Capítulo 14: Tocata y fuga para Santiago

7ª etapa: Arca do Pino-Santiago (20 Km)

En Monte do Gozo
Eran las doce y media aproximadamente del sábado veinte de agosto. Acababa de llegar Romerillo, destrozado, una hora después de mí, a la espléndida casa rural O Acivro (El Acebo) en la población coruñesa de Arca do Pino. Lo dejé en la pequeña habitación lamiéndose sus heridas y salí a colgar la ropa a los tendederos. Completamente solo en el verde recinto, usé las pinzas de madera dispuestas para tal fin y, por una vez, pude situar con holgura la colada. Terminadas las labores domésticas me dispuse a realizar un reconocimiento de las instalaciones.
¿A que no saben lo que descubrí? No me van a creer: ¡Una piscina! Sí, una piscina espectacular –o eso me pareció a mí- para disfrutar de aquel soleado día al final de la jornada: ¡el paraíso terrenal! Entré de nuevo a colocarme mis bóxers negros de senderismo, que eran los más apropiados para usarlos de bañador y le dije a mi sobrino que lo esperaba bañándome.
La piscina ovalada se aupaba sobre un promontorio y estaba separada del jardín por una bonita valla de madera que la rodeaba, por lo que no la había descubierto antes. Algunas hamacas azules y blancas dispersas sobre el tupido césped acababan de darle una nota de confort. Después de un buen rato con los pies metidos en la reconfortante agua fría que salía por un ancho caño de pvc, me di un buen chapuzón, nadando de punta a punta para entrar en calor y contrarrestar la gélida temperatura. Floté durante unos minutos recostando la cabeza sobre el redondeado bordillo, cerrando los ojos y dejando que el sol acariciara mi rostro. Después salí y me quedé tumbado en una hamaca a esperar a mi compañero. Disfruté de la templada temperatura del mediodía gallego que acariciaba mi cuerpo, del relax y de la suave y casi mágica soledad del lugar. Disfruté como sólo el cansado caminante es capaz de hacerlo. Pensé en mi mujer, en mi hijo mayor y en mi hijito pequeño; en mi hermano que seguiría recluido en el hospital. En ese instante rememoró el tito en su diario las sensaciones que el protagonista de La Invención de Morel experimentaría tras descubrir la eterna soledad a la que le habría destinado su autor, Bioy Casares, el viejo amigo de Borges.
De pronto la realidad se hizo presente en la forma de otro ser humano que entró en el recinto procedente de los apartamentos adyacentes, deshaciendo el hechizo del momento y recordándome que el hombre es fundamentalmente un ser social. Nos saludamos e inmediatamente me manifestó estar encantado como yo con la calidad de los alojamientos. Después llegó su señora, que a diferencia de la mía no era de ficción, y un poco más tarde la pareja que los acompañaba en su apartamento y en el Camino, todos de carne y hueso también. Al parecer viajaban con la reserva hecha de la casa rural, que les había salido por cien euros a los cuatro, un apartamento con dos habitaciones; a veinte euros por persona; un excelente precio igualmente. Además también traían el resto del viaje contratado, y todo más o menos de ese nivel: ¡qué alegría! Nada que ver con los padecimientos y vicisitudes de los pobres peregrinos alojados en las vetustas pousadas galegas o en los abarrotados albergues de la Xunta.
Al momento se presentó Romerillo y se echó en la tumbona que le tenía reservada a mi lado. Como tampoco llevaba bañador y sus calzoncillos no eran tan deportivos ni apropiados como los míos, decidió no bañarse. Tomamos un rato más el sol y plácidamente se fue haciendo la hora del almuerzo. Para nuestra suerte teníamos un restaurante en el propio establecimiento hostelero. A pesar del aparente lujo del mismo disponían de un económico menú del peregrino por doce euros, así es que encantados de la vida fuimos los primeros en acomodarnos a la mesa, acompañados de un joven camarero que nos recitó de memoria las cuatro alternativas que barajaba ese menú.
Mientras esperábamos la comida pedimos una botella de vino tinto de la tierra, que vertimos en un par de copas enormes de cristal. Poco a poco se fue rellenando el saloncito con algunos comensales más. Nos sirvieron con prontitud y esmero unos sencillos y limpios platos sobriamente decorados, al estilo de la nueva cocina de vanguardia. Allí degusté la mejor ensalada de pasta de mi vida, compuesta por pequeñas espirales cubiertas de verdura fresca y algunos trocitos de fruta, todo escarchado con un delicioso queso Provolone argentino. Una delicia para el paladar más exquisito. Y de segundo plato: pollo con patatas, simplemente. Pero qué pollo campero saboreamos. ¡Qué matices a especias nunca antes degustadas! ¡Qué guarnición de patatas panaderas, tostaditas y caramelizadas! Sin duda este cocinero sabía bien lo que se hacía. Cerramos el tercio con un dulcísimo postre de arroz con leche, que me dejó un delicioso regusto en el paladar.
Hipnotizados por los embriagadores néctares alcanzamos nuestras camas con presteza. Caímos a los colchones como desde una tercera planta y dormimos una profunda y reparadora siesta con el cuarto en penumbra, en el más absoluto silencio y arropados por una tibia temperatura. Probablemente soñaríamos con un largo y tormentoso camino que nos hubiera conducido del Purgatorio hasta el Paraíso.
Romerillo se levantó antes y salió al jardín para hacer vida social. Encontró a un par de mujeres cordobesas no demasiado guapas –rara avis- ni demasiado jóvenes, pero simpáticas y de fácil conversación. Yo apuré un poco más, acurrucado en brazos de Morfeo, y cuando salí me dirigí directamente a la piscina. No estaba sola. Únicamente quedaba una tumbona vacía; suficiente. Al tenue sol de la tarde encomendé mi cuerpo hasta desear el baño. Tras el refrescante chapuzón me sequé al sol y, después de unos minutos tumbado, decidí retomar el hilo de mi diario, con la intención de que no quedara en el olvido ningún momento importante de la jornada. Tan a gusto, las líneas brotaban sin esfuerzo como ahora camino de Ponferrada en el autobús, después de que todo haya acabado.
Cuando se hizo la hora de nuevo cenamos en nuestro Restaurante de cinco tenedores y sin más preámbulos preparamos las mochilas para el último día. Además aclaramos cómo terminaríamos nuestro Camino. La idea vigente era aprovechar los dos días de etapas que habíamos conseguido reducir para alargar nuestro recorrido hasta Fisterra. Pero la lesión de Romerillo impedía que siguiéramos juntos, por lo que decidimos que yo andaría dos jornadas solo, mientras él recogía el coche en Ponferrada y lo conducía hasta el punto final de mi Camino, donde nos juntaríamos.
El plan era llegar pronto a Santiago, hacer la cola de la Compostelana con nuestra credencial repleta de sellos, hacer después la cola de las mochilas a las puertas de la Catedral para tocar el Santo, y estar listos a las doce para entrar a la Misa del Peregrino. Mi sobrino debía encontrar albergue allí mismo para partir al día siguiente en el autobús hacia Ponferrada a por el coche y dirigirse a mi encuentro en Fisterra. Y yo debería buscar la estación de autobuses al salir de la Catedral y coger el primer transporte rumbo a Negrissa, donde me debía alojar para hacer dos etapas andando solo hasta el cabo de Finisterre, lugar en el que me estaría esperando Romerillo con los brazos abiertos para quemar alguna de nuestras prendas como era tradición. Finalmente con el coche juntos haríamos una rápida visita turística a Muxía y desde allí emprenderíamos el camino de vuelta. Pero nada de esto ocurrió.
Pusimos el despertador temprano –tempranísimo: a las cinco menos cuarto. Dormí estupendamente, pero cuando sonó la alarma del móvil tenía todavía mucho sueño. Mi sobrino me dio un manotazo para despertarme que no me agradó. Me incorporé sentado en la cama mientras mi compañero bullía nervioso por la habitación, terminando de disponer su mochila. Mientras iba de aquí para allá tarareaba una machacona melodía infantil que habría podido volverme loco de durar mucho más. Cuando aún no había entrado yo al cuarto de baño él ya estaba listo, y me dijo que se iba, que me diera prisa para alcanzarlo por el camino. Y así salió corriendo como alma que persigue el diablo, dejándome con todo por recoger, adormilado y atónito. Cuando me quedé solo en la estancia apareció la sombra de un sujeto por la ventana como un fantasma, que con una voz quejumbrosa me pidió un vaso de agua. Le respondí asustado que estaba cerrado y que no se podía abrir –la verdad- para podérselo alcanzar. Me dio las gracias con frustración y siguió su camino. Eso es al menos lo que yo esperaba, no se fuera a quedar agazapado esperando para asaltarme.
Mi primera reacción al quedarme solo fue de sorpresa, aunque poco a poco me fue invadiendo, mientras salía a la oscuridad del jardín, una suerte de desamparo, vacío, miedo e ira contenida. Por lo pronto agarré mi bastón telescópico y puntiagudo blandiéndolo como si fuera un florete, por si el individuo en cuestión permanecía aún por allí, porque yo estaba dispuesto a defenderme. Gracias a Dios no apareció, así que con la mochila en la espalda mi fiel palo metálico en la mano diestra y la luz de la linterna en la frente, atravesé la barrera de la entrada de la casa rural como un espectro, dispuesto a meterme en la más profunda oscuridad, con la incertidumbre de encontrar la dirección correcta y con la esperanza de que mi sobrino no se hubiera alejado demasiado.
Salí hacia la derecha de la carretera y caminé despacio por el asfalto durante un buen tramo, fijándome con atención en las bifurcaciones, apuntando con la luz de mi cabeza en busca de la flecha amarilla salvadora. Era la noche más negra que había visto en toda mi vida. Ni una estrellita o un resquicio de rayo de luna iluminaba ligeramente el cielo. Después de recorrer un tramo entre intrincados tapiales, me pareció vislumbrar a la izquierda la entrada a un bosque de altísimos eucaliptos, por donde iban entrando los peregrinos más madrugadores cargados con sus mochilas, así es que me dispuse a seguir por allí a cierta distancia a una valiente chica que caminaba sola, a una distancia que me permitiera sentir su compañía sin intimidarla demasiado. El primer túnel de árboles lo atravesamos rápidamente, saliendo por la aldeíta de San Antón, pero al pasar sus cuatro lúgubres casas nos volvimos a meter por otro inmenso bosque de robles –que los lugareños llaman carballos- acompañados de eucaliptos y otros árboles de gran porte, que no me paré a identificar, porque bajo sus descomunales copas no conseguía sentirme a salvo de ningún tipo de maldad: fuera animal o humana, normal o paranormal.
Durante las dos horas aproximadamente en las que estuve andando a oscuras en solitario no puedo asegurar que sintiera pavor en ningún momento, mentiría si lo dijera, pero tampoco fue un placer precisamente ni la más agradable de las experiencias. Por otro lado, si exceptuamos un par de ocasiones en las que no estaba seguro de seguir el camino correcto hasta vislumbrar las flechas confirmando la dirección, se puede decir que caminé con seguridad, pero una equivocación –a las que soy propenso- en un cruce, hubiera supuesto como mínimo un trastorno y un retraso grave. Si quieren que les sea sincero –como hasta ahora- de todas formas, en ningún momento me maté por acelerar el paso para alcanzar a mi fugado acompañante, lo que no quiere decir que no lo echara de menos, hasta el punto de irritarme por la absurda decisión que había tomado sin consultarla siquiera. Sin embargo del iracundo estado inicial pasé a otro más templado en el que tomé una firme decisión, la de desechar por completo la posibilidad de continuar mi Camino en solitario más allá de Santiago. Y de esta templanza, con el correr de los minutos, fui pasando a otro estado aún más frío, hasta llegar al helado momento de nuestro encuentro. Antes, poco antes, me había llamado para expresarme su dificultad en encontrar un lugar donde parar a desayunar. Eso era cierto. A esas horas, y al menos por el sendero estrictamente señalizado, no encontramos ningún bar abierto.
Por el camino me comí el único alimento que portaba, una jugosa manzana que había cogido de la casa rural. Pero pasadas las tres horas andando me asaltó un hambre tremenda que se unió al enfado que llevaba para agravar considerablemente mi mal humor. Cuando mi desesperación se alineó con mi sentido común decidí llamar a Romerillo, cogí el teléfono y justo en ese instante recibí su llamada:
- ¡Titoo! ¿Por dónde andas?
- ¿Que por dónde ando? Llegando a Santiago, supongo. Te encontrarás bien del pie por lo que corres, ¿no?
- Sí, estoy bien, tito. El Dolotrén y el descanso han obrado maravillas. Te llevo esperando hace ya media hora cerca de un bar.
Romerillo me dijo que estaba cerca ya de Monte do Gozo Y lo odié también por teléfono. Seguí andando una buena distancia aún hasta que lo encontré a la entrada de un poblado, pero ni sombra del bar. No creo que nos diéramos ningún abrazo; ni siquiera la mano. No lo recuerdo. El bar del que me hablaba estaba cerrado y tuvimos que adentrarnos en el casco urbano para encontrar un sitio donde desayunar, así es que en el restaurante de un pequeño hotel de tipo funcional por fin conseguimos que nos sirvieran un par de cafés con leche con unas magdalenas. Aquel establecimiento me recuerda el frío y oscuro cuadro que Edward Hopper pintó sobre un bar de madrugada. Una escena en la que aparece un tipo con sombrero sentado solo de espaldas frente a una pareja que está en una esquina tomando el desayuno, mientras un camarero vestido de blanco los mira con una sonrisa bastante forzada. La pintura de color marrón y verdoso apagado se llama Nighthawks, los halcones de la noche (traducido libremente por Los Noctámbulos) y transmite el mismo tipo de sensaciones que aquel recóndito restaurante de carretera.
En aquel hotel pretendía Romerillo encontrar alojamiento para esa misma noche, por lo que de inmediato aproveché para decirle que en ese caso debería pedir disponibilidad y precio para dos personas, porque yo no pensaba continuar más allá de Santiago; mi Camino finalizaba también allí. Se sorprendió un poco y se dio cuenta que yo estaba enfadado con él por la fuga sorpresa, pero no se opuso ni trató en ningún momento de convencerme de lo contrario. Con el tiempo nos daríamos cuenta de que era la opción más sensata para ambos.
Tras el desayuno y el cambio de planes, ya en compañía y descansados salimos a terminar lo que habíamos empezado una semana antes. En unos minutos llegamos al Monte do Gozo, un paraje donde han erigido una monumental estatua al peregrino y que está rodeada de instalaciones y albergues acondicionados para los que hacen el Camino de Santiago, que están a punto de llegar a su destino. Allí nos encontramos de nuevo al viejo Clement, haciéndose fotos con una chica que se le iba pegando a todo el mundo y que nosotros habíamos conocido un par de días atrás. Terminamos con las fotos, sellamos por penúltima vez nuestra credencial y continuamos directamente hasta la capital compostelana.
Saliendo de Monte do Gozo las oscuras nubes que no nos permitían divisar la catedral estallaron en lluvia, una lluvia fina que se fue convirtiendo en un verdadero chaparrón, que hizo que desplegáramos nuestros chubasqueros por primera vez desde la cena de Ponferrada, añadiendo ahora la bolsa de protección impermeable de las mochilas, para que no se calara nada de su interior. Tenemos fotos por el arcén de la carretera de esa guisa, imágenes que le dan un toque melancólico a los últimos pasos de nuestro Camino.
Después de dejar los bosques de coníferas a ambos lados de la autovía, saliendo de Monte do Gozo empezamos a abrirnos paso por las primeras industrias y servicios afincados a la entrada de Santiago. Llegamos a la Rúa de San Lázaro, donde se encuentra el Palacio de Congresos y el gran albergue de San Lázaro. Entrando por el barrio de levante, ya metidos en las primeras urbanizaciones residenciales, dejó prácticamente de llover. Nos adentramos por el casco antiguo de la ciudad. De pronto, al doblar una esquina, mirando hacia arriba, sobresalían sus torres gemelas por encima de todos los tejados. Espléndida, lucía reinando sobre los demás edificios, la Catedral. Sus magníficos campanarios barrocos asomaban a la vuelta de cada oscura rúa, elegantes y majestuosos. En la última placita antes de descender a la inmensa explanada del histórico recinto nos tropezamos con nuestro amigo Sergio, el pescaero catalán, a la puerta de un bar sentado con un grupo de gente. Había llegado el día anterior tras un largo mes de peregrinaje, y al parecer, por fin, ya se le habían acabado las prisas. Nos dimos un abrazo y seguimos rápidamente adelante, pues apenas nos quedaban cien metros para entrar en la Plaza.
Romerillo ya estaba llorando. Sergio, que se había dado cuenta, enseguida trató de consolarlo, nos acompañó unos metros y luego nos dejó que siguiéramos callejón abajo. Para pasar por el arco de piedra que sustenta los viejos soportales y comunica con el recinto jacobeo a través de unos tramos de negruzcas escaleras, agarré a mi sobrino por el hombro y él se me agarró también a mí. Y así, acompañados de otros como nosotros, descendimos por ellas hasta entrar triunfalmente en la Plaza del Obradoiro.
Documentos adjuntos a esta publicación
Romerillo en el restaurante de cinco tenedores de la casa rural O Acibro de Arca do PinoEl tito tumbado al sol en la piscina de la casa rural O Acibro de Arca do PinoEl reencuentroCon Clemen en el monumento al peregrino de Monte do GozoEl tito bajo la lluviaRomerillo con chubasquero llegando a SantiagoEl tito a la entrada de SantiagoLos dos peregrinos posando con la estatua de un templarioLa Catedral majestuosaLos dos juntos a la llegada a la Plaza del ObradoiroEl tito feliz de haberlo conseguidoRomerillo emocionado ante la CatedralNuestra pareja de peregrinos al fin ante la Catedral de Santiago
 
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