Un día negro
 

Un día negro

Relato corto

Un día negro
Fue una mañana de lunes funesta. No entró ni un alma en todo el día a la floristería, pero a última hora llegaron dos monjas con sus hábitos negros, dos almas cándidas, muy mayores y torpes, y tuvo que pararse a atenderlas, porque no había forma de mandarles los presupuestos por correo electrónico o por el móvil, pues eran de las que ni siquiera atendían al teléfono; solo parecían estar bien comunicadas con Dios. Al menos, después de explicarles la simbología de la mitad de las flores de la tienda, dejaron encargada una buena corona de crisantemos violetas, para llevarla por la tarde a un sepelio de postín. Así que, cuando consiguió desprenderse de ellas, sin más remedio, tuvo que acelerar el paso de regreso a su hogar.
Había vuelto el calor. Después de pasar el calvario del Puente Romano a pleno sol giró por la glorieta y, cuando se disponía a cruzar la calle principal, se encontró rojo el semáforo. Un semáforo enemigo de los peatones. De esos que te retan a cruzar, sabiendo que como te descuides te arrolla el coche del último carril, por lo que, aunque tardaba en cambiar, había que estar muy atentos cuando lo hacía.
Con el fuerte ritmo al que marchaba se le había quedado empapada la mascarilla de sudor, por lo que decidió sentarse a la sombra, bajo unos amables almezos que protegen el largo poyete de mármol que bordea la avenida. Entonces se la bajó un poco para respirar al menos por la nariz y, un tanto aliviado, volvió la vista hacia la terraza del bar-restaurante próximo, donde bajo unos toldos se guarecían un puñado de veladores separados por las estrictas normas de la Pandemia. En los pocos que se hallaban ocupados ya se servían los entremeses y los primeros platos del almuerzo.
Al florista le llamó la atención una de las mesas exteriores, en la que conversaban cuatro mujeres elegantemente vestidas, una de las cuales se le quedó mirando embobada, mientras las demás elevaban el volumen de voz para hacerse entender con las bocas amordazadas de negro.
Era una guapa morena de mediana edad con el pelo recogido en un reluciente moño. Al menos eso era lo que dejaba ver la parte de arriba de su rostro, donde brillaban unos grandes ojos con largas pestañas enmarcados por dos cejas muy perfiladas. Por lo demás, vestía un sutil traje negro de tul, bastante corto, puede ser que hasta con lentejuelas, «como una hermosa viuda negra de fiesta» —dijeron—. En todo caso demasiado arreglada para tratarse de un día laboral.
Me contaron que cuando cambió del verde al ámbar el semáforo de los vehículos, se levantó el tendero para cruzar la carretera, y se volvieron las cuatro a mirarlo. «¡Joder! —pensó, ruborizado— ¡Ni en mis mejores tiempos!»

Al llegar a casa se encontró con una multa de tráfico en el buzón y, en la cocina, ensimismado escuchando por la radio las ubicaciones concretas de los rebrotes, se le quemaron los macarrones y tuvo que tirarlos a la basura, recurriendo a una ensalada de urgencia, que —con las prisas— pasó considerablemente de sal, lo que le dejaría toda la tarde muerto de sed y ni cinco minutos para dar en el sofá una cabezadita.
A las cuatro de la tarde ya estaba de nuevo de vuelta, volviendo a pasar por la terraza del bar camino de su trabajo. Llegando al semáforo se acordó de las mujeres, y al cruzar al otro lado miró hacia su mesa y pudo comprobar, como intuía, que no se habían movido de allí. Debía tratarse de una celebración o algo parecido. Sin poderlo evitar se dijo: «¿Qué te juegas a que me vuelve a mirar la morena?»
Continuaban con su animada charla, pero al notar su presencia —pasando a cuatro o cinco metros tan solo de ellas— la viuda se giró y volvió a quedarse mirándolo con todo descaro. Entonces el tendero reaccionó como lo hubiera hecho tal vez en su juventud, en un pub o en una discoteca de los años ochenta. No se le ocurrió otra cosa que guiñarle un ojo.
Le dio vergüenza y girándose siguió adelante su camino, sin pararse siquiera a conocer su reacción. Pero él sabía que la había sorprendido con su inesperado gesto. No pudo saber con seguridad si se sonrió o si por el contrario esbozó una mueca de disgusto, por tener la cara oculta, pero notó cómo enarcaba las cejas abriendo desmesuradamente los ojos, a la vez que daba un ligero respingo.
Azorado, falto de costumbre en estas cuestiones y con un remordimiento instantáneo, continuó andando deprisa sin volver la cabeza. Escapando del escenario se acordó de esos groseros tipos que, encima o debajo de un andamio, se pasan el día soltando lindezas por sus boquitas a la menor oportunidad. ¿Se habría convertido él en un descarado maleducado de aquellos? Se dijo que solo se atrevió a hacerlo por la protección y el anonimato que sin duda ofrecía la mascarilla, como un bandolero; que si no, de qué...
Con sentimiento de culpa siguió dando la vuelta por el otro bar de la esquina, y al dejar atrás el último edificio, antes de entrar por la puerta de la Calahorra al Puente Romano, se le cruzaron dos grandes coches negros que derraparon con la arenisca al pegar un fuerte frenazo a unos metros delante de él. Del todoterreno salieron las tres crueles mujeres señalándolo, quedándose la viuda asomada por la ventanilla; y del flamante Mercedes que le cortaba el paso se bajaron sus tres corpulentos acompañantes, tan morenos y acicalados como ellas, de luto severo hasta en las mascarillas, vestidos con pantalones bien planchados y camisas negras (visiblemente rasgadas), como tres guerreros ninjas recién salidos de un thriller policiaco.

Supe que al tendero no le pareció prudente siquiera pararse a presentarles sus condolencias, e iniciar así legítimas conversaciones de paz, a pesar de serle prioritario cruzar por ese remozado puente con tan poco margen de tiempo, pudiendo alegar a su favor incluso la abusiva desproporción en los medios.
Se cuenta que antes de que ellos se echaran mano al bolsillo, nuestro héroe, cada vez más arrepentido, optó por hacer mutis y salir corriendo hacia el otro puente, el de Miraflores, aunque tuviese la certidumbre de llegar con bastante retraso al trabajo.


JJGC
14-X-2020
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