Capítulo 16 Etapa Epílogo

El último día en Ponferrada y el camino de vuelta

El tito en el castillo templario de Ponferrada, al final del Camino
El despertador del teléfono móvil sonó, salvador, muy temprano, para no hacer ninguna excepción con los días anteriores, a pesar de a las horas tardías a las que nos acostamos anoche. Nuestro plan contemplaba salir andando —como todos los días— hacia la estación de autobuses, parándonos si encontrábamos por el camino un lugar donde desayunar. Mi cuaderno de viaje me hace recordar que el lugar donde desayunamos olía a pan recién hecho y estaba muy bien atendido por una hermosa y diligente señora —como aquella panadería de la etapa de O Cebreiro en la que Romerillo pretendía cargar con un pan abogado—. No sé si el diario de este cansado viajero será en estos matices bastante objetivo, o responderá más bien a las elucubraciones mentales de un peregrino atosigado por unas circunstancias que lo trastornaban. Mi diario dice que nos sentamos junto a otros parroquianos que fueron atendidos por esa mujer, y que, a pesar de nuestra prisa, pudimos comprobar fehacientemente observando embobados como atendía a los comensales con la mayor diligencia y elegancia, aceptando primero ellos, como haríamos nosotros después, todas sus recomendaciones, sugerencias y servicios sin la menor objeción, como hipnotizados por sus ademanes y su maravillosa presencia, como lo haríamos si estuviésemos siendo atendidos personalmente —digamos— por un extraordinario chef con tres estrellas Michelín.
Seguimos hacia nuestro objetivo, perfectamente restaurados, llegando en unos minutos a nuestro destino, parando en el pequeño estanco de la estación, donde encontré una taza y un par de imanes con los habituales motivos alegóricos. Los adquirí sin pensarlo dos veces y, después de una breve espera, nos subimos al bus de línea con destino a la capital del Bierzo, dejando reposar a mi sobrino y consagrándome a este cuaderno las cuatro horas enteras de nuestro recorrido.
Al cabo del tiempo he reflexionado sobre esta insociable costumbre de los escritores de centrarse en su escrito, despreciando en cierto sentido el valor de la compañía —en mi caso, la de mi sobrino don Alonso—, adjudicándole a aquella egoísta actitud una transcendencia mayor de la que le di allí en un principio. No creo haber dejado de hacer o decir nada importante a mi compañero y amigo Alonso durante nuestro largo periplo, o haberme mostrado de forma incivilizada o mezquina. Ahora es más frecuente encontrar a una persona absorta en su teléfono móvil mientras la otra se coloca claramente en fuera de juego. O la típica escena en la que ambos permanecen callados atendiendo cada cual a la pantalla de su teléfono. En nuestro caso no era de esta segunda forma, sino de la primera. Solíamos ir conversando durante toda la marcha matinal, y nos daba tiempo de disponer y aclarar cada detalle de nuestros planes al terminar nuestra etapa. Y después de ducharnos, hacer la colada, tender y almorzar, nos íbamos indefectiblemente a dormir una siesta de dos o tres horas, conviniendo la hora de despertar. Pero por la tarde nuestro cuerpo exigía descanso, por lo que solíamos buscar un lugar cercano donde sentarnos hasta la hora de la cena, comentar allí los sucesos más relevantes y aclarar los últimos detalles. Después nos inundaba una especie de vacío, un silencio que sólo comprenden las personas que hayan convividos durante mucho tiempo con la misma persona. Un silencio querido en el que sobran las palabras. Él me conoce como lo conozco yo a él, y sin podernos engañar —resumía en su breve conversación el alter ego de Borges en El Otro— el diálogo se hace muy difícil y, tras nueve días conviviendo juntos, se torna casi imposible.
Resultó que la parada del autobús se encontraba a la entrada de la villa, mientras el albergue, el aparcamiento de nuestro coche y las tiendas de souvenirs quedaban en el casco antiguo, que estaba en la otra punta, así que tuvimos que recorrer de uno a otro extremo de la ciudad para localizar nuestro vehículo, debiéndolo hacer además con la rapidez acostumbrada, como si se tratara de una Etapa Epílogo, pues no andábamos muy sobrados de tiempo si queríamos llegar antes de la hora del cierre de las tiendas. En unos veinte minutos llegamos al local comercial de regalos más grande y llamativo de Ponferrada, con el tiempo justo de seleccionar los últimos recuerdos de nuestro viaje. Sin embargo no era allí donde yo había visto la estatuilla ecuestre de un precioso caballero templario, sino en una tienda algo más lejana aún, por lo que me atreví a llegar hasta ella, aun arriesgándome a encontrarla cerrada, sin tiempo para volver hasta esta otra de nuevo. Pero me arriesgué, ante la atónita mirada de mi compañero, que no salía de su asombro. Le dije que me esperara allí un momento, corrí hasta el final de la calle y, desgraciadamente, la encontré cerrada. Entonces, andando a toda prisa camino de vuelta, sudando las últimas gotas de mi particular etapa epílogo, me amartilló el remordimiento de algunos sucesos ya vividos con anterioridad similares. Pensé en algunos momentos de mi vida en los que mi contumaz persistencia en apurar hasta los más nimios detalles, deseos o vanidades, había dado al traste como consecuencia con la paciencia de mi acompañante o acompañantes, emborronando estúpidamente lo que podría haber sido una feliz y hasta memorable jornada. Esa era otra de las trampas en la que solía caer con frecuencia.
Afortunadamente llegué aún con las puertas abiertas y con mi sobrino esperando dentro, con buen talante, con su tarea hecha, entretenido con la mera contemplación del abigarrado espectáculo de recuerdos jacobeos. Para ahorrar tiempo y discusiones incluso acepté alguna de sus sugerencias. Me llevé mi calabaza y mi concha de peregrino por muy poco dinero, compré postales e imanes para todos mis hermanos, un pequeño muñeco de arcilla vestido de peregrino como el apóstol Santiago y un precioso templario con una espada apoyado sobre una torreta, tan bonito como el que había visto en la otra tienda, y hasta más barato. La señora hizo una cuenta tan larga y tardó tanto rato en la suma de mis baratijas, que dudo mucho que no se equivocara. Tanto la señora como yo salimos satisfechos con la estupenda compra, por lo que, agradecida, nos recomendó a instancias nuestras, el mejor restaurante de los alrededores, un lugar que resultó encantador frente a la gran plaza.
Al llegar a la soleada terraza del restaurante dimos por terminada nuestra etapa epílogo. Allí, completamente relajados, fuimos atendidos por una amable mujer, curiosamente pequeña de estatura, que no de conocimientos ni de capacidad para las labores propias de la hostelería. Tras un buen rato almorzando al tibio sol de nuestra laberíntica y ya inolvidable capital berciana, tomamos un último y delicioso café de despedida con desusada parsimonia y pusimos rumbo al aparcamiento próximo, para desenterrar del subterráneo a nuestro olvidado vehículo que yacía allí, somnoliento, desde la semana pasada.
Debido a una grave incidencia que tuve años atrás con el coche por conducir a la hora de la siesta, le cedí la plaza de piloto a mi sobrino, que la tomó encantado, pues como a mí, le deleitan los refinados placeres de la conducción, desenvolviéndose con soltura y moderación al volante. Yo, por mi parte, me limité a sentarme recostado a su lado, arrullado por el aluvión de baladas de estilo Country que le llevaba como presente a mi sobrino, para amenizar el largo viaje con su género musical preferido, hasta dejarme envolver por sus tiernas y cascadas voces o por las reconocibles melodías de la armónica y el banyo.
Vuelvo a reiterar mi escasa predisposición a prestar compañía, pero mi voluntad a esas horas se adormece y muere prácticamente, soltando por completo las riendas de mi persona durante un periodo indeterminado de tiempo que puede oscilar entre los veinte minutos y las tres horas, y sólo vuelve a apoderarse de ella tras un inexorable sueño. Con la edad he ido consiguiendo dominar al despertador de la mañana, y no necesitar muchas horas de sueño, hasta el punto de despertar muchas veces antes de que suene. Pero si después del almuerzo me quedo quieto, soy incapaz de permanecer despierto durante mucho tiempo, aunque esté rodeado de otras personas, con lo que me resulta imposible dejar de ser el centro de todas sus burlas y risitas, por representar esa impresentable escena. Reconozco mi debilidad y por ello ahora ya no tiento a la suerte.
A los doscientos cuarenta kilómetros paramos, muy cerca ya de Medina del Campo, por tierras del Cid Campeador, que los debimos hacer en un abrir y cerrar de ojos. Mi compañero había decidido parar a descansar por sus peligrosos síntomas de somnolencia y por el incipiente dolor que le sobrevino en su empeine maltrecho. Retomé yo así el mando del volante hasta llegar a La Mancha, tras cuatrocientos kilómetros de tranquila autovía, repasando el guión variopinto de una lista de cantantes y canciones que me fue haciendo mi sobrino para incorporar a mi obsoleta carpeta de música. El papel donde escribimos los nombres de aquellos cantantes y grupos musicales todavía aparece de cuando en cuando al limpiar mis cajones de recuerdos. Escribió: Whitesnake, Scorpions, AC DC, Metálica —el sobrino es bastante rockero—, Eurorythmics, The Coors, Culture Clubs… Nombres escuchados cien veces y no por ello menos desconocidos para mí, que siguen hoy sin formar parte de mi espectro musical. Pero en aquel viaje lo que se escucharían sobre todo serían las pegadizas y evocadoras canciones de música Country, especialmente a Garth Brooks, y a su inolvidable tema llamado The Thunder Rolls —que para siempre rememoraría ya la tormenta padecida en Ponferrada—. Cancines que, junto a las típicas melodías célticas y gallegas de todas las épocas —Enya, Ebia, Carlos Núñez, Gwendal o Jetro Tull— compondrían la banda sonora de nuestro viaje de vuelta, como lo llegarían a ser de nuestro vídeo de recuerdo de aquel inmarcesible Camino de Santiago tan singular como eterno.
En la puerta de la casa de don Alonso nos despedimos con un caluroso abrazo y la promesa de no volvernos a llamar hasta llegado octubre, tras un lago y merecido descanso. En octubre nos volvimos a juntar casi todos los fines de semana para hacer senderismo, como hemos estado haciendo durante ocho años después casi todos los meses del año. Pero cuando llegaba el mes de agosto nos despedíamos hasta septiembre. Yo he viajado con mi familia durante ese preciado mes de vacaciones a lejanos lugares, y he aprovechado algunas semanas de ocio, año tras año, para dedicarlas estrictamente a leer y escribir; a la Literatura, como me propuse cuando falleció aquel hermano enfermo del que se habla en este relato. Pero nunca volví más a hacer el Camino de Santiago.
Romerillo ha vuelto todos los años después de nuestro viaje juntos, pero ha preferido llevarse de acompañante al maestro, un gran amigo deportista que tuve la ocurrencia de presentarle yo cierto día ya lejano.
Aún no me he atrevido a preguntarle el motivo de no contar conmigo. Los años han ido pasando y me ha dado tiempo de reflexionar sin apasionamiento. Cada cuál que saque sus propias conclusiones. Con don Alonso me sigo viendo de cuando en cuando, incluso hemos hecho alguna ruta juntos, y seguimos compartiendo nuestra afición por la lectura, aunque él se encalló hace tiempo en aquel siglo maravilloso que dio a luz el Romanticismo, el Realismo o el Naturalismo en la Literatura.
Ahora sólo me cabe pensar (sin mucha convicción) que el Camino de Santiago está sobrevalorado. Que, aunque pueda parecerse, El Camino no es la vida.



Juan José Gañán
02-02-2020
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