.
–Caperucito, mi pobre caperucito. Yo no soy amigo de nadie. Y tú no eres mi amigo. Eres si acaso mi esclavo. Tienes muchas cosas que aprender todavía. Por ahora, te bajo el sueldo a ti y a todos para cubrir los gastos. En cuanto a Sendérix, va a desear haber acabado con sus huesos en la cárcel porque cuando lo coja se le cae el pelo. Ahora, ¡todos fuera de mi vista!
El leguleyo se marchó despóticamente del juzgado y bajaba los escalones de dos en dos hasta su lujoso mercedes. Me volví hasta Sam y sonreí:
–Y encima sin cobrar. El muy …
–Si Bob. Es un leguleyo. La verdad es que nos la ha jugado el cabroncete. Pero miremos el lado bueno. Al menos Sendérix será libre, el tema se olvidará y podremos seguir perdiéndonos por el monte, recibiendo pedradas, cayéndonos, aupándonos los unos a los otros por los acantilados y arrastrándonos por los montes cordobeses.
–¿Y lo de seguir buscando gente desaparecida?
–Si te sigue gustando recibir la mitad de la paga tu mismo tío.
–No es que me guste, pero a cambio me gustaría elegir mi propio mote.
–Lo siento, pero Caperucito ya nos gusta a todos, jajaja. Y te estamos cogiendo cariño.
El maestro me dio un apretón de manos. Grumetillo se despidió sigilosamente y Sam ni me dijo adiós. Poco a poco se fueron marchando y me quedé allí hablando sólo y pensando en este intrépido relato, en este relato en la que unos amigos bondadosos, correctos y precavidos se tiran al monte a vivir una aventura. Son gente normal y …, pero que narices. Son todos unos cabroncetes que pasan de mí y me dejan narrando aquí solo este final. Espero verlos a todos en la próxima aventura. A todos, menos a uno ;). No, en serio. A todos.
Por Bob Estivenson & Sam Fielding
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