La vocación de Beatriz 2ª parte
 

La vocación de Beatriz (2)

La vida académica y la vida laboral

Beatriz

Desperté sobresaltada con un sueño. Soñaba que querían tomar la Facultad los profesores y la protegíamos los alumnos desde dentro. Volví a quedarme dormida. Por la reja podía distinguirse a Hakim, el de árabe, al frente de sus tropas sarracenas –los otros dos de su departamento- junto a don Óscar, al de francés y al cura de latín con otros profesores empujando la puerta y escalando por las ventanas. Y mis compañeros de clase y yo con los de Derecho resistiendo dentro hasta que se hizo de noche. Incomprensiblemente vi subir las escaleras a mi abuelo como un fantasma rumbo a la biblioteca.

Cuando volví la cabeza de nuevo bajaba capitaneando un verdadero ejército de malhechores: venían primero los gauchos Juan Moreira y el Martín Fierro montados a caballo, con el temible Monk Eastman detrás, el carnicero de Five Point, seguidos de algunos conocidos piratas y filibusteros y hasta el mismísimo Billy the Kid. Los profesores eran menos pero estaban más organizados y mejor equipados que nosotros, aunque aquel refuerzo hizo que los dos bandos se equilibraran. Al parecer nos habíamos encerrado en protesta de la cantidad de materias y temarios absurdos que se incluían en nuestras especialidades. Los de Derecho empezaron a chaquetear y con la excusa de que no les gustaba la pinta de los nuevos aliados se fueron quitando de en medio. Por unos momentos mi abuelo se sintió orgulloso de que su nieta hubiera escogido aquella utópica carrera. Sonaron las sirenas de la policía fuera, al parecer alguien había dado el chivatazo y venían a ponerse del lado de los profesores con la excusa de capturar a los villanos fichados –Billy, sin ir más lejos a sus veinte años ya debía a la justicia de los hombres veinte muertes, sin contar mejicanos-. Así que tuvimos que acabar por pactar una tregua, un armisticio.
Abriríamos las puertas, entregaríamos a la malvada pirata Ching y al hombre de la esquina rosada, manifiestamente culpables, a cambio de incluir una nueva lista de optativas, pero no aceptarían eliminar ninguna de las asignaturas. El sistema continuaría como siempre, todo funcionaría igual: los profesores seguirían analizando relatos, novelas y poesías según los principios académicos, esa sería la doctrina que habrían de aprender los alumnos. Al año siguiente nos enteramos de que a Billy le había dado caza y mandado al otro barrio un antiguo amigo suyo llamado Pat Garrett.


La vida laboral
Me despierta la alarma del móvil creyendo que llego tarde a entrenar, aunque pronto comprendo el error: es el despertador del trabajo. Bajo las escaleras y preparo el desayuno. Se despierta María y me pide que le ponga lo suyo -lo suyo son sus dibujos animados-. Le digo que coja un cuento, que está rota la tele. Empieza a dolerme la cabeza. No recuerdo la pesadilla de anoche. Al coger el librito en el cuarto de baño empiezo a acordarme: “Historia Universal de la Infamia”. ¡Ya está! He pasado toda la noche con alguno de los personajes más sanguinarios de todos los tiempos. ¡Qué alivio da despertarse! Aunque sea treinta años después y para trabajar de vendedora de quesos.
Marcho al trabajo en el coche, pero antes dejo a María en casa de mamá con un beso y una última recomendación: “Que te portes bien y que estudies mucho, vale.”
La presencia de mi maravilloso ebook, tan cercano en el bolso, me infunde valor para el día que comienza. Y no es que yo cambie los libros por esto, echo de menos ese aroma peculiar a ciertas especias, disfruto al terminarlos colocándolos en el estante de los libros leídos y fastidia no verlos luego, como si no me contaran. Pero trato de adaptarme a los tiempos, a mi tiempo, porque he decidido que tengo que aprovecharlo al máximo. Ahora estoy leyendo cuatro libros a la vez: la Rayuela de Cortázar, de cuyo laberinto espero ser rescatada; El Árbol de la Ciencia de Baroja, más sencillo, más duro, más sabio –y que ha sido mi Ariadna salvadora-; unos relatos del Padre Brown de Chesterton con cierto encanto y un curso avanzado de Photoshop, que no sé si podré practicar. He hecho una lista de los libros y escritores que tengo que leer antes de morir [sic]. Esta selección prescinde de lo escrito en los últimos años –digamos treinta al menos- sin apenas excepciones: fuera los recientes best-sellers. Descarto (sin el menor desprecio) los grandes clásicos como El Quijote, La Ilíada o La Odisea. Y los milenarios tomos como Los Miserables de Hugo, el David Coperfield de Dickens o los seis volúmenes del Tiempo Perdido de Proust al que no pretendo buscar para no perder el mío.
Llego al polígono, aparco y subo las escaleras de la gran nave. Llego tarde, cuelgo el bolso y la rebeca en el perchero, me siento y enciendo el ordenador. Estamos en una amplia sala con cuatro mesas alrededor llenas de papeles y una copiadora al lado; es el departamento comercial. Somos distribuidores de cuatro marcas de quesos, como hay otras muchas. Las ventas están muy mal. Ya han salido dos compañeros en los últimos meses. Sólo quedamos el gran Houdini y yo de la vieja guardia, pero él mágicamente va cubriendo objetivos, por lo que volverá a escaparse de esta. Así es que la próxima seré yo en caer. El gerente está empezando a hablarme sin el debido respeto, le pone faltas a todo, hasta se permite criticar los emails, como si de eso entendiera también más que yo. Después de una mañana cobrando facturas en la calle por la tarde tengo una cita en una gran empresa. Después de esperar una hora con otros vendedores, que no me dejan leer, una señora nos dice que el encargado ha tenido que ausentarse y que pidamos cita para otro día por teléfono.
Recojo el pijama de casa, le doy un beso a María y a su padre y marcho al hospital a acompañar a papá. Se encuentra fatal cuando llego. Mi hermano dice que lo ha pasado muy mal al cambiarle el oxígeno. Se marcha y me deja sola con él. Ocupo su lugar y le cojo la mano. Aunque ya lo veo, le pregunto que cómo se encuentra y responde con un hilo de voz que nos espera una noche muy larga. Será lo último que le entienda, no le pregunto más, está sudando y jadea constantemente. Llamo a la enfermera y no sabe qué hacer. Le digo que llamen al médico, cuando llega se encoge de hombros y vuelve a salir. Le sigo afuera. Sugiere la conveniencia de no prolongar el sufrimiento llegado el momento, a lo que debo sin más remedio asentir. En mitad de la noche siento a papá que me agarra la mano y señala al bote de oxígeno: se asfixia a chorros. Hay que hacer algo. El médico entra de nuevo con su más experto enfermero y le inyecta un calmante o Dios sabe qué. Me piden que salga. Espero en la puerta mientras hago algunas llamadas -tiene que venirse alguien conmigo-, no puedo con esto yo sola; no tengo esperanzas. A los cinco minutos salen los dos con la cabeza gacha, los miro a la cara aterrada y se confirma su defunción.

Continuará

Documentos adjuntos a esta publicación
 
Copyright VEREDAS CORDOBESAS
Psje. Jose Manuel Rodriguez Lopez 6 | 14005 Córdoba · España
info@veredascordobesas.com
Diseña y desarrolla
Xperimenta eConsulting