Los cuatro peregrinos como los cuatro jinetes del Apocalipsis
 

3ª etapa: Hospital-Triacastela-S.Mamede(30,5 km)

Los amigos del Camino

El tito con sus amigos

Terminamos la etapa reina a las doce de la mañana en Hospital da Condesa. Justo a la entrada de esta aldeíta está su pequeño albergue, que nos encontramos cerrado y tuvimos que esperar una hora hasta que abriera sus puertas, descansando mientras tanto en los poyetes de su fachada, liberados al fin del lastre de las mochilas.
Medio adormecidos por el sol tibio del mediodía gallego veíamos circular pesadamente a los cansados caminantes a pocos metros de distancia. La mayoría debían haber salido de O Cebreiro, a cinco kilómetros de donde estábamos, por lo que iban pasando poco a poco sin detenerse. A la media hora se presentó el siguiente peregrino en nuestro albergue, llegaba cojeando con un fuerte vendaje en un pie. Era un hombre mayor que nosotros, casi un viejo. Era menudo, delgado y un poco encorvado. Cuando llegó hasta nosotros pudimos reconocerlo. Traía la cara ajada por la intemperie, por el cansancio y por el sufrimiento que sin duda le provocaba su lesión. Llegó serio y nos saludó, no sé si reconociéndonos como nosotros a él. Dijo llamarse Clemen –de Clemenciano- y llevaba un par de etapas con fuertes dolores en la pantorrilla de su pierna y una elocuente hinchazón; una tendinitis que le hizo pensar en abandonar el Camino. Era él, nuestro misterioso espectro de esta misma madrugada, aquella aparición nocturna que vagaba a oscuras como alma en pena y que nos había llegado a asustar.

Esperamos juntos charlando hasta que a la una abrió una joven hospitalera el recinto y pudimos tomar posesión de nuestras camas; dos literas contiguas separadas por una pequeña mesita donde apoyar las cosas. Como estábamos solos preferimos dejar las camas de arriba para los que llegaran después.
Nos duchamos rápidamente, que buena falta nos hacía, nos cambiamos y salimos a lavar la ropa sucia a una pila del exterior, debiendo hacerlo de uno en uno porque era la única que había. Tras lo cual procedimos a colgarla en los tendederos que rodeaban el pequeño edificio, mientras seguíamos viendo pasar a los esforzados caminantes arrastrarse a aquellas pesadas horas del mediodía. 
Terminadas nuestras labores nos encaminamos con Clemen a buscar un lugar donde saciar nuestra hambre. A pocos metros encontramos el sitio adecuado, por supuesto solicitamos el menú del peregrino, que por aquellas primeras tierras gallegas es sinónimo de comida casera de la buena, muy abundante y económica. Recuerdo servirnos un gran plato de caldo gallego, que es una sopa de verduras, en una gran cacerola, que la camarera nos dejó encima de la mesa por si queríamos repetir, cosa que hicimos todos, claro. Después le sumamos un gran filete de ternera que nos costó terminar, pero que terminamos, como una obligación moral hacia aquella exquisitez y hacia nuestro maltrecho organismo. Mientras almorzamos Clemen nos dijo que nos había reconocido como los dos peregrinos que lo adelantaron esta madrugada a oscuras poco antes de llegar a Vega de Valcarce. Era nuestro fantasma. Cuando le preguntamos por qué no llevaba la linterna encendida nos dijo que él no la necesitaba, que sus ojos se adaptan fácilmente a la oscuridad y se orientaba sólo con la tenue luz de la luna. Él ya había hecho varias veces el Camino desde Vitoria, donde vivía, y ya tenía ganas de llegar a Santiago, donde lo esperaban su mujer y su hijita.
Poco antes de terminar el almuerzo se presentó en la posada un chico alto con barba, con visibles muestras de cansancio y se sentó en la mesa de al lado. Era Sergio, un pescadero catalán, de Sabadell, de origen murciano, que por su gracia podría haber sido andaluz, de Cádiz. Enseguida entablamos conversación con él y pronto congeniamos. Hacía el Camino por una promesa que había hecho tras una enfermedad muy grave de la que había salido recientemente su madre. La seriedad de su motivación y de su rostro al referirnos sus recuerdos, así como los padecimientos de su recorrido comenzado tres semanas atrás en Roncesvalles en la frontera francesa, contrastaba con el alegre espíritu con que enfrentaba el Camino y la propia vida. Aunque ya habíamos terminado de comer, lo acompañamos un rato muy divertido hasta que nos fuimos a echarnos un rato en la cama, que era lo que nos pedía a voces nuestro cuerpo.
Tras el merecido y reparador sueño pasamos la tarde en el exterior del albergue, de tertulia, los cuatro junto a Silvia, la rústica y displicente hospitalera. Momentos que quedarán en el recuerdo para siempre.
Aunque nuestro pequeño albergue abrió tarde, los escasos alojamientos de que disponía pronto estuvieron ocupados. Por la tarde ver pasar el goteo de peregrinos por la orilla de la carretera fue fascinante. Para llegar hasta la puerta del edificio donde estábamos sentados los caminantes tenían que desviarse de su camino y subir una pequeña pero empinada cuesta. Así que tras la alegría de llegar por fin a esas horas al anhelado albergue se tornaba desesperación en las caras de los transeúntes al conocer que debían seguir más allá por encontrarse este completo. Sabe Dios hasta dónde.
Y es que por la tarde resulta difícil encontrar alojamiento, y prácticamente imposible en uno público y gratuito como aquel. Tal vez en alguna “pousada”, una casita rural de la tierra, que abundan, o en un rústico hostal a precio de turista. Algo que va un poco en contra de los cánones ascéticos y austeros del Camino de Santiago. Algunos peregrinos, con su saco de dormir, se conformaban con que los dejaran pasar la noche en el exterior, acostumbrados a dormir en cualquier lado. A lo que la estricta hospitalera se negaba aludiendo no poder responsabilizarse más que del cupo previsto.
Tras esa memorable tarde acudimos los cuatro a cenar a la vieja casita de piedra antes de hacerse de noche, reconfortándonos de nuevo con su virtuoso menú.
Recuerdo mientras cenábamos las palabras del sabio Clemen sobre las trampas del Camino. Aquel vinillo tinto aflojaba la lengua y las coyunturas. El peregrino está sujeto a numerosas tentaciones a lo largo de su recorrido y es necesario tener las cosas muy claras para no desviarte del mismo. Decía nuestro amigo que en cada poblado hay un centro de perdición; un bar, un albergue, un hotel…Nunca se sabe dónde está el pozo, la calavera o la cárcel de nuestro juego de la Oca.
Para nosotros, para Romerillo y para mí, aquella amistad tan inesperada como refrescante, nos animaba a mantener ese grupo unido hasta el final, pero eso ponía en tela de juicio nuestros propios planteamientos del Camino. Nos parecía descortés abandonarlos sabiendo que era el mismo el destino de todos. Pero pronto nos daríamos cuenta que nuestros dos amigos tenían una personalidad muy definida y muy claras las cosas.
Pactamos la hora para salir juntos de madrugada, aunque no conseguimos acordar el lugar del desayuno ni siquiera el punto de destino.
Nuestros amigos llevaban la mayor parte de su recorrido, mientras nosotros acabábamos apenas de empezar. Ellos estaban deseando llegar a su destino, querían adelantar todo lo posible, mientras nosotros lo que deseábamos era disfrutar y saborear cada etapa.
Tras la consabida orquesta a la hora de dormirse poco después de las diez estábamos todos durmiendo. Y a las cinco y media de la negra madrugada aparecimos los cuatro como sonámbulos en la puerta del albergue, adecuadamente pertrechados con las mochilas, los bastones y las linternas. Antes de comenzar la jornada grabamos el vídeo, entre risas y bostezos, anunciando el itinerario de nuestra tercera etapa que pronto nos plantearía el primer gran reto; el Alto do Poio, posiblemente la ascensión más dura de todo el Camino de Santiago, una temible tachuela al inicio de la etapa, que luego se convertiría en un prolongado descenso.

Hasta allí habíamos llegado charlando alegremente o riendo a carcajada limpia. A cada uno se le ocurrían las tonterías más absurdas y hacíamos un chiste de cualquier cosa –hechos de los que han quedado muestras videográficas-. Aunque desde el principio marcamos ya el firme ritmo que pensábamos imponer a lo largo de la jornada. A los dos kilómetros se acaba la charla y empezamos a apretar el paso. A dos kilómetros y medio llegamos a Padornelo, una aldea fantasma para nosotros. Pues a la salida, tras media hora tan sólo de marcha, de noche cerrada aún, nos enfrentamos con el mítico Alto do Poio, con unos metros por delante de nuestros amigos peregrinos.
En las primeras estribaciones Romerillo coge las de Villadiego y tengo que hacer un gran esfuerzo para seguir a su lado. Intento que no se desboque y marchamos un buen trecho juntos, subiendo a un ritmo regulado; con pasito corto y la respiración acompasada. Por detrás se acerca Sergio, apenas visible en la noche oscura, que ya ha dejado atrás a Clemen con sus limitaciones y trata de alcanzarnos. Romerillo, emulando al gran campeón equino Seabiscuit, en cuanto siente próximo a alguien se le levantan las orejas y se le eriza el lomo. Echa más madera a las calderas y, tal vez por la perceptible estela de vapor que empezamos a desplegar, se me despega como un post-it. En algún momento de la subida tuve la tentación de detenerme, pues las pulsaciones de mi alocado corazón ascendían por las nubes y temí sufrir un infarto o directamente que estallara mi tensa musculatura. Dejé que Romerillo disfrutara con el triunfo de coronar en solitario y aminoré el infernal ritmo con la intención de llegar arriba sin parar, pero, sobre todo, vivo.
Por fin, en lo alto del Alto del maldito Poio me esperaba Romerillo para felicitarme con una palmada por aquella soberbia subida, como él acostumbra a hacer. Detrás, pero no demasiado, llegaba Sergio, que había aguantado bien el tirón. Inmediatamente al subir, a la derecha del camino, se ubica un pequeño bar o mesón que recibe a todo peregrino salido por allí con el corazón en la boca, para tomar aliento y un ligero tentempié, como cabría esperar de los caminantes más sensatos. Pues allí dijo Sergio de parar a tomar un café rápido, a lo que Clemen, que llegaba algo más tarde, se adhirió extenuado. Pero nosotros no quisimos aceptar, acostumbrados a parar algunos kilómetros más adelante. Cuando paráramos sería para hacer un verdadero desayuno que nos sirviera ya para reponer parte de las fuerzas gastadas durante la jornada. Así es que nos despedimos y seguimos nuestro camino abandonándolos, pero confiando en encontrarlos más adelante.
Cuando nos quedamos solos Romerillo pareció aliviado por su ausencia, pues decía que ellos eran para nosotros una trampa más del Camino. Si continuábamos juntos no nos quedaría más remedio que llegar hasta donde ellos llegaran, poniendo en peligro nuestras lesiones recién curadas. Debíamos adaptarnos a nuestras propias fuerzas y necesidades. Por otro lado un cuarteto suponía cuatro opiniones distintas y ya era suficiente con dos.
Tras más de tres kilómetros por el arcén de la carretera sin ningún desnivel apreciable, a las siete de la mañana llegamos ambos a la primera población importante de la jornada, aún de noche: Fonfría, donde paramos a desayunar sendos dulces y alguna magdalena de buen porte por añadidura, con un buen tazón de café con leche, de esos que mi madre sabía reservar para mí cuando de chico era lo único que me mantenía con vida. Allí mismo, en aquel restaurante de madera de Fonfría sellamos también aquel día por primera vez la Credencial del Peregrino y nos hicimos la primera foto juntos.
A la salida de aquella acogedora población pusimos rumbo a O Biduedo, otra pequeña aldea jacobea antes de llegar a Triacastela. Si nuestros cálculos eran exactos, nuestros amigos deberían ya de habernos sobrepasado, si sólo tomaron un café en su desayuno, pues nosotros demoramos nuestra parada cerca de treinta minutos. Apretamos pues el paso tras los primeros metros de calentamiento, ya de día, y después de un buen tramo -que no sabría precisar- a ritmo de competición divisamos al frente la silueta de dos caminantes, uno más alto que otro, como un Don Quijote y Sancho Panza con los humores cambiados y sus mochilas al hombro; eran ellos, nuestros amigos. Pronto los alcanzamos y nos unimos todos marchando al unísono o haciendo parejas. Volviendo las risas y chanzas a escandalizar los fantásticos paisajes gallegos de Piedrafita, que aún hoyábamos, como cuatro sátiros saltarines sacados de un cuadro de Rubens.
En Biduedo nos fotografiamos por las calles y ante la rústica capilla de San Pedro. Después pusimos definitivamente rumbo a Triacastela, una población de considerable raigambre jacobea, punto de destino oficial de la 25ª etapa del Camino Francés, una bella etapa de transición con un marcado perfil descendente.
Si venimos descendiendo a partir del Alto do Poio toda la jornada poco a poco, desde Fonfría a O Biduedo descendemos cien metros en dos kilómetros y medio, y más de quinientos en los siguientes siete kilómetros hasta Triacastela. Por tanto se trata de unos tramos bastante duros para las rodillas y para los tendones y músculos tibiares. Por estos parajes nos enseñó Clemen su vieja fórmula para suavizar los rigores de los descensos más pronunciados: Clemen acortaba el paso, se agachaba un poco y corría literalmente cuesta abajo, lo que evita el duro golpeteo de la frenada, minimizando al máximo los bruscos apoyos. Aunque uno debía dominar la técnica para atreverse a bajar por esas pendientes sin escurrirse, si no quería darse de bruces por alguno de aquellos peñascales.
Tras Biduedo entramos en un terreno arbolado que al despejarse nos deja de frente con el monte Oribio, que afortunadamente soslayamos. Seguimos descendiendo por las poblaciones de Filloval, Pasantes y Ramil, donde aminoramos la marcha para que quien más sufre en las bajadas, el buen Romerillo, no sobrecargue en exceso su reciente tendinitis. Tras Filloval cruzamos la carretera y antes de adentrarnos por un estrecho túnel natural, nos quedamos boquiabiertos ante el espectacular paisaje que se queda a la izquierda; un inmenso y frondoso valle por cuya ladera bajaremos pegados a sus faldas durante un buen trecho, como hacían las caravanas de indígenas que discurrían por aquellos puentes colgantes de las películas de Tarzán. En Ramil inmortalizo en una instantánea a Sergio y Romerillo junto a un enorme castaño milenario, poco antes de llegar por fin a las famosas calles de Triacastela, donde volvemos a posar ante la gran torre de su parroquia rodeada de su acogedor camposanto.
A la salida de Triacastela elegimos seguir por la variante de San Xil, al frente, que es la ruta xacobea tradicional, en lugar de desviarnos a la izquierda, por Samos, donde tenemos que despreciar la idea de contemplar su magnífico monasterio, acondicionado en parte como albergue de peregrinos.
Disfrutamos los últimos tramos entre castaños y robledales en compañía de nuestros queridos amigos antes de llegar a San Xil, donde comienza de nuevo una dura ascensión al Alto de Riocabo, y donde definitivamente los dejamos atrás.
Al llegar arriba y volver a estabilizar nuestro ritmo cardiaco decidimos hacer una llamada al albergue privado de San Mamede, una moderna casa rural de la cual se habla maravillas en la página web de la Fundación Eroski, que es siempre la que nos ha servido de referencia, y cuya información llevamos muy a mano, colgada al cuello, en un porta documentos junto a la credencial, para poder ir confirmando nuestro itinerario etapa tras etapa. Desgraciadamente nos dicen que se encuentra completa, con lo que no nos quedará más remedio que quedarnos en el albergue público de Calvor, dos kilómetros antes.
Bajando a la aldea de Montán contactamos con un joven peregrino cordobés al que nos costó alcanzar, un chico de la Asociación Salesiana Dosa que marchaba con dos bastones como suelen llevar algunos consumados senderistas. Con Antonio fuimos charlando alegremente el último tramo de la jornada, por lo que se nos hizo mucho más llevadero. Pasamos por Fontearcuda sobre las once de la mañana, donde se indica en un mojón xacobeo la distancia a Santiago de 121 Km. Atravesamos los tres juntos Furela y más tarde Pintín, dentro ya del Concello de Sarriá, charlando de las actividades de su asociación juvenil y de las mil circunstancias de nuestros caminos.
Mientras tanto Romerillo terco como una mula no quiso conformarse con la negativa de encontrar un buen albergue y decidió llamar a otro que él llevaba apuntado, del que tenía también buenas referencias; resultando igualmente fallido el intento. La de Calvor no es que fuera mala opción, de hecho era la más recurrente, pues aquel albergue se hallaba a una distancia adecuada -28 Km de la salida- y además era público; que más queríamos. Pero yo había visto las fotos del albergue Paloma y Leña de San Mamede y los comentarios del foro y quise pincharle de nuevo un poco a Romerillo a ver por dónde salía. Así que mi fiel amigo, a pesar de la anterior negativa, guiado por una extraña intuición, volvió a llamar al susodicho alojamiento, para sorprenderse con que acababan de recibir una anulación de una reserva y tenían disponibilidad de una sola habitación para dos. Con lo que reservamos inmediatamente y marchamos en pos de alcanzarla lo antes posible.
Al pasar por el albergue de Calvor, a unos metros a la izquierda del camino, lo encontramos cerrado aún y sin ningún peregrino esperando en la puerta, pues como todos los albergues públicos debían abrir a la una del mediodía, con lo que habríamos tenido que estar más de una hora esperando para entrar.
Pasado su albergue, entramos en Calvor, donde nos despedimos de Antonio, que se paró allí a descansar un poco. Antes de llegar a nuestro idílico destino, un poco más adelante, paramos nosotros también a comprar un poco de agua en un bar de la próxima localidad de Aguiada, pues llevábamos ya algunos kilómetros con las botellas vacías y la garganta seca. Aunque una vez dentro de la taberna decidimos sentarnos y tomarnos una buena cerveza fría para afrontar con energía y mejor talante el tramo final de etapa.
Consumado el acto de la consumición de cerveza, por cierto de dimensiones proporcionales a la de nuestra sed, dimos buena cuenta de aquel escaso kilómetro y medio que nos restaba hasta entrar a las doce y cuarto del mediodía en el precioso recinto ajardinado del inusitado albergue de Paloma y Leña. Estábamos por fin en el punto de destino de nuestra tercera etapa del Camino de Santiago, a las puertas de la población de San Mamede do Caminho, a los 30,5 Km de nuestra salida de Hospital, y aquel lugar tenía una pinta magnífica para descansar en la gloria.

Continuará

Siguiente capítulo: 4ª etapa San Mamede-Sarriá-Portomarín-Ventas de Narón (41 kms)

Documentos adjuntos a esta publicación
Los amigos con la hospitaleraSergio y Clemen en la cenaDesayunando opíparamenteClemen con Romerillo camino de BiduedoRomerillo y el tito en la capilla de San Pedro de O BiduedoRomerillo ante el monte OribeEl tito ante un árbol centenarioDescendiendoEl tito bajando por el tunel verdeSergio y Romerillo en el castaño milenarioEl tito a la entrada de San XilEl cordobés Antonio con RomerilloNuestra pareja de peregrinos en la arboleda de CalvorDescenso de Romerillo por las escaleras de CalvorEl tito por Calvor ya sonriente con el destino próximoAlbergue de Paloma y Leña
 
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