En puertas de la Semana Santa, con el Tito lesionado y Monsieur Gourmet de baja, inicié mi obligado paseo a eso de las 7:30 horas de la mañana, sin ninguna idea preconcebida del itinerario a realizar y dispuesto a aprovechar la soledad para meditar sobre lo divino y lo humano, convirtiendo el camino en procesión restauradora de la maltrecha naturaleza interior.
Con mi bastón por cetro; gorro por capirote; mochila por trabajadera; cortavientos por túnica y desniveles por flagelo, me planté en menos que canta un gallo en la cuesta de la Traición, echando a suertes el camino a seguir una vez alcanzada la estación de penitencia.
Al final se impuso la ruta del arroyo del Bejarano, si bien siguiendo en todo su recorrido el GR-48, al llevar muchos meses que no pasaba por tierras de “La Alhondiguilla” y constituir dichos lares una auténtica saeta para mis sentidos.
Con paso firme, en plena carrera oficial y la mente imbuida en retrospectivas, llegué a las inmediaciones del cortijo del Bejarano, lugar donde decidí coger la desviación que lleva hasta el río Guadiato, cuyo camino discurre en todo momento por el margen derecho del cauce del señalado arroyo y es uno de los más bellos de nuestra sierra, por su frondosidad y variedad vegetativa.
Resonando con estridencia el torrente, como una multitud de bozainas tañendo al unísono, alcancé finalmente el Guadiato, el cual discurría desbordado y virulento, dejando en evidencia que aguas arriba habían decidido liberarlo parcialmente de su confinamiento. Esa impetuosidad parecía reflejar el estado de euforia, variaciones y alteraciones emocionales que suele producir el cambio estacional a cuyas puertas nos encontramos. Canto de cisne ante la dura climatología venidera.
Discurriendo por el margen izquierdo del río, y tras vadear numerosos arroyos que allí morían, transmuté mi espíritu por el de costalero, al empezar a partir de dicho momento el calvario de mi itinerario. La cuesta es de gran porte. Ajustando bien la trabajadera a mis espaldas, me dispuse a realizar la “levantá”, poniéndome “en el palo” y metiendo los riñones. La cuestión en estos casos es de cadencia, así que bien “mecío” llegué a mi nueva estación de penitencia.
Tras valorar en la bifurcación si coger el camino que pasa por la Fuente del Elefante, finalmente decidí seguir hasta la barriada de Trassierra, tomando después la senda que discurre paralela a la carretera que lleva a la gasolinera popularmente conocida por ese mismo nombre.
El camino en dicho tramo discurrió con pena y sin gloria, hasta que recibí la llamada del cofrade cofundador. El Tito, animado por sus buenas sensaciones, había decidido dejar su coche en el barrio de San Rafael de la Albaida y hacer camino hasta mi encuentro.
Al llegar a la gasolinera de Trassierra, una vez sorteado el bosque de Fangorn y la multitud de sexagenarias penitentes que allí me crucé (¡cuidado sra. que el camino lo carga el diablo!), nuevamente surgió la duda, optando por dirigirme al Mirador de las Niñas y tomar el camino que finalmente entronca con la vereda de Trassierra. Señalar que este tramo (Monte Cobre), al pasar por unos extraordinarios árboles frutales, vino a mi memoria nuestro querido “robaperas”, mítico paladín de las veredas cordobesas, actualmente en fase de recogimiento como bien imponen los cánones cuaresmales.
Escasos metros después, una vez cruzada la carretera, topé con el Tito. Mentiría si dijera que lo esperaba vestido de mantilla, pero en verdad os digo que no esperaba que hubiera adoptado el atuendo de cerero. Sin ánimo de ser exagerado, y dejando señalado que la cuestión no era moco de pavo, comenzamos a unos 5 Km. de la meta nuestro común recorrido, muy animados y alegres por nuestro reencuentro, por volver a andar juntos después de tantos meses, con todo lo bueno que ello conlleva. Como la procesión no era de silencio ni de penitencia, departimos jovialmente durante el regreso.
El Tito, que estrenaba alpargatas, era plena manifestación de la explosión primaveral, demostrando con su ritmo las ganas que tenía de andar por el campo. Sirvan las siguientes líneas para dejar constancia de sus propias impresiones:
Después del virtuoso despliegue de retórica cofrade de mi querido Romerillo, sutilmente encarnado en la piel del capillita de don Alonso, cualquier amago de emulación por mi parte sería un alarde en vano. Confieso que mi reino no es de ese mundo y no acabo de entenderlo bien, aunque pongo interés en ello y disfruto incluso con la liturgia de sus acciones y sus palabras.
En fin, el caso es que siguiendo las sugerencias de mi sobrino, empiezo a poner a prueba mis fuerzas saliendo a su encuentro para marchar juntos la última parte de su etapa. Aparco en nuestro lugar favorito de la barriada de San Rafael de la Albaida y empiezo a disfrutar ya simplemente con los preparativos. Aprieto los cordones de mis nuevas zapatillas, con sus relucientes suelas Vibram, que ojalá consiga desgastar. Me echo la mochila a cuestas, agarro el mágico bastón telescópico, mi otro compañero inseparable y emprendo el camino hacia el canal del Guadalmellato por una pequeña acera terriza que acaban de habilitar para circundar los nuevos edificios aledaños.
El nuevo calzado siento que se acopla como un guante a mi anatomía, con la suavidad de unas alpargatas de paño y la fortaleza de unas botas camperas. Su tracción; magnífica, y todas las sensaciones al caminar; perfectas. ¡Cuánto echaba de menos esto!
Circulo por el primer tramo pedregoso junto al canal hasta dejarlo atrás al cruzar el primer puente azul que lo atraviesa, para tomar la vereda de Trassierra, donde el sendero se empieza a inclinar ligeramente. Es casi medio día, -vaya horitas para empezar- por lo que me cruzo ya con los primeros caminantes de vuelta, bajando por esa conocida ruta, así como con algunos viejos y nobeles caballistas, procedentes de las fincas colindantes como el Pony Club la Loma. Aún conserva esta vereda, que está delimitada por una larga fila de postes de madera, la huella de las recientes lluvias, en forma de grandes charcos, que nos dificultan el paso y que ponen a prueba la calidad de mi recién estrenado Goretex.
Intento escucharme mientras camino ligero. No me noto la menor molestia en las rodillas; todo marcha bien hasta el momento. Tras los primeros kilómetros pienso en qué momento y en qué lugar del recorrido me encontraré con mi fatigado compañero. Y rememoro la última etapa del Camino de Santiago, en la que también marcho a su encuentro, aunque por motivos distintos, naturalmente. –Como próximamente podrán conocer los asiduos lectores de nuestra web-.
A los cuatro kilómetros de San Rafael de la Albaida me desvío a la derecha y penetro en la zona comúnmente conocida por la Casilla del Aire, dejando de frente la vereda de Trassierra. Tras seguir una estrecha senda, atravesando un vasto erial entre dos fincas, hay que trepar una pequeña torrontera y tomar el camino de la izquierda, que se empina enseguida al girar de nuevo a la derecha, y me hace jadear por primera vez, por la exigencia del mismo.
Cuando más cansado me encontraba ascendiendo por aquel calvario de monte, apareció al fondo, a lo lejos, recortada su silueta en el horizonte, el gran, el enorme, el incomparable Romerillo de la Sierra, luciendo sus más negros hábitos de senderista penitente, para serenar mi respiración y mi inquietud.
Las dos figuras con una gran sonrisa en los labios se fueron acercando poco a poco, como a cámara lenta en un anuncio de colonia cara, hasta verse fundidas en un fuerte abrazo –un abrazo varonil, por supuesto- en el que desde ahora bautizaremos como el monte Calvario.
Si dijera que ambos derramaron entonces una lagrimita mentiría, pero sí que se alegraron mucho de volverse a encontrar en medio del campo, en su terreno favorito, y no en la sórdida y compungida urbe. El Tito se dio la vuelta y empezó a acompañar a su sobrino, que ya llevaba veinticinco kilómetros en sus piernas sin parar y, sin darle tregua, lo invitó a ampliar aún más su ruta, a lo que se negó amablemente Romerillo agradecido.
Descendieron entre risas la singular pareja aquellos pagos como muchas otras veces, aunque sin duda con mejor talante, pues aquel tramo final de la vereda de Trassierra siempre les había resultado duro y antipático, puesto que los pies al final de la ruta siempre se encuentran doloridos y el ánimo bastante maltrecho.
Como contrapunto a esas muchas veces de fin de etapa en las que mi brioso sobrino me llevaba por allí a galope tendido, quise ver cómo andaba de fuerzas él a esas alturas, apretando de firme ese último tramo, para que no me echara en el olvido al menos ese fin de semana, demostrándome a mí mismo de paso que no me costaría tanto recuperar la forma perdida en estos meses. Aunque pude escuchar alguna voz implorante y lastimera, a modo de saeta, aduciendo que hoy no había parado a descansar todavía, actué por una vez de romano flagelante y fustigué con mi ritmo una vez más los doloridos miembros de mi sobrino el penitente, lacerando hasta el aparcamiento, cual cruel Longino, sus trémulas carnes; ya resucitaría esta tarde tras la merecida siesta.
Culminamos así una auténtica ruta procesional, anticipándonos con nuestro esfuerzo a los inminentes Pasos de esta Semana Santa, fruto del sacrificio constante de tanta gente.
Espero disfruten del recogimiento y espiritualidad de estas fiestas y se vean cumplidas vuestras merecidas súplicas y deseos.
Por mi parte seguiré poniendo interés en todo esto.
Hasta la próxima.
¡Buen Camino! Y que tengan una feliz Semana Santa.