Tras la grata sorpresa de Mr. Mercedes me cegó la curiosidad de abundar en la trayectoria de su autor, leyendo su deshilachada autobiografía titulada Mientras escribo, donde se citaba con frecuencia el nombre del escritor considerado como su gran rival, al que yo había tratado de evitar en todas las librerías que visitaba, y créanme que a mi provecta edad ya van unas cuantas. Mi desdén solo era comparable al que sentía por el mismo autobiografiado, al que tenía etiquetado como autor de productos de consumo ligero sin la suficiente calidad literaria, empeñado en tratar asuntos insustanciales en un formato demasiado amplio, a mi parecer inabarcable, lo que había granjeado a su lectura una merecida reputación de superflua y desdeñable. Stephen King dice allí de Grisham que, a pesar de su extensa obra, solo le salva su primera novela: "La tapadera" —The Firm, en inglés (1991)— a la que elogia como una novela fresca e inteligente. Después he sabido que esa no fue su primera novela, sino Tiempo de matar (1989), aunque sí la primera con la que tuvo un gran éxito. El autor de Carrie y del Resplandor se jacta, sin embargo, en su biografía de haber sido elegido por el mismo agente literario que Grisham —a pesar de ser ocho años más joven que él— y no deja de aludir a su competidor en términos peyorativos: de lo que se desprende la verdad intrínseca de la afirmación que Dalí hizo célebre cuando manifestó públicamente que «se sentía satisfecho con que hablaran de él, aunque fuera bien».
Pero dejemos a Steve para otra ocasión y centrémonos en El caso Fitzgerald. Decir que el título original del libro es Camino Island en la versión inglesa, lugar donde se desarrolla la mayor parte del affaire, una ubicación idílica junto a las bellas playas de Florida, lo que resulta si no más atractivo, sí, al menos, de mayor impacto popular para los lectores estadounidenses, pues ya se sabe que hablamos de uno de los grandes líderes de masas, del padre del Best Seller jurídico, uno de los autores más vendidos de Occidente en los últimos treinta años, y del que no se puede decir esté cercano a su jubilación a la vista de este escrito de apenas hace tres.
Resumiendo, El caso Fitzgerald relata la historia del imaginario robo de los manuscritos originales de las cinco novelas conocidas de Francis Scott Fitzgerald, un tesoro de valor incalculable guardado en la biblioteca Firestone de la Universidad de Princeton, donde estudió tanto el mítico creador de Benjamin Button, como el otro escritor norteamericano que hoy reseñamos. La novela cuenta el robo, la persecución policial y, en paralelo, la propia investigación que lleva a cabo una joven escritora reclutada para tal fin por la entidad aseguradora de los mismos, como directos perjudicados. Grisham va componiendo un puzle seleccionando las escenas cruciales de las vidas de ladrones, libreros, intermediarios e investigadores, para tejer una trama sencilla, pero inexorable y sorprendente, que está basada tanto en un contundente argumento como en la diestra mano de un escritor desprovisto de ornamentos estilísticos retóricos. A destacar, junto a la trama argumental, los perfiles impresionistas de sus personajes principales, sobresaliendo el de un librero emprendedor que, puede estar entre los personajes más felices del reino literario.
Y luego está eso que siempre uno busca detrás de una gran lectura. Ese hondo y reconfortante sentimiento de no haber perdido el tiempo. En este caso el regusto dulzón era tan claro que no tuve que preguntarme: «pero ¿qué es lo que me ha dejado a mí este libro?, si es que me ha dejado algo». Y me puse a pensar en cómo sería la vida real de los delincuentes de carne y hueso; siempre a salto de mata, con el temor de ser detenidos, o, aún peor, sobreviviendo miserablemente privados de libertad. También reflexioné sobre la importancia que le da cada uno al dinero, y sobre las vidas tan diferentes de los ricos y de los pobres. Y saqué Hermosos y Malditos —seiscientas páginas amarillentas olvidadas en un rincón del último anaquel— y después Suave es la noche —en una edición impecable— y releí su primera página, tan lánguida, con la intención de no darle más tregua, y me imaginé fácilmente sin obligaciones viviendo lujosamente una vida fácil y plena con tiempo para todo. Y luego pensé en lo condenadamente bien que escriben algunos escritores, que parece que escriban con la mayor naturalidad de cualquier tema. Y enumeré la lista de grandes escritores que tuvieron graves problemas con el alcohol: Poe, Faulkner, Chandler, Hemingway, Fitzgerald, Graham Greene, Oscar Wilde o Truman Capote — entre los más relevantes— y el mismo Stephen King hasta que consiguió dejarlo hace unos años. Y entonces llegué a creer que tal vez había que ser un alcohólico para alcanzar esa lucidez mental. Y me tomé un sorbito de ese Rioja que solo puedo pasar con gaseosa, mientras consideraba lo fascinante que puede resultar cualquier buena novela, aunque esté escrita sin pretensiones filosóficas. Como esta: puro entretenimiento, eso sí, aderezada por el tenue y evocador aroma del otro lado del Paraíso. A algunos les recordará las románticas veladas del apuesto Amory Blane y las de su sofisticada madre; y a otros los amaneceres tornasolados al concluir una fiesta en la mansión del gran Gatsby; mientras los demás se dejarán seducir simplemente por el placer morboso de navegar por los entresijos de uno de los mayores robos de la ficción literaria.
No sé si este nimio escrito laudatorio les parecerá suficiente para incluir El Caso Fitzgerald —una novela sobresaliente pero, al fin y al cabo, menor— entre sus próximas lecturas. Baste añadir que es de esa rara especie a la vez insignificante e inolvidable, por lo que supongo que no solo no perderán su tiempo al leerla sino que, posiblemente, —como a mí— les impulse al placentero carril de la inteligente, fresca y entretenida obra de John Grisham.
21-X-2020
JJGC
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