Albergue público de Whitechapelle. Gente del abismo (Jack London)
 

El precio justo

Relato de una anécdota

Gente del abismo

Hoy ha entrado a la tienda un pobre a pedir. Un pobre conocido al que le había dado otras veces alguna moneda. Pero cada vez que venía se la ganaba con creces porque lo sermoneaba diciéndole que debía buscar trabajo; que era muy joven para andar por la calle pidiendo... Hasta entonces era el único precio que debía pagar por mi generosidad: un poco de paciencia.

            La verdad es que hacía días que no le daba nada. Me parece tremendo, y hasta ridículo, dar limosna a una persona mucho más joven que yo. La caridad me indigna. Deben ser reminiscencias nietzscheanas de mi juventud perdida.

El hecho es que al estar solo en la tienda cada vez que tengo que salir a comprar me veo en la obligación de cerrarla y poner un cartel para que sepan que no hemos ido a la ruina, sino que es una cosa temporal de unos minutos, y que vuelvo enseguida. Así que un día, aprovechando la ocasión y pensando que no se trataba de ningún abuso, le pedí que me comprara un tubo de luz fluorescente al chaval. Le di el dinero, me hizo el mandado con prontitud, me trajo la vuelta y hasta me colocó el accesorio en su sitio. Supongo que le daría un euro o dos por aquello, ya no lo recuerdo. Debieron ser dos porque a los pocos días se volvió a presentar solicitando hacerme cualquier trabajillo de nuevo.
—¿Necesitas algo, Juanjo?
Y esa era su nueva forma de pedirme dinero.
Han pasado las semanas y como casi siempre coincide con algún cliente, no le presto atención. Si acaso lo despacho con un gesto negativo, para que no se detenga. Por eso ha ido demorando sus visitas, viendo que no fructificaban sus demandas. Pero hoy ha vuelto a venir.
Lo curioso es que entró justo cuando estaba atendiendo a una señora que se quejó —sin razón— del precio excesivo del tintero de una calculadora. Y no es que fuese caro, es que la mujer se trajo la máquina encima para que se lo pusiese yo mismo, y lo que hice fue cobrarle algo más por la mano de obra, por el servicio, por manchar mis dedos y evitar a la vez que ella se manchara los suyos. Lo que me parece perfectamente lícito.
Supongo que también tuvo algo que ver mi estado de ánimo. Llevaba unos días enfrascado con la lectura de un libro de Jack London llamado Gente del abismo, que escribió después de hacerse pasar por un pordiosero durante dos meses en un barrio de los bajos fondos londinenses, en los primeros años del siglo veinte. Y como estaba sensible a la pobreza —a la miseria, más bien—, cuando ha asomado la cabeza por la puerta para saludarme por mi propio nombre, le he dicho que pasase. Me he echado la mano al bolsillo, pero me he encontrado con la sorpresa de llevar solo una pila dentro, una pila de esas pequeñitas de botón, que tomé para recordar que debía comprar dos para el peso del cuarto de baño que se le habían gastado, y me hacía dudar de que mi régimen alimenticio estuviese funcionando. Entonces decidí pedirle que me comprase las pilas. Ya me había echado una mano en alguna ocasión; de eso me conocía. Saqué cinco euros, esperando que fuese suficiente, pero por si acaso al final le di diez, no sin dejar de pensar que podía muy bien estar haciendo el panoli. Así —digamos— la prueba era mejor porque aumentaba la tentación y, a la vez, la posibilidad de no volver a aparecer por la tienda, lo que también tenía su valor. Aunque me hubiera defraudado bastante.
Le expliqué que el comercio estaba al otro lado del parque, a un paso como el que dice, y que era urgente porque cerraban dentro de poco. Así que salió pitando entre la gente casi sin despedirse.
—Ahora mismo vuelvo, Juanjo.
—No hace falta que corras —le dije ya alejándose.
Inmediatamente tuve otra visita. Yo aquí tengo bastante trasiego. Era el negrito que se pone en la puerta a vender el canal por cable y que viene a que le cargue su móvil cuando se le acaba la batería. Va y me dice:
—¡Mucho cuidaito con ese! Que el tipo ese es un prenda y te la lía en un momento.
—Ah, ¿sí? ¿Lo conoces? Es verdad, tiene pinta de peligroso —le respondí—. Pero a mí no me asusta, yo me llevo muy bien con él. Es mi amigo.
—Es que el otro día montó un show en el local de mi novia porque una mujer no le quiso dar nada. Les gritó y se puso frenético.
—Ya. Esas son las cosas de la bebida, supongo —le dije yo.
—O de otras cosas peores —me contestó.
—No lo sé, puede ser. A mí me ha dicho que se tira todo el día de aquí para allá pidiendo limosna, que es su forma de trabajar. Pero que está muy mal y que no saca ni para comer. Aquí llega a las doce y me pide para el desayuno.
—¿Para desayunar? ¡Qué morro!
—Eso dice, y como me da coraje darle limosna, le mando hacer algún trabajo, para que se lo gane, al menos. Un día me limpió el filtro del aire acondicionado, subiéndose encima de un mueble al que yo no podía subir. Y ahora mismo le acabo de dar un billete para que me haga un recado, y confío en que no me robará el dinero, porque a la larga perdería él mucho más, y no tiene pinta de tonto.
El comercial morenito salió para afuera y a los pocos minutos se presentó mi recadero, muy azorado pero contento. Me dio las pilas, que le habían costado algo más de tres euros, y me entregó la vuelta. Yo cogí el billete de cinco y le entregué lo restante: un euro con ochenta céntimos. Nos dimos las gracias mutuamente y siguió adelante su camino, tal vez con el agradable sabor de haberse sentido útil por un momento.
Esperé un poco y no pude remediar salir a decirle a mi vecino, el vendedor callejero, que ya había vuelto el vagabundo y que todo había salido perfecto. Yo había conseguido mis pilas por un módico sobreprecio —que confirmaría después mis temores con la dieta— y el muchacho se había ganado unas monedas, para desayunar o para lo que quisiera. Además, gracias a tener abierto, conseguí una buena venta en aquellos escasos minutos en que se produjeron los hechos, y sobre todo, aquel asunto me dejó una reconfortante satisfacción conmigo mismo de haber hecho lo correcto, por lo que pensé que bien había merecido la pena pagar un poco más por las pilas.

Juanjo Gañán
2-4-2021
Documentos adjuntos a esta publicación
Escultura de la Caridad De Antonio Solá. Museo del Prado de Madrid
 
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