Plaza del Obradoiro con la Catedral al frente
 

Capítulo 15 En Santiago de Compostela

Al final del Camino

Los dos en la oficina del Peregrino a recoger la Compostela
¿Cómo describir aquellos momentos finales de nuestro Camino? ¿Cómo narrar el extraño día que pasamos en Santiago?
Lo mejor será ceñirme lo más honestamente posible al cuaderno de viaje que tengo en mis manos, y empezar por escribir a partir de donde pone «En Santiago de Compostela».
«Mi sobrino no paró de llorar hasta pasado un buen rato sin poderlo evitar. Yo, más tranquilo, dejé que se fuera desahogando poco a poco, aunque el llanto le duró más de lo que nunca hubiese creído.»
Me preguntaba cuál sería el origen de aquellas lágrimas. Nadie pensaría que mi buen Romerillo fuese un ser desgraciado. ¿O lo era? ¿O lo fue alguna vez? Mi sobrino era un ser misterioso, mucho más complejo que su tío. Yo sabía que a él nadie le regaló nunca nada, como algunos se imaginan. Y a nadie le alivian las comparaciones, pues cada cual sufre lo suyo. Muchas veces nos burlábamos de él porque era muy dado a imponerse severas penitencias, a semejanza de los ermitaños de nuestra sierra, que se hicieron célebres por sus golpes de pecho y por fustigarse con dureza para alcanzar la indulgencia divina. Y en aquel momento fue eso lo que me imaginé que corría por su cabeza; que, tras los malos ratos de los dolores sufridos en las últimas etapas, de un año entero plagado de calvarios físicos, desvelos laborales y los propios de la vida familiar, por fin llegaba el momento de su liberación ante aquel santo lugar, pues albergaba el íntimo deseo de obtener la expiación de sus secretas culpas; su recompensa espiritual.
«Entramos por un rincón tras la fachada izquierda de la Catedral, según se la mira de frente. La plaza es un lugar cuadrangular de enormes dimensiones. No nos quedamos en la misma entrada, preferimos seguir andando hasta colocarnos frente a ella, para contemplarla en toda su perspectiva, y poder sacarnos desde allí las mejores fotografías posibles. Un numeroso grupo de turistas orientales pululaban delante, restándole protagonismo a la bella perspectiva arquitectónica. Con espíritu paciente y comprensivo, mientras se calmaba Romerillo, esperamos hasta el momento en que fueron desapareciendo de nuestra trayectoria visual, que llegó a despejarse hasta la misma balaustrada de la Catedral, para permitirnos entonces contemplarla extasiados en todo su esplendor».
«La plaza, medio vacía aún a las diez de la mañana, presentaba un espectacular aspecto. Nos habíamos situado sin saberlo ante el gran edificio neoclásico del Excelentísimo Ayuntamiento de la ciudad —el Palacio de Rajoy—. Al lado izquierdo quedaba otro gran edificio de estilo plateresco que ocupaba en esos días el lujoso Parador de Santiago, que había sido construido por los Reyes Católicos como Hospital para dar cobijo a los peregrinos que lo necesitasen al final de su Camino, aunque con el paso del tiempo sirve ahora de alojamiento de lujo solamente a los más acaudalados. Frente a él, en el otro lado completamente de la plaza, llamaban la atención varias casitas recuperadas de su antiguo emplazamiento, con unas bonitas fachadas rematadas por vistosas cristaleras blancas. Y al lado de estas, en el rincón más próximo a la otra fachada del Obradoiro, el Colegio Mayor de San Jerónimo, que está ocupado por el insigne Rectorado de la Universidad, que es la dirección por la que se adentra hacia la parte antigua de la ciudad.
Pero frente a nosotros captaba toda la atención la esbelta silueta de la Catedral, enmarcada por sus dos altas torres barrocas. La omnipresente lluvia gallega había ennegrecido la fachada principal del Obradoiro, que se construyó a finales del Renacimiento en el florido estilo plateresco, para preservar de la intemperie el vulnerable y valioso Pórtico de la Gloria. El día que llegamos a Santiago de Compostela, los dos sobrios edificios que escoltan la famosa fachada —el Palacio Episcopal y el Museo de la Catedral— acababan de ser remodelados, luciendo la gloriosa Catedral aquel día soleado visibles muestras de deterioro, mostrando un gris oscuro brillante muy llamativo, que contrastaba con los dos edificios más austeros y límpidos, como para ensalzarla y ennoblecerla».
«Estábamos por fin en la última casilla. Aquella era la gran oca que ponía punto y final a este juego simbólico al que llevábamos jugando los últimos días. Un juego de pequeñas aventuras y de supervivencia a una modesta escala; la del humilde peregrino. Un juego al que hemos jugado deshaciéndonos de todo lo superfluo, en el que ahora, una vez concluido, apenas nos reconocemos como los mismos que le dieron comienzo».
«Gracias, Señor —pensé yo— por todo lo que has hecho por nosotros, por cuidar de nuestros amigos y de nuestras familias estos días y por permitirnos llegar hasta aquí».
«Recé para mis adentros un Padrenuestro y un Avemaría lo más respetuosamente posible sin que se me notara en exceso, y después de sacar algunas fotografías —juntos y separados— que nos inmortalizaban en aquel emblemático recinto, tomamos dirección al edificio donde se halla la Oficina del Peregrino, para sellar por última vez nuestra credencial y poder obtener al fin la preciada Compostela, a la que nos habríamos hecho acreedores tras una semana y más de doscientos kilómetros de andadura».
«A las puertas del lugar una chica nos ofreció una habitación en una pensión cercana; la última que le quedaba, como es natural, como nos sucedió en San Mamede o en Arca do Pino, en el precioso alojamiento rural de O Acibro. O éramos los primeros en los albergues o los últimos, no hemos tenido término medio, o tenemos que esperar horas a que abran o llegamos tarde; es nuestro sino.
«Eran aún las diez y media de la mañana. Al llegar tan temprano a la meta no encontramos a nadie haciendo cola a las puertas de la Oficina. Subimos las escaleras y sólo encontramos un puñado de peregrinos dentro, pero fue entrar y empezar a llegar uno tras otro hasta formarse un pequeño tumulto a nuestras espaldas. Volvíamos a tener suerte. Entonces los funcionarios decidieron establecer dos filas para evitar aglomeraciones y problemas, a la vez que ponían en marcha los letreros iluminados con el número de orden de cada una. Sin embargo nosotros fuimos atendidos rápidamente, sin darnos apenas tiempo para rellenar un documento que se nos solicitó con los datos de nuestro recorrido».
«Escribimos el lugar donde iniciamos nuestra marcha e indicamos si el Camino lo hemos hecho por motivos religiosos, por motivos religiosos y de otra índole o por motivos ajenos a la religión».
«De mi compañero no cabía duda que optaría por la primera línea. Yo —sin estar cien por cien convencido de lo que hacía— marqué la segunda casilla, porque pensé que debía haber cierto trasfondo religioso también en mis motivaciones, aunque no hubieran sido las más decisivas. Tal vez fue naciendo esa faceta desconocida por mí nada más llegar, en aquella capilla ponferradina tan espiritual y, quizás, se fue incrementando poco a poco con el correr de los días».
«Compré un tubo para guardar la Compostela y me la llevé así, protegida, dejando una pequeña aportación para la causa».
«Al salir nos encontramos de nuevo con la joven de la pensión, que nos acompañó a ver qué tal veíamos el susodicho alojamiento que distaba apenas diez metros de donde estábamos. Un portalón destartalado daba acceso a unas escaleras de madera rectas muy altas, por donde se accedía a la vivienda. Nos recordaba a la vetusta barraca del terror de la feria. Al girar a la derecha se abría un largo pasillo con grandes y viejas puertas a uno y otro lado, por donde podría haber rodado un niño con su triciclo o haber aparecido una pareja de niñas espectrales con sus vestiditos azules. Llegamos hasta el final del oscuro pasadizo siguiendo a la muchacha, que si llega a girar la cabeza la habríamos creído la propia niña del exorcista, cargando con un manojo de llaves de hierro. Sacó una enorme y la metió en el gran orificio de la última puerta —la más desconchada—, debiendo girarla con la ayuda de las dos manos. Rechinó el mecanismo antediluviano y giró dos o tres veces, hasta que se empezó a abrir el portón chirriando dolorosamente sus goznes herrumbrosos. La chica se atrevió a entrar y nos invitó a hacer lo mismo. Nos dijo:
—Podéis pasar, no tengáis miedo.
Y pasamos. No apreciamos ningún ectoplasma flotando ni ninguna presencia demoniaca detrás de la puerta, aunque lo esperáramos. Era una habitación grande y alargada que daba a la calle por un ventanal a la derecha, con dos camas medianas a lo largo y una más grande al fondo pegada a la pared con un cabezal de barrotes metálicos. No había vestigios tampoco de ninguna venda colgando ni de cojines acolchando el barandal. Mi sobrino me sonreía como adivinando mi pensamiento. La verdad es que era una amplia habitación donde todo parecía limpio y ordenado, y no nos pareció mal que nos sobrara una de las camas; para poner las mochilas o para lo que hiciera falta. Eché de menos, eso sí, un cuarto de baño, pero enseguida la diligente chica nos condujo de nuevo al tétrico pasillo kubrickiano donde se ubicaba un cuartucho tan cochambroso que daba grima pensar en ducharse allí dentro. Esa era nuestra propuesta, por veinte euros cada uno no se podía pedir mucho más; o lo tomábamos o lo dejábamos pasar. Miré a la muchacha, después a Romerillo y bajé la cabeza, sucumbiendo. Total, si ya estábamos dentro.
—«Tito, —me dijo cuando se alejó un poco la chica diabólica— para lo que nosotros lo queremos nos sobra: para ducharnos, dejar las mochilas, dormir un rato la siesta y pasar aquí la noche, no está tan mal —e insistió—: Yo he estado en sitios peores».
—«Pues yo no —contesté—. Pero acepté».
Le pagamos por adelantado, dejamos las cosas encima de aquella tercera cama que pegaba a la pared —por si estaba poseída— y nos duchamos deprisa para poder llegar a las doce a la Misa del Peregrino. Pensé incluso en rociar la llave de nuestra mazmorra con agua bendita, para exorcizar los efluvios malignos que pudiese albergar la habitación. Pero al llegar a la Catedral se deshicieron de mi mente todas las objeciones, así como algunos viejos y nuevos rencores. Después, comiendo, volvería a contarme mi sobrino que, de más joven estuvo en sitios peores que aquella vieja pensión, en alguna de sus escapadas por los rancios caserones de nuestra España rural. ¡No quería ni pensar en cómo habrían sido entonces!
Llegamos con media hora de adelanto al mítico templo que acoge el sepulcro del Apóstol Santiago. El famoso Pórtico de la Gloria del maestro Mateo estaba todavía en obras, y había que penetrar con cuidado para no topar con los barrotes de los andamios, si bien, así incluso se realizan visitas guiadas que muestran el proceso de restauración de las bellas esculturas. Abajo, a un lado de la entrada, enmarcado también por una valla protectora, se veía dentro de una columna la estatua del Apóstol en reconstrucción, esperando a que cuando esté lista vuelvan a posarse allí las manos de los peregrinos. Mientras tanto, los fieles turistas y peregrinos se tenían que conformar con inclinar su cabeza y extender el brazo al estilo del antiguo saludo romano, como diciéndole al santo:
—¡Ave, Santiago! Los que hemos sobrevivido te saludamos.
Era un domingo de mediados de agosto en la capital cultural de Galicia, un día marcado en el calendario de muchas personas más o menos creyentes, venidas de lugares lejanos, mayoritariamente a pie, para acudir a estas horas a la llamada de uno de los lugares más sagrados de la Cristiandad, por lo que esperábamos hallarlo completamente abarrotado. Pero no fue así. He de reconocer que para faltar aún media hora para la celebración de la misa, los bancos se hallaban en ese momento completamente ocupados, aunque el recinto no me dio la sensación de estar lleno. Me impresionaron los altísimos techos que terminaban en una esbelta bóveda de cañón, las descomunales dimensiones de las columnas adosadas que rodeaban los enormes pilares, unas medidas que empequeñecían las dos largas filas de bancos que apenas cubrían dos estrechas franjas del suelo de la espléndida nave central.
Nosotros nos colocamos echados sobre sendas columnas de un mismo pilar, inevitablemente de pie, bastante lejos del Altar Mayor, donde unas monjas ensayaban algunos cánticos armonizando las voces del coro antes de los oficios principales, haciendo repetir su pegadizo estribillo gregoriano a los feligreses allí congregados, que ya empezaban a elevar el espíritu con solo escuchar aquella especie de música celestial.
Minuto a minuto las naves laterales incrementaban su trasiego de fieles, y la parte posterior de la Iglesia se fue llenando con gran número de grupos y asociaciones atestados de peregrinos, que llegaban hasta debajo del propio Pórtico de la Gloria. Faltaban quince minutos para empezar la Misa y un gran número de personas se hacinaban sentadas sobre el pie de los confesionarios y hasta en el mismo suelo, pegadas a las paredes. Se podía estimar el aforo del recinto en razón al volumen creciente del gentío. Un puñado de acólitos y monaguillos se tomaban muy en serio su responsabilidad de poner orden en el sagrado recinto, haciendo callar a los menos respetuosos recriminando sus actos con su sola presencia o mediante reconvenciones severas a través del micrófono; aunque fue empezar el acto y quedar toda la Catedral en absoluto silencio.
Comenzó la Sagrada Liturgia en un tono menor del que nos habían acostumbrado las angelicales voces del Coro, lo que nos hizo perder las primeras palabras de bienvenida. Pero pronto captamos que el sacerdote en realidad lo que estaba haciendo era repasar una lista de los peregrinos que habían llegado ese día a la ciudad compostelana, empezando por los lugares más lejanos, nombrando incluso sus nacionalidades o provincias de procedencia. Estuvimos muy atentos a escuchar nuestros nombres cuando le tocó el turno a la villa de Ponferrada. Como pudo oírlo a la vez tan magna audiencia, escuchamos:
—«Desde Córdoba, los peregrinos Alonso Quesada Romeral y Santiago Montes del Campo».
Los demás nos resultaba difícil identificarlos, porque el sonido dejaba bastante qué desear, pero nuestros nombres y apellidos los pudimos oír a la perfección, emocionados. Fue un bonito detalle que nunca se nos olvidará.
Cuando pasó ese momento tratamos de encontrar un sitio mejor para continuar el resto del acto. Mi compañero fue a ubicarse en una zona próxima buscando la salida de un altavoz cercano. Pero lamentablemente sólo halló ese hueco. Yo, por mi parte, al cabo de unos minutos, encontré un espacio en el suelo que quedaba frente a una de las pantallas, por lo que no dudé en lanzarme al fresco mármol, recostando la espalda sobre la propia pared, por lo que incluso conseguí una visión del altar más cercana y terminé de asistir al sacramento de la Eucaristía enterándome de todo. Aquella forma mucho más descansada, que cuando empecé a ver a otros adoptarla, me pareciera algo irrespetuosa, finalmente la consideré tan noble como la de quienes lo tuvieron que hacer de pie o los que prefirieron hincarse de rodillas, tratándose como era el caso de peregrinos tan fatigados como yo o como los muchos colegas que me acompañaban. No era ninguna falta de respeto y los motivos estaban más que justificados.
Así me quedé el resto de la misa, recogiendo y extendiendo mis piernas para no estorbar el paso. Sólo me levanté faltando ya poco, cuando el cura nos animó a darnos fraternalmente la paz, que me levanté de mi duro asiento para darle un cariñoso abrazo a mi querido sobrino, para terminar de reconciliarnos.
No sé lo que las mentes de todas aquellas personas —mayoritariamente peregrinos— estaban pensando en aquellos momentos escuchando las palabras del sacerdote en esa celebración especial de la Santa Misa. Supongo que con la energía positiva que se alojaba en el interior de aquellas almas, se podrían haber movido montañas. Como yo mismo, los veía a todos ellos tratando de concentrarse en el acto, ofreciendo toda su espiritualidad, dejándose invadir por las evocadoras oraciones del clérigo. Igual que me dejé inundar del tibio sol gallego en la bonita casa rural de A Rúa el día anterior, abría ahora mi corazón a la Gracia Divina, como si se tratara de un penetrante aroma a rosas o a azahar. Las sensaciones eran las mismas que desbordaban los sentimientos de cualquier niño tras haber comulgado por primera vez. Creo haber dado las gracias a Dios cien veces por múltiples cosas, pero sentía que no tenía necesidad de pedir nada más para mí. Sin embargo al día siguiente, en el coche camino de Córdoba, escuchando música Country a cien kilómetros por hora, me creí en la obligación de rogar por la salud de mi hermano, aunque no lo hiciera en su momento dentro de la Catedral por un imperdonable descuido, pues suponía que Dios, como se decía, debía estar en todas partes, y no sólo escucharía las plegarias de sus fieles en los lugares sagrados. De Romerillo, más capillita que yo, habría esperado su confesión en aquella magna celebración, pero dejó pasar la oportunidad alegando premura de tiempo.
Terminada la misa esperamos un poco a que se decidieran por fin a lanzar el botafumeiro. Pero no tuvimos esa suerte, el espectáculo se canceló al parecer por una inoportuna avería, por lo que apenas pudimos atisbarlo en su sitio desde lejos. Seguí a mi sobrino por detrás del Altar Mayor, buscando al Apóstol al que los feligreses abrazan como una muestra tradicional de afecto religioso, pero para nuestro asombro, encontramos toda la girola trasera cubierta por una interminable cola para llegar hasta el Santo, por lo que desistimos de nuestra intención y, tras dar una vuelta viendo los cuadros y otras figuras de la imaginería jacobea, salimos de la Catedral visiblemente cambiados.
Caminamos perezosamente por las calles y plazas adyacentes, pasamos por La Fonte dos Cabalos en la Plaza das Platerías, que termina en una gran escalinata que comunica con la Praza de Quintana de Mortos, buscando ya un lugar donde sentarnos a almorzar. Nos tropezamos con varias tiendas repletas de los bonitos recuerdos del Camino, en las que mi sobrino no veía el momento de pararse, por lo inconveniente que resultaba cargarse en ese preciso instante. Los bares y restaurantes desplegaban a esas horas completamente sus veladores, invitando a degustar el delicioso pulpo, su rico marisco o su tierna y sabrosa carne de ternera, pero nosotros no habíamos conseguido aún despegarnos la etiqueta de la austeridad jacobea, y nos conformamos con imaginar la felicidad de los numerosos comensales, disfrutando con fruición de sus exquisitas viandas. Una humilde y funcional pizzería algo apartada nos daría cobijo, donde pudimos satisfacer con calma nuestra pura y simple hambre.
Al salir del restaurante italiano, camino de la pensión, nos topamos de frente con dos chicas cordobesas con las que coincidimos en las proximidades de Melide, población hasta la que llegamos juntos charlando durante un rato por cortesía, pues una de ellas era conocida de la profesión de don Alonso. Ahora venían buscando un lugar para almorzar, y como nosotros lo habíamos encontrado bueno y barato, le recomendamos la susodicha Pizzería, por lo que Romerillo decidió acompañarlas amablemente al lugar, quedándome yo solo siguiendo la dirección de nuestro cochambroso alojamiento. Yo aproveché ahora que no estaba mi censor para comprar unas elegantes camisetas con motivos alegóricos del Camino de Santiago, dejando para la tarde, más tranquilos, los demás regalos. Luego me enteraría que él también estuvo comprando recuerdos y había conseguido hacerse con todos los que precisaba.
Pasé por la acera del ventanal de nuestra habitación y eché un vistazo hacia adentro. No se veía gran cosa, pero por un momento me pareció apreciar el movimiento de una persona o de unas sombras dentro, a pesar de disponer de unas viejas celosías de tablitas entrecruzadas. Llegué receloso al portal, pensando en que tal vez nos hubiéramos metido al final en una verdadera trampa. Recorrí el oscuro pasillo del Resplandor con la piel erizada hasta el rincón de nuestra puerta. Pensé en que tal vez don Alonso me hubiera adelantado mientras compraba los regalos, como en el cuento de Perrault se adelantó el Lobo ladino a Caperucita, camino de la casa de su abuela. Por un momento creí en la bipolaridad de mi sobrino, creyéndolo un Míster Hide vengativo. De hecho, para no asustarme, golpeé varias veces la puerta, y sólo la abrí cuando nadie contestó a mi llamada. Entré y no encontré a nadie acostado ni debajo de las camas, ni a Alonso, ni al Lobo ni al Dr. Jeckyl ni a Mr. Hide, ni siquiera a la abuelita, por lo que respiré más tranquilo. Me puse cómodo, me acosté y cuando llevaba un rato dando tumbos en el chirriante lecho del cuchitril que alquilamos como alojamiento, fue cuando llegó mi sobrino. Tratamos de dormir cerrando las persianas y los contrafuertes del ventanal, pero, aunque sólo nos faltó clavar tablas encima como se hace a la espera de un huracán, no conseguimos acallar completamente las conversaciones de los transeúntes, que pasaban hablando a pocos centímetros, como si sostuvieran una conversación con nosotros. Algo, de todas formas, dormimos.
Al despertar decidimos salir a comprar el billete de autobús para el día siguiente viajar hasta Ponferrada, nuestro laberinto de salida, para después visitar el centro comercial Área Central, donde ponían una película nueva de Spielberg y donde, tal vez, cenar. Sin embargo nuestros planes se verían una vez más alterados. Alonso se despertó enfermo, con molestos síntomas de alteración intestinal. Tenía un fuerte dolor de cabeza y de estómago, parecía tener algo de fiebre y ganas de vomitar, como si le hubiese sentado alguna comida mal o como si le hubiese invadido algún virus maligno. En aquella vivienda podía haber cogido cualquier cosa. ¿Sería aquella la trampa definitiva? Recién despertado recordé los temores a mi llegada. No era capaz de creer en leyendas de casas encantadas ni algo que se le pareciera, por muy mal aspecto que tuviese esta y aunque se encontrase ubicada en tierra de meigas, pero era de dominio público que algunas viviendas viejas, húmedas y mal ventiladas, conservan gérmenes nocivos para la salud, y pueden ser el origen de graves enfermedades víricas e infecciosas.
Decidimos encaminarnos a la estación de autobuses a pesar de su estado, pues no queríamos correr el albur de esperar al mismo día del viaje. En principio confiamos en nuestro medio de transporte favorito; nuestras propias piernas. A nuestro paso no perdimos la oportunidad de hacernos unas fotografías en los lugares más atractivos, aunque el semblante de mi amigo no invitaba al género del retrato, sino más bien al de la foto monumental o paisajística. Romerillo a medida que avanzábamos se iba sintiendo peor, por lo que optamos definitivamente por tomar un taxi, después de sacar los billetes para las diez menos cuarto del día siguiente. Pedimos al taxista dirigirnos al ambulatorio o al hospital más próximo, donde pudieran diagnosticar de urgencia cuál era su mal y le dieran una solución al menos paliativa.
No tardamos más de diez minutos en llegar a las Urgencias del Hospital Clínico Universitario de Santiago, donde tras una breve espera de un par de personas, asistieron a mi sobrino. Yo trataba de cuidarlo como una madre, mimándolo con tranquilizadoras palabras, aunque el enfermo, muy dolorido, no parecía dar muestras de recuperación y seguía con el corazón encogido. Al pedir los datos del enfermo tuvimos que llamar a su esposa para que nos diera el número de la tarjeta sanitaria, pues la había dejado allí olvidada, dando nuevamente muestras de su proverbial austeridad. Cuando lo llamaron y entramos por la puerta del servicio médico de guardia nos esperaba una grata sorpresa, el doctor era una simpática doctora de lo más aparente. Creo que en aquel momento le desaparecieron todos sus males. De pronto empezó a sonreír y a charlar como el alegre Romerillo que yo conocía, hasta el punto que la facultativa en cuestión se volcó en miramientos y gentilezas para con su paciente. Lo cogió de la mano y le tomó la temperatura, le auscultó detenidamente su torso desnudo con el estetoscopio, calculó las pulsaciones y realizó el resto de comprobaciones rutinarias con eficiencia, rapidez y siempre con una sonrisa, como la más valiosa de los personajes de aquel entretenido juego de PC en el que había que construir un hospital con todas sus clínicas y contratar al mejor personal posible para atender y curar a los pacientes que iban llegando para que no se murieran o se declarara una epidemia. El diagnóstico descartó cualquier problema de gravedad. Nos insinuó que lo más seguro es que estuviera incubando un simple resfriado, que los dolores de estómago se deberían a los días que llevaba sin entrar al cuarto de baño con la tranquilidad necesaria y que la pizza reciente le habría causado los vómitos, pues habría servido de espoleta para hacer estallar en su organismo el aviso de que algo no marchaba bien. Le recetó un paracetamol y un laxante, que salimos a buscar a las diez de la noche, cuando abandonamos el hospital con dos besos surrealistas de agradecimiento de mi sobrino a la eficaz y guapa doctora. Un taxi nos trasladó a la farmacia de 24 horas más próxima al Área Central, donde llegamos con tiempo para sacar las entradas para la última sesión de la película "Súper Ocho". Unas palomitas servirían de cena para nosotros aquella noche, que mi sobrino se fue administrando con cuentagotas, junto a los medicamentos, que poco a poco le fueron restituyendo a su estado físico normal.
La película profundizó en las paranoicas llagas que abriera nuestra mansión maldita, ya que trataba de unos jóvenes aficionados al cine de terror que pretendían rodar una película de zombies y monstruos, en el rodaje de la cual captaron por casualidad las imágenes de un misterioso accidente de tren que al parecer transportaba clandestinamente material clasificado por la CIA como extraterrestre. Una peli extravagante pero simpática que nos dejó un buen regusto para terminar nuestro último día de viaje.
Llovía cuando salimos del cine, para enfatizar la melancólica despedida. El taxi nos dejó en la misma Plaza del Obradoiro, para desear las buenas noches a la Catedral jacobea, por lo que hasta nuestra pensión tuvimos que cubrirnos con los chubasqueros para no reverdecer nuestros amenazadores resfriados. Entramos cautelosamente al desvencijado portal de los horrores, recorrimos sus pasillos sin separarnos el uno del otro, hasta llegar al último rincón donde quedaba nuestra puerta, que abrimos deprisa haciendo el menor ruido posible, para colarnos dentro en un último suspiro hasta que por fin encendimos la tenue luz del interior con uno de esos apliques de pellizco tan característicos de los primeros tiempos de la luz eléctrica. Tardé en quedarme dormido lo que tardé en repasar los regalos que aún necesitaba adquirir. Pensé en llevarme la concha y la calabaza —instrumentos para administrar el agua del peregrino—, algunos imanes con los típicos símbolos jacobeos y, tal vez, algún recuerdo de los templarios, como los que habíamos visto en Ponferrada; nada más. Después caí en un profundo sopor, un duermevela en el que se amontonaban vagas imágenes de muertos vivientes sanguinolentos en una especie de oscura batalla contra seres alienígenas con los cuerpos flácidos, alargados y con cabezas grandes y deformes. Fue una larga y terrible pesadilla que se mezclaba con las idílicas sensaciones de mi cuerpo desnudo tomando el sol y disfrutando de un reconfortante masaje en mis acalambradas piernas, con lo que me desperté con una sensación agridulce.
Documentos adjuntos a esta publicación
Romerillo saliendo de la plazaRomerillo en la fuente de los CaballosRomerillo en el pasillo de la pensiónRomerillo en su cama de la casaEl tito en el humbral de la ventana de la casaEl tito en una céntrica plaza santiaguesaEl tito en las escaleras de una plaza de SantiagoRomerillo en la fachada lateral de la CatedralRomerillo asomando a la plazaEl tito posando ante un bonito edificio de SantiagoRomerillo marchando meditabundo y enfermo
 
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