Capítulo 13: Una piedra en el Camino

6ª etapa: Melide-Arzúa-Arca do Pino (36 Km)

El tito en la Garnacha
Llegamos muy temprano al albergue público de Melide, lugar donde convergen el Camino Francés –que es el nuestro- y el Camino Primitivo, que viene del norte de la cornisa cantábrica. Desde las once y media que llegamos estuvimos esperando hasta la una para que abrieran las puertas, pero así nos asegurábamos que tendríamos alojamiento, aunque no necesariamente mejor que el de cualquier otro peregrino que hubiese llegado a la una menos cinco. Las camas se asignan por estricto orden de llegada, por eso creímos que estaríamos juntos, uno debajo del otro, pero no fue así; a los dos nos tocó la litera de encima (no me pregunten por qué). Sin embargo Romerillo tuvo la habilidad de cambiarle a un chiquillo una de las divertidas camas de arriba por una de las aburridas camas de abajo, y tuvo a bien cedérmela gentilmente como yo había hecho con él el día anterior que estuvo lesionado: ¡quid pro quo!
Llegamos muy temprano al albergue público de Melide, lugar donde convergen el Camino Francés –que es el nuestro- y el Camino Primitivo, que viene del norte de la cornisa cantábrica. Desde las once y media que llegamos estuvimos esperando hasta la una para que abrieran las puertas, pero así nos asegurábamos que tendríamos alojamiento, aunque no necesariamente mejor que el de cualquier otro peregrino que hubiese llegado a la una menos cinco. Las camas se asignan por estricto orden de llegada, por eso creímos que estaríamos juntos, uno debajo del otro, pero no fue así; a los dos nos tocó la litera de encima (no me pregunten por qué). Sin embargo Romerillo tuvo la habilidad de cambiarle a un chiquillo una de las divertidas camas de arriba por una de las aburridas camas de abajo, y tuvo a bien cedérmela gentilmente como yo había hecho con él el día anterior que estuvo lesionado: ¡quid pro quo!
Cuando fui a poner el saco de dormir en lo alto de la cama me di cuenta que había desaparecido, con toda seguridad me lo habría dejado en el albergue anterior. Por un momento me sentí desamparado, como si se tratara de una gran pérdida, pero pronto comprendí que no era para tanto; en realidad no me metía dentro por las noches, sino que me echaba en lo alto y me solía arropar con las sábanas, pues la temperatura de los albergues a medida que se iban poblando de peregrinos, resultaba de lo más templada. Así que me olvidé pronto. Después de perder la funda de la almohada y otras bagatelas me libraba definitivamente del trasto más pesado y voluminoso de todos. Ni siquiera llamé al albergue para preguntar por él y hasta respiré aliviado. A este paso no tendría mucho que quemar al llegar a Fisterra.
Nos duchamos, nos cambiamos, lavamos la ropa y la tendimos con total tranquilidad, sin colas, sin esperas, apenas con el típico gesto arrastrado y cansino del peregrino recién llegado; alguna ventaja nos había de dar el haber madrugado tanto y llegado tan pronto a este inmenso albergue.
La gracia principal de la población en la que nos encontramos es “el pulpo a la gallega”, así que mientras nos arreglábamos no se nos iba de la cabeza el exquisito manjar. Veníamos decididos a recalar en Casa Ezequiel, reputado punto de referencia de la ciudad, pero una conversación entre lugareños y foráneos a mi lado cuando esperaba tendido al sol en el muro de alrededor del recinto, me reveló –como en un sueño profético- que el mejor lugar para el famoso manjar es “La Garnacha”, donde se daban cita los entendidos gourmets del lugar, y no el otro, que se ha ido relegando a los turistas o visitantes fugaces menos exigentes. Así pues nos encaminamos al citado restaurante, que resultó ser un semisótano inmenso superpoblado ya a aquella hora aún europea para almorzar, un viernes a mediodía, por lo que tuvimos que esperar nuestro turno de pie para aumentar aún más nuestra agonía.
Sin embargo la espera mereció la pena. Nos acondicionaron en una mesa ubicada en un pequeño rinconcito apartados del mundanal ruido. Nos pedimos un plato de pulpo cada uno junto a unos pimientos de Padrón de primero, todo regado con un par de frías cervezas. ¡Qué trozos de pulpo! ¡Qué texturas! ¡Qué sabor! ¡Cómo picaban algunos pimientos –y otros no!
Tras la acertadísima degustación inicial no quisimos abandonar aquel maravilloso antro gastronómico sin probar la reconocida carne de ternera gallega, por lo que nos pedimos un buen chuletón como los que corrían a nuestro lado de mano en mesa, regados –ahora sí- por una botellita de buen vino Ribeiro, que nosotros quisimos que fuese tinto en lugar de blanco, pues ese era el que veíamos degustar masivamente a los comensales autóctonos, dejándonos llevar de nuevo por el conocido refrán de “Donde fueres, haz lo que vieres”. Y con ello acertamos de nuevo, saliendo por las puertas más anchos que altos, satisfechísimos por la calidad y la cantidad del producto, por la diligencia y amabilidad del servicio, y hasta por lo económico de la cuenta final, que no llegó –incomprensiblemente- a los treinta euros entre los dos.
A la salida nos encontramos con una pareja de peregrinos jerezanos con los que Romerillo había estado pegando la hebra al llegar al albergue. Con ellos tomamos café en una soleada terraza de una placita cercana. Al parecer viajaban con un coche de apoyo que se trasladaba de lugar en lugar, portando mochilas y otros enseres. Un poco achispados aún por el vinillo decidimos entre todos –por primera vez- no hacer la siesta en el incómodo y multitudinario albergue para visitar un hermoso paraje aledaño, una “Praia fluvial” acondicionada en el río Furelos, a la entrada del pueblo, a donde nos llevaron nuestros amigos en su vehículo con la intención de bañarnos (o de raptarnos o quién sabe de qué).
Realizando las oportunas elipsis narrativas –achacables perfectamente a la lejanía en el tiempo o/y a la cercanía de la senectud- digamos que pasamos la tarde plácidamente recostados al sol charlando de cuestiones religiosas y de otras más o menos transcendentes, a falta de nada mejor, lo que en principio no era nuestro objetivo prioritario, pero ya se sabe: el hombre propone y Dios dispone.
Volvimos al albergue antes del anochecer, cenamos algo en comunidad traído de una pequeña tienda próxima y pronto nos fuimos a la cama y dormimos rápidamente y de un tirón, que es lo que ocurre cuando uno no ha dormido la siesta y lleva cinco días andando más de treinta kilómetros diarios a marchas forzadas.
A las cinco menos cuarto, en mitad de la noche como el que dice, estábamos levantándonos, vistiéndonos, recogiendo –sin dejarnos nada- y, en menos de media hora, grabando el matutino vídeo que servía de banderazo de salida de la sexta etapa, en el que se oye al tito comentar a Romerillo que la etapa no presenta ninguna dificultad aparente. Las fantasmales caras que lo ilustran, además del inevitable vello facial, reflejan ya la acumulación de fatiga en el organismo junto a cierto aire tontorrón de beatitud en el rostro, típico del artista, del religioso o de esa clase de lunático cuyo reino no es de este mundo.
Es sábado, aunque esto no signifique nada para nosotros. Nuestro lugar de destino es Santa Irene, con lo cual tendríamos 30 Km de ruta. Esperamos encontrar por allí un albergue disponible. En teoría debemos llegar antes del mediodía, pero nunca se sabe. Salimos de la capital del pulpo gallego por el lado opuesto al río Furelos, hacia Santa María de Melide, dejando al lado izquierdo del camino su tétrica iglesia completamente en penumbra. Pronto se nos unió un chico muy alto que, a pesar de su gran envergadura, debió pensar que andaría más seguro en grupo a aquellas intempestivas horas. El pobre anduvo con nosotros los siete u ocho primeros kilómetros sin decir ni pío, como si lo lleváramos preso, a pesar del alto ritmo, hasta llegar a Castañeda, donde por fin encontramos una luz encendida y vestigios humanos, y allí mismo definitivamente se quedó a desayunar y a descansar de nuestra compañía. Nosotros seguimos aún tres kilómetros más hasta Ribadiso da Baxio, donde nos volvimos a encontrar con nuestro amigo Clement, el sabio, que estaba junto al tipo que se quería ligar a la mujer casada de Pereje, aunque al parecer la aventura había resultado efímera. Después de desayunar y sellar por primera vez en aquel mesón rural reemprendimos nuestra marcha.
A la salida empezaba a clarear. Desde allí en media hora de las nuestras -unos tres kilómetros- nos plantamos en Arzúa. Como Palas de Rei, o como Portomarín, Sarria –y, por supuesto, Melide-, Arzúa es un bonito lugar para pasar el día, pero nosotros, como siempre, nos contentamos con recorrerlo apenas algo más despacio de lo habitual, para por lo menos ir contemplando y comentando lo más interesante que fuera apareciendo alrededor. A la entrada de la población se alinean junto a la carretera varios albergues, pues aquí confluye el Francés con el Camino del Norte, marchando a partir de este momento todos los peregrinos juntos hasta Santiago, por lo que empezaremos a notar un incremento desmesurado de caminantes. Cada vez nos costará más desear ¡buen Camino! a todos y cada uno de los peregrinos con quienes nos tropecemos, y empezaremos a reservar nuestro más espiritual saludo para las ocasiones especiales.
Decir que desde que salimos el terreno no paró de subir y de bajar, aunque no nos hubiéramos dado cuenta realmente hasta que se hizo de día después del desayuno en Ribadiso. Romerillo, con molestias desde el principio, parecía ponerse a prueba en las subidas, tirando con energía, hasta el punto de tener que seguirlo a cierta distancia, aunque en el descenso consiguiente lo alcanzaba, debido a las precauciones que mi sobrino tomaba en las bajadas, no para evitar resbalarse, sino por los incipientes dolores que empezaba a sufrir de nuevo en el empeine del pie, que poco a poco empezaron a evidenciar su precario estado, a pesar de haber tomado ya la medicación.
Desde Arzúa el camino hacia las Barrosas y Preguntoño (vaya nombrecito) es descendente, atravesando los cauces de los ríos Brandeso y Vello, pero desde allí tenemos que ascender por la Peroja -A Peroxa- hasta Taberna Vella, después bajamos por Calzada hasta llegar a Calle (no me olvidé del artículo; son dos pueblecitos típicos gallegos), para volver a subir hacia Boavista y bajar de nuevo a Salceda, que tiene un pequeño albergue. Todo el camino igual, para arriba y para abajo, muy entretenido y muy bonito, pero un verdadero rompepiernas: lo peor para la tendinitis galopante de mi atormentado compañero.
En Calzada entramos juntos, pero a la salida continuaba el descenso, y a pesar de que bajamos despacio, Romerillo se atascaba cada vez más, hasta el punto de quedarme parado para esperarle y plantearle la posibilidad de un descanso más prolongado, a lo que no quiso acceder, pensando que tal vez se fuera recuperando si seguía despacio. Así que decidimos que yo marcharía delante a mi ritmo para tratar de conseguir un buen albergue y reservar una plaza hasta su llegada. De todas formas al principio no fui muy deprisa, por si aún se recuperaba mi sobrino y podíamos continuar juntos, pero a pesar de todo él se seguía quedando atrás, así que poco a poco, se me fue perdiendo de vista al mirar hacia atrás, hasta que desapareció por completo.
A Santa Irene podían quedar diez o doce kilómetros, lo que equivale a algo menos de dos horas de camino. Un bonito paseo entre bosques de eucaliptos, para estar bien, y una tortura si estás lesionado. Hasta ahora no habíamos hablado mucho del tema. Romerillo al llegar al albergue de Ventas de Narón es verdad que me pidió la litera de abajo, pero pensé que era lógico tener por lo menos una pequeña sobrecarga después de los cuarenta y un kilómetros de etapa: “Homines Sumus…” Sin embargo ahora empezamos a tropezarnos con montones de peregrinos maltrechos. Cada pocos metros aparecía alguien con algún problema físico en el seno de un grupo o de una pareja: una insoportable ampolla por aquí, una tendinitis por allá, un esguince de tobillo ahora, una rodilla hinchada después…
Recuerdo que a pesar de la velocidad desplegada por este peregrino desbocado en busca del albergue perdido, especialmente bajando por las continuas pendientes, donde ponía en práctica la técnica rodante del viejo Clement, me refrenaba a menudo unos instantes para interesarme por la salud de unos y otros, entendiendo que siempre es un consuelo que se preocupen de nosotros en los momentos difíciles, compartiendo cualquier conocido consejo terapéutico que pudiera resultar de alivio.
De esta etapa, además de las subidas y bajadas, del gentío y de las abundantes lesiones, recuerdo los bosques y las fuentes. Galicia es una tierra de agua, incluso en agosto. Cada jornada podíamos cargar simplemente con una botellita de agua pequeña -como si no hubiéramos llevado nada- porque el suministro estaba garantizado. En cada aldeíta había una pequeña fuente rústica con agua potable para repostar, donde te podías encontrar un grupito de gente, muy amable siempre, esperando para beber un poco o llenar su propia botella. A esto no estábamos acostumbrados en nuestra tierra, y se agradecía. También recuerdo los hitos de señalización del Camino, que a esta altura ya aparecían de uno en uno avisando de los kilómetros que quedaban para llegar a Santiago de Compostela, recordando al peregrino su final, como dándole ánimos para realizar el último esfuerzo.
En honor a la verdad, descontado el contratiempo desgraciado de mi acompañante, el recorrido de esta sexta jornada fue más que satisfactorio. Me encontré repleto de energía y de ánimo después de casi ciento noventa kilómetros a una media de más de treinta diarios, después de haber sufrido tanto para llegar aquí, con la espada de Damocles de mi rodilla siempre amenazante. Una vez Romerillo me dejó claro que no quería que lo esperara, mi ritmo se incrementó considerablemente, avivado por la continua sucesión de caminantes, a los que iba sorteando como a banderines en una pista de esquí, a pesar de que algunos se resistían ostensiblemente, sin que en ningún momento llegara a ser adelantado por peregrino alguno, a no ser que fuera montado en bicicleta. Y esto, quieras o no, se convirtió, de paso, en otro aliciente más del recorrido.
Desde Salceda hasta Santa Irene se atraviesan muchas pequeñas aldeas comunicadas por la carretera N-547, que unas veces tendremos que seguir inevitablemente andando por el asfalto y otras la cruzaremos por senderos adyacentes o por sombreados túneles naturales. O Xen, Ras, A Brea, Rabiña (mojón 23) y O Empalme son las más importantes, aunque no dejaremos de transitar entre pequeñas explotaciones agrícolas y ganaderas, que forman el mundo minifundista de Galicia.
Antes de llegar a Santa Irene me telefoneó Romerillo porque había empeorado su estado. Al parecer se había escurrido al pisar una piedra bajando una cuesta y notó una especie de chasquido en su pie que le imposibilitaba marchar casi por completo, por lo que me rogó que encontrase un albergue con la mayor rapidez posible. Él continuaría cojeando tardase lo que tardase. Cuando llegué a Santa Irene –alrededor de las diez y media de la mañana- me encontré con los dos albergues ocupados; primero uno privado y después el público, que dejé al lado de la carretera. Menos mal que aún era temprano. Llamé al enfermo y me dijo que siguiera hacia adelante, hasta O Pedrouzo, que allí habría sitio seguro, apenas tres kilómetros más allá. Pasé por A Rúa, de la parroquia de Arca, en el Conseillo de O Pino, y llegué por fin al pueblo de O Pedrouzo por la calle principal, que es la N-547, donde pronto pude ver un establecimiento hostelero (O Burgo) de considerables dimensiones. Me acerqué y de nuevo me dieron con la puerta en las narices: ¡completo! Y el albergue público, que es muy grande, no se abría hasta la una, y sólo eran las once de la mañana. ¡Ni hablar! A seguir para adelante.
Andando, andando, siguiendo las indicaciones de las flechas amarillas, sin querer salirme del buen camino, ni siquiera traté de indagar dónde se encontraban los demás alojamientos privados de la población –que los debía de haber- y acabé por salirme del pueblo sin querer. Los treinta y cuatro kilómetros que llevaba a mis espaldas ya pesaban lo suyo, y lo peor era que a mi sobrino no hacía más que prolongarle su Vía Crucis. No lo quise llamar para no aumentar su desdicha, así que un poco nervioso retomé mi marcha lo más aprisa que me permitían mis fuerzas.
A los quince minutos, faltando sólo diecinueve kilómetros para Santiago, al lado de una pared de piedra me tropecé con un hermoso letrero impecablemente rotulado que decía: Casa Rural O ACIVRO (Lugar con encanto. Apartamentos, Restaurante…). Y más abajo esta leyenda: “ALOJAMIENTO PARA PEREGRINOS”. Luego sabría que estaba en una encantadora localidad denominada Arca do Pino. Continué unos pasos recorriendo el muro de piedra, dejé una pequeña ventana a mi lado, y pronto la pared dejó su lugar a un frondoso seto dividido por una gran cancela a media altura que cerraba el paso a un extenso recinto ajardinado. Me asomé por lo alto incrédulo y reticente. Un conjunto de edificaciones de una sola planta aparecían a cada extremo unidos por un bonito jardín cuyo centro era un rústico pozo redondo rodeado de bancos de piedra y algunas mesas y sillas de madera. Un lugar muy acogedor, casi lujoso y completamente apropiado para el descanso y solaz del viajero.
Entré por la urgente necesidad que teníamos de cobijo. En otro momento lo habría considerado excesivo para nuestras pretensiones, dado el juramento implícito de austeridad que siempre guió nuestro Camino. Frente a la cancela de entrada estaba el restaurante y los apartamentos, y a la derecha, al fondo del jardincito, la recepción y las habitaciones. Corrí la cristalera que existía a modo de puerta de entrada y una señora me saludó tras un pequeño mostrador. Inmediatamente le pregunté si había dos plazas para dos menesterosos peregrinos y me dijo que sí, que tenían disponible una habitación con literas y con cuarto de baño y ducha propia, que costaba cuarenta y cinco euros para cualquier turista, por el módico precio de dieciocho euros por persona. ¡Una ganga! Así que llamé a Romerillo y aceptó encantado.
La habitación era pequeña, pero encantadora, como el resto de la casa. Tenía el suelo de parquet, un armario empotrado y en el lateral disponía de una ventana a media altura incrustada en el grueso muro de piedra que daba al exterior; la ventana que había visto al pasar. Recuerdo que a la cama de arriba, donde me tocaba esa noche dormir, se subía por una escalerita de madera por detrás. Me duché, me cambié y me puse a lavar mi ropa en el mismo lavabo del cuarto de baño. Cuando estaba terminando llegaba Romerillo jadeante, se sentó en la butaca que ocupaba media habitación y se puso a sollozar emocionado. Le pregunté que cómo estaba y me respondió que aún no se lo podía creer, que lo había pasado fatal, que creía que no llegaba. Me imagino que después de tanto esfuerzo y sufrimiento cuando vio finalmente aquel maravilloso alojamiento no pudo contener las lágrimas. Menos mal que sólo nos quedaba la última etapa para llegar a nuestro destino.
Documentos adjuntos a esta publicación
Romerillo en la puerta del albergue de MelideLa inscripción del albergue de MelideRomerillo preparado para el festín gallegoLa pulpería A GarnachaEl tito posando delante del prado gallegoPor el bosque gallegoEl tito delante de un artístico pozoLas vaquitasUn pradoUna ermita en el caminoBosquesLa magnífica casa rural O Acivro en Arca do PinoEntre el jardín y la piscina de la casa rural de O AcivroEl piscinón de luxeLa habitaciónLa casa rural O Acibro en Arca do Pino (La Coruña)
 
Copyright VEREDAS CORDOBESAS
Psje. Jose Manuel Rodriguez Lopez 6 | 14005 Córdoba · España
info@veredascordobesas.com
Diseña y desarrolla
Xperimenta eConsulting