En el punto de encuentro: la valla de La TiernaRuta Empalmada
 

La Ruta Empalmada

Estación AVE, Aucorsa, La Campiñuela, Canal del Guadalmellato, UCO, Alcolea, Vereda de las Pedrocheñas, Cerro Muriano. 32 Km

La Tierna

A las seis y cuarto de la madrugada salía Romerillo de su lujosa mansión –Romero House- del Vial Norte de nuestra ciudad, completamente de noche y con un frescor que cortaba el cutis, aunque se anunciaba un día casi veraniego. Aún tenía frescas las imágenes oníricas apenas vividas quince minutos antes, por lo que se puso a andar adormecido rumbo a la estación de autobuses de Aucorsa, en el extrarradio cordobés, con la intención de contactar con su tío en Alcolea y subir juntos, al fin, hasta Cerro Muriano, por la mágica vereda de las Pedrocheñas.
Justo en ese momento su tío se despertaba sobresaltado, con claros síntomas de desasosiego, tal vez como consecuencia de la prometida y frustrada velada de la noche anterior, que debió provocar en su prosaica mente una huella que tuvo su natural reflejo en sus propios sueños. Recordó entonces que su sobrino ya estaría en marcha y que pronto sonaría su despertador, así que antes de olvidar aquellas gratas sensaciones, se acurrucó de nuevo en la cama asido tiernamente a la cintura de su mujer, dejando a las claras sus verdaderas intenciones.

Romerillo recordó sus viejos tiempos de Alonso el travieso, al ver por su camino arrastrarse a numerosos jóvenes recién salidos de algún nauseabundo garito nocturno. 
Algunas jovencitas alocadas se tambaleaban por las calles también, de esas que no se veían por entonces.

- ¡Juventud, divino tesoro! Pensó.
- Todo tiene su tiempo.
Aunque seguramente él aún sabría sacar las energías necesarias para una de esas noches de vino y rosas. Si podía andar 40 Km seguidos, como no iba a aguantar una noche de aquellas.
Al llegar a la Aucorsa, saliendo ya del barrio de Fátima hacia la Campiñuela, se acordó de tantas veces que habían partido desde aquí su tío y él, para hacer otras rutas por el campo. Desde aquí salieron también con El Gato de Cheshire y El Sombrerero Loco, en la más absurda de todas. Este es el punto de partida principal hacia el nordeste de la Sierra Cordobesa: por el Puente de Hierro y el Santuario de Linares hasta Los Villares y Cerro Muriano o, como hoy, hacia Alcolea, por el canal del Guadalmellato. O, como otros días, por la vereda de la Alcaidía hasta el Muriano también.
Pues por allí pasó Romerillo como un rayo antes de las siete de la mañana, amaneciendo. Enfiló el canal y se plantó en el Campus Universitario de Rabanales –la Laboral- a las ocho, cuando su tío se levantaba tranquilamente de la cama. Al final el tito hubo de sosegarse aquella madrugada y conformarse con el placentero duermevela matutino y esperar a que el “sabato pomeriggio” cumpliese con sus anheladas expectativas. Mientras retomaba los preparativos para un día de senderismo, el primero tras el corto paseo de la Ruta Cofrade, volvían a él esas reconfortantes sensaciones casi olvidadas. Se encontraba bien, sin ninguna molestia en sus maltrechas rodillas; casi pletórico. Esperaba que le acompañasen las fuerzas para subir por las Pedrocheñas a buen ritmo, sin tenerse que parar a descansar ni siquiera por esas míticas cumbres de las antiguas minas de cobre, en las inmediaciones de Cerro Muriano, donde han erigido el monumento a la Piedra Horadada.
Romerillo seguía apretando el paso por las llanuras del canal -tan monótono-, para llegar a tiempo al punto de encuentro en lo alto de la Parcelación del Sol, a la salida de Alcolea, a las nueve y media.
Venía dándole vueltas en la cabeza a los mil problemas del despacho, que la presencia continua del Canal del Guadalmellato, a su siniestra mano, no dejaba de recordarle. El próximo fin de semana debía tener una importante reunión en la provincia y también asistir a una comunión en Valencia, y trataba de resolver ese dilema: cómo alcanzar en una semana el don de la ubicuidad.
Con estas se plantó a la salida del canal en la Parcelación de los Niños, próxima al Hospital Psiquiátrico, que se queda arriba por esta vez, bajando por la carretera de Alcolea hasta girar por el viejo puente del Guadalbarbo a la izquierda. Y desde el estrecho puente de piedra ascendió por una tortuosa cuesta asfaltada hasta lo más alto de la Parcelación del Sol, en las mismas puertas del campo, literalmente: la valla de La Tierna. Llegó el primero, como era de esperar y se sentó a comerse su merecido plátano mientras esperaba la llegada de su tío.
El empalme, el de la ruta, se produjo a la hora prevista. El tito se presentó en el vehículo conducido por su mujer, que le hacía de taxista a regañadientes, la misma que horas atrás había desestimado su cariñosa propuesta. Pues tras los breves saludos y contemplar una fehaciente muestra de pilotaje femenino, se dispuso a comenzar su ruta por las Pedrocheñas, mientras que su sobrino Romerillo llevaba ya 18 Km a sus espaldas, en su elegante mochila.
El camino ancho por las inmediaciones de la finca de La Tierna apareció completamente seco, a pesar de las recientes lluvias, mostrando los petrificados surcos del barro formado por las rodadas de los pocos vehículos que transitan por allí; un peligro para los tobillos del caminante. Pero a cada lado se levanta ahora impetuoso un jardín inmenso de vegetación esplendorosa, una tupida e inusitada selva primaveral, que muere por la izquierda en las montañas y por la derecha en el gran humedal del valle del Navallana.
El tito arrancó por allí con brío, “noblesse oblige”, para que no pensara su sobrino que iba ser él una carga, nada de eso, el tito sólo pasea con su señora. Marcharon juntos por fin con ritmo acompasado y ligero, como acostumbraban otrora. Romerillo sonreía y se alegraba de veras de la pasión de su tío. Devoraron aquellos primeros tramos de subidas y bajadas con verdadera fruición, surgiendo espontáneamente la conversación entre ellos.
Expuso don Alonso la maldita problemática que le atormentaba por el camino, y tenía que ser ahora cuando la resolviera. Así que se le ocurrió al tito dar un consejo a su sobrino. Le dijo que tal vez debería definitivamente escindir sus dos personalidades; dejar aquí a don Alonso a resolver esos ineludibles asuntos de negocios, y mandar a Romerillo junto al resto de su familia a la comunión de Valencia. Pero este mostró sus dudas ya que al parecer su esposa se empeñaba en no dejar por aquí ningún cabo suelto.
La primera hora por la vertiente oriental de nuestra sierra no presentó ninguna dificultad a nuestra pareja, a pesar de los continuos toboganes del terreno. Se iban encontrando ya a aquellas horas a algunos esforzados ciclistas, de los pocos que se atreven a entrar por allí, pues siempre ha tenido fama esta zona de estar celosamente vigilada por algún guarda malasombra, que podría alguna vez haberse excedido en sus funciones, cosa que desconocemos, pues al menos a nosotros, las pocas veces que los vimos, en su cuatro por cuatro, siempre nos saludaron con agrado y nos ayudaron a seguir nuestro camino.
Al franquear la siguiente valla, que nosotros abrimos sin dificultad –pues como recordarán de la Ruta Fantasma disponemos de las llaves de San Pedro-, nos encontramos con una espléndida laguna rodeada de vaquitas marrones bebiendo agua y apacentándose en los abundantes pastos de las proximidades. En aquel lugar agradable (locus amoenus) nos hicimos unas fotos y seguimos adelante, encontrándonos con otros ciclistas que al parecer sorteaban la valla cerrada a unos 50 Mt por el lado de la laguna, un hueco que debía dejar el paso franco por allí, y que teníamos interés en descubrir el próxima día –pues no siempre podríamos contar con la influencia divina-.
La segunda parte de esta preciosa vereda, una de las más solitarias y hermosas de nuestra sierra, circula entre la finca de la Armenta y Choza Reonda, a la derecha según ascendemos, situada en una península que forma el terreno, en medio de una inmensa panorámica que en estas fechas se encuentra ampliamente inundada por las colas que alimenta la presa del río Navallana. No sería extraño encontrarnos por allí algún conejo, algún ciervo o algún jabalí, que huye al sentir nuestra presencia, como ocurre con frecuencia por estos parajes solitarios.
A estas alturas de la ruta Romerillo tiende a ser condescendiente con su tío y aminora considerablemente la marcha, pero este no está para contemplaciones, han venido a hacer ejercicio físico y no a pasear, por lo que le insta de nuevo a elevar el ritmo, al menos hasta llegar a las minas.
Romerillo, al que empiezan a notársele los casi treinta kilómetros bajo sus relucientes Chirucas, afronta ofendido el penúltimo tramo, ascendiendo la última tachuela como a él le gusta: por delante, a paso ligero pero no demasiado corto, con la cabeza agachada y las gafas empañadas, el palo bajo el brazo y una mueca en la cara similar a la sonrisa, mezcla del esfuerzo y del placer que le provoca machacar al compañero. Como diciendo: ahora échame un galgo, gordito. Pero su tío conocía aquella tremenda cuesta como la palma de su mano. Era un ascenso muy serio y contundente, pero no demasiado largo. Debería subir sin problemas a toda marcha; con el corazón acelerado y resoplando como un búfalo, pero sabía que llegaría hasta arriba, y después quedaba un buen trecho hasta la última gran ascensión, en la Piedra Horadada.
Al final llegaron juntos arriba, a pesar del intento de escapada. El descenso es tan pronunciado como la subida por la otra ladera, y hay que tener cuidado bajando mucho más despacio que se ha subido, y confiar en que las suelas Vibram hagan su trabajo. Al llegar abajo se gira a la derecha hasta encontrar una entrada por la izquierda donde cruzar un arroyo cubierto de vegetación. A partir de allí cambia el camino y entramos en una estrecha senda individual enmarcada por una densa vegetación donde predominan las flores silvestres que conforman un vistoso caleidoscopio de color.
Tras pasar la penúltima valla de nuestra ruta y atravesar el último arroyo la vegetación se deshace en una reseca explanada, y retomamos un amplio sendero que se retuerce y se pierde en la lejanía hacia las rojizas cumbres de cobre: comienza la tortuosa subida a las minas –tan penosa como la misma labor de los mineros de entonces-.
Se despiden tío y sobrino allí, pues Romerillo, como el galgo que se ha mantenido sujeto tras la pista de la liebre, escapa veloz olfateando ya la cima, liberado al fin por su tío, que encara con tristeza y parsimonia su inevitable Calvario. La mañana, que fue fresca, se ha convertido ahora en un mediodía caluroso, casi estival. Las chicharras macho llaman insistentemente la atención de las hembras con su estridente canto. Los cansados senderistas buscan en el arcén izquierdo las sombras de los escasos árboles del sendero. Y cada una es una tentación de parar.
Después del primer trecho el tito levanta por fin la cabeza para observar si aún divisa a su sobrino. Lo puede ver allá, no muy lejano todavía. Tras tantos meses de obligado descanso le resulta especialmente tortuoso ese ascenso, pero su orgullo le prohíbe detenerse, continuará despacio, muy despacio, pero no sucumbirá a los dictados del maligno, que no cesa de ofrecerle la tentación, por una vez, tal vez, con buen criterio.
El tramo siguiente hasta el monumento de la Piedra Horadada es aún peor –recuerdo que la primera vez que me asomé desde arriba y veía subir lentamente a un grupo de personas desperdigadas por allí, pensé que parecían los antiguos mineros saliendo del pozo-. Ese arduo ascenso sólo es comparable a la cercana subida a Torreárboles o a los dos o tres siniestros cortafuegos que conocemos.
Tras llegar al monumento de cobre el trabajo peor estaba hecho. Las ruinas de nuestra izquierda discurren por un falso llano que, aunque se vuelve a empinar al final, la promesa de las primeras edificaciones, dulcifican en gran medida esos últimos metros. Arriba Romerillo esperaba sentado en el primer edificio a su tío comiéndose el consabido plátano, como queriendo ratificar el nombre de esta bonita ruta. Juntos salieron sin más tregua hasta el centro del pueblo, en busca de la parada del autobús, que partía, en media hora hacia Córdoba.
Pidieron ser inmortalizados juntos en la antigua caseta del tren y se dirigieron al bar frente a la parada, hasta que llegara la hora de partir. Finalmente se subieron al transporte público que los trasladó a la ciudad junto a un nutrido grupo de veteranos y ruidosos senderistas que habían llegado allí por el sendero del Camino de Santiago.
Nada más. Rememorando las viejas palabras de estos os volvemos a desear:

¡Buen Camino!

Documentos adjuntos a esta publicación
El canal del GuadalmellatoRomerillo en la lagunaEl tito en la lagunaRomerillo bebiendo aguaEl tito metiendo barrigaRomerillo marchando por las PedrocheñasEl tito en las PedrocheñasRomerillo con su palo entre manosEl monumento a la Piedra HoradadaLas ruinas de las minas de cobreLa última subidaRomerillo por las calles del MurianoLos dos juntos al final en Cerro MurianoRomerillo reposando en el bar frente a la parada del bus
 
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