La vocación de Beatriz; capítulo final
 

La vocación de Beatriz (3)

Capítulo final

Beatriz leyendo en la cama desnuda

Los primeros cambios
Espero en la misma empresa del día que murió papá justo hace un mes. Hoy estoy sola y puedo leer tranquila. Leo La Regenta de Leopoldo Alas Clarín; me recuerda a Madame Bovary. Ambas mujeres insatisfechas, atormentadas y adúlteras, ambas vidas narradas por un hombre y magistralmente escritas. Tomo nota de este descubrimiento para la reseña que quiero hacer en la nueva página web. Llevo menos de un mes con ella y apenas he podido crear algunas secciones, pero tengo bastantes ideas que trataré de ir poniendo en práctica. Para mí, como decía Nietzsche, esa web debe ser un puente y un ocaso en mi vida.
Recibo una llamada del gerente a última hora: que no falte esta tarde que quiere hablar con nosotros. ¿Qué cuento se inventará esta vez? El último día que nos reunió nos sentó a todos en la sala de conferencias y nos puso el cuento de Los Tres Cerditos sacado directamente del Youtube. Nos dijo que quería hacernos comprender que cuando viniera el lobo debíamos estar preparados. Y al parecer el lobo ya estaba aquí.

Llegamos todos temprano esa tarde. Pasa una hora incierta sin llamarnos pero a las cinco y media entró a la sala y se puso a preparar el portátil y diez minutos después nos estaba llamando. Fueron entrando, después de dejarme pasar se cerró la puerta y empezaba el juicio.
Moisés, que es el nombre de mi jefe, nos habló de esfuerzo, de compromiso, de responsabilidad, de honradez, de trabajo en equipo, de solidaridad, de ser positivos, de generosidad, de predisposición y de tratar de disfrutar con nuestro trabajo; de ser felices y apasionados trabajando. Y también dijo que el que no caminara por aquella senda le sobraba. En media hora habíamos terminado. No hubo comentarios jocosos salidos de tono como cuando puso Los Tres Cerditos. Nada más. ¡A disfrutar trabajando! Nos dijo al terminar. Desgraciadamente para mí aquello era una verdadera “contradictio in adiecto”, una paradoja, un oxímoron de tomo y lomo; una tontería.
Diríase que Moisés, a mi lado mientras iban saliendo, estuviera escuchando lo que pensaba, y por ello me pidiera que lo acompañara ahora a su despacho. Volví a entrar en la nueva y espaciosa sala subiendo un par de escalones, como si subiera al cadalso, y volvió a cerrarse la puerta detrás de mí. Nos sentamos uno frente al otro con su mesa en medio y empezó a decir sin más preámbulos:
- ¿Cómo estás, Beatriz? ¿Te pasa algo?
- A mí no. ¿Por qué? –Respondí sorprendida y asustada-.
- Me refiero a las ventas. ¿Tienes algún problema?
- No, que no se vende, que se vende muy poco. ¿Y qué hago? ¿Estoy haciendo lo que puedo? El mes pasado pasó lo de mi padre, pero ya estoy mejor.
- Muy bien, pero no sé qué vamos a hacer, Beatriz. Esto no funciona. No podemos continuar así. Unos meses por una cosa y otros por otra no me salen los números.
- Yo trabajo como siempre, antes se vendía y ahora no. No sé qué puedo hacer. –Aunque yo tenía algunas ideas-.
Llevaba dándole vueltas al asunto al menos diez años. Si bien en las últimas semanas habían llegado a mis manos, como caídos del cielo, un par de certeros libritos que me habían puesto en acción pues comprendía que no se podía seguir mucho tiempo por ese camino. Preparé un proyecto en el que exponía la creación de un departamento de marketing que aumentaría las posibilidades comerciales de la empresa y en el que yo asumiría todas las funciones.
De pronto lo llamaron por teléfono para una visita importante que le esperaba abajo. El gerente no pudo negarse, así que tuve que esperarle un rato.
El plan aún no lo había madurado lo suficiente porque tenía el temor de que lo considerara una tontería y se negara. Este plan no suponía una mejora económica para mí sino más trabajo, pero eso no importaba porque implicaba hacer el tipo de cosas que siempre quise hacer.
Vi en el despacho de Moisés a un hombre alto de espaldas que se parecía a mi pobre padre. Estuvo sólo un cuarto de hora y se fue sin que le viera la cara. Tras despedirse del misterioso personaje me llamó el gerente de nuevo al cadalso. Calló unos instantes que fueron eternos, como si fuese a dictar una sentencia de muerte y, entonces, inspirado sin duda por mi ángel de la guarda, habló:
- ¿Beatriz, tú no sabías hacer otras cosas además de vender?
La eternamente anhelada cuestión sonaba por fin en mis oídos a música celestial. Así, como si llevara toda la vida esperando a contestarla, le respondí con fervor y sin humildad:
- Moisés, yo sé hacer mil cosas más. Llevo toda la vida estudiando, siempre me ha gustado saber de todo aunque nunca haya servido para nada. Estos años he hecho cursos de diseño gráfico, de creación de páginas web, de marketing, de productividad, hasta de director de empresa y además sabría elaborar cualquiera de los quesos que hacemos de principio a fin.
- Mira Beatriz, -contestó iluminado- piensa qué función productiva podrías realizar sin dejar a tus clientes y preparas un proyecto. ¿Te parece bien?
- Claro que sí, buena idea –respondí al gerente-. Mañana mismo lo tienes –porque ya estaba hecho-. Gracias.
- Tranquila, piénsalo bien, tómate un par de días para hacerlo y lo vemos el viernes. Lo que no podemos es seguir como estamos, Beatriz. Bueno, pues a disfrutar trabajando.

La obra de Beatriz Vitrubio
Así fue como Beatriz encauzó su vida desde entonces, disfrutando con su nuevo trabajo, que al fin favorecía su creatividad y le producía pequeñas pero continuas satisfacciones. Aunque ella siguió haciendo otras muchas cosas cada día. Intentaba leer todo el tiempo que tenía libre, había añadido una nueva estantería frente al sofá del salón, donde instaló sus libros preferidos y los que iba añadiendo de su lista. Le dejó un estante a su hija María, a la que le gustaba leer tanto como jugar o ver los dibujos animados. Y cada día trataba de mejorar y aprender algo nuevo.
Siempre le había gustado escribir. Sus ventas cada vez se debían más al éxito de sus escritos comerciales que a las conversaciones personales. Esto ya le había ocurrido años atrás en sus conquistas europeas. Le resultaban tan románticas y emocionantes sus relaciones epistolares durante el invierno que cuando se materializaban en verano se tornaban insulsas. Por eso le gustaba conservar la relación todo el año y luego dejarla languidecer en julio o agosto.
A su natural hiperactivo se le había añadido desde su cincuenta cumpleaños una cierta urgencia por hacer cosas antes de que fuera demasiado tarde. Seguía jugando al tenis todas las semanas y también salía en bici o andaba por el campo con su familia. Había conseguido como un regalo del cielo una página web en la que incluyó una sección cultural donde escribía de temas históricos y literarios, con la velada intención de practicar la escritura. Decidió que ya era hora de poner en marcha sus actitudes literarias y quería hacerlo poco a poco pero bien.
Con el tiempo aquel rincón virtual creció y acogió su creación personal. En el trabajo trataba de seducir a sus clientes a través del marketing aplicado a la industria láctea, por las tardes visitaba a su madre acompañada de su hija María y después de cenar se ponía a componer la historia de El Gran Capitán, los amores desinteresados de Theo Sarapo o los adúlteros de Madame Bovary. Poco a poco fue conocida por sus amigos y clientes más por esto que por cualquier otra cosa. Aplicando los mismos principios que en su empresa consiguió que muchos lectores se acostumbraran a visitar aquel sitio que contaba pequeñas o grandes historias de personajes históricos y de ficción, hasta el punto que cierto día se interesó por ella una conocida editorial que le propuso publicar todo lo que ella fuera capaz de escribir a cambio de un gran contrato para toda la vida.
Pero no por ello dejó Beatriz de leer y estudiar, todo lo contrario, pues aunque publicó muchos relatos y alguna novela de cierto éxito y consiguió ganarse la vida haciendo lo que más le gustaba, seguía pensando que había tiempo para todo. No sólo cumplió con la lectura de su exigente lista sino que pudo disfrutar con alguno de los más conocidos best-sellers que se había dejado atrás, incluyendo trilogías completas, eso sí, una vez cumplidas con rigor las consiguientes tres décadas de carencia. Además quiso leer de principio a fin las épicas epopeyas clásicas, fuente de nuestra civilización occidental y hasta el mismo Don Quijote, desechado por arcaico y rescatado al fin en aquella versión apócrifa pero moderna del virtuoso Pierre Menard. Y aún le sobró tiempo y espacio para aquellos inmensos volúmenes en los que encontró las más hondas satisfacciones.

La heredera
María apenas podía creerse la enorme audiencia con la que contaba este año, hasta el punto de tener que disponer de un micrófono para poder ser oída. Al parecer se había corrido la voz y todos los alumnos de segundo habían escogido aquella optativa inaudita que le permitieron inventar, que al principio pareció la más prescindible de todas las asignaturas: “Filosofía de la Literatura”.
El aula estaba abarrotada, pero cuando se puso enfrente de todos apenas se escuchaba un pequeño rumor. María me buscó entre las filas esperando encontrarme este curso también. Le costó localizarme de pie detrás de la multitud. Sonreí a mi hija cuando me vio y le mandé un beso desde allí mientras derramaba la última lágrima y me despedía de ella para siempre.

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