Alfonsina y el mar

Esta triste canción ha terminado dejando una honda huella en mi vida. Desde que tengo memoria ha estado entre mis discos, en las interminables listas de mis canciones predilectas, como un trasnochado hit. En junio de 2015 tuvo lugar un hecho que la desempolvó del baúl de los recuerdos, una anécdota que la puso en valor —como se dice ahora— y que la engrandeció a mis ojos miopes como obra maestra del género. Después de ese episodio que narro ahora aquí, singularmente sirvió de banda sonora en las exequias fúnebres de un gran amigo. Sobre ese amigo versa la mitad del primer libro que ha salido de mi humilde pluma. En la presentación de ese libro en la Biblioteca Viva de Al Ándalus en septiembre de 2018, a la que no solo acudieron mis amigos y familiares sino también los suyos, quise releer públicamente aquel capítulo curioso sobre esa canción que nos perseguía, y pude hacerlo magníficamente acompañado por dos mujeres artistas, a las que quedaré eternamente agradecido.
 
Alba Espert, Premio Vicente Amigó de guitarra, amenizó los entreactos de las intervenciones y acompañó en el cierre a la hija cantautora del fallecido (conocida en el mundillo musical como Sarabanda), que interpretó a capella para poner broche de oro al acto una versión personal y conmovedora de Alfonsina y el Mar. Para rememorar aquellos momentos y, especialmente, para los que no pudieron asistir aquel día, inolvidable para mí, pongo hoy negro sobre blanco la parte final en la que yo le explicaba a mis colegas senderistas en un correo electrónico esta historia sobre la canción que Mercedes Sosa dedicó a Alfonsina Storni. La confluencia de esas dos grandes mujeres argentinas junto a la gran guitarrista Alba Espert y a la cantautora cordobesa Sara Villafuerte ese día, en el que también estaba presente mi madre, por ser la protagonista de la otra mitad del libro, me parece hoy un verdadero homenaje a la mujer artista o, simplemente, a la MUJER en general. Estas eran mis palabras de entonces:

 

«Saludos, chicos. Sólo para deciros dos cositas:»
(Extraído del correo electrónico enviado por El tito a sus colegas y amigos senderistas de Veredascordobesas.com el 26 de junio de 2015).

«La primera, que el domingo hicimos una ruta el Maestro y yo muy a gusto desde el cruce de Santa María de Trassierra, por las fincas de la Jarosa y Valdejetas hasta Puerto Artafi, y vuelta hacia Trassierra por el caminito paralelo a la carretera de nuestra más lejana y frondosa barriada cordobesa, para penetrar, siempre a la sombra, por el Bosque de Fangorn (al que los no versados o puristas continúan llamando Pinar de Torrehoria) hasta dejarnos a las puertas de mi experimentado automóvil, que descansó esa mañana en aquel rústico e idílico aparcamiento junto a la gasolinera. Bendita forma de andar por el campo ésta de hacerlo por parejas que no tiene parangón. Disfrutamos de lo lindo una jornada campestre sin excesos de ninguna clase, que suele ser la manera más recomendable de hacerlo. Dicha fórmula nos permitió departir plácidamente de esto y aquello, rememorando las añoradas terapias literarias, tan recurrentes y vivificadoras como antaño. Sin embargo fue al final, ya bajando relajados en conmovedor silencio acomodados en mi dócil vehículo cuando, escuchando una bella melodía en su vetusto reproductor musical, saltó la chispa que prendió en este espíritu receptivo. Gracias a ese nimio suceso llevo entretenido toda la semana, dándole vueltas a la cabeza y movilizando mis exiguas energías. Satisfecha ahora mi primitiva curiosidad, me ha parecido que no debía reservarme para mí el fruto de esta investigación, sino compartirlo con vosotros, como personas sensibles y cultivadas que sois. Estos son los hechos:»

«La canción que sonaba ese día era “ALFONSINA Y EL MAR”, en la versión de Mercedes Sosa, no de Pasión Vega, que es la que más se escucha ahora, y que es casi tan buena como la otra. Cuando sonaba me acordé de esa triste historia que contaba. Tal vez la conozcáis, sobre todo el Canijo, que tiene predilección por las voces de protesta femeninas, y Sendérix, por supuesto, que ha tenido que escuchar mucha música folclórica de este tipo a lo largo de su vida. El Maestro, que a su provecta edad empieza a tener ya sus pequeñas lagunas, dice que no la conocía. Yo me enteré hace poco del significado de esa letra, por casualidad, como solemos aprender tantas cosas, aunque hace mucho que figura esa canción entre mis favoritas. La que yo tenía grabada y que habré puesto cien veces es la de Pasión Vega. La otra, la de Mercedes Sosa, me la tropecé en YouTube no hace tanto esculcando entre las mejores canciones de los años setenta. Y fue allí donde me enteré de esa historia tan romántica y conmovedora, leyendo con atención la letra que la subtitulaba. Por eso fue la primera de las canciones que coloqué en el disco que amenizara nuestra última expedición montañista. Al empezar a sonar le pregunté al Maestro por la Alfonsina a la que se refería la canción:».

—¿Sabes de quién se trata? —Se puso a pensarlo, pero no logró recordar el nombre de la cantante, que era lo que creía que le estaba preguntando.
—La cantante es Mercedes Sosa —repuse—, pero no me refiero a eso. ¿Sabes quién es la Alfonsina de la que habla ella?
—No, ¿quién? —me preguntó a su vez, aparentemente interesado por el asunto.

«Es frecuente que nos gusten algunas canciones aunque no comprendamos la letra. Las canciones que están en otro idioma que no conocemos, por ejemplo. Pero también las que están en nuestro idioma, la mayoría de las veces no sabemos a lo que se refieren. En este caso me parece que el saberlo enriquece completamente la canción y casi la vuelve distinta. Le respondí al Maestro:»

—Es ALFONSINA STORNI, una poetisa andaluza de finales del XIX y principios del XX.

«Aprovecho este foro para pedir disculpas públicamente al Maestro; no era andaluza, sino argentina, aunque nacida circunstancialmente en Suiza. De padres argentinos y criada en Buenos Aires, Rosario y Mar del Plata. Esa torpeza mía tal vez jugó a favor del impacto emocional que pudo provocar en una persona sensible como el Maestro, aunque recuerdo que él no fue demasiado expresivo al respecto. Y siguió el alumno explicando al maestro:»

—Alfonsina Storni se suicidó y esa canción precisamente habla de su muerte, porque se suicidó en el mar, entrándose andando hasta ahogarse. Presta atención y verás como ahora la escuchas de otra manera —le dije.

«Y así fue como maestro y alumno, con los papeles cambiados, se fueron silenciosamente escuchando esa hermosa melodía, como si estuvieran oyendo una canción nueva, mucho más dramática y poética; absortos, embelesados y todo lo visiblemente emocionados que les permitía la inflexible etiqueta de su masculinidad.»
«Podéis consultar una biografía de Alfonsina Storni en la biblioteca, como se hacía antes, o simplemente visitar la Wikipedia para profundizar en el personaje de relevancia del que estamos hablando. Sólo hay que ver la cantidad de espacio que se le dedica allí para darse uno cuenta del tamaño de nuestra ignorancia. Pero por si tal esfuerzo lo consideraseis inútil o baladí os haré yo mismo un pequeño resumen:»
«Alfonsina Storni fue una escritora importante, no sólo para la Argentina, sino para la literatura latinoamericana, y es uno de los hitos más sobresalientes en la historia de la poesía en castellano, y está considerada no solo como una gran poetisa posromántica, sino como una de las voces más celebradas del feminismo universal. De su biografía personal decir que fue hija de una familia muy humilde y menesterosa. Que su padre fue un déspota y alcohólico al que tenían que acostar cada noche su maltratada mujer y su hija, lo que puede explicar el rechazo de Alfonsina por los hombres. Trabajó desde muy joven delante y detrás de la barra de un ruinoso café que se montó con el esfuerzo de todos sus familiares, sin que este sirviera apenas para darles de comer y los estudios básicos. Cuenta la leyenda que un día Alfonsina asistió a una representación teatral de una obra conocida y se presentó voluntaria para sustituir el papel de un actor enfermo, pues ella conocía de memoria todos los papeles. Al día siguiente las críticas fueron muy buenas e hicieron que una compañía profesional se interesara por contratarla y así estuvo de gira algunos años, viviendo del teatro, mientras terminaba sus estudios.»
«Ejerció de maestra en varios centros educativos mientras escribía poesía fundamentalmente de corte intimista y erótico, en su primera etapa, y vanguardista, feminista, filosófica y existencial, en una segunda etapa, por lo que no fue en primera instancia bien acogida. Tuvo que enfrentarse a la moralidad de la época hasta obtener con mucho esfuerzo y el correr del tiempo el reconocimiento académico y popular, así como el de sus propios colegas. Mantuvo relaciones entre otros con Horacio Quiroga, escritor de relatos de renombre, y conoció a personajes tan relevantes como Leopoldo Lugones (que no quiso apoyarla en la edición de sus obras) o Gabriela Mistral. Y fue madre soltera desde sus veinte años, pues nunca quiso desvelar la paternidad de su hijo.»
«En el verano de 1935 le fue descubierto un tumor: «Un día, cuando se estaba bañando en el mar, una ola fuerte y alta le pegó en el pecho a Alfonsina, quien sintió un dolor muy fuerte y perdió el conocimiento. Sus amigos la llevaron hasta la playa. Cuando recobró el conocimiento descubrió un bulto en el pecho que hasta el momento no se notaba pero en esa oportunidad se podía tocar con la mano». Fue operada de mastectomía ese mismo año en mayo, a la edad de 43 años, quedándole secuelas graves de todo tipo, físicas y emocionales, resultando un verdadero calvario su larga y dolorosa convalecencia pues la tuvo prostrada largo tiempo, sufriendo recaídas con dolores terribles y pérdidas de conocimiento que la tuvieron al borde de la locura. Durante tres largos años de penalidades y sufrimientos escribió sin descanso cartas y poesías desgarradas, hasta que tras la última recaída no pudo más, no fue capaz de eludir su destino y decidió desgraciadamente suicidarse.»
«Hay dos versiones de su muerte. La más probable dice que se tiró desde lo alto de un acantilado situado cerca del Club de mujeres de Mar del Plata, donde apareció un zapato al borde del abismo, que se le debió quedar enganchado al lanzarse al vacío. La otra cuenta que Alfonsina se introdujo andando en la playa hasta ahogarse. Esta versión más romántica es la que recoge la canción. Dejó tres cartas para despedirse; una para su hijo, otra para su abogado —para que cuidase de este— y otra con un pequeño poema de despedida. Eran estos versos:»

«Dientes de flores, cofia de rocío, / manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme puestas las sábanas terrosas / y el edredón de musgos escardados.
Voy a dormir, nodriza mía, acuéstame. / Ponme una lámpara a la cabecera,
una constelación, la que te guste, / todas son buenas; bájala un poquito.
Déjame sola: oyes romper los brotes, / te acuna un pie celeste desde arriba
y un pájaro te traza unos compases / para que olvides. Gracias… Ah, un encargo,
si él llama nuevamente por teléfono / le dices que no insista, que he salido…»

«Este final —que la canción perpetúa— sigue siendo un misterio incluso para todos los que la conocieron.»
«A mis amigos yo les mandaba en ese email el enlace de la Wikipedia sobre Alfonsina:»

 

https://es.wikipedia.org/wiki/Alfonsina_Storni.

Y el de los vídeos de las dos canciones, la de Mercedes Sosa con la letra subtitulada y algunas escenas alusivas:»

https://www.youtube.com/watch?v=Rrr5YzcbPd4.

«Y, finalmente, la versión de Pasión Vega, espléndida también, pero quizás menos conmovedora que la otra:»

https://www.youtube.com/watch?v=3BIVwPvKIpQ.

«Espero que os guste y la disfrutéis (no sé si es la palabra adecuada) como si fuera una nueva canción, más romántica y poética. Por cierto, Horacio Quiroga y Leopoldo Lugones, también se suicidaron como ella. Y es que el suicidio despertó un interés desmedido no solo en los poetas románticos sino en escritores y artistas de las siguientes generaciones de todo el mundo, y arrastró como una peste contagiosa a personajes tan relevantes como Mariano José de Larra, Ángel Ganivet, Stefan Zweig, Mishima, Cesare Pavese, Virginia Woolf, o el mismísimo Ernest Hemingway.»

«Para terminar, os dejo la letra de la canción, para que la aprendáis y os pongáis a cantarla mientras os acordáis de esta historia tan triste, como yo hago a veces cuando tengo uno de esos días azules neoyorkinos de los que hablaba Truman Capote, en los que Holly —la Audrey Hepburn de la película— acaba desayunando de madrugada en los escaparates de Tiffany´s. Los míos se parecen más a esos largos días de la marmota, y los sufro casi siempre de noche, al terminar la jornada, regresando en el autobús a mi barrio. Entonces bajo los auriculares me refugio en esta canción que no tiene desperdicio:»

«Alfonsina y el mar»

 

«Por la blanda arena que lame el mar,
Su pequeña huella no vuelve más.
Un sendero solo de pena y silencio llegó
Hasta el agua profunda.
Un sendero solo de penas mudas llegó
Hasta la espuma.
Sabe Dios qué angustia te acompañó,
Qué dolores viejos calló tu voz,
Para recostarte arrullada en el canto de las
Caracolas marinas,
La canción que canta en el fondo oscuro del mar
La caracola.
Te vas Alfonsina con tu soledad.
¿Qué poemas nuevos fuiste a buscar?
Una voz antigua de viento y de sal
Te requiebra el alma y la está llevando,
Y te vas hacia allá, como en sueños
Dormida, Alfonsina, vestida de mar.
Cinco sirenitas te llevarán
Por caminos de algas y de coral,
Y fosforescentes caballos marinos harán
Una ronda a tu lado.
Y los habitantes del agua van a jugar
Pronto a tu lado.
Bájame la lámpara un poco más,
Déjame que duerma Nodriza en paz
Y si llama él no le digas que estoy,
Dile que Alfonsina no vuelve.
Y si llama él no le digas nunca que estoy
Di que me he ido.
Te vas Alfonsina con tu soledad.
¿Qué poemas nuevos fuiste a buscar?
Una voz antigua de viento y de sal
Te requiebra el alma y la está llevando.
Y te vas hacia allá como en sueños
Dormida, Alfonsina, vestida de mar.»

«La canción es una zamba compuesta por el pianista Ariel Ramírez y el escritor Félix Luna para el disco de Mercedes Sosa “Mujeres Argentinas” de 1969, basándose en el poema póstumo de Alfonsina Storni».

«Un abrazo: Eltitomelancólico»

POSDATA: En la introducción se habla de que este escrito es un homenaje a la mujer. Sin embargo hay otra persona a la que le debo, además de sus amables palabras de bienvenida, el haber podido presentar mi libro en el incomparable marco de la Biblioteca Viva de Al Ándalus. Se trata del artista plástico y escritor cordobés Alfonso Cost. Mis agradecimientos más efusivos. Pero además hay otras tres mujeres a las que debo ese día agradecer su trabajo: a mi cuñada Isabel y a mi esposa Soledad, que se encargaron de la complicada infraestructura de un acto al que asistieron más de cien personas y que duró casi dos horas. La tercera a la que me refiero es mi hermana Inmaculada, que aceptó hablar allí de su hermano mayor, como si no tuviese otra cosa mejor que hacer, realizándolo con naturalidad y conocimiento de causa, no en vano lleva toda una vida dedicada a la formación de sus alumnos desde las aulas, investigando o supervisando los más avanzados proyectos educativos internacionales. ¡Mil gracias!
Como decía aquel sabio precepto romano del Derecho —que aprendí de cierta consumada letrada en otros tiempos y otros ámbitos, a la que felicito precisamente hoy en su cumpleaños—: «Suum cuique tribuere» (A cada uno, lo suyo).

Juan José Gañán.
(Revisado el seis de enero de 2.023)

Lo que cuesta esquiar

*(Extraído del correo electrónico enviado por Juanjo a sus compañeros de Veredascordobesas.com el siete de diciembre de 2017).

Queridos compañeros senderistas, qué feliz soy de disfrutar de vuestra compañía. Sólo me proporcionáis parabienes. En nuestras largas y provechosas conversaciones por el campo he podido aprender tantas cosas de vosotros. Sois mis verdaderos mentores. Lo último, cómo hacer para amortizar la hipoteca de la manera más ventajosa posible. Imaginaos, yo que siempre había pensado que cuando nos concedió el banco el préstamo hipotecario a treinta años, poco menos que les habíamos metido un gol por toda la escuadra… Pero ahora veo que no, que es mejor ahorrar mucho y devolverle el dinero lo antes posible, y tratar por todos los medios de que no te quede nada para la jubilación. ¡Qué previsión! ¡Qué sabiduría! ¿Cómo he podido estar tan engañado? ¡Tengo tantas cosas en la cabeza y tantos frentes abiertos! La verdad es que ya estoy casi convencido, aunque mi mente no sea capaz de asimilar todos los detalles, pues ya sabéis que mi reino no es de este mundo, y la cabeza me va y me viene de acá para allá por los controvertidos rincones de nuestra vilipendiada historia; ese es ahora mi carril: desde la República a la Guerra Civil, y de esta a los años del Franquismo, de los que ya he salido y antes de llegar a la Transición me he enfrascado en el tipo ese medio británico medio japonés que acaba de ganar el Premio Nobel este año, que se me había pasado por el ojo tuerto y le quiero seguir la pista, mientras pongo a prueba la operativa básica de mi nuevo GPS e indago a ratos perdidos sus sofisticadas características. En fin, que no estoy muy centrado en el tema económico en estos momentos. Pero sí quiero que sepáis que tengo en cuenta todas vuestras recomendaciones, que ejercéis siempre en mí una influencia benefactora y que nunca podría encontrar otros amigos más sabios, prudentes y austeros que vosotros, ni compartir otro deporte más sano y económico que el nuestro: el senderismo, por supuesto.

Mi reflexión se debe a que como sabéis este próximo fin de semana os abandonaré para ir a esquiar con mi familia. Quiero recordar que el Canijo se interesó por saber el precio que nos costaba dejar a mi hijito en manos de una escuela infantil de esquí durante unas horas, que es lo que haremos para poder disfrutar nosotros de este esforzado deporte que no parece avenirse muy bien con el caluroso clima cordobés. Esa gestión, como otras muchas, la ha estado llevando a cabo mi diligente esposa, que tan bien vela por nuestros intereses. Así que os voy a deleitar con la enumeración de las diversas partidas presupuestarias, para que disfrutéis sabiendo con pelos y señales lo que os vais a ahorrar aquí, mientras nosotros padecemos el frío y las mil adversidades que nos acechan en aquellas inhóspitas cumbres. Os pondré al tanto de lo que cuesta esquiar en Sierra Nevada un fin de semana para una familia como la nuestra de tres componentes, no importa que solo haya treinta kilómetros esquiables mañana o los ciento veinte que se pueden llegar a esquiar en su totalidad. Y por si os animáis un día de estos a acompañarnos.
Como sabéis ya tenemos reservado un HOTEL en Granada, en la misma salida de la carretera de la sierra, uno que no es gran cosa, un tres estrellas pestoso, pero en este caso hemos primado la ubicación. Lo ideal sería que estuviera en la misma urbanización de Sierra Nevada, en Pradollano, para aprovechar bien el día, pero allí es mucho más caro, evidentemente. En contadas ocasiones hemos podido disfrutar nosotros de ese gran lujo. La reserva sólo es por una noche, para el sábado nueve de diciembre, porque el viernes —día de la Inmaculada— estaba todo completo. El importe (¡oferta especial!) para dos adultos y un niño de once años es de setenta y seis euros (¡clinc!), solo alojamiento, sin desayuno. Según mi querida esposa, hoy por hoy, ese día de estancia nos costaría ciento veinte. Sí, ha subido. Para los que recurren al último día siempre es más caro.
Pero el concepto “hotel” es poco significativo. Si hubiéramos ido a Granada de turismo lo tendríamos que haber pagado igual. Lo interesante está en «cuánto cuesta esquiar». Sigamos.
¿Sabéis lo que es un FORFAIT? Un forfait es un pase para entrar en las pistas de esquí y poder usar los remontes mecánicos: al telecabina que asciende de Pradollano a Borreguiles, que es donde están la mayoría de las pistas; y a los telesillas que nos suben desde allí a lo alto de cada una de ellas, para descender esquiando. Al abonar el importe nos entregan una tarjeta magnética con un código que se activa al pasar por los tornos de acceso, y hace que se abran a nuestro paso. Normalmente se lleva en un bolsillo del chaquetón y no hace falta sacarlo. Los nuestros llevan fotografía y todo, porque no son tarjetas de un solo día, sino los carnets de socios. Los forfaits son más caros en temporada alta, en la que se incluyen los días de fiesta y todos los fines de semana, como este. Los de adulto cuestan 47,50€ para todo el día, desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde. También hay un forfait de media jornada más barato para esquiar solo de 13 a 17 horas, pero ese nunca nos ha interesado, porque para una vez que vamos hay que aprovechar bien el día. El forfait para niños de once años cuesta 31€ diarios en temporada alta, aunque Caramelito es una excepción, pues debido a su “dulzura” intrínseca sólo nos cuesta diez euros (aportando la documentación pertinente). Por lo tanto el concepto forfait quedaría así: 47,50 dos días son 95; para dos adultos 190. Y diez euros cada día del niño, veinte euros más. En total: 210 euros (¡clinc!).
Serían 42€ más si vuestro hijo no es “superactivo” como el nuestro, es decir: 252€ en total. ¡Sólo por utilizar las pistas! Y eso que se trata de un centro público de la Junta de Andalucía (CETURSA), ¡que si fuera privado…!
Nosotros —mi diligente esposa, quiero decir, que es quien se ocupa de esto mientras yo conduzco— solemos sacar los forfaits por Internet, pero esperamos hasta el último día y al último instante. Lo suele hacer cuando estamos llegando a la estación en el coche, con el teléfono móvil, mientras escuchamos a Ana Belén cantando Peces de Ciudad de Sabina a toda pastilla, que es nuestro himno para esquiar, una canción que ponemos siempre cuando llegamos al parking y nos lo encontramos abierto, es decir, antes de las nueve de la mañana, como para entrar en combate. Esto lo hacemos para no tener que esperar cola en las taquillas y por si hay algún problema meteorológico de última hora por el que puedan encontrarse cerradas las pistas. Si tenemos duda subimos a las taquillas a preguntar, para asegurarnos que se puede esquiar ese día, o que se ha anunciado la apertura próxima. Aunque en Sierra Nevada es poco frecuente, el clima de alta montaña es imprevisible. Puede hacer un día espléndido en Granada y allí arriba tener un día de perros, así que cuando hace mal tiempo (vientos fuertes o tormenta) hacen parar los remontes para que no se pueda subir a Borreguiles, porque en un día de ventisca no hay ninguna visibilidad y te puedes salir de la pista y caer por un barranco. También se cierra la estación para evitar el peligro de los cimbreos de los remontes debidos al fuerte viento, que se podrían despeñar con sus ocupantes dentro, o quedarse inmovilizados si se produce un apagón, en medio del enorme congelador que es el Veleta en invierno. El esquí es un deporte estupendo pero un deporte de riesgo en un sentido amplio, y hay que tomárselo en serio. Algunos pensarán que esquiar es algo tan fashion como pasear por la calle Cruz Conde de compras, pero en realidad solo se le parece en el dinero que te puedes llegar a gastar en ambos sitios. Una cosa es ir de tirabolas, de dominguero, y otra muy distinta de verdadero esquiador. El esquí es un microcosmos de peculiaridades.
Pero pasemos a otro capítulo que, aunque menor, también suma, y hay que pensar en ello porque es de las cuestiones más relevantes. Me refiero al APARCAMIENTO. Podéis suponeros lo difícil que resulta aparcar en una estación de esquí, sobre todo en temporada alta. En la urbanización es prácticamente imposible. Los vehículos aparcan al llegar en la calle y no lo mueven hasta el día de su marcha. Para ello Cetursa ha habilitado un enorme parking subterráneo a la entrada de Pradollano y, más recientemente, otros al aire libre, en la zona más alta de la estación, donde están las instalaciones de alto rendimiento de la Hoya de la Mora (C.A.R.). El importe para un día completo de estacionamiento en el aparcamiento subterráneo es de quince euros. Dos días serían treinta más que añadir al presupuesto (¡clinc!). El aparcamiento al aire libre cuesta cinco euros al día todo el fin de semana, pero es difícil encontrar una plaza libre, y no sé si nos interesa siquiera. El subterráneo está protegido con vigilantes uniformados, tiene cuartos de baño y es más cálido y acogedor para cambiarte y descambiarte de la incómoda ropa del esquiador. Ponerse las botas no se puede hacer dentro del vehículo, por mucho crossover que llevemos ahora. Y hacerlo a la intemperie a las nueve de la mañana después de habernos levantado a las cinco y haber aguantado la cola de coches por la carretera hasta llegar arriba, nos calaría el frío hasta el tuétano, por lo que no me parece la mejor manera de comenzar nuestra maravillosa jornada de esquí.
Pasemos al capítulo MATERIAL. Para esquiar no sólo necesitamos unos esquís. Necesitamos una buena ropa de abrigo: un chaquetón y unos pantalones de abrigo ligeros e impermeables, una o dos camisetas térmicas, calcetines gruesos y guantes acolchados, un gorro polar y unas bragas, unas gafas de sol y otras de ventisca por si acaso, los esquís con sus fijaciones, las robustas y pesadas botas y los bastones. Y con toda esta parafernalia encima y una mochila cargada a la espalda con agua, frutos secos, las gafas de repuesto y algunos enseres personales, se practica nuestro deporte invernal favorito. Caso aparte han de considerarse los cada vez más numerosos aficionados al snowboard, un deporte diferente que consiste en deslizarse lateralmente sobre una tabla ancha y pesada, sin la ayuda de los bastones, pero sí con casco obligatorio, como en los deportes de motor y de riesgo, lo que indica el peligro adicional que representa este nuevo deporte tanto para el propio snowboarder como para el resto de practicantes.
Veamos, si suponemos que lleváis la ropa de casa (que es mucho suponer; como nosotros) y que solo tenéis que alquilar los esquís, las botas y los bastones, podemos estar hablando de unos veinte euros al día; cuarenta el fin de semana, y algo menos los niños (unos 30€). Sumando tendríamos en concepto de material 110 euros los tres todo el fin de semana (¡clinc!). En nuestro caso nosotros tenemos de todo, pero…, mis botas no me entran, creo que se han dado de sí las fundas del interior y no puedo meter el pie. Al menos no podía hace dos años, y no creo que hayan mejorado con el tiempo, así que, o me alquilo unas por 23€ (¡clinc!), según folleto publicitario, o me decido a comprar unas por setenta y nueve con el dinero de la venta de mi GPS antediluviano, que sería lo más rentable. Además, a Caramelito se le ha quedado todo pequeño, y lo de su hermano aún no le viene bien, sólo le vale la ropa —que no es poco—, aunque lo del material lo hemos podido solucionar gracias a que la escuela de esquí lo incluye en el precio. Por lo que a él respecta, desde luego, no nos podemos quejar.
Pasemos pues a ese otro concepto ahora: la ESCUELA DE ESQUÍ de nuestro hijo. Decir que esto es igualmente imprescindible, que no se trata de ningún lujo de pijos ni nada de eso. Hablamos de un niño de once años recién cumplidos, con tendencia a despistarse y a tener conatos de impulsividad; que no sabe esquiar, porque las dos o tres veces que ha venido con nosotros hace ya varios años, era muy pequeño y lo llevábamos a la guardería infantil de Borreguiles, donde apenas les daban unas mínimas nociones para sujetarse de pie en los esquís y poder andar un poco sobre ellos. El resto del tiempo se dedicaba a hacer actividades de interior. Sus padres podríamos darle las primeras nociones de esquí, pero nosotros también queremos disfrutar esquiando, así que de esta forma el niño está entretenido aprendiendo y nosotros pasamos dos mañanas enteras esquiando por el escaso terreno que hayan podido producir las máquinas de nieve artificial. Pero ¿cuánto nos supone eso? Pues exactamente, según el reciente email de la Escuela Internacional de Esquí (se llama así) nos cuesta 95€ (¡clinc!) el fin de semana completo, e incluye tres horas diarias de clases compartidas para seis alumnos principiantes como él, así como todo el material.
Dejaremos las tardes libres, después de comer, para tratar de esquiar los tres juntos, si nos quedan fuerzas y valor, tanto a nosotros como a él, para lanzarnos por las pistas más fáciles (verdes) pero más concurridas. Nunca se sabe, a lo mejor aprende rápido en un par de días. Alguno de los niños que nos han acompañado estos años pasados han empezado a esquiar desde el primer día sin caerse apenas, y al segundo día han bajado con nosotros desde arriba, desde Borreguiles, hasta abajo, hasta Pradollano, por la pista del Río esquiando, una pista azul estupenda que tiene casi tres kilómetros de larga y 550 metros de desnivel. Esos momentos son los que se disfrutan de verdad como un verdadero esquiador, los que te hacen olvidar las penalidades de la alta montaña y te incitan a volver otro día.
En fin, ya nos queda menos, sólo nos falta el carburante y la alimentación. En cuanto al GASOIL, decir que nuestro vehículo es especialmente económico. En el folleto del fabricante decía consumir 3,6 litros a los cien en circuito extraurbano. Esto no hay quién se lo crea, claro, pero si le ponemos que sean unos cuatro litros la media por autovía respetando los límites de velocidad y siete u ocho subiendo la sierra, tenemos como mínimo unos 50€ el viaje de ida y vuelta (¡clinc!), que es lo que yo le hecho siempre.
Y para terminar, la COMIDA. Serían dos desayunos, dos almuerzos y una cena. Veinte euros los desayunos, o más, porque los esquiadores consumen muchas energías y es necesario hacer acopio de calorías antes de empezar la dura jornada. El primer almuerzo sería ligero, porque bajaremos cuando termine sus clases Caramelito. Nos tomaremos solo un bocadillo, un café bien cargado y seguiremos luego esquiando. Tres bocatas con sus bebidas no serán más de veinte euros, aunque con el café y unos pistachos o unos cacahuetes para picar entre horas, podemos anotar veinticinco sin llamarnos a engaño para el primer almuerzo. El segundo día habrá que buscar una pizzería o algún restaurante medio decente para almorzar, con lo que se nos irá casi el doble; pongamos cincuenta euros más. Igual que la cena, en esta no vamos a escatimar. Después de estar todo el santo día haciendo ejercicio, almorzando ligeramente para seguir esquiando, los esquiadores suelen tener un hambre canina a la hora de cenar. Así que si sumamos los desayunos, almuerzos y cenas tenemos un total de 150 euros más (¡clinc!). Y eso es todo, creo.
Espero no olvidarme de nada. No contamos con recibir ninguna multa de tráfico ni tener que afrontar el consabido gasto de las cadenas para el nuevo vehículo, ya que la previsión es de tiempo soleado para todo el fin de semana. Ya hablaremos en otro momento de lo que es un día tormentoso en las cumbres de Sierra Nevada.
Si echamos cuentas de todos los conceptos el presupuesto quedaría así: el hotel 76€; los forfaits 210; el parking 30; botas de alquiler 23 (79 si me decido a comprarlas); el gasoil 50 y la comida 150 más. Con lo que tenemos un total de 539 euros: (¡CLINC!).
¿Es caro? Pues echad ahora vuestras cuentas y vais a ver. Si no tuvierais el material —como nosotros— ni un hijo con descuento —como vosotros— los números se elevarían en 87€ más por el alquiler de botas, esquís y bastones para los tres; y en otros 42 por el forfait de un niño convencional. TOTAL: 668€: (¡CLINC!).
Así que, si queréis seguir amortizando hipoteca, disfrutad de un fin de semana de senderismo en nuestras mágicas veredas cordobesas, que os trae más cuenta, y dejad Sierra Nevada para los que no tenemos la cabeza en su sitio.
Y esto es solo la cuestión económica*. Otro día podemos hablar de la pareja que sube a Sierra Nevada por primera vez para pasar un fin de semana de ensueño, o del que lo hace en un día de ventisca infernal. Esas son otras instructivas historias para más adelante. Me despido hasta entonces. Un abrazo.

El Tito Juanjo (controvertido personaje de las mágicas rutas noveladas de Veredascordobesas.com).

EN CÓRDOBA A 7 DE DICIEMBRE DE 2017

NOTA:

(*) Sin pararme a valorar pormenorizadamente cada partida presupuestaria, los precios desde diciembre de 2017 —que se publicó este escrito— hasta octubre de 2022 —los últimos datos publicados—, han subido en Granada algo más del 14% y en Córdoba alrededor del 15%. Si contemplamos pues, una subida media del 14,5%, el presupuesto para esquiar un fin de semana en Sierra Nevada una familia de tres miembros a fecha de hoy rondaría los 765 euros; que no es ninguna bagatela o —como diría más literariamente Borges—: «no es una cuestión baladí». ¡Que no es moco de pavo, vamos!
Para que veáis lo que cuesta esquiar. ¡Y escatimando!
(Continuará).

En Córdoba a 22 de diciembre de 2022

Las capitales imperiales

 

Palacio y museo Belvedere de Viena

 

Sábado 29 de julio de 2017

Por fin llegó el último día de senderismo de la temporada para los tres aplicados montañeros cordobeses. Cuando pusieron sus cronómetros a cero el Tito empezó a hacer memoria del gran viaje de vacaciones que le esperaba con su familia. El día anterior había abonado en la agencia el segundo pago, como confirmación de la reserva que estaba hecha desde hacía ya más de tres meses, y con eso aún faltaba la otra mitad por abonar, así es que se creyó en la obligación moral de contar a sus amigos al menos algunos de sus principales puntos de interés, para tratar de amortizarlo de alguna manera.
Por otro lado casi compadecía a sus compañeros, pues el Tito sabía perfectamente los planes del maestro y de Romerillo, y, la verdad es que casi le producían un poco de lástima sus vacaciones. Ellos se conformaban con un par de semanas en la playa, en sus respectivos apartamentos, y apenas dejaban a la aventura, otra semana más o diez días, para recorrer el Camino de Santiago por tercera o cuarta vez, haciéndolo además por la ruta del norte más escarpada que encontraran, como si no tuviesen bastante con las palizas de los once meses anteriores. Cuando Romerillo escuchó que su tío volvería a salir al extranjero a recorrer el centro de Europa, inmediatamente le vino a la cabeza la cuestión económica, y antes que nada, empezó por preguntarle el precio del viaje.
─Pues mira, si quieres que te diga la verdad, acabo de entregar otros mil euros en la agencia de viajes, y según tengo entendido, eso corresponde a una cuarta parte del precio total.
─No está mal del todo, tito, entonces. Si como dices, vais a ir a tres países distintos…
─En realidad a cuatro, sobrino ─le cortó antes de terminar con su contestación─ porque la visita no se limita a Viena, Budapest y Praga, que son las antiguas capitales imperiales, sino que además pasaremos por Bratislava, que es la actual capital de Eslovaquia, donde almorzaremos y daremos un paseo según el folleto del circuito. Así que, aunque antiguamente toda esa franja del centro de Europa pertenecía al Imperio Austrohúngaro, hoy en día, son cuatro naciones independientes: Austria, Hungría, Chequia y Eslovaquia.
─Pues entonces mejor me lo pones, Tito, te iba a decir que era muy rentable, así que ahora todavía más, te ha salido a mil euros cada país, es un chollo, vamos. ─Y rieron juntos los tres veteranos montañeros, que al amanecer del que sería un caluroso día ya marchaban a todo tren en pantalones cortos subiendo las primeras estribaciones de la sierra cordobesa.
─Tú búrlate, chaval, pero que sepas que hoy no estoy dispuesto a rascarme el bolsillo. Hoy te va tocar a ti pagarte las cervezas, que a mí me dejó ayer pelado la de la agencia.
─Bueno, cuéntanos, ¿y qué os vais en autobús o en tren? –preguntó el sobrinito, para seguir con la burla.
─Eso nos faltaba. Salimos –comentó su tío, relamiéndose con cada palabra─ a las ocho de la mañana del domingo día 20 de agosto del aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid, que no es otro que el más conocido como Barajas.
─ ¿Y entonces qué hacéis –interrumpió el Maestro─ a qué hora tenéis que salir de Córdoba?
─No hombre, tendremos que dormir allí. Habrá que salir el sábado y alquilar un hotel. Eso también está reservado. Hemos encontrado un buen hotel cercano al aeropuerto que incluye los traslados y el parking del coche hasta la vuelta del viaje, así que nos iremos por la mañana temprano del sábado y aprovecharemos para ver un par de museos. Mi chiquillo no ha visto todavía el Prado y nosotros queríamos visitar la Casa-museo de Sorolla, que está muy cerca y es un sitio no muy grande que hacía tiempo que me apetecía conocer.
─Viaje cultural –resumió el Maestro.
─Sí, en Madrid sí –respondió el Tito- pero en el extranjero habrá un poco de todo.
-¡Turismo! –quiso resumir también su sobrino.
-Sí turismo, pero el turismo cuando estás en el extranjero y no tienes ni idea del idioma ni de cómo funciona nada, se convierta a veces en una gran aventura.
─Si tú lo dices –asintió Romerillo─. Bueno Tito, ¿y cómo os movéis entre ciudad y ciudad, cuando hayáis llegado?
─Cuando lleguemos a Viena nos estará esperando un guía español con un autobús de la agencia, con el que estaremos todo el viaje. Tampoco hay muchos kilómetros entre las ciudades, creo que hay unos 250 de Viena a Budapest y 540 de allí hasta Praga. Un poco de tiempo para descansar del estrés del turista.
─ ¿Y el viaje de cuántos días es? –preguntó el Maestro.
─Son nueve días de viaje. Ocho noches de hotel. Un par de días de visitas en cada lugar es lo que aprovecharemos, lo demás son traslados. Poca cosa para tres ciudades tan importantes como esas.
─Yo eso te iba a decir. Pero bueno –dijo el muchacho guiñando al maestro─. ¿Y qué es lo que hay que ver allí, tito? ¿Tan interesante es aquello?
─No me seas inculto sobrino. ¿Qué va a haber? Se me ocurre que por aquellas tierras del Antiguo Imperio Austrohúngaro hacían senderismo militar los ejércitos napoleónicos, inventando eso de las “marchas forzadas” en cada una de sus campañas. Después de conquistar Italia, Napoleón Bonaparte atravesó media Europa, ganó varias batallas importantes a los prusianos y puso en fuga a los rusos, que se escaparon de milagro, continuando hasta Austria, entró en Viena sin oposición, y por fin, se enfrentó a los mejores ejércitos austriacos y rusos en Austerlitz (hoy territorio checo cercano a Brno), la conocida como batalla de los tres emperadores: Napoleón I, recientemente autocoronado emperador de Francia, contra el joven zar Alejandro I, en alianza con el emperador Francisco I de Austria, a los que venció en inferioridad numérica. La gente sólo conoce Waterloo, pero esa fue la peor, la única que perdió prácticamente, pero no la más interesante. Yo con pasar por allí al lado, ya me conformo, sobrino.
─Algo es algo. ¿Y cuánto has dicho que te ha cobrado la agencia por eso? –preguntó Romerillo, sin dejar de pinchar a su tío.
─No me hables del dinero, sobrino, que me vas a poner el cuerpo malo, ─y rieron de nuevo los tres, a pesar de sudar y resoplar como sudaban y resoplaban subiendo las cuestas sin parar de hablar─. También quiero ver el cuadro del Beso de Klimt, que es el que tengo en la tienda a mi lado y está en el museo del Belvedere en Viena.
─Ese cuadro raro amarillo que tienes, ¿no Tito? –preguntó el muchacho.
─Sí, ese. En fin, yo qué sé, muchas cosas, chaval. El palacio de Sissi Emperatriz…
─ ¡Ah! Sí. Eso es lo de la película esa tan romántica en la que Romy Schneider estaba para comérsela, ¿no? –preguntó el Maestro.
─Sí, esa Maestro, una peli de tu época, bueno, de la tuya y de la mía. No sé si os acordáis, yo he repasado un poquito para poneros al día. Esa princesita, Isabel de Baviera, tuvo amores más que platónicos con su primo Luis II de Baviera (el famoso rey loco, el rey poeta y amante de la música de Wagner, que se hizo construir posiblemente el más maravilloso castillo de la época, conocido como el castillo de Neuschwanstein, en el que se inspiraría Walt Disney para su castillo de Blancanieves en Disneylandia). Pero sus apasionados amores no fraguarían y acabaría casándose nada más y nada menos que con Francisco José de Austria, que reinó durante más de sesenta y siete años en Europa durante el periodo más grande del Imperio Austrohúngaro, siendo su reina consorte de Austria, Hungría, Bohemia, Croacia, etc., hasta que fue asesinada por un anarquista italiano. Supongo que estos y otros personajes de la época habrán dejado su huella por aquellos lugares: palacios, museos, monumentos…
─Tienes razón Tito. Pues ya nos contarás todas esas cosas cuando vuelvas. Mientras que no tengamos que leer uno de esos relatos tuyos interminables.
Y volvieron a reír con todas las ganas los senderistas, y siguieron hablando hasta que las fuerzas les fueron abandonando. Y al final, se tomaron una buena ración de ensaladilla con unas frías cervezas que les supo como nunca o como siempre, de maravilla.
Después pasaron algunos calurosos días de tranquilidad y asueto para todos. Para el Maestro, junto a sus hermanos en la playa de Torrox, y para Romerillo, muy cerca de allí, en su Mezquitilla adoptiva, dos pueblos malagueños, atestados de turismo cordobés de sol y playa.
Mientras el Tito devoraba uno tras otro sus libros pendientes, hasta que fue llegando el día y la hora de hacer las maletas a Europa. Por la noche, al acostarse, fue tomando nota de los sucesos que acaecieron durante ese prometedor viaje. Él, en ese cuaderno de letra casi ilegible con muchos borrones, venía a decir más o menos lo siguiente:

El viaje. (Sábado 19 de agosto de 2017)
Nuestro viaje comienza en Madrid, la capital y centro del imperio español, tan vilipendiado ahora por las urbes periféricas como lo fuera antaño por aquellas que tejían aquel extenso territorio donde no se ponía el sol, o como lo fuera la poderosa Viena, a la que ahora nos dirigíamos, por las innumerables territorios que dependieron en uno u otro momento de ella.
El camino desde Córdoba en nuestro flamante vehículo nos colocaba pronto en la casilla de salida. El azar favorecería nuestro aparcamiento enfrente mismo del Museo del Prado, lo que propició una visita relámpago que habría de ceñirse a las dos horas cortas que teníamos de tique en la zona verde, como un presagio de lo que sería nuestro fugaz viaje por tierras de Centroeuropa.
Aunque nos parecieron maravillosamente conservados los frescos de la pequeña capilla del Prado, de la Edad Media escapamos bochornosamente como de la peste, alcanzando pronto los albores de la Edad Moderna –tan sólo subiendo una escalera-. Las extravagancias de El Bosco apenas retuvieron nuestros pasos, conducidos en realidad por la estricta selección de la audioguía infantil del museo, que fue la que adoptamos nosotros como recorrido oficial. De la sutilidad en el trazo de Durero y Rafael a los brochazos expresionistas de Goya pasamos como una centella, cruzando apenas una mirada furtiva con Tiziano, Tintoretto y Veronés, como si de hijos bastardos del Renacimiento Italiano se tratasen. Sin embargo nos detuvimos ante los dos maestros foráneos que acogieron los españoles de la época: El Greco y Pedro Pablo Rubens. El manierismo tardorenacentista de Doménico Theotokópulos, cuya obra menos representativa fue la seleccionada -el enigmático Caballero de la mano en el Pecho- contrastaba con el exuberante dinamismo del cuadro de Las Tres Gracias; dos obras completamente dispares. El pequeño cuadrito en blanco y negro, pintado con la mayor delicadeza, desmerecía en su propia sala entre los enormes lienzos de fantasmales personajes alargados como sombras, aunque aún difería mucho más de los de la sala de al lado, donde lucían majestuosos los gigantescos marcos del maestro flamenco, con sus intrincadas escenas mitológicas y aquellas tres sensuales mujeres de desmesuradas pero bellas proporciones, que encarnaban el canon estético de la época.
Después de recorrer estos días algunos de los más importantes museos de Europa sólo nos cabe ponderar la trascendencia de nuestros fondos pictóricos, sobre todo si nos referimos a la pintura del Barroco, de la que sobresale la gran representación de Rubens. Se dice que hasta noventa obras son de su mano o de su estudio, la mayor colección del autor, cuyo mejor cliente fue su rey –nuestro rey, el rey español Felipe IV- que encargó y pagó la mayoría de ellas, en una de las pocas decisiones que no le podemos censurar hoy. Y además, junto a ellas, relumbraban como soles las principales obras maestras de Velázquez.
En nuestro veloz periplo por los intrincados pasillos y salas en busca de Las Meninas, nuestra inevitable selección, a las que no se ha dotado de ningún lugar privilegiado, nos encontramos con el magnífico cuadro de las Lanzas, también denominado La Rendición de Breda, que tanto supuso en todos los sentidos para el imperio español. Esquivando visitantes pasamos casi rozando El Triunfo de Baco, el cuadro que los españoles llamamos con sorna y con acierto Los Borrachos -ocurrencia de algún sevillano menos circunspecto que su autor. Tratando no perder de vista a mis familiares divisé de lejos -porque habría que estar ciego para no verlo- el enorme lienzo de Las Hilanderas, designado estrictamente como La fábula de Aracne. Para completar el mejor póquer de la historia de la pintura sólo nos faltaría la escena mitológica de La Fragua de Vulcano, y no necesitaríamos más, ni siquiera la larga serie de retratos ecuestres reales, empezando por el del infante Baltasar Carlos, Felipe III y IV, La reina Isabel y Margarita de Austria –que nosotros estábamos a punto de conocer allá- y el petulante valido de Felipe IV, el todopoderoso Conde-duque de Olivares. Soslayando la importancia del arte moderno, no podrán negarme que la mencionada selección de Velázquez, compendiada de carrerilla por cualquier bachiller español, no tiene parangón en las paredes de ninguno de los panteones de la pintura universal.
Para terminar –curiosamente- nuestra visita relámpago al Prado nos detuvimos a escuchar la elogiosa reseña acústica que se hacía a uno de los cuadros más reconocidos de Sorolla, los Niños en la playa, un festival de luminosidad y de color creado por el gran maestro valenciano postimpresionista, precisamente el pintor cuyo museo y casa-taller -hasta ahora ignorado- nos disponíamos a visitar después del almuerzo.
Las puertas de la casa-museo del insigne pintor don Joaquín Sorolla en Madrid se nos abrieron de par en par a partir de las dos del mediodía, hora a la que no tenían intención siquiera de cobrarnos el módico precio de la entrada. Nosotros, tras enterarnos de ello, llegaríamos poco después, para no parecer descorteses.
Con la intención de paliar nuestras lagunas culturales, más que por contribuir con la economía de la fundación Sorolla, nos agenciamos de nuevo una buena audioguía, que nos estuvo informando desde el primero al último hito del interior del antiguo palacete. Antes, fuera, al entrar, nos retratamos del derecho y del revés por los bonitos rincones de su amplio patio en forma de ele. Algunos árboles proporcionaban sombra al lugar, que estaba adornado con numerosas macetas llenas de plantas tratando de sobrevivir al verano madrileño; un puñado de estatuillas con motivos mitológicos encima de los primeros muros anticipaba la nota cultural, que combinaba a la perfección con las cuatro pequeñas y encantadoras fuentes que no saturaban el recinto, y que fueron el centro de nuestro objetivo, junto con una vistosa escalera llena de flores y el consabido busto del artista, que habían erigido muy cerca de la puerta de la vivienda, como para dar la bienvenida a sus visitantes.
La primera estancia era una habitación de tamaño mediano rodeada de grandes retratos, que, tras la breve introducción de la voz de mi audioguía comprendí que eran los familiares del pintor: sus hijos, el propio pintor –cuya efigie no me resultó siquiera familiar- y, sobre todo, su esposa Clotilde, la auténtica musa del artista. Debo confesar que de aquellos diez o doce retratos de la habitación, tan sólo recordaba el cuadro que cerraba la serie: Pescadoras Valencianas, un famoso lienzo que representa a tres mujeres de blanco cargadas con canastos a la orilla de la playa, dos de las cuales llevan además un bebé en brazos. Pero aquel encuentro acababa de empezar, paso a paso, habitación tras habitación, fueron apareciendo un considerable número de pinturas que merecieron algo más que mi atención. Yo estaba equivocado, Joaquín Sorolla no sólo era el gran maestro de la luz y del color, como su querida ciudad natal, sino un pintor comprometido que reflejó con mano experta numerosas escenas cotidianas. De este estilo son los lienzos oscuros como Trata de Blancas, un espectacular escorzo de unas prostitutas durmiendo en un pequeño vagón del tren; como Otra Margarita, que recoge la imagen de una mujer encadenada y escoltada por dos guardias, también dentro de un tren; y, el más conocido de todos, el llamado Aún dicen que el pescado es caro, donde unos veteranos marinos tratan de curar una herida en el cuerpo de un compañero pescador malherido, un homenaje del pintor a su paisano escritor Blasco Ibáñez y a su tierra. Sin embargo, Sorolla casi siempre adoptó un punto de vista positivo en sus pinturas, se distinguió por saber expresarse como nadie a través de la luz, destacando los tonos claros, sobre todo los blancos en sus ondeantes ropajes al viento o en las velas de los barcos, los azules celeste del mar o los amarillos y anaranjados del sol en sus amaneceres y atardeceres del día. Igualmente sus temas y motivos pictóricos a menudo fueron amables y reflejaban la vida cotidiana de su época: niños desnudos –como era la costumbre- en la orilla del mar, muchachas o mujeres jugando o paseando, retratos de personajes de su época (como el de don Benito Pérez Galdós, motivo que sirvió para decorar los antiguos billetes de 500 Pts, y donde volvió a hacerle un guiño a la literatura, que él también cultivó). Tras alguna sala dedicada a mostrarnos su mobiliario y objetos personales, por fin desembocamos en el taller, una inmensa estancia con techos altísimos rematados en un artesonado de madera con un farol de forja en el centro, pintadas las cuatro paredes de color anaranjado, con muebles y objetos de la época del artista pegados a ellas y rodeada de sus cuadros más representativos, entre los que destaca, al fondo y al frente por su tamaño y colorido, las dos mujeres en su Paseo por la playa, con sus elegantes ropajes blancos y sus sombreros y sombrillas al viento. Un mueblecito lleno de botes de porcelana conteniendo pinceles, brochas y espátulas, y el caballete del pintor con una obra inacabada encima, formaban el verdadero aspecto que algunas fotografías en blanco y negro de la época reflejaban. Allí, junto a los escasos visitantes que nos acompañaban, dando la vuelta despacio, tratamos de aspirar de objeto en objeto, de pintura en pintura, el espíritu mágico que desprendía aquel subyugante lugar. Para finalizar nuestra tranquila visita recorrimos la segunda planta, llena de estatuas, de cuadros y de objetos personales, que reflejaban el alto nivel de vida que llevaría la familia del autor, y que, sin duda, se habría ganado con su maestría artística.
Abandonamos con una sonrisa aquel lugar idílico –antes desconocido y ahora ya inolvidable- para sumergirnos de nuevo en medio de la gran urbe, buscando por fin nuestro hotel para dormir cuanto antes y despertar al día siguiente muy temprano para viajar hacia el centro de Europa, a la primera y más rica de las capitales imperiales, la Viena de la reina Maria Luisa, la de Francisco José y de Sissí, la de Sigmund Freud, la de Mozart y Strauss o la de Gustav Klimt.

(Domingo 20 de agosto)
El traslado de madrugada desde el inmenso hotel donde dormimos hasta el aeropuerto en una pequeña furgoneta, en compañía de unas muchachas viajeras, transcurrió sin novedad entre las escasas luces del exterior y el silencio del habitáculo. Pero pronto al bajar nos confundimos con los numerosos viajeros que pululaban subiendo y bajando escaleras mecánicas, arrastrando maletas o guardando cola como nosotros. Después de cruzar como siempre con incertidumbre y nerviosismo los tornos de seguridad ante la mirada inquisitiva del escáner y de los policías, facturamos el equipaje y nos dirigimos mucho más tranquilos y ligeros a uno de esos cafés-restaurantes funcionales con las vitrinas cargadas de alimentos empaquetados listos para llevar. Estaba al final de un largo pasillo. Mientras nosotros tomábamos asiento las luces se acabaron de encender. Sólo una pareja de jóvenes nos antecedió en una mesa próxima, hablando muy bajo y aún sin consumir nada. La compañía de mi familia, mi bullicioso chiquillo, aún adormecido, apenas conseguían alejar de mi cabeza la imagen de aquel cuadro de Hopper titulado Halcones de la noche. Allí desayunamos e hicimos tiempo por los alrededores, tratando de ocultar nuestra impaciencia, hasta que fue la hora de embarcar.

Viena
El Boeing 737 de la compañía española nos dejó sin aparente esfuerzo en apenas dos horas y media en el aeropuerto vienés. A las once cincuenta tomamos tierra. Al llegar a Austria inmediatamente me vino a la memoria Austerlitz, la batalla más brillante que nunca venciera Napoleón, la que le supusiera, después de sus victorias en Italia y de su entrada en Viena, el respeto de toda Europa y su justa fama de estratega, al ceder la posición dominante a las tropas enemigas en la inolvidable meseta de Pratzen (en las proximidades de Brno, hoy territorio checo), engatusándolas con la huida, para volverse después y enfrentarlas por sorpresa de abajo a arriba, barriendo el centro ruso-austriaco con el 4º Cuerpo del ejército francés al mando del mariscal Soult, que aguardaba escondido bajo la niebla en el fondo del valle. Lamentablemente de esta hermosa batalla, una de las derrotas más humillantes de los austriacos -invadidos por las tropas napoleónicas durante varios años- nada oímos contar a ningún guía local a lo largo de nuestro viaje.
El hotel Senator era bastante acogedor y no quedaba lejos de un conocido restaurante de hamburguesas, donde no tener que tentar a la suerte en el almuerzo, ambos estratégicamente enclavados al borde mismo del infatigable tranvía metropolitano, ese invento decimonónico sin el que no se entiende la vida diaria de los residentes y turistas de las tres grandes ciudades que visitamos.
Digamos a modo de introducción que el nuestro es un viaje organizado con casi todo incluido, en el que hay apenas unas horas de tiempo libre a nuestra disposición, pero justo al llegar disponíamos de toda la tarde hasta la hora de la cena en el hotel, así que tras tomar posesión de nuestra habitación salimos a comernos una hamburguesa y a coger el tranvía para realizar nuestra primera excursión a la ciudad.
En la tienda de bocadillos nos atendió una joven a la que le costó comprender nuestro sencillo pedido, a pesar de que mi esposa ponía todo su esfuerzo. Antes de que llegara la hora de la cena y la cola saliera por la puerta se acercó detrás del mostrador un chico alto con el pelo relamido que debió escuchar nuestro idioma y advertir los problemas que teníamos con su compañera, y aunque su español parecía el de un ventrílocuo aficionado se dirigió a nosotros diciendo:
─Sois españoles, ¿verdad? A ver, ¿qué queréis?
Y luego en alemán debió decirle a su compañera:
─Anda déjame con ellos que me entienda yo que la estás liando parda.
Y a partir de entonces todo fluyó, como el Danubio cuando funde sus hielos al llegar la primavera vienesa. Después de servirnos la comida nos dijo que él era de allí pero que había estudiado seis años de español y que incluso llegó a pasar una semana de vacaciones en Barcelona.
Mientras yo llevaba la bandeja a la mesa cavilando la alta capacitación que se necesitaba en la hostelería austriaca, mi esposa le preguntó también si podía decirnos dónde sacar los billetes para el tranvía para ir al museo del Belvedere, que era donde pensábamos ir esa tarde. Al parecer le indicó un local próximo que resultó equivocado, así que tuvimos que seguir indagando.
Ya en la parada sugerí a mi diligente esposa que siguiera intentando resolver el asunto de los tiques, así que chapurreando inglés con una chica rubia que teníamos al lado y a base de mímica entendimos el precio exacto y que se podían sacar dentro en una máquina que sólo aceptaba monedas. En ese momento llegaba el tranvía, pero como no teníamos cambio suficiente lo tuvimos que dejar pasar y acercarme yo mismo enfrente a una heladería a pedirme un pequeño helado de pistacho para conseguirlo, aunque me costó tan caro que apenas nos llegó para los tres billetes. En Córdoba hubiéramos podido coger un taxi con ese dinero de punta a punta de la ciudad.
Cuando cruzaba de nuevo las vías distinguí a lo lejos otro trenecito que se acercaba de prisa, así que tuve que compartir mi postre para acabar antes, no lo iba a tirar con lo que me había costado y no era cuestión de subir con él como un paleto. Atragantándome con los piscos finales del cucurucho entré detrás de los míos deprisa por la puerta más próxima y nos dirigimos a la máquina expendedora situada entre los dos vagones. En estos países más civilizados que el nuestro se confía en que cada cual pagará su pasaje donde mejor le convenga, se puede entrar por cualquier puerta al vehículo y el conductor sólo se dedica a conducir, pero en realidad no creo que exista un inspector o revisor por ninguna parte, estoy en que se juega con el temor del usuario a ser reconocido como un tramposo y a ser multado con una cantidad considerable. Si acaso un día al año o algo así, escenificarán un montaje en un par de estaciones céntricas con un señor uniformado con gorra de plato que irá pidiendo el billete a algunos actores extras hasta que pille in fraganti sin billete a un pasajero anónimo con pinta honorable y lo sancione allí mismo delante de todo el mundo con doscientos o trescientos euros de multa. El resto lo hace el boca a boca y la rumorología popular.
Tras el primer trayecto inquietante tuvimos que realizar trasbordo, bajarnos del tranvía que llevábamos y coger otro en una dirección diferente. Y si quieren que les diga la verdad, lo difícil no fue encontrar el número del transporte que nos llevaría a nuestro destino, sino dilucidar hacia qué lado debía estar colocado el trenecito en cuestión, lo que nunca es fácil cuando no se está bien ubicado y el convoy resulta que tiene dos máquinas, una a cada extremo. Al final, después de dar algunas vueltas, cada vez peor de tiempo porque cerraban a las seis y eran cerca de las tres y media, conseguimos llegar al Palacio Belvedere, que fue construido a principios de 1700 para servir de residencia del Príncipe Eugenio de Baviera, gran héroe nacional por haber expulsado a los turcos en 1686.
En la taquilla preguntamos si había alguien que nos atendiera en español. Tuvimos suerte, porque, aunque parcamente, debido a la cola que no permitía alegrías al compatriota que asombrosamente apareció detrás de la ventanilla, este nos aconsejó la visita a los dos palacios por una pequeña diferencia de precio. Había que empezar por la galería del Alto Belvedere, donde colgaba la obra pictórica más importante de Klimt, que era lo que nos había llevado allí, pues como ya sabíamos nuestro comprimido programa no incluía la entrada al museo por falta de tiempo. Después cruzaríamos los inmensos jardines para llegar al Bajo Belvedere, donde se hallaba una estancia amplia dedicada a la vida de Klimt, y en la otra ala un conjunto de salas consagrada a la memoria de los Habsburgo, que habían reinado en Austria desde la Edad Media.
Nos colamos por la primera puerta que encontramos y tras adquirir la consabida audioguía y dejar las mochilas en la consigna, recorrimos rápidamente la primera galería. Inevitablemente soslayamos sin remisión la mayor parte de las obras, poniéndose una vez más de manifiesto que lo mejor es siempre enemigo de lo bueno. Sencillamente nos centramos en los lienzos a cuyo lado apareciera el símbolo de un auricular, que correspondían a los predeterminados por nuestro chisme parlante. Afortunadamente la disposición de las salas era sencilla, todas estaban en línea recta y una detrás de la otra, así que seguimos sin dificultad ese orden germánico con la velocidad que nos dio la experiencia del Prado, sin llegar a ser este ni tan prolijo ni tan laberíntico como aquel.
El Belvedere es un espléndido recinto construido en lo alto de una gran colina que domina la ciudad. Los dos grandes edificios barrocos que lo componen se encuentran uno en lo alto (Oberes Belvedere) y otro en la parte baja (Unteres Belvedere) y están separados por un inmenso jardín escalonado en terrazas. El palacio se construyó como residencia de verano del príncipe Eugenio de Saboya, y hoy está acondicionado como Galería de Arte Austriaco, donde se exhiben principalmente obras de finales del XIX y principios del siglo XX, en concreto, allí encontramos la mejor colección de Gustav Klimt, de su alumno Egon Schiele y de Kokoschka, los tres grandes expresionistas austriacos. Pero no sólo eso.
Tras una breve muestra de la pintura nacional en las dos primeras salas, que las premuras de tiempo no me dejaron valorar en su justa medida, llegamos a una sala muy peculiar donde se exponían bustos de rostros con divertidas expresiones. Se trataba de una colección de escultura de Franz Xaver Messerschmidt, que fue un escultor alemán de la Corte de María Teresa entre los periodos Barroco y Neoclásico. En ese lugar encontramos unos breves momentos de expansión para nuestro pequeño infante, que nos vino muy bien a todos, pues nuestro estricto plan cultural apenas le dejaba un resquicio para el juego o la diversión hasta llegar por la tarde al hotel.
Siguiendo nuestro recorrido encontramos después una agradable sorpresa también para mí, al dar la vuelta a la pared, en la siguiente sala, nos tropezamos directamente de frente nada más y nada menos que con el impresionante cuadro del Napoleón cruzando el paso del San Bernardo de David. Allí estaba al cruzar de una a otra estancia, gigantesco, el pequeño cabo montado a caballo, ataviado con el ropaje militar de cónsul, en el imaginativo retrato ecuestre que lo representaba cruzando los Alpes, como un déjà vü simbólico que sería el prólogo de las obras maestras austriacas. Me pareció una visión anómala. Algo había que no me encajaba. Primero creí que sería una burda copia, porque hacía sólo cuatro años había visto aquella imagen entre un tumulto de turistas en Versalles. Desconocía que el elegante cuadro de Napoleón a caballo hubiera salido de allí para mancillar la más representativa de las galerías austríacas. No podía comprender cuál habría sido la razón del traslado. Ahora sí lo sé. De esa pintura existen cinco versiones no idénticas. En esta, a diferencia de la que yo conocía, el caballo era marrón y no blanco. Eso debía ser parte de lo que me desconcertaba. En realidad esa obra fue un encargo al autor en 1801 del embajador francés del recién nombrado Primer Cónsul Napoleón Bonaparte, en negociaciones con el rey Carlos IV español, como uno de los presentes en señal de buena voluntad. Al enterarse de aquella petición Napoleón pidió que le hicieran tres reproducciones más, una para el palacio de Saint-Claude, otra para la biblioteca de Los Inválidos y una tercera para su palacio en Milán. La quinta versión la realizó el pintor para sí mismo y adornó su casa hasta su muerte. El cuadro que se llevó a España estuvo en el Palacio Real de Madrid hasta 1812, cuando José Bonaparte abdicó como rey español y escapó con él a una finca de New Jersey en Estados Unidos. Después de pasar por varios descendientes su bisnieta Eugenie Bonaparte la legó al castillo de la Malmaison, donde se exhibe actualmente. La versión del palacio de Saint-Claude la expoliaron en 1814 los soldados prusianos al mando del general Blucher, y fue entregada al rey Federico Guillermo III de Prusia en el palacio de Charlottemburg, donde continúa. El cuadro de los Inválidos (de 1802) fue retirado con la restauración de los Borbones a la caída de Napoleón en 1814, y vuelto a Versalles por Luis Felipe de Orleans en 1837. La copia que se pintó para sí mismo el pintor fue regalada a Napoleón III en 1850 y estuvo expuesta en el Palacio de las Tullerías hasta que en 1979 se instaló también en el museo de Versalles. Finalmente, la versión que pudimos admirar en el Belvedere era la copia que Bonaparte llevó a Milán y que, a pesar de la negativa del pueblo milanés confiscó el emperador austriaco Francisco I en 1816, siendo instalada definitivamente en 1825, tras el Congreso de Viena.
Después de unas fotos al lado de Napoleón, que lucía en aquellas paredes claramente desubicado entre las obras austriacas, continuamos profundizando hasta llegar al meollo del museo. A la vuelta del muro nos sorprendió la pintura más vanguardista. Las formas dejaron de ser convencionales. Los retratos aparecían deformes o incompletos y el color de pronto se apagó. Una pareja se abrazaba de manera agresiva, irradiando odio en lugar de afecto. Una familia se presentaba como una composición vertical, cuyos miembros apenas se hallaban unidos. Una mujer tras otra se habían pintado semidesnudas tocándose impúdicamente en extravagantes y compulsivas poses, semejantes a brujas o víctimas atormentadas de ellas. Se trataba del expresionismo de Egon Schiele. Interesante. Patético, en el sentido etimológico de la palabra. Más feo no podía ser, como salido de uno de aquellos días rojos –no negros- en los que la señorita Holly iba a desayunar a Tiffany´s.
Además de la obra del alumno más aventajado de Klimt, que murió muy joven dejando a pesar de ello una gran producción, destacaba la firma reiterada de otro autor austriaco, Kokoschka, de espíritu tan atormentado como el anterior. Baste rememorar una Alicia en el país de las maravillas entre escenas y pintadas nazis de la IIª Guerra Mundial o un paisaje bélico de la Catedral de San Marcos de Venecia, entre yates de recreo y buques de guerra. Su pesimismo tal vez se debiera al gran complejo de culpabilidad que confesara tener por creerse el principal instigador de los crímenes de Hitler contra la humanidad, pues según él, fue uno de los causantes de que no entrara este a estudiar en la Academia de Arte de Viena (el prestigioso centro universitario donde hubiera querido ingresar el futuro führer del Tercer Reich), ya que se presentaron ambos a la vez al concurso de pintura que promocionaría solamente a un pequeño grupo de estudiantes, siendo el pintor austriaco aceptado, mientras el joven Adolf fue rechazado en dos ocasiones, abandonando su pasión por la pintura lleno de odio a la Academia y rechazo al tribunal que lo juzgó, tachando a sus miembros de judíos y degenerados a los que había que meter fuego.
Y por fin, en la última sala del museo, en la última pared, rodeado por una multitud de adoradores visitantes, Der Kuss, El Beso de Gustav Klimt. Ni siquiera me fijé al entrar por las puertas en los casi treinta cuadros suyos que lo escoltaban en las otras tres paredes. Un muro negro cerraba el fondo de la estancia, anunciando el final del camino, y en el centro iluminado con una pequeña luz de neón en lo alto, lucía espléndido como el tesoro más valioso. Los matices amarillos y dorados del prestigioso marco cuadrado de 1,80 x 1,80 Cm refulgían atrayendo las miradas y los pasos de los observadores como dotados de poderes hipnóticos. Me costó aproximarme lo suficiente para comprobar que se trataba efectivamente de la misma pintura con la que yo había decorado la pared más próxima a mi mesa de trabajo, al lado de mi cuadro favorito de Turner. El estilo Art Nouveau, que los austriacos llamaban Jugenstil, encontraba aquí su obra maestra más representativa. Sobre un fondo dorado una pareja arrodillada y abrazada en una especie de jardín o alfombra, adornada con motivos florales, componen una escena en la que un hombre moreno de complexión fuerte con el pelo rizado y vestido con una túnica dorada con motivos geométricos de formas cuadradas, trata de besar a una mujer descalza de piel blanca ataviada con un ropaje ceñido también de color amarillo y decorado con círculos y flores, incluso en el pelo. Rodeándolos sutilmente, una especie de aura dorada parece envolverlos a ambos.
Un sentido simbólico subyace aparentemente de esa hermosa pero extraña composición. El tono dorado del fondo de la pintura y de las dos túnicas, el juego entre la decoración recta y circular en uno y otro sexo, la diferencia en los tonos de piel nos puede inducir a pensar en dos razas o culturas diferentes. El hombre aparenta estar más a sus anchas, como si estuviera en su propia casa, todo esto me hace pensar en que la escena pudiera estar representando una ceremonia oriental o exótica de matrimonio o algo similar, en la que la mujer –más tímida o insegura- fuera la extranjera, y en cierta forma se viera obligada a complacer a su amante para que se pueda llevar a cabo ese enlace. Digamos por tanto que se trata más que de un beso de amor apasionado, de un beso aceptado como por compromiso.
Después del espectáculo que era en sí mismo el cuadro, nos relajamos y recorrimos –ahora sí- aquella gran sala contemplando el resto de la obra de Klimt. Allí estaba su pequeña pintura de la rica viuda judía Judith con la cabeza de Holofernes, que la representa a ella, una mujer inaccesible, recatada, muy religiosa y fiel siempre a la memoria de su marido, feliz y victoriosa, con una sonrisa de satisfacción, tras haber decapitado con la promesa de su amor al general del ejército babilónico que sitiaba Israel, ataviada apenas con una simple gasa dorada echada por encima.
Allí estaban también el gran retrato de Fritza Riedler y otras muchas pinturas modernistas del autor de El Beso, reinando con justicia en el Alto y Bajo Belvedere, como habríamos de apreciar tras recorrer a continuación la extensa exposición personal que se hace del autor en el palacio inferior, a donde llegamos tras un largo paseo por sus jardines y fuentes.
A la entrada nos recibía una inmensa foto en blanco y negro de Gustav Klimt a las puertas de su estudio. El resto del panel estaba saturado de materiales que en su día fueron muy íntimos del autor con una pequeña leyenda donde se debía explicar su valor evocativo. Lamentablemente nuestro nivel de alemán no nos daba como para aprovechar la lectura de la variada cartelería y documentación que se exhibía del genial pintor, y nos tuvimos que conformar con las imágenes de la época. Aquel íntimo estudio abovedado, iluminado con parquedad, que rezumaba la atmósfera de bohemia en la que se desenvolvía el pintor austriaco, será recordado por nosotros por una extraña anécdota que sugestionó nuestros sentidos al término de aquella breve visita. Era casi la hora de cerrar el museo y apenas quedaban algunos visitantes pegados a las vitrinas tratando de leer los letreros de los objetos expuestos. El lugar tenía algo de triste y conmovedor. Fue nuestro curioso hijito, que parecía estar en todas partes al mismo tiempo, quien me puso sobre aviso:
─ ¡Papá! Mira eso –me dijo, señalando hacia una persona que quedaba solamente en el fondo de la sala, contemplando algo con mucho interés detrás de la cristalera.
Estaba de espaldas. Era una persona muy alta y delgada con el pelo corto y blanco, vestida con ropa elegante de hombre, tal vez pasada de moda. Incomprensiblemente calzaba unos bonitos zapatos de altos y finos tacones. Cuando me estaba acercando al lugar donde estaba se giró hacia mi lado y anduvo unos pasos sin dejar de observar el escaparate. Entonces lo vi claramente. Pude distinguir una leve sonrisa al coger el monóculo que llevaba y acercarlo a uno de sus ojos para observar un nuevo objeto de la colección. Me pareció exactamente igual que uno que acababa de ver en el primer escaparate unos minutos antes. Es curioso pero anteriormente no recuerdo haber visto en mi vida algún monóculo de verdad, sino tan sólo en alguna película de época. Pasé muy cerca de él, casi rozándolo, pero ni siquiera se dignó mirarme. Era un hombre. Un misterioso hombre muy alto de edad avanzada al que le sentaban maravillosamente aquellos zapatos de señora. Un viejo al que le rejuvenecía su atuendo y su curiosidad intelectual, que le proporcionaba un aspecto interesante a su semblante, con el que seguramente posaba ante todos, sabedor de ser el blanco de sus miradas. Me dejó confundido. Debía ser una personalidad del mundo de la cultura, un escritor de novelas románticas, un músico o un famoso modisto, un Galiano o un Giorgio Armani, habría dicho yo. Lo miré de soslayo y al momento se me erizó la piel de pensar quién podía ser quizás aquel individuo espectral más propio de un tiempo pasado.
Un decorado interior con fotografías y notas de prensa partía longitudinalmente la sala en dos mitades, como la columna vertebral de una ballena. Mi esposa y mi hijo hacía un rato que se habían marchado. Sólo quedábamos él y yo allí dentro. A mí me quedaba aún dar la vuelta por el otro lado hacia la entrada de nuevo, que era por donde se había colocado el señor. Pero ya se me había agotado la curiosidad. Pensé en poner fin inmediatamente a mi visita y me fui escurriendo por el mismo lado por donde había entrado hasta llegar a la salida. Ni siquiera miré hacia atrás. Pasé delante de la fotografía al natural de Klimt, que no dejaba de mirarme, como en los buenos retratos, donde permanecían los rasgos del pintor inmarchitables. La puerta estaba cerrada y se resistía a abrirse. ¿Habrán cerrado ya? –pensé. Pero de pronto cedió y de un empujón la abrí de par en par y salí al exterior. Hasta que no me encontré completamente afuera no pude respirar tranquilo.
Antes de irnos del edificio recorrimos brevemente el ala del Bajo Belvedere dedicado a la Casa Real de los Habsburgo, también llamada Casa de Austria, porque reinaron aquí desde el siglo XIII al siglo XIX. Pero este apartado lo dejaremos para nuestra visita a su residencia veraniega en el palacio Real de Shönbrunn.
(Lunes 21 de agosto)
Madrugamos para aprovechar al máximo la visita organizada a Viena. No nos costó nada adaptarnos al desmesurado bufet del desayuno, repleto de salchichas, beicon, chorizo, huevo duro y muchas clases de pan, aunque ninguno previsto para tostar. Para cuando encontré las rebanadas y el tostador nuestras compañeras de mesa ya habían terminado, y tuvieron que esperarme mis familiares a que lo hiciera yo, que me lo tomé como si estuviéramos esquiando en el Tirol en lugar de visitando museos en Viena.
Del hotel nos recogió un autopullman de color negro a los cincuenta pasajeros españoles que iniciamos a las siete y media de la mañana la visita de la ciudad imperial. Nos acomodamos en los primeros asientos, soñolientos, como los más aplicados estudiantes de la clase, para no perdernos detalle. A las ocho en punto entrábamos divididos en dos grupos, cada uno con su propia guía, en el palacio de Schönbrunn. Entramos por sus grandes puertas de hierro flanqueadas por dos altas columnas coronadas por un águila imperial, símbolo de los Habsburgo. Aquella entrada, los jardines adyacentes con sus enormes fuentes y el gran edificio central, me recordaron inevitablemente a Versalles, el más espléndido capricho del Rococó. Poco después nos confirmaría nuestra experta guía que efectivamente aquel palacio veraniego fue construido por la casa real austriaca como réplica al maravilloso palacio francés de los borbones, las dos casas reales que secularmente han ostentado el poder en Europa. El lugar donde se halla hoy el palacio de Schönbrunn era anteriormente un castillo conocido con el nombre de Katterburg. En 1569 fue comprado como finca de caza y cuadras de caballos por Maximiliano II, un enamorado de la raza equina española, dando origen a la reconocida y centenaria Escuela de Equitación Española en Austria. Este primer edificio sería completamente destruido con la invasión de los turcos. El nombre del lugar se debió a la segunda esposa del emperador Fernando II, Leonor Gonzaga, que a su muerte, en 1637, se convertiría en una de sus primeras inquilinas, llamándole así, Schönbrunn, en alemán: “fuente bonita”. Una vez que los turcos fueron expulsados de la ciudad Leopoldo I hacia 1700 encargó edificar un palacio que le sirviera de residencia oficial a su hijo José, cuando le sucediera en el trono, cambiando este de función para siempre. Bastantes años después la reina María Teresa lo convertiría en el magnífico edificio de estilo rococó que conocemos actualmente, aunque ha seguido recibiendo continuas mejoras y aportaciones de sus numerosos moradores reales, entre los que destacan Francisco José, que nació y murió en Schönbrunn (1830-1916), esposo de Isabel de Baviera –la glamurosa Sissí-, aunque ella sólo viviría esporádicamente aquí, pues pasó su azarosa vida en distintas ciudades de su imperio.
Del magnífico palacio Rococó destaca en general toda la decoración en tonos pastel, refinadamente recargada; las grandes calefacciones de porcelana profusamente adornadas con motivos florales y de caza, alimentadas por detrás de los muros para que la estancia siempre estuviera en perfecto orden; la gran sala de recepciones, donde contemplamos enormes cuadros de la época con escenas del palacio de Hofburg y de la propia sala, abarrotada en sus momentos estelares por la aristocracia de toda Europa y por la alta nobleza y la burguesía adinerada del imperio. Curioso el discreto cuarto de Francisco José, casi como el de los austeros eremitas de nuestra sierra cordobesa –pero sin silicios. Les llamará la atención la coqueta habitación de Sissí, al contrario de lo que cabía esperar, exquisitamente minimalista; como la sala donde se acordó el contrato de cesión de la mano de la emperatriz María Luisa a Napoleón Bonaparte, que tanto rencor engendró en su padre Francisco I, cónyuge de María Teresa, mucho más inteligente y humana que él, que, como le cupo saber a todos sus contemporáneos, llegaría a alegrarse de la prematura muerte de su nieto.
Dejamos el palacio de Shönbrunn e iniciamos una visita panorámica por la ciudad en nuestro impecable transporte, comenzando por la parte alta de Viena, ni más ni menos que por la hermosa colina del Belvedere, donde descendimos para admirar más despacio que ayer la espléndida residencia de Eugenio de Saboya. Destruimos la ilusión de un misterioso déjà-vu con la confesión de haberlo visitado el día anterior, sirviéndonos al menos para destacarnos del resto de la plebe turista que nos acompañaba, no sólo porque la visita de ahora era meramente superficial y no incluía el interior de la galería de arte, sino porque soltando aquí y allá algún detalle al respecto conseguimos hacernos notar y amortizar así los tiques y vaivenes de la tarde anterior.
Después subimos de nuevo al bus hasta que nos dejó en el centro de Viena para que nos adentrásemos andando por la antigua capital del Sacro Imperio Romano Germánico y más tarde también capital del Imperio Austrohúngaro. Penetramos al centro histórico de la ciudad por la gran puerta de Hofburg, el Palacio imperial más importante de Viena, sede oficial de la corona de Austria –sobre todo de los Habsburgo- durante más de seiscientos años, y actual residencia del presidente de la República austríaca, enclavado en la emblemática Plaza de los Héroes (Heldenplatz). Al pasar bajo el enorme edificio pudimos comprobar que aquel era igualmente el lugar donde se alojaba el museo del Palacio de Sissí y sus grandes salones imperiales. Algunos de nuestros compañeros –a los que envidiábamos ahora- aprovecharían la tarde del día anterior para visitarlo, como nos harían saber a la hora del almuerzo. En ese momento en el que pasábamos por sus puertas sentí inexorablemente un sentimiento de pérdida, pues comprendía que nunca volvería a tener esa oportunidad, por mucho que nuestro guía generalista nos quisiese convencer de su escaso valor cultural.
Al salir por la parte trasera del mastodóntico edificio entramos a un mundo diferente. Una gran plaza con una iglesia blanca en un rincón y una bonita fuente en el centro servía de frontera a la circulación peatonal a través de la más célebre de las calles vienesas, la Kartrasse, plagada de atractivas cafeterías, concurridos restaurantes y discretas pero lujosas tiendas de joyería y alta costura. Antes de pasear por su esmerado pavimento pudimos contemplar el desfile de numerosos carruajes de caballos bellamente ataviados con postillones de librea a la manera tradicional, que acercaban a los turistas de alto estanding hasta las calles más nobles de la ciudad. Allí estaban Cartier, Tiffany, Swarovsky…, custodiando una de las grandes joyas de la ciudad, la Catedral de San Esteban, en continuo mantenimiento debido a la humedad y a las bajas temperaturas invernales. Pero después de reconocerla, de admirar sus enormes y afiladas torres y, antes de sumergirnos en su interior, llegó la hora del temprano almuerzo, compuesto por el consabido filete empanado vienés, precedido de una sopa tradicional y seguido de una ligera tarta Sacher, que tampoco era caso de atiborrarse para no poder continuar con nuestra inminente expedición cultural. Sin dormir una siesta de media horita siquiera retrocedimos hasta la Catedral, admirando de nuevo esa torre (Steffi) que tiene la reputación de ser la más alta del gótico europeo, aunque la mayoría la reconoce por llevar el mismo nombre de aquella tenista alemana con instinto asesino ganadora de montones de títulos del Grand Slam. Entramos en fila hasta el interior de la zona acordonada, desde donde pudimos observar los estilizados órganos –de los cuales sólo funcionaba el más pequeño y moderno-, nos detuvimos para apreciar las retorcidas esculturas barrocas del púlpito y los preciosistas detalles del baptisterio, haciendo en cada lugar un poco de análisis artístico y otro tanto de historia, para lo cual nos acompañaba una guía española, que llevaba toda la vida prácticamente en aquella maravillosa ciudad, y que dominaba la cuestión histórica como una verdadera catedrática de la misma.
Cuando terminamos con la catedral dimos un paseo por el interior de la parte antigua de Viena, todo lo que queda dentro del denominado Ring, que es un anillo que rodea el núcleo antiguo de la ciudad. El recorrido insólito nos adentró por soportales y oscuros callejones, por las viviendas más vetustas de la villa, entre las que encontramos la de Mozart, que vivió en una casa de aquellas en su juventud, donde una placa no deja de recordarlo al curioso viandante. Tan sólo unos metros más adelante, siguiendo el itinerario turístico, llegaríamos a la casa donde el genial músico austríaco murió aún joven, justamente en los días precisos en que le pondría punto y final a su célebre y premonitorio Requiem.
Nuestro paseo terminaba en el edificio de la Ópera de Viena, que se encontraba en esos momentos en la última fase de reformas, dando los toques finales a la pintura de las hornacinas de la fachada principal, una labor artística complicada con la que se quedaría lista aquella pieza arquitectónica singular para los numerosos e importantes eventos que se aproximaban de la temporada musical. La visita al magno edificio incluía los acertados apuntes sobre su hermosa arquitectura y exquisita decoración interior, así como el emplazamiento durante unos minutos sentados en las primeras filas de su atractivo patio de butacas. Desde allí respiramos el aire que habrían respirado en el escenario Caruso, Pavarotti, María Callas o nuestros Plácido Domingo y Montserrat Caballé. Igualmente pudimos admirar la enorme araña que colgaba como lámpara de la cúpula interior del edificio, siete metros tejidos con brillantes cristales de Swarowski por encima de los cinco pisos de palcos, donde destacaba magnífico, el gran balcón real, que se enseñoreaba enfrente del inmenso escenario. Pudimos penetrar en ese truculento escenario por la parte trasera del mismo, y contemplar la gigantesca obra de ingeniería mecánica y eléctrica que sostenía las tramoyas –las verdaderas tripas del monumental teatro- donde se alineaban innumerables planchas metálicas sobre rieles de hierro que servirían para ir cambiando el fondo de cada una de las escenas. Nuestra experta guía nos aseguró que a pesar del hervidero de operarios que observábamos trabajando, las visitas –como la nuestra- se realizaban en los momentos más tranquilos de trabajo, pues el complejo mantenimiento de esa estructura no dejaba de realizarse durante las veinticuatro horas del día. Aquel sorprendente interior me recordó la realidad paradójica de los iceberg, pues, a su imagen y semejanza, aquellas complejísimas bambalinas resultaban ser en cuanto a su profundidad y altitud -sus dimensiones ocultas- mucho mayores que su anchura, la parte visible al espectador. A medida que íbamos saliendo de allí nos dábamos cuenta no sólo de las dimensiones del recinto sino de la profusión decorativa y del verdadero lujo con el que se enseñoreaba cada uno de sus rincones, lo que hablaba muy a las claras de la importancia de la Ópera de Viena, considerada uno de los más importantes centros musicales del mundo.
Allí nos despedimos de nuestra segunda guía vienesa del día, una señora amante de su profesión, una verdadera profesora de arte de su ciudad, con un nivel cultural y una facilidad de empatía con los clientes muy superior a la media.
En los escasos minutos que disfrutamos esa tarde de tiempo libre, lo dedicamos entre otras cosas a visitar la tienda de Swarowski, dos plantas gemelas donde pudimos admirar sus innumerables piezas de cristal tallado, en diferentes formas, tamaños y colores, pero con los invariables precios desorbitados en proporción.
Para terminar el día en la más moderna de las capitales imperiales, teníamos previsto al atardecer un auténtico concierto de música clásica en directo. Un concierto de cámara donde habrían de interpretarnos las más conocidas piezas musicales de Wolfgam Amadeus Mozart, de Richard Strauss o del divino Ludwig Van Beethoven. Habíamos llegado hasta allí después de mucho indagar, desechando a multitud de consumados comerciales que portaban los trípticos más impactantes a los precios más dispares. La audición se celebraba en un vetusto edificio neoclásico, de los que en Viena debieron construir como VPO. Tras unas largas y duraderas colas formadas en su interior, accedimos a un elegante salón alicatado de espejos hasta el techo. Cuando llegó el momento se dio acceso por una pequeña puerta a otro recinto anexo de similares dimensiones cubierto por varias filas de sillas −nada de patio de butacas− y, al fondo, un pequeño, casi ridículo, escenario elevado algunos centímetros por encima del suelo. Recuerdo ser alojado en la parte derecha, junto al pasillo por donde deberían acceder al escenario los músicos. Los asientos, si bien tenían el inconveniente de su incomodidad, permitían su fácil traslado, luego, aunque en principio la visibilidad no fuera lo más importante, nuestro avispado chaval, cogió su silla y se la puso en primera fila, pegando al lado la mía, para que no tuviera yo nada que objetar, dejando desafortunadamente en la fila de atrás a su madre, tratando de no interrumpir completamente el paso de los protagonistas.
Con puntualidad casi germánica fueron apareciendo en fila por el exiguo pasillo una docena de personajes peculiarmente emperifollados para la ocasión pertrechados con sus correspondientes instrumentos, a la cabeza de los cuales destacaba un estrambótico individuo con el semblante de los Habsburgo degenerados, que lucía, además de una calvicie severa y una nariz y mofletes colorados, un frac bastante raído y un astroso violín. Completaban la desigual orquesta tres o cuatro violines menuditos, dos oboes masculinos y dos femeninos de apariencia más común, una elegante violoncelista, una pianista marchita y un descomunal contrabajo, un tipo alto y fornido, como un lanzador de peso, que tal vez fuera el único con las fuerzas suficientes para transportar su enorme instrumento musical. Y para terminar un individuo con la misma cara del líder de la banda pero en un cuerpo rechoncho, como achatado por los polos, que se sentó frente a varios instrumentos de percusión, y trataba de dar la nota de contrapunto cómico, sin conseguirlo del todo.
En el bando contrario, frente a los artistas, nos encontrábamos un heterogéneo grupo de cosmopolitas turistas cansados pero expectantes e ilusionados aún, que atestábamos el patio de sillas, aplaudiendo desde el principio la salida de los músicos como si estuviesen anunciando por los altavoces la alineación del equipo. El murmullo que siguió a los aplausos dejó paso a un respetuoso silencio, cuando el violinista calvo, delante de los espectadores, hizo sonar una varita mágica sobre su instrumento, que hacía las veces de improvisado atril. Entonces, sin mediar palabra, se arrancó la orquesta de pronto con unos fuertes acordes que reconocimos al instante pero a los que no supimos poner nombre, pues nuestros conocimientos musicales no daban para tanto y, esa sería la tónica de la función, pues unos minutos antes nos habían ofrecido el libreto con todas las piezas musicales que se ofrecían, incluyendo las letras de las mismas en alemán, pero lo rechazamos debido al desorbitado precio que se nos exigió, que estaba muy por encima del listón de nuestras exigencias culturales.
A las cualidades intrínsecas de la pequeña orquesta, que ejecutaba con el mismo ardor tanto la gran Overtura de las Bodas de Fígaro como la Quinta Sinfonía de Bethoveen, se sumó el concurso de una vistosa pareja de danza clásica, que acompañó con sus ágiles y armoniosos movimientos los compases de los más famosos valses de Strauss. Y para completar el elenco artístico, un voluntarioso tenor y una rubita y estilizada soprano pusieron colofón con broche de oro al agradable evento, interpretando las más conocidas arias del bel canto, como si del programa oficial de la auténtica Ópera de Viena se tratara.
De todas maneras a pesar de que el nivel de la actuación fuera considerablemente alto, cierto amodorramiento acabó haciendo presa de mi maltratado cuerpo de turista, venciéndome por fin el panorama de las personas más longevas de mi alrededor, que como yo sucumbirían definitivamente a los encantos de Morfeo, a pesar de la incomodidad manifiesta de los asientos. Antes de entrar en el séptimo cielo se nos agasajaría con una refrescante copa de champán, que en lugar de despertarnos, nos amodorraría aún más, debiendo ser reconvenido por mi escandalizada esposa y por mi nervioso hijito hasta el final de la función.

(Continuará)

Nuestro amigo Quino (1ª parte)

 

    Yo soy el otro, el compañero de Quino, su eterno acompañante. Su amigo. Nosotros nos conocemos de toda la vida, desde hace sesenta años, porque éramos vecinos de La Puerta de Almodóvar, amigos de la charpa* del barrio. Todavía hay por ahí fotografías de chavales, con cara de golfillos, cuando estábamos todo el santo día tirados en la calle. Luego trabajamos juntos en aquella gran empresa que era Gisred, la mejor que hubo durante mucho tiempo en Córdoba de máquinas de oficina, donde aprendimos el oficio. Cuando empezó a flaquear vosotros os juntasteis para montar vuestra propia empresa, como al final tuvieron que hacer la mayoría. Entonces dejamos un tiempo de vernos. Yo conseguí engancharme más tarde con otros compañeros, con los que, después de hacer un poco de todo, me quedé encargado del almacén, y así estuve casi veinte años hasta jubilarme, y puedo decir que cuando me fui dejé una de las empresas más importantes del gremio. Desde entonces, hace seis o siete años, nos vemos de nuevo casi todos los días. A mí no me importa darme un paseo hasta el centro haciendo un poco de ejercicio.
En el bar de enfrente nos llamaban los zarcillos, en el taller de la esquina la parejita y en la farmacia nos decían los Gemeliers*, aunque nosotros estábamos ya bastante pasados de moda. ¡Imagínense! Éramos inseparables. A mí estos titulillos me daban igual, pero a él sí sé que le escocían un poco. No le hacía gracia que nos presentáramos juntos en todos lados. A mí me gustaba relacionarme con sus amistades, y llegué a saludar a sus amigos como si fueran amigos míos también, en plan campechano –ya me entendéis- con la mayor naturalidad.
Pero no sé por qué al Quino no le sentaba eso bien. A veces me rehuía. Siempre ha sido muy mirado para los demás, bastante más prudente y juicioso que yo. Tenía un sentido del ridículo que no le permitía extravagancias ni excentricidades, aunque cuando había confianza y a él le parecía oportuno, se explayaba con un chiste simpático o algún chascarrillo*. En esto era muy castizo. Pero si yo soltaba alguna inconveniencia donde no le conviniera se abochornaba y hubiera querido que se lo tragara la tierra en ese momento. Y por supuesto después no me libraba de la reprimenda. Me decía que no me podía sacar a la calle, que qué iban a pensar de él. Y entonces podían pasar días sin que me cogiera el teléfono, para que me diera cuenta de que iba en serio. Pero todo eso no se lo tenía en cuenta. Él era así y no lo podía evitar. Todo el mundo le tenía muy bien considerado, y esto se notaba en la calle. Y no dejaba pasar una oportunidad para vanagloriarse de eso. ¡Y al final para qué! Ojalá hubiera podido ver cómo se puso la iglesia el día que se despidió de todos nosotros.
Hay personas que sólo piensan en la forma de ganar dinero y no les importa si para conseguirlo tienen que pasar por encima de alguien, y hay otras, sin embargo, que se centran más en su trabajo, en hacerlo lo mejor que pueden, tratando de satisfacer a los que han puesto en ellos su confianza. El Quino era de estos últimos. A él le importaban mucho sus clientes. Se preocupaba de resolver sus problemas y de hacerlo todo muy bien, como contaba que le había enseñado su padre, que era un artesano muy conocido de Córdoba, un artista, podemos decir. Si le llevaban una etiquetadora para reparar, si podía la arreglaba sobre la marcha, le ponía el rollo nuevo con una habilidad incomparable, y su tintero, sin que el cliente se lo pidiera siquiera, y muchas veces ni les cobraba, o les pedía una cantidad insignificante. Si era una calculadora, lo mismo. Lo que reparaba en un momento no lo cobraba, a no ser que no le agradara el cliente, y entonces lo dejaba para otro día y le pedía el precio estipulado. Pero nunca abusaba de nadie. Si le traían un peso y no podía repararlo hasta que le llegaran las piezas, le dejaba al comercio otro peso mientras tanto. Si el rodillo que solicitaban no lo tenía en existencias, sacaba la esponjita tintada de otro con su misma medida y se la colocaba al viejo, solucionando enseguida el problema. Y así mil cosas más. El Quino era muy honrado y tenía unas manos de oro. Y no le importaba ensuciárselas para que su cliente se fuese contento.
Además Joaquín, mi amigo, era un gran psicólogo y una persona de mundo. Conocía de qué pie cojeaba cada uno y sabía tratar a cada cual como convenía. Por ejemplo, a los porteros de los edificios de la avenida o de la Plaza de Colón les tenía una consideración especial. Decía que eran personas con verdadero poder, porque siempre estaban al tanto de todo, y que lo mejor era tenerlos siempre a favor, por si las moscas, por eso eran sus mejores colaboradores y su principal fuente de información. Y de esto que digo puede dar fe alguno que todavía queda de los de antes, con el que se seguía parando a charlar con la mayor cordialidad hasta el último día.
No, si el Quino tonto no era. No se está detrás de un mostrador con un negocio abierto más de cuarenta años siendo tonto. Él los tenía calados a todos. A veces se hacía el idiota y se callaba prudentemente aunque no estuviera de acuerdo con alguien por no llevar la contraria, pero entonces te ponía esa cara suya tan peculiar, esa sonrisilla socarrona, para que te dieras cuenta de que no se la estabas pegando. Pero nunca quería ser demasiado agresivo, aunque en el fondo tuviera su propia opinión muy bien justificada.
El Quino era una persona tan tolerante, que aunque las cuestiones de la Iglesia no fuesen de su predilección, sin embargo siempre se llevó muy bien con las monjas, y tenía cierta maña con ellas. Venían de distintos conventos de Córdoba a llevarse lo que les aconsejase don Joaquín, y él las trataba con guantes de seda, quizás porque le producían cierta ternura, o era eso, o porque en el fondo no se acabaría de fiar. Sin embargo estoy seguro de que, a pesar de sus reticencias sociales el Quino era una persona creyente, no es que fuera ningún capillita ni mucho menos, pero tampoco un enemigo de la religión.
Él decía las cosas como las pensaba, pero sin una intención de molestar, y nunca fue una persona demasiado radical. Se cuidaba de no pasar los límites, y desde que le sucedió aquello, aún mucho más.
Pero por encima de todo su punto débil era su ciudad. Quino se sentía muy orgulloso de ser cordobés, y pensaba que Córdoba debía ser de todos sus ciudadanos. Por eso no podía soportar que la Mezquita, el monumento más grande que teníamos, orgullo de todos nosotros, fuese de la Iglesia y no del conjunto de los cordobeses, esto no se lo podías discutir, y nadie se lo discutíamos.
También recuerdo que lo traía a maltraer el asunto de El Palacio de Viana, que había sido toda la vida de la Caja cordobesa, y como ahora se la habían llevado al País Vasco, resulta que nos habíamos quedado sin banco propio y sin palacio ni nada.
En fin, ellos también tuvieron sus tiempos de gloria. Digo ellos porque en su empresa estuvieron hasta ocho personas trabajando, y se hartaron de vender máquinas de escribir de todas clases para las oficinas; calculadoras de rollo para los despachos y las empresas; registradoras y balanzas para los comercios, y sus correspondientes consumibles, que aún sigue siendo lo que mantiene a esta tienda. Y siempre tuvieron un buen servicio, buenos precios y una gran dosis de amabilidad y profesionalidad, que es como se debe manejar un negocio. Y no digo que mi amigo fuera el único gran profesional de su empresa, pero sí el mejor de ellos y el más conocido, porque el Quino era el que daba la cara, y por eso se convirtió en la auténtica imagen de la empresa. Con decir –como tú sabes- que todavía preguntan por él, está todo dicho. Por eso estuvieron tanto tiempo. No hay más secretos. Luego llegó la crisis y arrasó con todo el mundo. Fue tremendo. Otras veces flojeaban una temporada las ventas y a los pocos meses volvía a ir todo normal. Pero ahora… No se trataba de aguantar un poco el chaparrón sino de capear un gran temporal. Para soportar la crisis de estos últimos años había que tener muy buenas bases, y con todo apretarse fuerte las clavijas. Y ellos tenían ya sus problemillas, y supongo que les pilló un poco mayores. Ha sido muy difícil tirar para adelante.
El Quino se jubiló después que yo, aunque a él no le quedó más remedio. Si por él hubiese sido estaría todavía trabajando, estoy seguro. Se tuvo que jubilar porque un mal día sufrió un infarto desayunando en el Puerto Rico, un poco antes de abrir la tienda, el día uno de agosto de 2.012, justo en el día en el que tanta gente se va por ahí de veraneo. Lo sé porque yo estuve con él ese mismo día un poco antes de que le sucediese aquello.
Ese día había salido temprano de casa para ir al centro a arreglar no sé qué papeleo y mira por donde me fui a encontrar con él en la esquina de su casa, en la Puerta del Colodro. Él acababa de salir para ir al trabajo, pero, como siempre, haría primero una paradita para desayunar. Charlamos un poco de camino y lo dejé en la misma puerta del bar, serían las ocho y media aproximadamente. Él hacía tiempo que no desayunaba con ningún compañero, prefería coger el periódico, charlar con otros clientes o con el propio camarero, que era lo que estaba haciendo cuando de pronto se desplomó como un pelele del banquillo. Gracias a Dios entre los clientes se hallaba un médico desayunando vecino de aquel mismo portal, que lo cogió a tiempo y supo suministrarle la asistencia de emergencia recomendada en ese tipo de casos, aprovechando el tiempo que tardó en llegar la ambulancia.
Yo me enteré por la tarde. Me llamó su sobrino, que trabajaba con ellos de técnico, el único personal que les quedaba con contrato en vigor. Me llamaba para decirme la noticia y de paso para interesarse por su futuro en aquellas circunstancias. No recuerdo bien y no quisiera levantar discordia después de todo, pero lo que sí es cierto es que me sentí bastante ofendido por mencionar en ese momento otro asunto que no fuera el de su salud. ¿Que por qué me llamaba a mí? Bueno, aunque no lo creáis, yo era el que estaba negociando desde hacía meses el traspaso del local a mi empresa, y en la operación (que estaba ya muy avanzada) el sobrinito del Quino se incluía en el lote, como un compromiso que su tío había adquirido con él.
El Quino se fue recuperando poco a poco gracias a la Divina Providencia que colocó a un médico en el mismo lugar del suceso, y pudo disfrutar de su familia y de sus amigos unos cuantos años más con una calidad de vida relativamente buena. Desde entonces no he dejado de sentirme su ángel protector. Lo localizaba por las mañanas temprano y echábamos un paseo cada día, tratando de solucionar los asuntos que los dos nos traíamos entre manos. Al principio lo acompañaba también a la tienda, pero luego dejé de ir con él, porque el ambiente estaba bastante enrarecido. Su socio, “el innombrable” –como él lo llamaba-, se había hecho cargo de ella y pronto salieron algunos problemas. A mí me decía que ahora se enteraría de lo que era trabajar de verdad. Recuerdo que nos contaba esa teoría suya de los vendedores. Nos explicaba las diferencias que había entre un vendedor de tienda –como él mismo- y un vendedor de calle –como su socio, por ejemplo-. Yo siempre había pensado que tenía más mérito el vendedor de calle, porque se supone que tiene que encontrar clientes de la nada, pero este no era su caso, en realidad “el innombrable” había vivido de los avisos de venta que llegaban a la tienda desde fuera, que no es lo mismo que hacer visitas “a puerta fría”. Así, en verdad, cuando llegaba a algún negocio, siempre le estaban esperando, y la venta estaba casi hecha la mayoría de las veces, cuando no sólo para entregar el material y cobrar. Sin embargo el vendedor de tienda –nos seguía contando- vive en una completa incertidumbre, nunca sabe qué tipo de cliente le va a entrar ni por dónde le va a salir cada cual. El Quino decía con mucha gracia que el típico comercial de la calle en realidad se prepara psicológicamente con folletos y precios y no entra a ver al cliente hasta que no ha pensado bien lo que tiene que hacer o decir, después se va a tomar un cafelito para prepararse la siguiente visita y entra de nuevo completamente listo para ofrecer sus productos o servicios y responder con acierto a sus posibles objeciones; mientras que en la tienda por muy bien que te prepares y te protejas, como en un nido de ametralladora, acabarás recibiendo granadas y tiros de todo el que vaya llegando, hasta el punto de que en ocasiones el enemigo se va acumulando y es preciso defenderse en evidente inferioridad numérica, lo que resulta mucho más estresante y peligroso.
En eso tenía razón mi amigo, así que al “innombrable”, acostumbrado a vivir relajado, pronto le pesaron sus nuevas funciones de gerente y de tendero, y las semanas le parecían interminables allí agazapado. Se cuenta que gran parte del cabello que en sus mejores tiempos luciera, debió de caérsele en estos escasos meses, por lo que se extenuaba buscando a su demacrado exsocio para que tratara de agilizar al máximo el traspaso de la empresa aunque fuera muy por debajo de su valor.
Después del parón del bochornoso verano del 2012 las visitas a mi antigua empresa se hicieron más frecuentes. En mi papel de intermediario le hacía ver a mi exjefe la gran oportunidad que suponía tener una presencia tan destacada en el centro mismo de la ciudad. Ellos dejarían todo el material, que no era demasiado valioso, todos los clientes y hasta les darían una especie de curso de formación, con el compromiso de contratar al técnico -que era ya mayorcito y de la familia como queda dicho- al que no podían dejar tirado en la cola del paro. A pesar de las facilidades ofrecidas y de que el alquiler del local era también moderado, mi jefe estuvo dándole vueltas al asunto hasta finales de año, y no fue hasta entonces cuando decidió hablar con uno de los comerciales nuestros para proponerle el puesto. Mi antiguo compañero, que era un vendedor de calle bastante quemado con mejor apariencia y modales que éxito comercial, aceptó el reto sin pensárselo dos veces, porque las circunstancias estaban bastante apuradas, y debió pensar que cualquier cambio sería para bien. Seguramente mi avispado jefe conseguiría a última hora alguna prebenda especial que lo hizo decidirse definitivamente, así que se firmó la operación y la última semana del año, después de Navidad, sin cerrar siquiera las puertas para la mudanza, se llevó a cabo el traspaso completamente en vivo. Las cosas de mi antiguo jefe, al que no le gustaba que se perdiera inútilmente el tiempo.
Los primeros días la presencia de los antiguos comerciantes acompañando al nuevo inquilino de aquella tienda que llevaba casi cincuenta años acumulando materiales de la más variopinta especie, se hizo imprescindible. Pero pronto el Quino fue retardando sus visitas, mientras que su exsocio no parecía acabar de despegarse, tratando más que de enseñar, de hacerse imprescindible, con la idea –suponemos- de recibir una oferta de la nueva directiva aunque fuera de carácter temporal. Pero mi jefe no estaba por cargar con ninguna rémora más, así que despidió al individuo agradeciendo sus servicios, para que así echase a volar por sí mismo su aturrullado pupilo.
Me consta que “el innombrable” no apareció más por allí, y sin embargo fue visto en distintos lugares conocidos esgrimiendo su acostumbrada herramienta, cuando no desempaquetando una voluminosa caja de cartón, como si se tratara de un cuarto rey mago calvo que sólo obsequiara a sus propios clientes previo pago. Con todo, no serían estos los peores agravios con los que afrentaría la honorabilidad de su antigua entidad.
En cuanto al tercero en discordia, el susodicho sobrino, ejerció sus funciones para la nueva empresa durante un tiempo, bastante agobiado por el acelerado ritmo de trabajo al que no estaba acostumbrado. Las paradas en los cafés empezaron a escasear, los avisos se multiplicaron, los días se hicieron semanas y las exigencias de sus nuevos superiores no se podían comparar con las escasas y tímidas reconvenciones del Quino, ni siquiera con las desagradables salidas de tono del otro socio, al que ahora casi echaba de menos, a pesar de no haberle podido sacar una maldita invitación en su vida. Así es que, poco tiempo después, tras un largo periodo mascullándolo, el acostumbrado rifirrafe matutino con su jefecillo, prendió la mecha que le hizo explotar y poner pies en polvorosa, presentándose ante el gerente para que hiciera efectiva su renuncia. El gerente, al que no le pilló completamente de sorpresa, puso el caso en manos de sus asesores y procedió según tengo entendido con la mejor voluntad y sin ningún afán de represalia, con lo que aparentemente quedó conforme el veterano trabajador, que se debió sentir de nuevo liberado. Después sorprendentemente llegaría la demanda judicial del chaval, no solamente contra la nueva empresa, sino incluso contra la que le había dado de comer tantos años, al parecer porque se habían quedado cortos con los antiguos derechos devengados, y él, perfectamente asesorado, estaba dispuesto a cobrar hasta el último céntimo. El caso es que la separación, aparentemente de mutuo acuerdo, se convirtió en un divorcio enconado y en un verdadero calvario, especialmente para Joaquín, al que sus familiares consiguieron evitar la asistencia a las vistas, debido a su delicada salud. El pobre me decía refiriéndose a su sobrino:
-En mi empresa tendría queja con el dinero pero no con el trabajo, ¡vamos!
El caso terminaría tras varios meses de pleito con más mareos que nada, y en lugar de valer para compensar al trabajador –con perdón- para lo que realmente sirvió fue para dejar a cada uno en su sitio, eso sí, con dolores de cabeza y un amargo sabor de boca. En definitiva, la peor manera posible de terminar la trayectoria de una empresa emblemática y de un empresario ejemplar.
Pero volvamos a nuestra vetusta tienda de ofimática. El compañero que se hizo cargo de ella, con el que yo mantenía una cordial relación de casi veinte años, se adaptó paulatinamente a su nuevo puesto, tras un periodo de inevitable incertidumbre. Cambió, como decía Quino, las tácticas de ataque, a las que también él estaba acostumbrado, por la defensa estática en nido de ametralladora, tratando como el viejo dueño de realizar su labor de la mejor manera posible.
Sé perfectamente que Quino se estuvo presentando durante meses casi todos los días, excediendo con mucho su compromiso de ayudar en el cambio de titularidad a la nueva entidad, así que mi compañero aprendió a dejarle las más ingratas labores, porque en aquella tienda recalaban los clientes más extraños y los productos más obsoletos de la ciudad. Pero a mi amigo nunca le parecía nada imposible, en un ratito y con una sonrisa dejaba solucionados los entuertos que le presentaba el muchacho. Más tarde, cuando su labor de servicio técnico se hizo innecesaria, continuaron las visitas, se espaciaron un poco pero persistieron, simplemente por la fuerza de la costumbre, empezando a forjarse entre ellos una creciente relación que con el tiempo fraguaría en una auténtica amistad. Yo solía visitar también la tienda casi todas las semanas, sólo o acompañado del Quino, porque yo me sentía un poco responsable de todo aquello, al fin y al cabo, por favorecer a las dos partes, yo me había empeñado en el traspaso y me consideraba algo así como el padrino de la criatura. A este hecho se unió una circunstancia familiar que reforzó mi relación personal con mi compañero, el nuevo tendero. Él, como yo, teníamos a un familiar cercano con una precaria salud, él a su madre, que se enfrentaba a una terrible enfermedad, y yo, a mi hermano mayor, que acabábamos de alojarlo en una residencia en un pueblo de la sierra, tras numerosas vicisitudes. La trayectoria recorrida por sus hermanos con su madre fue casi calcada a la de nosotros, como a la de tantas familias, por eso pude ir anticipando algunos consejos que pudieron valerle. Es curioso cómo determinadas circunstancias se producen para hacer cruzarse a unas personas con otras e influir en sus destinos. Casualidades, supongo.
Esto mismo le decía precisamente a mi compañero el tendero el otro día cuando pasé por allí:
-¿Quién te iba a decir a ti, en aquellos tiempos de la crisis cuando trabajabas a un par de metros escasos del despacho de tu jefe, que ibas a estar en esta tienda en el centro mismo de la ciudad tantos años, y que llegarías a tener una amistad tan grande con su antiguo dueño?
Y el comercial, medio en broma, medio en serio, me respondió:
-¿Y quién me iba a decir a mí que después de haberme librado de ti en la empresa, cuando por fin te jubilaste, iba a tener que aguantarte de nuevo otro puñado de años? Vamos que cuando te vi aparecer por aquí al cabo del tiempo creía que me había caído una maldición. No sé si te acuerdas, debes de estar perdiendo un poco la memoria. El otro día me lo decía otro compañero tuyo, un hombre muy mayor que se había enterado de lo del Quino. Me contó que conocía a nuestro jefe, a quien me rogó que lo saludara de su parte. Yo le respondí que además de Joaquín eras tú quien venía por aquí últimamente. Le pregunté si te conocía, y me dijo que por supuesto, que a ti te conocía todo el mundo, pero entonces debió de acordarse de algo y se marchó muy deprisa, casi sin despedirse, dándome a entender que tú no eras santo de su devoción precisamente.
Si es que tú has cambiado un montón. Ahora da gusto. Tú no te acordarás, pero en la empresa el almacén era todas las mañanas un caos. Todos los días había discusiones abajo, y fue marcharte tú y quedarse todo tranquilo como una balsa de aceite. Yo creo que con los únicos que te llevabas bien era con el gerente y conmigo; conmigo porque tengo más paciencia que un santo, y porque te grababa los discos de música que te gustaban y no te los cobraba, y con el jefe porque te ibas todos los días a desayunar con él pegando la gorra. ¿Es verdad o es mentira? No me respondas si no te apetece, mejor corramos un tupido velo.
Tienes que reconocer que a ti lo que te ha mejorado es lo de tu hermano, con el que te estás redimiendo de tus pecados. Con él sí que te estás portando como Dios manda, y el hombre está encantado con su nueva vida gracias a ti. ¡A cada uno lo suyo! Y por supuesto además el haberte juntado con el Quino, que era un señor, y tratando de protegerlo tú a él, acabó por meterte a ti en vereda. Y eso no es casualidad, amigo mío. Esas son las experiencias vitales que te tenían a ti preparadas desde lo alto. Y desde un tiempo a esta parte se te ve más prudente y más sensato, y hasta con ganas de agradar a los demás. No sé si será la edad, o es que le estás viendo las orejas al lobo como le pasaba al Quino en los últimos tiempos, y ahora estás tratando de hacer méritos para el Más Allá.
Pues que sepas que todo eso me parece muy bien. A mí me está pasando lo mismo. Pero yo lo reconozco. Yo he sido toda la vida una persona bastante egocéntrica. Sólo me interesaba lo mío. Te acuerdas que no me enteraba de nada. Te podría poner cien ejemplos y no pararía, pero desde hace un tiempo algo me está haciendo ver la vida de otra manera. Todas mis circunstancias –como diría Ortega y Gassett- parece que se están poniendo de acuerdo para darle un toque de atención a mi yo. Habría que estar ciego para no darse cuenta. Así que cada vez tengo más presente a los demás.
Lo primero fue lo de mi hermano. Tan joven irse de pronto, sin esperarlo. Ha hecho ahora seis años. Aquello nos dejó conmocionados. Pero sé que está bien y en ocasiones noto su presencia benefactora ayudándonos como un ángel de la guarda. Desde entonces puse el contador a cero en algunos aspectos, para no dejar pasar el tiempo en balde. Él debió inspirarme la lista enorme de libros que he ido seleccionando para ir leyendo poco a poco, antes de que sea demasiado tarde. Y seguramente estas líneas, en última instancia, lo que puedan al menos tener de valor, en alguna medida, se las debamos a él.
A los pocos años ocurrió lo del otro hermano gemelo. El mismo problema con diferente resultado. La misma enfermedad congénita, que cogida esta vez a tiempo, gracias al incomparable equipo médico y a la supervisión intangible de su inseparable hermano, que a pesar de su amor hacia él, no consintió en que se reencontraran tan pronto allá arriba, lo que hubiera sido un horrible dolor para toda su familia, salvándose finalmente a través de un peligroso trasplante in extremis después de tres o cuatro intentos fallidos.
Y a continuación, sin solución de continuidad, expectantes aún ante un posible rechazo del órgano vital trasplantado, nos sobreviene la terrible enfermedad de mi madre.
A mi madre hasta que no se puso tan mala y le diagnosticaron lo suyo en su abultado vientre yo apenas la veía una vez cada dos o tres meses. Ni la llamaba siquiera. Con ella me costaba mucho hablar por teléfono, porque no decía más que tonterías sin sentido, y yo no la aguantaba, porque parecía que estaba ya chocheando. Pero no era eso. Después nos enteramos que un bultito alojado en su cabeza le presionaba y le estaba provocando lentamente una pérdida gradual de la memoria. Así es que a la vez que salíamos del departamento de neumología con mi hermano, entrábamos en el de oncología con mi madre.
La doctora de turno, una vez nos hubo corroborado la extensión de su mal, echándole un vistazo a la fecha de nacimiento de mi madre y al desorbitado dígito de la báscula donde la pesó, a la que nos costó que subiera, podemos decir que prácticamente la desahució, y se pensó bastante desperdiciar el temido tratamiento químico, pues su única salvación estribaba en la correspondiente operación posterior, y ello sería imposible, a no ser redujera su volumen a la mitad. La postura médica desconfiada tenía su justificación, cualquiera hubiera pensado razonable evitarle el sufrimiento del penoso tratamiento para después no poder ser operada. Pero se trataba de la mujer que nos había dado la vida, y si existía una pequeña posibilidad nuestra obligación era explotarla, así que nos impusimos la titánica labor de adelgazar nada menos que cincuenta kilos a una persona de tan buen comer como nuestra madre en los dos o tres meses que duraba la radiación. Bien, pues como ya estás enterado, gracias a la dieta, a la medicina y a los desvelos de todos sus hijos, sobrevivió. Y desde entonces, puede hacer ya casi cuatro años, seguimos liados con el asunto. Mi hermano, trasplantado, viviendo una vida más ordenada y reflexiva con su familia, liberado ya del yugo del trabajo, y mi madre, después de asistirla durante algún tiempo todos por turno en su domicilio, ahora la tenemos en una residencia de mayores, a donde solemos ir una vez por semana los que podemos para sacarla un ratito y darle su merecido paseo, que ella ansía como ansía tu hermano esos dinerillos que le llevas cada semana para poder jugar a las cartas o al dominó con sus compañeros jubilados.
Ella primero estuvo un año en una residencia en un pueblo de la vega, a más de cincuenta kilómetros, donde fue adaptándose a su nueva vida con la esperanza de que alguno la rescatase de allí, aunque fuera temporalmente. Pero ahora hemos conseguido una plaza cerca de mi barrio, y, aunque está en una zona temible -en territorio comanche- recibe más visitas que en el otro lado, así que la veo los fines de semana, y estamos toda la mañana juntos, desde que abren las puertas hasta que entra a comer. Y no suelo faltar. Se pone tan contenta cuando llegamos, y te da unos abrazos. Dice más tonterías cada día, pero a mí no me importa. Sé que no está chocheando. Me río mucho con ella, con sus refranes del pueblo o sus historias medio inventadas, que vuelve una y otra vez a repetir como si fueran una ocurrencia reciente. Le molesta no encontrar la palabra adecuada y le da rabia cuando se equivoca que la corrijamos. Y a menudo se ríe y parece feliz por momentos, aunque se queja bastante de sus tendones, de sus huesos, y, lo peor, del aburrimiento.
Pues después de todos estos capítulos fue cuando ocurrió lo del fallecimiento del Quino, o sea, que ya llovía sobre mojado. Yo le había dejado una máquina de escribir muy antigua, una Continental herrumbrosa, para ver si era capaz de ponerla en marcha de nuevo, porque nosotros la habíamos desechado sólo con verla. Tenía todas las teclas oxidadas y pegadas en bloque, como con una capa de tela de araña. Vamos, para tirarla. Hubiera necesitado más de diez horas de mano de obra, lo que suponían unos quinientos euros según nuestra tarifa de precios oficial. Pero el cliente, el abuelo de unos niños del colegio de mi hijo, pretendía hacerles un regalo a sus nietos y no encontró nada mejor. Yo le dije que nosotros no se la podíamos arreglar, que le costaría –quedándome corto, y en el caso de que el compañero y el gerente hubieran estado de acuerdo- unos trescientos euros. El hombre, como es obvio, lo rechazó, pero cuando se dirigía a cargar de nuevo con ella, se me ocurrió que tal vez el Quino, por su cuenta y riesgo, en su tiempo libre, quisiese entretenerse con ella, así que le dije a Ramón, mi vecino, que no perdíamos nada por enseñarla a la única persona que quizás fuera capaz. Y en eso quedamos, me la dejó y le puse un mensaje a mi amigo para que viniera a echarle un vistazo. Yo pensé que aquella máquina sería demasiado trabajo para él, pero en cuanto la vio se quedó prendado. Me dijo que la conocía, que era una máquina alemana de hierro forjado de 1910 aproximadamente, que tenía las características teclas circulares, como podía apreciar, con los bordes cromados, y me fue enseñando una a una sus peculiaridades. Me explicó que llevaba tabuladores mecánicos, cápsulas estancas para cintas de dos colores con rebobinado de carrete de manivela, carro ancho para A3 o folios apaisados, retroceso automático, mayúsculas individuales o fijas, subrayado de palabras,… En fin, me dijo que era una máquina de lujo, una máquina de museo. Que le pidiera cien euros y si estaba conforme, la tendría que desmontar para quitarle las piezas más delicadas, para que no se estropearan, y sumergirla en un baño de gasolina, y luego volverla a montar y engrasarla tecla a tecla. Que después ya veríamos si salía algo más –me decía, tratando de ocultar su entusiasmo- pero que él creía que podía funcionar. El hombre aceptó con la salvedad apuntada por mí de no meter prisa al técnico ya jubilado, y de que se trataría de una cuestión personal. Así que, pasadas las fechas navideñas –recuerdo- la echó el Quino en su coche y se la llevó para su casita de campo, donde guardaba sus herramientas y sus cachivaches junto a algunas reliquias que había ido rescatando.
Pasaron los días y las semanas. Aún sin prisa, yo saludaba a Ramón a la salida del cole, quien prudentemente nunca me preguntaba por la Continental. Yo, con el tiempo, tuve que ir dándole algunas explicaciones, aunque en realidad no fuese ya asunto mío. Le dije la verdad, que la máquina se la había llevado el técnico al campo, y que con tanta lluvia como estaba cayendo en este invierno, sólo iba los fines de semana por allí, y por eso se había demorado. Cuando pasaron dos meses yo ya buscaba al abuelo para esquivarlo. El Quino me dijo que ya la había petroleado por completo varias veces, y que no le quedaba mucho. Pero la máquina no aparecía terminada. A mí no me parecía bien meterle presión, y me daba apuro preguntarle por ella cuando os acercabais a la tienda juntos, porque, aunque los dos teníamos la conciencia tranquila, ya sabes aquello de la mujer del César, que no sólo debe ser honrada, sino parecerlo.
Un día que se presentó el Quino sin ti por fin le pregunté qué pasaba con la máquina de escribir, entonces, se sonrió y, sacando su móvil, me enseñó la foto que le había hecho su familia delante de la vieja Continental en el jardín de su casa, una imagen preciosa donde se le ve sentado con un pincel en la mano, reparando la bonita máquina. Le dije que me enviara la foto con la idea de enseñársela a Ramón para que se quedase más tranquilo viendo como nuestro amigo estaba en el tajo con su maquinita casi terminada.
Pero de nuevo pasaron los días y las semanas, que es cierto que fueron la mayoría tormentosos, de lluvia y clima infernal, presagio del inesperado y funesto acontecimiento. Entonces te presentaste en la tienda con la terrible noticia: el Quino se ha muerto. Anoche de madrugada. En la cama, tranquilamente. En un instante. No se sabe por qué.
Y aunque parecía mentira, tenía que ser verdad, porque con aquello no se podía bromear. ¿Pero cómo es posible? Si estaba muy bien. Si iba al gimnasio y todo, a hacer ejercicio. Me dijiste que te había llamado su hijo para contártelo. Que mañana era el entierro y la misa a las diez en la iglesia de Santa Marina.
Yo soy muy reticente a los funerales, sobre todo cuando no es de mi familia el difunto, y más todavía cuando supone un entorpecimiento al trabajo, pero en esta ocasión no me quedaba la menor duda: yo quería estar allí, por supuesto. Llamé solicitando la autorización de mi jefe para cerrar la tienda de diez a once. Él ya estaba enterado de lo sucedido por ti, como no, los jefes se enteran de todo porque siempre hay alguno que les va con el cuento, pero lamentándolo me dijo que no podría asistir por un compromiso con su hija. Recuerdo poner un letrerito en la puerta que, aprovechando que avisaba del cierre al día siguiente por funeral, indicaba que en él se honraría precisamente al antiguo inquilino que había regentado durante tantos años aquel establecimiento con gran dignidad.
Antes de irme para la tienda esa tarde me pasé por el tanatorio para dar el pésame a sus familiares. Tras saludar a sus hijos con aflicción, llegué hasta la esposa del Quino, que estaba próxima a la cristalera donde se exponía el cuerpo de su marido. Después de asomarme, la impresión que me dejó fue como la que otros difuntos me dejaron, la sensación de que ya no estaba allí mi amigo porque se había escapado y sólo quedaba realmente una especie de funda que se parecía a él como al molde de una máscara funeraria.
Por la tarde, un desconocido con semblante circunspecto entra y recorre el interior de la tienda como hipnotizado buscando no se sabe qué. No he conseguido acordarme de lo que vino a comprar o si sólo entró a preguntar, como acostumbran a hacer por aquí, pensando en que pueda ser esto una oficina de turismo o de información. Ni siquiera puedo decir ahora si el letrero estaba ya puesto, sólo sé que –pásmense- se identificó como el párroco de la iglesia de Santa Marina, nada menos. Vaya casualidad.
Al principio le dije que yo había conocido a su predecesor, Don Rafael, porque fue profesor mío de latín en la facultad de Filosofía, y porque yo había vivido en ese barrio diez años, y allí nacería mi hijo mayor, al que habíamos bautizado en esa misma iglesia hacía más de veinticinco años. Él me habló de que conocía a su hermano, que era también sacerdote, y yo le confesé que los conocía a los dos porque además vivían en el mismo portal de mi tía, la hermana de mi madre. La conversación se encauzó siguiendo el pensamiento que debía bullir en la cabeza del religioso, que quiso hacerme partícipe de que al día siguiente tenía el funeral de una persona que no conocía. Entonces, inevitablemente, pensé en aquellos versos de León Felipe que nos hizo aprender de memoria el padre Gago en la Universidad Laboral. Decían que “para hacer bien los oficios cualquiera vale, cualquiera menos un sepulturero”. Y me sentí en la obligación de contribuir a la formación de aquel cura despistado, que se fue a presentar en el lugar donde había trabajado cerca de cincuenta años el fallecido al que iba a oficiar al día siguiente, para que yo lo informase oportunamente y pudiera tener su merecido homenaje Joaquín. Le hablé de quién había sido el Quino desde mi más sincera admiración y cariño, le dije que fue un estupendo técnico, un verdadero artesano y una persona fenomenal, querido por todos sus clientes y familiares. Poco más. ¿Quién fue el que lo envió allí? No lo sé, yo no le pregunté. Sólo puedo imaginarlo.
Al día siguiente desalojé el local con tiempo suficiente para no tener que darme prisa. Salí cabizbajo. La emblemática iglesia de Santa Marina está ubicada en el cercano barrio del mismo nombre, el más conocido de la ciudad, el del monumento a Manolete, el barrio de los toreros, que tantos recuerdos me traía, pues yo viví allí algunos de los mejores y peores episodios de mi vida. A los pies de la gran portada de la imponente iglesia fernandina, con aspecto de fortaleza medieval, un puñado de hombres taciturnos, de estatura muy superior a la media, entre los que distinguí al hijo del Quino, formando en dos hileras, empezaban a sacar el féretro de nuestro amigo, mientras una leve llovizna resbalaba por su bruñida madera.
Seguí por detrás el acompasado vaivén de aquellos tristes gigantes hasta que penetraron con el ataúd en volandas por en medio del pasillo del inmenso pórtico gótico. La gente, en un conmovedor silencio, abarrotaba la nave central y gran parte de las laterales, viéndome forzado a profundizar por un lado hasta alcanzar los escasos bancos que habían quedado desalojados junto a las imágenes adyacentes al altar mayor, traspasando la altura de la primera fila, desde donde podía ver y casi sentir los sollozos de la familia de nuestro amigo.
Frente a mí, al otro lado, sentado en una silla -te acordarás- un solitario músico hacía sonar lenta y armoniosamente una guitarra española. Y en el estrado aquel mismo ser que se pasó por la tienda como un desorientado flaneur*, presidía el acto disfrazado de súmmum sacerdote, embutido en su túnica blanca y envuelto en una ligera casulla color verde oliva, con la estola púrpura alrededor del cuello. El párroco, dejando a un lado sus modales de vagabundo, como titular que era de una de las iglesias de mayor alcurnia de Córdoba, en un alarde de reconocible profesionalidad, supo aludir a las mejores virtudes humanas del que allí se hallaba en cuerpo presente con elegancia y naturalidad, sabiendo ensalzar en nuestro hermano Joaquín tanto su laboriosidad como su amor al prójimo, de tal manera que fue sensibilizando a su auditorio hasta conseguir meter en un puño a los asistentes, que, como yo, apenas podíamos contener las lágrimas.
El punto álgido de la misa llegó cuando el versado guitarrista, algún buen amigo de la familia, muy vinculada al mundo de la música, destapó el tarro de sus esencias, demostrando estar –como cabía esperar- a la altura del magno ceremonial. Mientras los fieles se iban acercando a tomar el sagrado sacramento de la eucaristía empezaron a sonar los inconfundibles acordes de “Alfonsina y el mar”, aquella preciosa y tristísima canción en la que Mercedes Sosa evoca la trágica muerte de Alfonsina Storni, una de mis canciones favoritas, que me había servido para conocer la vida y obra de la poetisa argentina, que se suicidó lanzándose desde un acantilado, aunque según la canción lo hizo entrando lentamente por la arena de la playa. Ese triste final es evocado por ella en un breve poema póstumo y premonitorio.
El acto terminó para mí con un tierno abrazo a la familia y unas breves palabras de aliento, en uno y otro sentido. Mi lento paseo hasta la tienda de nuevo, bajo la pertinaz lluvia, con el corazón encogido, me permitiría imaginar a los familiares de mi amigo encerrando su marchito cuerpo para siempre en algún nicho del viejo cementerio de San Rafael, en la conocida barriada de la Fuensanta, donde reposan los restos de todos mis seres queridos.
Ese fin de semana, el domingo siguiente, cuando fui a recoger a mi madre de la residencia la encontré sentada junto a un anciano al que me presentó con una sonrisa picarona. Al preguntarle al salir me confesó sin rubor que ese hombre era su nueva pareja. ¡Lo que faltaba! Esta mujer –pensé- ha perdido definitivamente la cabeza. Una vez en el coche se me vino a la memoria la imagen de mi padre, y como no había decidido dónde llevarla le propuse acercarnos al cementerio para visitarlo, a él y a mis abuelos, sus padres, que –como yo- debía hacer bastante tiempo que no los visitaba.
Dejamos el coche en el destartalado aparcamiento contiguo, entre enormes charcos de agua. Entramos, y circulamos bajo los grandes cipreses entre las viejas tumbas del patio central, hasta atravesar por una puerta adintelada de la derecha. En el espacio que se abría a nuestro paso, menos abigarrado, se distinguían dos claras edificaciones mortuorias, una a cada lado. Penetramos por la segunda calle de la izquierda, la más próxima de las dos, pensando que debía ser donde se alojaba mi padre. Eran dos hileras de nichos blanqueados cubiertos de lápidas a cuatro alturas, someramente decoradas con algunas flores de plástico. Pasé mirando y leyendo de una en una hasta el fondo de la callejuela con mi madre detrás, diez o doce metros a lo sumo, pero no, no debía ser aquella su dirección. Salimos y nos adentramos en la calle siguiente, en la que enfrente, a la derecha, lucían unas espléndidas coronas, signo de que se habría llevado a cabo un entierro reciente. Continuamos y casi al fondo a la izquierda distinguimos por fin la oscura lápida de papá. Después de apartar algunas malas hierbas de su pequeño jarrón me puse a rezar, animando a mi madre a imitarme, cosa que hizo sin aparente emoción pero sin rechistar. No debió exceder nuestra estancia los cinco minutos. Y entonces pensé que no podía estar allí mi padre esperando solo tanto tiempo. Que debía estar bien, pero en otro lado, que allí simplemente estaban sus huesos o su ceniza: sus restos. Y con eso me conformé. Cuando nos marchábamos me dio por echarle un vistazo a la lápida de enfrente, la que parecía reciente y estaba llena de flores. Pero lápida aún no tenía, sólo el yeso aún blando con las iniciales: J. V. L. Un repelús repentino me subió por la espalda. Quise leer el texto de una corona, y mientras lo hacía, comprendí la verdad. Era la misma leyenda que yo había visto sobre el ataúd de Joaquín. ¡No podía ser! Pero sí: aquella era la tumba del Quino.
Me acerqué más y aparté cuidadosamente las flores que ocultaban casi por completo el frontal. No lo van a creer. Apoyada en la parte baja del hueco del nicho, sobre el material blanquecino, habían dejado una foto. Me dio un vuelco el corazón al reconocerla. Era la foto del Quino sentado arreglando la máquina de escribir.
¿Cómo era posible que colocaran a nuestro amigo en la misma calle de mi padre que había sido enterrado en septiembre del año dos mil, hacía casi dieciocho años? ¿Qué tipo de orden y organización llevaban en este cementerio?
Recuerdo que pensé que se darían eterna compañía. Que se harían inmediatamente compadres porque tenían mucho en común: ese afán por rematar bien las tareas, su responsabilidad con los clientes y con su familia, o su cariño –correspondido y oculto- por mí. Ya los podía ver echándose una partida interminable de dominó brindando con un medio de vino a nuestra salud.
Después de aquello, obnubilado y casi flotando, buscamos durante un buen rato la lápida de mis abuelos hasta que por fin la encontramos, la arreglamos un tanto, rezamos –ella pareció algo más compungida- y finalmente abandonamos el camposanto rumbo de nuevo a la residencia. Al llegar a mi casa saqué la libreta, aquella donde tenía anotados los próximos libros que tenía intención de leer, y en la que apuntaba las ideas que se me iban ocurriendo para mis torpes escritos (la acabo de coger ahora mismo para no equivocarme). Puse: “ESCRIBIR UN RELATO SOBRE EL QUINO. A.M.D.G*.” “La señal”. Y debajo, Tema: Camino de perfección. Pasión mística. (Con esto último hacía referencia al libro que había leído recientemente de Pío Baroja, con ese mismo título, y a la fiebre que sufría últimamente quien suscribe con el más allá, manía con la que torturaba obsesivamente a mis amigos más cercanos). Después esbozaba en unas líneas algunos personajes y directrices: el Quino, Diego, mi madre, mi padre, Ramón; Señales y avisos: el párroco, Alfonsina, la Continental…
Luego pasaron algunos días y me fui enfriando. Pensaba que sería mejor no escribir en caliente, sino mejor dejar pasar algún tiempo para darme cuenta si la historia tenía realmente alguna consistencia.

(Fin de la primera parte)

 

 

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Notas prescindibles:
(1) Charpa: RAE: Banda.// Cordobapedia: Palabra que en Córdoba tiene una acepción muy particular. Dícese de una reunión de amigos. Según Miguel Salcedo Hierro en su libro Crónicas Anecdóticas (página 87), fue muy utilizada durante todo el siglo XX en la ciudad de Córdoba, viniendo a referirse a reuniones de 4 a no más de 8 charpistas que se juntaban para ir al fútbol, a los toros, etc.
(2) Gemeliers: es un grupo español integrado por los hermanos gemelos Jesús y Daniel Oviedo Morilla (Mairena del Aljarafe, Sevilla, 21 de febrero de 1999).Quienes desde los 4 años se dedican al mundo de la música. Alcanzaron la popularidad en el año 2014 tras su participación en la primera edición de La Voz Kids.
(3) Chascarrillo: Cuento breve, anécdota o frase de sentido equívoco y gracioso.
(4) Según la leyenda, Rodrigo Díaz de Vivar, «El Cid Campeador», ordenó que embalsamaran su cuerpo y que así atado cabalgara en cabeza sobre su caballo Babieca en la siguiente batalla una vez muerto. Así se hizo y sus hombres al verle de nuevo, recobraron el vigor y vencieron al rey Búcar de Valencia. Quedando para la posteridad que la sola presencia del Cid Campeador atemorizaba a sus enemigos, con lo que incluso tras su muerte consiguió ganar una última batalla.
(5) Flaneur: El término flâneur (pronunciado: “flaner”, procede del francés, y significa ‘paseante’, ‘callejero’. La palabra flânerie (‘callejeo’, ‘vagabundeo’) se refiere a la actividad propia del flâneur: vagar por las calles, callejear sin rumbo, sin objetivo, abierto a todas las vicisitudes y las impresiones que le salen al paso.
(6) A.M.D.G. (Ad Maiorem Dei Gloriam): Para la mayor gloria de Dios. Para satisfacer al Altísimo.

Nuestro amigo Quino (2ª parte)

 

     A la semana siguiente recibí la anunciada visita de la hija mayor de mi amigo y de su hijo, para avisarme del día de la misa de réquiem y para darme las gracias. Les recordé que sería conveniente traerse la máquina de escribir para terminar con la última labor que había emprendido su padre, haciendo un símil con la postrera batalla que venciera el Cid Campeador tras su muerte*. Me aseguraron que así lo harían y yo por mi parte les aseguré a mi vez que podían contar con el dinero del cliente como símbolo de su victoria. En eso quedamos. Nos volvimos a ver en la misa, también con mucha gente, pero con más calma que la vez anterior, y, a pesar de mi sugerencia, lamentablemente, sin el melancólico acompañamiento musical. Abrazando a la viuda me sentí como de la familia, y la señora, con sus cariñosas palabras así me lo hizo notar.
A los pocos días me tropecé de nuevo en el colegio con Ramón y le conté lo que había sucedido con el técnico de su máquina. Le intenté trasmitir que no debía preocuparse por ella, que pronto la tendría en su poder, en cuanto sus familiares se centraran un poco y la recogieran de su casa. Recuerdo su contestación. Trató el hombre de tranquilizarme diciéndome que eso no era ahora lo más importante, que se la llevara cuando todo hubiese pasado. Y no es que todo pasara, porque hay acontecimientos que nunca acabarán de pasar, porque se quedarán con nosotros para toda la vida.
Después de unos días creí que lo mejor sería tomar yo la iniciativa de ir a recogerla con mi coche, y así se lo hice saber a la muchacha, que accedió agradecida, concertando la cita para el siguiente fin de semana.
Como la música de fondo de esta historia, que sería sin duda la de Alfonsina, aquel atardecer volvía a llover, por lo que tuvieron que cubrir la máquina con un plástico grande para que no se mojara y darnos prisa para meterla en el maletero del vehículo. Aquel intempestivo temporal, sumado al hecho de que me acompañaba mi familia, impidió demorar unos instantes el encuentro, lo que no me permitió echar un vistazo al estado en el que se hallaba la máquina de escribir. El lunes dejé un mensaje a Ramón para avisarle de que la tenía en mi poder y de que se la acercaría al colegio cuando le viniera bien. Me dijo que nos podíamos reunir al día siguiente, así que, en mi papel de mero emisario, ni la saqué de su improvisado envoltorio. Había dejado mi coche cargado en la misma puerta del colegio a primera hora de la mañana, y como siempre, tras dejar allí a mi hijo, marché andando desde mi barrio al trabajo. A las dos y cinco, una vez recogido mi pequeño estudiante, y a resguardo dentro del coche, porque estaba de nuevo lloviendo, se acercó bajo la lluvia Ramón, le abrí deprisa el capot y sin más se agachó a coger la pesada máquina y se la llevó consigo, diciendo tan sólo que ya se acercaría a lo largo de la semana a la tienda para pagármela. Bastante mojado y chamuscado por no haber recibido ni haberme atrevido siquiera a solicitar el dinero del Quino, me volví a mi casita con mi hijo esperando que el viejo no tardase tanto en pagar como el técnico había tardado en su arreglo. También pensé que el Quino no me había hablado nada de que estuviese terminada, aunque por el tiempo que transcurrió desde que me comentó que sólo le quedaba una cosilla, pensé que seguramente estaría lista. Así es que cuando se presentó al día siguiente Ramón en la tienda cargado con la máquina y plantándomela en el suelo de la entrada de mala manera, me llevé una desagradable sorpresa. No necesitaba preguntarle nada: la máquina no funcionaba. Lo primero que hice fue disculparme, le dije que yo no la había repasado, que era mi culpa y que trataría de solucionarlo yo mismo si me era posible, y que entonces le avisaría.
En cuanto salió el malhumorado sujeto de allí, me lancé a ver lo que le había irritado tanto. Me parecía natural. Las teclas seguían oxidadas, y aunque se le había caído la pátina de telarañas que la dejaba como un bloque compacto, no era una gran mejoría, pues todavía se seguían atascando, y la cinta colgaba a girones, con lo que continuaba siendo un instrumento completamente inservible.
Era un desastre. ¿Qué podía hacer yo? Me frustraba muchísimo que se quedara así el último trabajo de nuestro amigo. Y además, un cliente mareado, insatisfecho y perdido. Como a todas las realidades que tememos, tapé aquella funesta reliquia del pasado y la oculté de mi vista, mientras iba pensando en que tal vez el hijo del Quino entendiera del tema, porque su padre le hubiese enseñado. Pero luego descarté esa opción sin preguntarle al muchacho siquiera, que al cabo del tiempo me confesaría que alguna cosilla sí que sabía, por haberlas aprendido de él. Creí que esto sólo me concernía a mí, y me sentí obligado a concederme una oportunidad.
Me pregunté: -¿Cómo habría atacado el asunto Joaquín? –y procedí como si de un alumno suyo iluminado se tratara.
Saqué la máquina del sótano a la que la había relegado, la planté encima de una mesa auxiliar y comprobé exactamente las dimensiones del siniestro, la gravedad del asunto. Mirándolo positivamente, aunque el color parduzco del óxido sólo con verlo te echaba para atrás, pensé que la maquinita mejoraría con un poco de aceite y que lo de la cinta era cuestión de paciencia y mancharse un poco de tinta. Otra cosa sería que la cinta volviera a hacer su circuito completo pasando del uno al otro carrete, pero a las malas, cuando la cinta llegara al final, se podía pasar fácilmente con su simpática manivela.
Decidido ahora a intentar el milagro, me encontraba con que no disponía de los materiales necesarios. Ni tenía aceite ni un pincel para aplicarlo, ni nada, así que muy decidido, cuando cerré la tienda me fui al bazar de los chinos más próximo y me dispuse a buscar lo más básico. Seguramente habrás adivinado que el bricolaje no es lo mío, no hace falta que te lo jure, ¿verdad? Es mi mujer en mi casa la que se encarga de todo, la de dar la manita de pintura a las rejas, la de los enchufes, la de poner las bombillas y todo eso. Lo que compré fue un botecito de aceite lubricante, otro bote de espray multiusos, un bidoncito de gasolina y tres o cuatro pinceles de varios tamaños y colorines. El día anterior le había pedido a mi esposa que me trajese un puñado de guantes de plástico de una gasolinera, con lo que completé un coqueto kit de mecánico de urgencias. Me coloqué la ropa más vieja que encontré, me calcé los ligeros guantes transparentes y coloqué todos mis instrumentos a mano. Después tomé el aerosol mágico multiusos, lo removí con vigor y vaporicé con aceite todos los ángulos de la máquina. Después dejé que chorreara un rato. Se puso todo perdido, porque no tuve la precaución de dejarle los plásticos o un periódico por debajo, pero entonces todo adquirió otro color, todo brilló, y asombrosamente, la bella reliquia alemana, empezó a funcionar. Recuerdo que en una de las lecciones técnicas que me daba Joaquín cuando arreglaba sobre la marcha, delante de mí, alguna de aquellas antiguallas, me dijo que el aceite que venden los chinos como multiusos no era el que había que echarle a las máquinas, pero ahora no sé de qué tipo de máquina hablaba. Así que yo, después de sufrir aquel trauma, me puse contentísimo porque empezaba a moverse aquel artilugio mecánico infernal. De todas formas sólo se trataba del primer paso, la comprobación me llevaría su tiempo, pues como si entendiera del tema, a donde no había llegado el espray le di con alguno de los pinceles, mojados en el otro bote de aceite que había comprado, hasta no encontrar ningún resquicio oxidado. Seguidamente me disponía a desenrollar la cinta nueva que había traído de la tienda y a sacarla de sus carretes, cuando –inspirado- se me ocurrió sólo sacarla del carrete vacío, pinchar ese extremo dentro del receptáculo de la Continental e irla liando con su manivela a la vez que se desliaba del otro, y eso hice. Empecé a disfrutar con los placeres del bricolaje, extraje la vieja y apolillada cinta que tenía puesta y la fijé por uno de los extremos a una flechita que disponía el hueco redondo de la vieja máquina, e inmediatamente me puse a enroscarla, lo que hice con una paciencia infinita, pues me pareció, que la cinta no tenía fin y que jamás terminaría de liarse, calculando que debí estar así buena parte de la mañana. Pero poco antes de la hora de almorzar pude verle la punta a la cinta y, sin pérdida de tiempo la fijé al otro receptáculo, que también disponía de la flechita correspondiente. Finalmente, con cuidado pero torpemente, la pude pasar entre las hendiduras centrales, donde coinciden los tipos –como les llamaba Joaquín. Y con esto el trabajo estaba acabado. Me quité los guantes –completamente ennegrecidos- y busqué con ansiedad un par de folios en blanco, coloqué uno apaisado, y me retiré hacia atrás contemplando cómo me estaba quedando aquella preciosidad. ¡Oh! ¡Maravilloso! Sólo faltaba que encima de todo pintara. Preparé mi dedo índice diestro y apreté con fuerza una de las teclas centrales. Era, como podrás imaginar, la letra jota, porque todo había sido inspirado por Joaquín, y en su honor. Y, por supuesto, pintó.
Mentiría si te dijera que la máquina escribió perfectamente desde el principio. No, al principio se atascó alguna de ellas, y casi todas escribían irregularmente. Después de escribir dos o tres líneas y comprobar que ya no mejoraban, la dejé reposar hasta encontrar otro rato que dedicarle. Pero a primera hora de la tarde estaba de nuevo liado con ella. El descanso, como a todos, le había sentado muy bien, y la mayor parte de los problemas habían dejado de serlo. Escribió un par de líneas casi perfectas y después se atascó. Un pequeño repaso, y listo. Pergeñé el sufrido párrafo inicial del Quijote junto con una frase que aprendí en la academia de mecanografía y que contiene todas las letras del abecedario español: “Exhíbanse zafios politiquillos con orejas kilométricas y uñas de gavilán”. Y, por fin, firmé como Joaquín Villafuente, su verdadero autor.
Le hice una foto al texto y se lo envié a la hija del Quino y a la misma vez a mi vecino Ramón, convocándolo a que se pasase por la tienda a recogerla con el correspondiente dinero, pues la vez anterior, al margen de que la máquina estuviera o no terminada, no lo había hecho así, siendo su obligación abonar el pago en el mismo acto de retirar el objeto reparado, algo que como no se había llevado a cabo con anterioridad, me había puesto sobre aviso.
Ramón se presentó, contrariamente a la vez anterior, al cabo de varios días, no sé si porque le costó reunir la cantidad solicitada, o porque sus quehaceres se lo impidieron con anterioridad. Pero nada más verlo no me gustó su semblante. Venía luciendo pinturas de guerra. Venía algo más que enfadado, colérico, y, extrañamente, con una mano vendada. Sus ojos verdes brillaban con la pasión de un hombre algunos lustros más joven de los que él cargaba a sus espaldas. Empezó por decir que yo no tenía que haberle pedido el dinero. Que qué es lo que me había creído de él. Yo, inmediatamente me disculpé, y le pedí perdón si le había ofendido por aquello, pero que como la última vez no lo había hecho así, pensé que le debía dejar claro que ese tipo de tratos se resuelven de esa manera, abonando en el acto la cantidad estipulada al retirar la mercancía. Y si después salía algún problema, ya se resolvería. Sin embargo Ramón no sé si no quiso, no supo o no pudo comprenderlo así, el caso es que me dijo que él se llevaba su máquina. Y yo, oponiéndome, le objeté que si no me pagaba la máquina que no se la podía llevar.
Estaba excitado. Me preguntó que quién la había reparado, y le respondí que lo más importante lo había hecho el Quino –como ya le había indicado-, el petroleado y no sabía decirle qué más, y que, después de traerla por segunda vez yo mismo le había dado un repaso y le había colocado la cinta. La verdad.
Luego me dijo que a mí me pagaría veinticinco euros, que era lo que yo le había dicho que cobrábamos en la empresa. Y le respondí que no, que no se había enterado bien, que los veinticinco euros eran lo mínimo que cobrábamos como confección de presupuesto, aunque no se aceptara la reparación. Que el presupuesto que yo le había dado de la empresa era de trescientos euros, y que en realidad me había quedado muy corto. Pero que con los cien euros que le había pedido el Quino me quedaba satisfecho.
Entonces no sé si entendió que el dinero me lo iba a quedar yo o la empresa, el caso es que me dijo que entonces él les pagaría directamente a sus hijos, a lo cual yo no me negué. A lo que sí me negué fue a que saliera la máquina de allí sin pagar. Si ellos se podían acercar a la tienda y recoger el dinero, bien, si no tendrían que autorizar su salida. Entonces Ramón se lanzó a por la Continental y se la puso en los brazos, teniendo que forcejear con él para quitársela antes de que se acercara a la puerta, comprobando en mis propias carnes la fuerza que aquel energúmeno podía aún desplegar a pesar de su edad y de la herida que mostraba vendada. No sé si fue porque se haría daño en la mano mala o porque notó mi férrea resolución, el caso es que, un poco sorprendido, a partir de entonces pareció entrar en razón. Yo le rogué que nos tranquilizáramos, que le prometía entregarle íntegro el importe a los hijos, que yo no quería nada para mí, o que los llamáramos para que vinieran ellos a recogerla si no se fiaba de mí. Y por fin accedió a llamar a la hija, que era el teléfono del que yo disponía. La llamé y le conté el episodio, y me dijo que ella no podía venir pero que intentaría ver si su hermano estaba disponible, aunque sabía que también trabajaba. Le dije a Ramón que hablara directamente con ella, aunque pronto noté que no parecía entenderse mejor que conmigo. Me dio la impresión de que mi vecino, como mi madre, quizás sin querer, porque no se le apreciaba al hombre aparentemente mal fondo, no conseguía retener por completo todo lo que se le hablaba. Le costaba mantener la conversación con la muchacha. Por fin, abrumado de tantas palabras, me entregó el móvil y dio su brazo a torcer.
-Está bien –me dijo, desenrollando el dinero que llevaba liado dentro de su bolsillo, con todo el dolor de su alma- te lo voy a pagar.
-Claro que sí, Ramón –respondí-. Lamento de verdad esta confusión. Mi intención sólo es que la familia de mi amigo se lleve lo que se ha ganado su padre haciendo el último trabajo de su vida, se lo juro, Ramón. Que no quiero nada para mí.
-Está bien. Está bien. Perdóname. La verdad es que esta máquina es un capricho mío para mis nietos que yo he querido tener. La tendré que guardar un poco tiempo, porque ellos no tienen edad de usar todavía estos aparatos. Estoy cansado de decírselo a sus padres, que cuando sean grandes lo mejor es una máquina de escribir, y que se dejen de teléfonos móviles y de ordenadores.
Y entonces empezó a hablar de su vida. Me contó que había sido carnicero, de la familia de Sandalio Vidal, el mejor carnicero de Córdoba, famoso por cortar los filetes más finos que nadie. Como mi padre –le respondí- y como todos mis hermanos y yo mismo también, dos familias de carniceros, Ramón. ¡A mucha honra! –mentí-. Ya iba yo comprendiendo de donde había salido la tosquedad del vecino. E intuí que no sería en el gimnasio precisamente donde se habría lesionado aquel brazo de piedra con el que había forcejeado conmigo. Me dijo que en realidad él vivía en una casita de las afueras y que no era vecino del barrio, sino su hija y sus nietos, a los que recogía algunas veces por echarle una mano. Y le dije que lamentaba lo que había pasado, que pronto volveríamos a vernos en el colegio, y que era mejor que todo se hubiera arreglado. Así que cargó con su máquina el viejo matarife, y sujetándola con el brazo sano, en una muestra impresionante de fuerza, me extendió la mano herida para cerrar el asunto como hacen los hombres cuando se ponen de acuerdo. Sólo decir que ahora, unos meses después, aunque en alguna ocasión me lo he tropezado por el centro escolar y lo he saludado con corrección, me pesa aún aquel absurdo episodio y te diría que sinceramente prefiero evitarlo.
El chaval y la hija del Quino se presentaron a los pocos días a recoger el fruto de la discordia. Me aseguraron que serviría para sufragar parte de los gastos de la lápida, así que cualquier día iré a visitarla.
Y con esto debería acabar esta historia, como el Poema del Cid Campeador acaba con la gloriosa batalla que Don Rodrigo Díaz de Vivar ganó muerto atado a su caballo Babieca. Sin embargo, terminado también su último trabajo con la preciosa máquina de escribir después de su fallecimiento, tanto al Quino, como a mí mismo -espero que tengan paciencia- aún nos quedaba algo más que contar.
Todos estos sucesos encadenados uno detrás de otro, sin poder evitarlo, habrían de hacerse notar de alguna manera en mi pensamiento y en mi sensibilidad, a pesar de no haber sido yo nunca una persona demasiado reflexiva ni impresionable. Llevaba un tiempo leyendo novelas de detectives, novela negra o policiaca, como le queramos llamar, y también había empezado con una nueva serie muy bien editada –casi me da vergüenza decirlo- de las mejores obras sobre el lejano Far West, pero aunque había realizado una gran selección con los más insignes autores, ahora todo esto se me antojaban lecturas intrascendentes, faltas de profundidad e insustanciales. Por eso quise, saltándome los títulos que me había impuesto, cambiar de temática. Coincidió que por aquellos días salió un librito de un personaje que me interesaba: Ernesto Che Guevara. Como podía interesarme María Antonieta, Billy el Niño o Napoleón, digamos. El año pasado había leído la gran biografía sobre el Che de Jon Lee Anderson, un periodista estadounidense que tuvo acceso a los documentos protegidos por el gobierno cubano. Y ahora era otro viejo periodista y escritor español, Juan José Benítez, quien acababa de escribir este pseudoensayo biográfico titulado “Tengo a papá. Las últimas horas del Che”, que era un compendio de sus conversaciones con algunos de los personajes de uno y otro bando que vivieron en directo los últimos días del conocido líder revolucionario argentino. J.J. Benítez no dice mucho más de lo que ya se intuía en el libro que Anderson había escrito veinte años atrás, pero no se atrevía a publicar. Nuestro controvertido escritor e investigador español cuenta en él –resumiendo- que un líder tan potente como el Che era un peligro para Fidel, y que cuando se decantó decidida y públicamente por el sistema comunista chino en contra del gobierno ruso sin haberlo siquiera consultado con Castro, este, con el beneplácito de los rusos, se lo quitó de en medio a la primera oportunidad que tuvo, mandándolo a Bolivia para extender la revolución al pueblo boliviano, con la promesa de continuar seguidamente con Argentina, para hacerlo el máximo líder y libertador de su país. Pero en cuanto se inició la campaña lo dejó abandonado a su suerte, hasta que, tras varios meses con un puñado de hombres tirado en la selva, esquilmados, desnutridos y enfermos, pudieron detenerlo y ajusticiarlo sin piedad entre las tropas locales y sus enemigos jurados de la agencia de inteligencia norteamericana.
Este sería el anzuelo que yo mordería para continuar leyendo al prolífico autor que se dio a conocer por su serie de Caballo de Troya, cuyo primer volumen yo había leído con gusto y hasta con entusiasmo, además de otros que versan sobre el tema OVNI y sobre el Más Allá. El libro que llegó a mis manos –como inspirado por voces de ultratumba- se llama “Pactos y señales”, un curioso ejemplar compuesto por las anotaciones que su autor fue realizando durante más de cuarenta años, a lo largo de una vida dedicada a la investigación en este terreno tan resbaladizo.
Como en el texto romántico de Coleridge en el que el escritor inglés propone que si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y al despertar encontrara esa flor en su mano, entonces habría que aceptar su existencia, Juan José Benítez propone a lo largo de cuatro largas décadas ese mismo juego morboso a algunas personas amigas y familiares en los momentos cercanos a su muerte. Se pueden leer alrededor de doscientas anécdotas verídicas, si le hemos de creer, en las que propone un pacto a enfermos, más o menos desahuciados, e incluso a algunas personas ya fallecidas. Los pactos consisten en que el autor acuerda con alguien que el primero que muera de los dos le envíe al otro una prueba de que se encuentra vivo y bien en el otro lado, por medio de una señal concertada o no entre ambos. Ese libro morboso, pero insólito y tierno, divulga no sólo la certeza de un ser humano eterno, incapaz de morir para siempre, sino la creencia en una fe sencilla en Dios Padre, como consecuencia de la cual todos seríamos hermanos, proclamando el amor al Señor y a todos sus hijos como la única y verdadera razón de nuestra existencia.
Digamos para sincerarnos, finalmente, que yo soy de ese tipo de personas que se creen todo lo que le cuentan, sobre todo si son cosas que estén más o menos bien expuestas, razonadas y plasmadas en un libro. Este precisamente del que estamos hablando me produjo una considerable impresión, así que, mientras lo estaba leyendo, mis amigos más allegados sufrieron las consecuencias de mi credulidad, debiendo soportar mis elucubraciones mentales y mis pasiones místicas en forma de sermones, diatribas y reconvenciones religiosas y pseudofilosóficas, inspiradas por mi renovada fe que los textos de Juan José Benítez habían inspirado. Les conté además la serie de coincidencias que se fueron sucediendo desde la muerte del Quino, explicándoselas como si en realidad se tratasen de sucesos que formasen parte de un plan. Pero algunas cosas de las que sucedieron en esa historia, como este acto final, no me atreví a mencionarlo –aunque no me libró de que pensaran que me había vuelto loco- reservándolo para que leyeran con cierto interés el relato.
Esta historia termina cuando acabé de leer ese libro. Medio en trance, acostado en el sofá del salón, pensé, Joaquinito, hermano mío, lo siento pero ya estás viendo que te va a tocar ahora a ti. Aunque sé perfectamente que sigues vivo y en buen estado, me gustaría que hiciéramos, como todas esas personas lo han hecho, UN PACTO entre tú y yo. Y me dije para mis adentros:
-Quino, necesito que me des una señal de que sigues vivo. Que yo me entere perfectamente. Me da igual lo que me envíes. Ingéniatelas como quieras. ¿Puede ser? –le pregunté. Y entonces, aunque no escuché ningún tipo de sonido, pude entender claramente lo que mi amigo me respondía:
-Chaval, ¿más señales? ¿Es que te parecen pocas pruebas las que te llevo dadas desde que estoy en este lado? ¡Si no he parado! ¿Quién te crees que mandó a ese cura a tu tienda? ¿Quién solicitó que tocaran esa canción a la guitarra en la iglesia? ¿O quién te crees que escogió, entre los tres enormes cementerios de Córdoba, el lugar exacto donde mi cuerpo corrupto debía descansar? ¿Quién podía saber que yo quería ser enterrado al lado justo de tu padre? ¿Quién pensó en dejar sobre mi tumba, mejor que cualquier otra, aquella fotografía que me habían sacado recientemente con tu máquina de escribir? ¿O quién te echó una mano para que la arreglaras? Por cierto, también fui yo el que obstaculizó el acuerdo entre su dueño legítimo y tú. Que sepas que la máquina estaba ya reparada cuando la sacasteis de mi casa. ¿No pensarías que yo para arreglarla necesitaba más de tres meses? Lo que pasó es que la volví a estropear y a trabar el asunto para que finalmente te apuntaras tú aquella gran victoria conmigo, dándote fuerzas y la inspiración necesaria. Para terminar, te puse el cebo del Che Guevara para que mordieras el anzuelo, y fuera tu tocayo Juanjo Benítez, que tiene más labia que yo, quien te diera el toque de gracia final. ¿Más señales quieres? ¿Más pruebas?
Todo esto pasó por mi mente en breves instantes. Joaquín tenía razón, no necesitaba más. Confiaba ciegamente en que el Quino estaba vivito y coleando junto a papá y mis abuelos en algún lugar mejor que en el que estábamos aquí abajo. Así es que suspiré, cerré el libro y me quedé completamente tranquilo. Me incorporé del sofá, estiré un poco las piernas y me dispuse a escribir una pequeña reseña que suelo escribir de los libros que más me interesan, si me es posible, al terminar de leerlos. Cogí mi libreta de notas, la abrí por la última página por la que iba y…Allí estaba. Por lo menos así lo comprendí en ese momento. Y hasta ahora, es lo que sigo pensando. Ante mis ojos abiertos como platos, con la letra muy grande y clara, aparecieron de repente a la vista aquellas últimas palabras:
“ESCRIBIR UN RELATO SOBRE EL QUINO. A.M.D.G*.”
Y comprendí que esa debía ser la señal y su deseo. Esa es la razón de este escrito. Al principio creí que había sido idea mía, pero al final esta historia se ha escrito por su petición, o, en todo caso, ha sido cosa de ambos, para que mis palabras sean sus palabras.

Córdoba a 15 de junio de 2018
Entre nosotros
(A tu familia, a tu amigo Carlos, al resto de tus amigos y a los que no lo fueron tanto. A todos sin excepción.)

El precio justo

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Hoy ha entrado a la tienda un pobre a pedir. Un pobre conocido. Yo le había dado otras veces una moneda. Pero cada vez que venía se la ganaba porque lo sermoneaba diciéndole que debía buscar trabajo, que era muy joven para andar por la calle pidiendo. Hasta entonces era el único precio que debía pagar por mi generosidad.

La verdad es que últimamente no le daba nada.

Como estoy solo en la tienda, cada vez que tengo que salir a comprar tengo que cerrarla y poner un cartel para que sepan que vuelvo enseguida. Así que un día le pedí que me comprara una barra de luz fluorescente -le di dinero, me hizo el mandado, me trajo la vuelta y hasta me colocó el tubo en su sitio.

Le di un euro o dos por aquello, no lo recuerdo. Serían seguramente dos, porque venía a menudo después solicitando hacer cualquier mandado para mi.

  • Juanjo, ¿necesitas algo?

Como casi siempre coincide con algún cliente no le hago caso. Por eso ha ido demorando sus visitas, viendo que no fructificaban sus demandas. Pero hoy ha vuelto a venir.

De nuevo estaba atendiendo a una señora que se quejó porque le pareció muy caro un tintero de una calculadora. No es que fuese caro es que la mujer se trajo la máquina para que se lo pusiese yo mismo, y lo que hice fue cobrarle algo más por la mano de obra, por el servicio -y por evitar que se manchara las manos.

Hoy, en el trayecto del autobús, yo había estado ojeando un libro de Jack London que escribió después de hacerse pasar por un vagabundo durante dos meses en un barrio de los bajos fondos londinenses. Y como estaba sensible a la pobreza, cuando ha asomado la cabeza el tipo por la puerta para saludarme por mi propio nombre, le he dicho que pasara.

Me eché mano al bolsillo para darle algo, pero me encontré con una pila de esas de botón que me recordó que debía comprar dos para el peso del cuarto de baño que se le habían gastado y no estaba seguro de que mi régimen estuviese funcionando. Entonces le pedí si podía ir a comprar mis pilas. Saqué cinco euros primero, que esperaba fuese suficiente, pero por si acaso le di diez, no sin dejar de pensar que así sería mayor la tentación de quedarse con ellos y no volver a aparecer por aquí. Le expliqué dónde era, al otro lado del parque, y que tenía prisa, porque cerraba dentro de cuarenta y cinco minutos. Él salió pitando entre la gente casi sin despedirse.

  • Ahora mismo vuelvo, Juanjo.

Al minuto entra un negrito que se pone en la puerta a vender el canal por cable local y que viene a que le cargue su móvil cuando se le acaba la batería, y me dice:

  • ¡Cuidaito con ese! Que ese te monta un espectáculo por menos de nada.
  • Ah, ¿sí? ¿Lo conoces? Supongo que debe ser peligroso -respondí-, pero yo me llevo muy bien con él, a mí sólo me hace favores.
  • Es que el otro día montó un show en la tienda de mi novia porque una mujer no le dio una moneda. Les gritó y se puso atacao, que se las iba a comer.
  • Ya -le dije-, esas son las cosas del alcohol. Me imagino que este chaval bebe, porque lo he visto un par de veces en el mismo bar. Y con la bebida se pierden los nervios. A mí no creo que me grite, porque yo sólo le ayudo, me hace mandados y le doy una propina, y por lo menos se siente útil. Ahora le he dado un billete para que me compre unas pilas y confío en que no me robará el dinero, porque a la larga perdería él mucho más. Y no tiene pinta de tonto.

El negrito salió para afuera y a los quince minutos se presentó mi vagabundo, muy azorado pero contento. Me dio las pilas que le habían costado poco más de tres euros y me entregó la vuelta.

Yo cogí el billete de cinco y le entregué lo restante, un euro con ochenta céntimos creo que era. Me dio las gracias y siguió adelante su camino.

Esperé un poco y salí a decirle al negrito que ya había vuelto el otro y que todo había salido muy bien. Yo tenía mis pilas por un pequeño sobreprecio que confirmarían más tarde mi absoluta falta de mesura con la dieta y el muchacho se había ganado unas monedas. Además yo conseguí una buena venta en aquellos escasos minutos en que se produjeron los hechos y, sobre todo, me quedó una sensación de reconfortante satisfacción conmigo mismo.

Como pensé, había merecido la pena pagar un poco más por las pilas.

Juanjo Gañán

 

El chiste de los Caracoles

doscaracolesA Caramelito

Dos caracoles cantantes están en la acera de una calle juntos charlando sobre sus carreras al sol, en pleno agosto cordobés, cuando se posa una hojita pequeña de un árbol justo al lado de ellos. Se la quedan mirando y el más pequeño y rápido consigue subirse en lo alto.

  • ¡Uf! ¡Qué alivio! ¡Qué fresquita está! – mientras, el otro, el caracol más gordo y lento, llega al borde de la hoja y se da cuenta que no caben los dos. Entonces, sin cara de mal genio ni nada, le dice a su amigo cantando:
  • Quítate túú, para ponerme yoo. Quítate túú, para ponerme yoo…

Juanjo