Nuestro guía y líder de aquella jornada taurina, como desde la batalla de los Riscos, habría de ser Senderitos -como le llama el Gran Maestro- más conocido en los sanfermines y otros festejos como BIGOTÓN, aunque para nosotros seguirá siendo “El tío el bigote”. Ya saben: colorao de capa y escobillao de cuernos, tirando a astifino. De la ganadería de Goscinny y Uderzo. 500 kilos en canal, aunque ahora se quiere poner a régimen para los 101. Será el que lleve el peso de la ruta.
PIJAMERO: Veleto de astas y burraco de piel, pero no a manchas, sino a rayas. De la ganadería del Valle de los Pedroches (GAVAP). 350 Kg. Está ya muy toreado y se raya a menudo. Acostumbra a dolerse en la suerte de varas y en banderillas, pero enviste la muleta de categoría, lo que dice mucho de su bravura. Se rumorea que está enamorado de la vaquita morada del anuncio de chocolate, pero no hay quién le saque una palabra del tema. Por esta vez no será el más veterano, ya que nuestro invitado de honor llegó ya a la jubilación en el Siglo XX.
PETAQUERO: Es nuestro acompañante más longevo; un viejo torito con mucho trapío. Su carne ya apenas es apreciada en las carnicerías ni en los buenos restaurantes cordobeses, ni tan siquiera su parte más noble; el rabo. Pero sigue dando buen juego en cualquier plaza. Como dijimos, ensabanado de capa, debido a sus años, abrochado y un poquito bizco de cuernos. 300 Kg le quedan ya sólo. Ahora vive en el campo, salvaje, aunque perteneció en su día a la ganadería del Campo la Verdad.
CALLADITO: Comúnmente llamado Mudito, como el enanito de Blancanieves. Es nuestro compañero más silencioso, que sólo pega berridos por escrito. 200 Kg y bajando. Por supuesto no apto para el consumo humano, como no sea para el cocido, porque todo son fibras, tendones y huesos. Berrendo de capa y romo o mocho, es decir, sin cuernos, para no hacerle daño a nadie: ¡Animalito!
AVISPADO: También conocido por Consentido, Descarado o Malcriado. Negro bragao y peligrosamente astifino. De la ganadería de Vitorino & Luchín, la más fashion al sur del Despeñaperros. 400 kilos. Buena estampa, acostumbrado a la lidia en las plazas de primera categoría, pero no le hace ascos a ninguna capea.
Y TURRONERO: También conocido por Gongorilla o Dostoievski. Negro zaíno, astifino y revirado, aunque un poquito escobillado por la izquierda. Criado en la ganadería del Campo la Verdad aunque originario del Valle de los Pedroches, como Pijamero. 600 kilos sin exagerar, exagerando 1.500. Tiene querencia manifiesta a las tablas y aunque ya está para el arrastre, aún disfruta tirando del grupo, como un buen cabestro. Vuestro más humilde y seguro servidor.
Atravesamos el poblado como búfalos en estampida y llegamos al final de la urbe desagrupados, aunque perfectamente ordenados formando parejas, como tres yuntas de bueyes, preguntándonos unos a otros si al final seríamos o no lidiados.
La salida al campo por aquel lugar inusual se debía a querer pasar por un idílico paraje que se encuentra en las inmediaciones de la población y que a aquellas últimas horas de la noche no pudimos apreciar, siendo toros o búfalos, que no felinos. Y de paso también servía para endurecer la ruta subiendo por al empinado Cerro de Romera. Es decir que se trataba, como imaginamos, de una verdadera encerrona.
A la base del monte llegamos en tríos. Bigotón abandonó el sendero principal y se introdujo en una estrecha vereda flanqueada por espesa vegetación. Siguiéndole de cerca Avispado, para no perderse, y Calladito, que ya conocía el camino. Por detrás Turronero, encajonado, penetró por allí a regañadientes, perseguido de cerca por Petaquero, que no cejaba un metro por detrás. Y cerraba el paso Pijamero, el torito a rayas, refunfuñando un poco por haber escogido como siempre el camino más largo y el más difícil.
El ascenso, a semejanza de la cuesta de Santo Domingo de Pamplona, fue tan rápido como si fuéramos toros embolaos y lleváramos atado al rabo un tizón ardiente. Petaquero le apretaba por detrás al orondo Turronero, que no lo dejaba tomarse un respiro, como diciendo: “- No pesan los años...
Cuando apenas le quedaban energías y hubiera dejado pasar, humillado, al más pertinaz y vetusto de los astados, llegamos a la cima de la montaña. El vapor del ganado se elevaba para unirse a la niebla del amanecer, conformando un paisaje alpino impropio para estas latitudes, pero hermoso como aquellos.
Allí nos esperaban los tres bravos y veloces toritos, traspasando una inesperada valla que se levanta incomprensible como las puertas del cielo vacuno. San Pedro Domecq tuvo la cortesía de hacernos una alegre foto delante de aquella valla en la que hacía de portero, para que quedase constancia en el FaceBull´s de nuestra entrada en el más allá.
Petaquero ofreció, con notable aceptación, su delicioso elixir a sus compañeros para brindar por aquel suceso extraordinario, antes de descender por la otra ladera del precioso cerro a través de una ancha pista de tierra, oteando magníficas panorámicas interrumpidas tan sólo por un mar de nubes muy espeso bajo nosotros, como en las fantasmales cumbres del Mulhacén.
Allí debió apagarse o desprenderse el tizón de nuestro rabo, con lo que la marcha, por unos momentos, se suaviza, y el pelotón permanece agrupado - para qué tanta prisa subiendo-. Hasta llegar tranquilamente al puente del río Guadiato, dejando el camino de los Baños de Popea a la derecha.
Poco a poco se vuelve a animar el paso y se reanudan las conversaciones, intranquilos como siempre, discutiendo si merecerá la pena tanto esfuerzo y seríamos por fin indultados al final del encierro. Por si acaso cada uno se dispuso a hacer méritos acelerando el paso, sin pararse siquiera para el pipí, como buen ganado bovino.
A medio camino de los Arenales a la derecha, en el valle del Guadiato, se levantaba hasta hace poco un Eco Parque de aventuras, con grandes tirolinas y otras atracciones para jóvenes amantes de la naturaleza. Pero desgraciadamente lo encontramos cerrado, y la bonita casita que lo atendía, en ruinas. La recorrimos por dentro con amargura como espectros del pasado y la dejamos atrás tristemente, pensando en que era otro signo más de los malos tiempos que pasábamos. Allí Petaquero volvió a invitar a un trago de su mágico licor para olvidar.
El camino seguía bajando por el espacioso carril arenoso, dejándonos llevar por la inercia de la gravedad, hasta el punto de animarnos y echar a correr durante un largo tramo, como atolondrados novillos y no como lo que éramos en realidad, un asilo de reumáticos carcamales de la tercera edad, con más de trescientos años entre todos; “un desecho de tienta”.
Pasamos en fila india por el puente de los Arenales, como refleja la foto del FaceBull´s, y al atravesarlo saltamos los quitamiedos justo a la izquierda, bajando para remontar el cauce del Guadiato, por una sendita al lado del río. Esa pequeña senda nos lleva tras poco más de un kilómetro al impresionante Puente Romano sobre el río Guadanuño –aquel que construyeron los romanos tras ser expulsados de Los Riscos por nuestros intrépidos guerreros cordubenses-, instalado en la denominada Calzada del Pretorio, que viene desde Córdoba por la Cuesta de la Traición. Aquel paisaje esplendoroso quedará estampado en nuestras retinas como uno de los más bellos de nuestras Mágicas Veredas Cordobesas.
Pero no para ahí nuestro asombro, Bigotón, después de rematar en las tablas de aquella antigua arquitectura, nos insta a cruzar el puente y a continuar por el otro lado, hasta presentarnos 700 Mt más allá en otro enorme y precioso puente, el Puente Califal o Puente Roto, de los tiempos del Califato Cordobés, allá por el siglo X, que unía Córdoba con Badajoz en lo que se denominaba la Gran Ruta, que estuvo vigente hasta el siglo XII.
A pesar de estar construido el Puente Romano nueve siglos antes que el Puente Califal, este último está mucho peor conservado, estando cortado por uno de los lados, y por tanto, no lo pudimos atravesar siendo toros y no caballos o ranas. Lo que dice mucho de la sabiduría de los ingenieros romanos, más sobrios y menos vistosos que los árabes, pero mucho más eficaces. Aunque al final serían las manos y los riñones de los cordobeses del siglo I y del siglo X los verdaderos artífices de ambas construcciones.
Digamos que aquellas bellezas arquitectónicas de un pasado glorioso cordobés eran precisamente nuestro destino del día, por ello, al llegar al último puente, giramos 180 grados para volvernos de nuevo a los Arenales, como si saliéramos de la calle Mercaderes hacia la Estafeta, donde los toros patinan al dar la curva y chocan contra las vallas del fondo.
Calladito se quedó por allí obnubilado contemplando el sorprendente contraste entre la mano del hombre y la de la madre naturaleza, que en el segundo paisaje, dejaba de ser tan apreciable, pues parecía como la vegetación iba paulatinamente absorbiéndolo todo.
Volvimos hacia atrás ese idílico tramo, como por la calle de la Estafeta, y subimos de nuevo al puente más moderno de los Arenales, y, sin atravesarlo a lo largo, pasamos por el otro lado, siguiendo ahora la dirección del cauce del río Guadiato y el sentido de su cristalina corriente, que, poco a poco, se acrecienta hasta las inmediaciones de los Baños de Popea, en las proximidades de Trassierra, para desembocar en el pantano de la Breña de Almodóvar.
Pero nosotros nos apartamos de él mucho antes, tras apenas un kilómetro y medio de acompañarlo, hacia la izquierda, subiendo una frondosa y empinada vereda que atraviesa el Arroyo de Don Lucas, donde nuestras pezuñas resbalaban por las piedras colocadas ex profeso, poniendo en tela de juicio la calidad del calado “Goretex” de los botines de nuestros toritos.
Esa cuesta, la última parte de la larga y umbría calle de la Estafeta, también quedará para el recuerdo, o, más bien, para la historia universal de la infamia, pues debieron prender los tizones otra vez, ya que salían chispas del suelo a nuestro paso. Cualquiera diría que de nuevo estábamos ganándonos el indulto, y que arriba del todo los mayorales estarían disponiendo el pódium para la entrega de medallas. Finalmente, al abrirse la espesura del bosque de encinas y cantuesos, la vereda desemboca en una pequeña casita con piscina, donde llegamos con el corazón en un puño, sin ceremonia de premios ni zarandajas, y paramos para descansar sentados y deleitarnos con el agua y el pienso de nuestras mochilas.
De nuevo se suscitó allí el único tema posible: ¿Habrá corrida después del encierro?
La cuestión no era baladí. ¿Estaríamos jugándonos realmente nuestra salvación? Reconozco que yo no soy un animal muy bien informado, me despisto enseguida y no estoy en lo que hay que estar. Por ello, tras aquellas dos grandes ascensiones del día a toda velocidad, me preguntaba ahora, mientras bebía agua sentado, sudoroso, si nos estaríamos jugando algo en aquel envite, y si los demás estaban al corriente de todo. Entonces tendrían sentido aquellas carreras.
Bigotón, Avispado y hasta Calladito, que parecía estar en Babia, ya se habían levantado cuando todavía yo no había probado bocado. Todos debían saber algo. Yo sólo me había fijado en las fotos de los carteles y en los gruesos titulares, pero no en la letra pequeña. Aunque lo hubiera intentado no hubiera podido leer sin mis gafas. La presbicia, como otros muchos males, es una enfermedad que nos afecta al ganado bovino a partir de cierta edad. Ya no lo pude resistir más, mientras me levantaba con la comida en la boca y empezábamos a marchar hacia los Baños de Popea, nuestro siguiente destino, me rezagué a propósito y le pregunté a mi gran maestro Pijamero si él sabía algo, si estaba previsto ser toreados después del encierro, y si era así, si podíamos hacer algo para evitarlo.
Pijamero, nuestro toro rayado, el genial exchef, docto exdruida y fervoroso excaballero de la Santa Hermandad de la Vereda, tal vez imbuido por este último rol, le contestó airado a Turronero con un pequeño sermón paternalista:
- Hay que tener fe hijo mío. Tenemos que seguir nuestro camino. Andar lo más rápido posible, que es nuestra obligación y es lo que se espera de nosotros. ¿Tú puedes creer que se va a acabar todo de pronto cuando se termine el encierro? Hay que creer en el más allá y cumplir aquí con nuestro deber mientras tanto. Ya verás como todo sale bien al final. Y si no sale bien, es que aún no es el fin.
Aquellas nobles palabras, mitad cristianas mitad pensamiento zen, tranquilizaron a Turronero, que como buen filósofo dudaba y se hacía preguntas de cualquier cosa:
- En realidad a mi no me importa que me toreen. Que más me da una plaza de toros que un matadero. Lo que no quiero es acabar arrastrado por las malditas mulillas.
Avivaron ambos el paso, como por la calle de Telefónica en Pamplona, pues se habían quedado muy atrás, y aunque les costó de nuevo coger el ritmo tras el descanso y llegar hasta sus compañeros, pronto estuvieron todos en el camino del Bejarano, y poco después, dejando el Guadiato y tomando la selvática senda del arroyo del Molino, en Los Baños de Popea -locus amoenus incomparable- donde dicen que se bañaba la hermosa y coqueta esposa de Nerón y sus criadas, en aquellas frescas aguas, como Júpiter las trajo al mundo.
Desde allí hasta la plaza del poblado, contrariamente al tramo final del callejón pamplonica, todo es subida, leve, pero inexorable subida. Turronero se va quedando ya por allí rezagado, cabizbajo, dándole vueltas a su planteamiento vital. Cuando llegaron a la pequeña población de Santa María de Trassierra la muchedumbre no se agolpaba para verlos entrar a la plaza como esperaba. No iba a ser una entrada triunfal precisamente. Recuerdo envestir a todo el que se ponía por en medio, confirmando la peligrosidad de su casta y la de los toros sueltos. Cuando los cuatro domingueros que contemplaban el festejo vieron al enorme morlaco irles de frente salían huyendo despavoridos, gritando como energúmenos.
Pijamero se esperó unos momentos para que su alumno más descarriado llegara junto a él. Entonces Turronero le imploró a su sabio consejero espiritual que le dijera todo lo que sabía, pero el sabio toro rayado sólo pudo contestarle que estuviera tranquilo, que muy pronto se enterarían de todo.
Por fin, tras una pequeña pero empinada cuesta, para darnos la puntilla, entramos todos a la plaza del pueblo pasada la una del mediodía tras más de 25 Km de encierro, que se nos pasaron volando, como se pasa una vida. Cuando terminé de entrar cerraron las puertas a mis espaldas, y los seis toros quedamos dentro de la pequeña placita.
A una bella muchacha que contemplaba el espectáculo tranquilamente con su familia tras la barrera le pedí que nos hiciera la foto final, donde quedarían inmortalizados para el FaceBull´s mis cinco compañeros y yo, todos juntitos como una armoniosa manada alrededor de un banco.
Sin pastores ni mayorales, ni siquiera con nuestros hermanos cabestros delante, fuimos saliendo de la plazuela hacia la terraza del bar de la esquina, nuestros chiqueros, para reponer fuerzas mientras esperábamos el Juicio Final, que no sabíamos si estaba en las manos de nuestros mayorales o de las autoridades del pueblo.
Alrededor de la plaza se habían juntado los pocos espectadores que tenían algún interés en los temas taurinos, cuatro abueletes cascarrabias rajando de la mala presencia de los astados.
Después de unos minutos salió Pijamero, nuestro rayado compañero de encierro, del interior del recinto con una nota en la mano. Se acercó hasta la mesa donde nos sentamos y después de tomar asiento con parsimonia y de ponerse las gafas, mientras todos lo mirábamos expectantes, nos dijo: - Ya tenemos sentencia.
- Lee de una vez, por Dios. – Reclamé desesperado.
Y leyó para todos estas palabras:
- Bigotón -“El Tío el Bigote”- es un cabrito con un corazón delicado, y por tanto no está para muchos sustos. Como no tenemos sobrero; no se puede torear. Desechado.
- Calladito está desmochado. Sin cuernos ni es peligroso, ni agresivo ni violento, una birria como toro, así que no está presentable para la lidia. Desechado.
- Petaquero ha sido rechazado a la entrada en el control de alcoholemia. Desechado.
- Y a Avispado no lo vamos a desperdiciar en una plaza de tercera. El alcalde quiere colocarlo en la Maestranza o en Las Ventas, porque va recomendado por un amigo de su padre que lindaba con él por lo visto.
- ¿Y tú con quién lindas?, le pregunté yo a Pijamero.
- Yo con nadie –respondió impertérrito bajando la mirada-; aunque parezca ridículo todos me confunden con una cebra y por eso estoy salvado también. Desechado.
Y terminó de leer, Pijamero, que habría finalmente un único toro condenado: el infeliz Turronero. Condenado, por llegar el último del encierro y por poner en peligro las vidas de algunos paisanos, a contar la historia de este día extraño en que por unas horas fueron unos verdaderos animales, para que los hombres, que no pudieron divertirse por la suspensión de aquella impresentable corrida, se divirtieran con el relato de sus andanzas por la preciosa ruta de los puentes de Santa María de Trassierra.
Sin más, respirando por fin aliviados, se metieron en los vehículos para ser transportados de nuevo a casa, donde podrían retozar con sus amadas vaquitas y terneritos.
¡Muu buen camino!
Turronero
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