La pintura representa una escena de la que el propio Turner fue testigo en 1838: el destino final del HMS Temeraire. El momento en el que es remolcado desde la base de Sheerness, junto a la desembocadura del Támesis, hasta su destino final en el desguace. El Luchador Temerario, buque de 98 cañones de la armada británica, a cuyo mando estuvo el comandante Harvey, representó un papel fundamental en la flota que dirigió el almirante Nelson en la Batalla de Trafalgar. Fue su escolta inseparable en todo momento y la nave capitana de la Royal Navy desde su caída.
Cuando el HMS Victory de Nelson fue cogido entre dos fuegos enemigos y una bala procedente del Redoutable abatía al almirante inglés, el Temeraire, que protegía al buque insignia británico, arremetió con furia al barco enemigo y a cuantos lo rodeaban, evitando su hundimiento, y con ello, el de la moral de sus compatriotas.
El cuadro es un homenaje a lord Nelson y al poderío de la Royal Navy, que se enfrentó en la Batalla de Trafalgar en 1805 a las dos escuadras más potentes de su tiempo: la Grande Armée del todopoderoso Bonaparte, a cargo del general Villeneuve; y a la española, heredera de la “Armada Invencible”, aliada y dependiente del general francés. Esta batalla fue vital para la historia pues supuso el primer gran fracaso de Napoleón, que tuvo que postergar para siempre la invasión de Inglaterra. Recordemos que la Grande Armée se encontraba acampada en esos días en las playas de Boulogne, junto al paso de Calais, frente a las costas británicas, dispuesta para la invasión. Pero ante la imposibilidad de recibir refuerzos por mar, Bonaparte decidió por fin dejar allí un resto insignificante de su ejército y arremeter por tierra a los austriacos cruzando media Europa a marchas forzadas, hasta tomar Viena y apoderarse del corazón del continente en la gran batalla de Austerlitz, la batalla de los Tres Emperadores, en la que Napoleón Bonaparte venció a los dos poderosos monarcas aliados, a Francisco I de Austria y al zar Alejandro. A pesar de esa gran victoria, Napoleón quedaría duramente tocado tras su derrota en Trafalgar, pues la batalla supuso ceder a Inglaterra el dominio de los mares, lo que imposibilitaba definitivamente posteriores conquistas.
Esta espléndida marina al atardecer es sin duda una de las obras más bellas del autor. Se trata de una composición perfectamente equilibrada en la que Turner ha situado los barcos a un lado y al frente, bajo la vaga lucecita de la luna saliente; mientras al fondo en el otro lado dejó tras el difuso litoral, como punto de fuga, el gran sol poniente del ocaso del día. Por otro lado la combinación de colores y la iluminación resultan magníficas, al fundir armoniosamente en gruesas pinceladas impresionistas los tonos anaranjados con los azules pálidos, lo que la dota de un cariz romántico y evocador.
Y más allá de las exquisiteces estéticas, el lienzo es una obra crepuscular repleta de simbolismos y significados. Bajo la superficie de la espléndida pintura se encuentra una nostálgica reflexión sobre el fin del imperio inglés, anunciándonos que los días de gloria ya han pasado, como queda claro viendo al que fuera el mayor símbolo del poder del ejército inglés, navegando remolcado rumbo a su destrucción final: los astilleros de la flota, donde será desarmado. El ocaso del sol simboliza el fin del imperio y el fin de una brillante época, la de los grandes navíos de línea, cuando el imperio británico dominaba los mares, pero también la época de los grandes veleros, que acaban de ser sustituidos por los barcos de vapor (representados por el remolcador). Este cuadro era uno de los preferidos de Turner y ha sido interpretado también como una reflexión del pintor sobre su propia vejez. El fantasmal Temeraire está pintado a base de tenues veladuras blanquecinas, lo que le da un aspecto casi transparente, de modo que el espectador, al verlo deslizarse serenamente bajo la bruma vespertina de la mano inexorable de la modernidad, comprende que el destino inminente de aquel bravo guerrero de otros tiempos no es otro que desaparecer para siempre.
Recuerdo aquel precioso cuadro cuando visité por primera vez la National Gallery de Londres, hace ya treinta años. He estado después y he ido a buscarlo, y lo he encontrado aún más bello que entonces. Y me he sentado solo frente a él con la docta audioguía, escuchando ensimismado su larga narración durante unos quince inolvidables minutos. Meses después no me pude resistir a hacer una copia del cuadro a tamaño real, comprarle el mejor marco posible y colgarlo de la pared más apreciada del salón de mi casa. Y cada vez que lo miro recuerdo aquella maravillosa ciudad cosmopolita y sus museos, inabarcables, como sus parques, de los que dicen los londinenses que en ellos podría caber entera París. Y recuerdo el Trafalgar de Galdós, el primero de sus Episodios Nacionales, y el más documentado pero menos imprescindible de Pérez Reverte, que también narra la historia de un niño en aquella decisiva batalla, tan gloriosa para unos y tan siniestra para otros.
Y no recuerdo a Churruca, el gran héroe español que dio la vida en el San Juan Nepomuceno rodeado de seis buques británicos; ni recuerdo a Horacio Nelson, aquel valeroso marino tullido que se iba dejando un trozo de sí mismo en cada refriega, que ya tendrá bastante con su céntrica plaza londinense y con todos los hijos de la Gran Bretaña que lo veneren; sino que me acuerdo de Napoleón, del unánime enemigo de la época, personaje infame pero carismático del que he sido adicto. Y recuerdo sus días en Egipto, y la Piedra Rosetta, y a Tutankamón, y a Howard Carter y mi fiebre por la egiptología, por los jeroglíficos y por los criptogramas, desde Champollion hasta Enigma, la maquinita de los espías; y de ahí acabo pensando en las guerras, y en las innumerables almas, más o menos heroicas, que han dejado la vida en ellas por una causa noble o por la causa de otros. Vidas efímeras al fin y al cabo, como todas las vidas.
Las obras maestras de la Pintura, como las de la Música, de la Literatura o de cualquiera de las Bellas Artes, abren un universo al espectador rico en matices, donde se conjugan los elementos estéticos con otros de tipo psicológico, histórico y de otras disciplinas, en un abanico de sugerencias y evocaciones que la elevan por encima de su valor intrínseco, agudizando nuestros sentidos y haciéndonos comprender la verdadera profundidad de las cosas, lo que nos enriquece y nos ayuda, en cierta medida, a ampliar nuestros horizontes.
Juan José Gañán
17-11-2020
Documentos adjuntos a esta publicación