Después de haber abandonado la Trilogía de Nueva York debido a las insufribles y demenciales parrafadas de su primer libro, he leído con fruición otra obra de Paul Auster, incumpliendo de nuevo la norma de obviar lo escrito en los últimos cincuenta años.
La historia contada en El libro de las ilusiones trascurre en los años ochenta en Estados Unidos y está narrada desde el punto de vista de David Zimmer, escritor, traductor y profesor de humanidades, por lo que deducimos cierta huella autobiográfica. El personaje principal es un tipo inteligente y culto, atormentado por el accidente aéreo que mató a toda su familia. Asistimos a su hundimiento paulatino que lo sitúa al borde del suicidio, hasta que cierto día en el cine consigue arrancarle una sonrisa una escena de una antigua película muda, que le hace interesarse por su autor y decidirse a escribir un libro sobre toda la obra de aquel cómico que le ha salvado la vida sin saberlo, y que le ha devuelto una mínima ILUSIÓN por seguir viviendo.
Con el escritor nos sumergimos en la compulsiva elaboración de esa obra redentora, recorriendo las filmotecas del país, adentrándonos en el análisis de las propias películas, escena por escena, interrelacionando pasado y presente, realidad y ficción, obra y vida de los personajes, hasta el momento que recibe una misteriosa invitación para conocer –al cabo de los cincuenta años de su desaparición- al propio actor antes de su muerte. A partir de aquí empieza a desenmarañarse la retorcida trama, de la mano de una fugaz pasión amorosa, gran aliciente vital y referente imprescindible de su obra. Asistiendo finalmente al desesperado desenlace, con suerte tal vez también ilusorio.
El libro de las ilusiones es una gran novela en muchos sentidos. Partiendo de un estilo sencillo de narración, ligero, con una sintaxis simple pero innovadora, en la que -por ejemplo- los diálogos se ocultan ortográficamente en función de un sentido, sin ningún tipo de alarde retórico superfluo y con un lenguaje llano rayando la crudeza, nos va sumergiendo en una trama muy elaborada, tanto a nivel estructural, como a nivel de contenidos; resultando una obra de gran profundidad y complejidad, entretejida hábilmente y rematada con acierto para el deleite del lector más exigente, ese que busca una reflexión más allá de las simples palabras.
La novela destaca además por la creación de un gran personaje, un personaje para la historia de la literatura: Héctor Mann, el verdadero protagonista “en ausencia”, un actor de cine mudo que se ve envuelto en un sórdido crimen que lo marcará para siempre. Paul Auster da vida a este personaje mediante una caracterización tan profunda y poliédrica, a través de sus películas y de su biografía, que cualquier lector no avisado podría creer en su existencia real, en que Hector existió realmente, y sería por tanto un actor conocido y reconocido del cine anterior al sonido, sólo eclipsado –eso sí- por los grandes como Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd o Laurel y Hardy. Pero no lo es, créanme –yo también he sucumbido a su búsqueda infructuosa-, sólo lo es en el inusitado mundo imaginario de Paul Auster.
Tras esta lectura sólo cabe profundizar en la obra de uno de los escritores más importantes de nuestro tiempo. Por mi parte retomaré la Trilogía de Nueva York; trataré de deleitarme con la esmerada edición de La música del azar (1990); y tal vez, si aún persiste la euforia austeriana, conseguiré su Leviatán (1992) o El Palacio de la luna (1989) –tan celebrados-, hasta terminar con sus dos últimas obras: Invisible (2009) -de excelente crítica- y Sunset Park (2010), considerada su última novela importante.
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