Los amores adúlteros de Madame Bovary

3ª parte: Escarceos amorosos de Madame Bovary y sus problemas económicos

Madame Bovary

Lo que voy a narrar ahora son hechos que he vivido directamente o que he conocido por personas de mi total confianza, en la mayoría de los casos bastante tiempo después de que estos sucedieran, aunque no por ello me hayan causado menor impacto a mí y a toda la congregación de la comarca de Yonville.

Las relaciones entre mi señora y yo no atravesaban un buen momento, sobre todo después de la marcha a París del joven León Depuis, pues sin duda este se había convertido en su mejor compañía. Compartían conversaciones, juegos y otros entretenimientos, que le hacían pasar a ella sus días con un cierto humor entre melancólico e ilusionado, pero ciertamente más soportable, haciéndome a mí y a los demás aquella época más llevadera, pues cuando menos prestábame un mínimo de atenciones. Después todo cambió. Emma se refugió en su mundo, entre espiritista y religioso, en sus apasionadas novelas, en sus cartas, propias y ajenas, y yo fui borrado de su mapa; sólo quedé como su principal fuente de suministros, aunque no la única, según fui conociendo después.

Las elecciones en nuestro distrito trajeron a Yonville a algunas personalidades y a algún personaje de los que sólo el dinero o la política pueden arrastrar. Rodolfo Boulanger era uno de estos últimos, o al menos eso parecía al principio.

Conocimos a Monsieur Boulanger porque cierto día que pasaba por aquí con su sirviente, hacia la localidad cercana de La Huchette donde reside, aprovechó para que le practicara yo una flebotomía, habiendo conocido él mi buena fama de sangrador y mis módicas retribuciones. En plenos comicios, al cabo de unos meses, se presentó en nuestra puerta a agradecernos la sanación de su estimado criado, invitándonos a asistir al discurso del prefecto que vendría de Rouen exclusivamente para el evento. Tras excusarme por tener aún visitas de varios pacientes Emma quiso acompañarlo, “por cortesía”, para lo cual estuvo un rato arreglándose hasta presentar una imagen osadamente minimalista. Juntos recorrieron las calles en sentido contrario al bullicio con la idea de no acortar el paseo en aquella calurosa tarde. Tras el enorme rodeo consentido por mi elegante esposa, saludando a cuantas personas se cruzaban, llegaban al centro de la plaza, a unos metros de nuevo de nuestra casa, para ubicarse en un rellano en alto que se encontraba vacío porque desde él no se llegaba a contemplar el escenario donde se ubicaban las autoridades, aunque sí se podía oír el discurso. Allí, camuflados entre la multitud, tras la estereotipada parafernalia de conquista y los permanentes roces para entrar en calor, Emma, obnubilada, se dejó coger la mano por aquel señor; y Dios sabe qué. Acabado el acto, ambos se abandonaron azorados y sudorosos a la puerta de mi casa sin la promesa de reencontrarse. A partir de aquel día volví a notar a mi esposa más diligente conmigo y más agradable; bendito remordimiento de conciencia.

Sin embargo hubo algunos hechos que enturbiaron temporalmente ese estado. Cierta mañana volví temprano a por un juego de escalpelos que tenía en mi viejo maletín de cirujano, pues me vi en la necesidad de operar a un vecino de urgencia. Subí al despacho a cogerlos y, cuando me iba ya, creyendo vacía toda la casa, pues mi señora había partido a Rouen a tomar clases de piano, me pareció escuchar voces de hombre y cuchicheos abajo, por detrás, en el huerto; podría jurar que oí una voz masculina. Llamé a Emma desde allí en voz alta, pero nadie me contestó. Volví a llamarla sin respuesta. Se oyó el chirrido de una puerta pesada y el golpeteo apresurado de unos zapatos de madera, de unos zuecos. Cogí el maletín, bajé las escaleras y abrí la puerta del patio del huerto; no había nadie. Salí por detrás de la calle por si veía a alguien fuera y me pareció ver una sombra escabullirse tras las últimas casas, pero nada más. Cuando entré en mi casa pude comprobar que no faltaba nada. Tal vez fueran imaginaciones mías, pero lo dudo, alguien estuvo allí ese día.
Otro día encontré, y fue la segunda vez, la colilla de un cigarrillo en el huerto, sabiendo que ni Emma ni Felicidad, la criada, ni yo, fumábamos. Y ambas juraron que no había entrado ninguna persona allí en los últimos días.
Por fin, lo que acabó con mi serenidad y me puso completamente en guardia fue el siguiente suceso que cuento tal como pasó, sin añadir ni eliminar nada:
Guardábamos en mi despacho una pequeña caja de madera donde depositábamos mis ingresos diarios junto con los pequeños ahorros que nos quedaban tras la mudanza y posterior reforma de la casa. Pues bien, uno de los días que dediqué a recaudar alguna de las muchas deudas que tenía conmigo la comunidad tuve la fortuna de cobrar varias consultas junto con la enojosa operación del pobre Hipólito que pagó la señora viuda Lefrançois, la dueña del León de Oro. Todo ello sumaba en total 318 francos, que yo dejé en un manojo de billetes de diez, veinte y cincuenta, aplastado por un pequeño montón de monedas de un franco, en el segundo cajón de mi escritorio.
Pues al día siguiente fui a coger el dinero para pagarle a la criada los dos trimestres que le debíamos y me encuentro con que sólo quedaban las ocho monedas de un franco. Me dio un vuelco el corazón, pues debía haber al menos quinientos francos en total. Dinero insuficiente para hacer frente a la mitad de nuestras deudas, pero que aliviaba la tensión con nuestros más pertinaces acreedores. Emma estaba en la ciudad y no quise decir nada a la joven Felicidad, a la que le prometí pagar hoy mismo, puesto que sólo mi mujer y yo teníamos llave del despacho. Tuve que mentirle diciendo que no había cobrado nada de lo que esperaba, así es que se marchó muy enfadada. Cuando llegó Emma al fin a las tantas de la noche en su bonita calesa yo la esperaba muy impaciente. Cuando llegó le espeté directamente:
- Ya era hora de que llegaras. ¿Se puede saber qué haces hasta estas horas en Rouen? ¿No me dirás que has salido ahora de la clase de música?
- Cálmate querido, llevo un día fatal. –Se atrevió a decir Madame Bovary después de haber escogido bien su respuesta-.
- No creo que peor que el mío. Llevo esperándote toda la tarde para que me expliques qué es lo que has hecho con el dinero que cobré ayer y con lo demás que había en nuestra caja. –Inquirí seriamente enojado-.
- ¡Ah! Es eso lo que te preocupa. Querido, he tenido que hacer unas compras para lavar nuestra imagen, ya que tú la has ensuciado con tu torpeza y tu falta de profesionalidad.
- ¿De qué estás hablando? ¿Quieres decirme que has gastado todo nuestro dinero en unas compras?
- Querido, no te sulfures. Había encargado una prótesis de metal para compensar lo que le has hecho al pobre Hipólito, que lo has dejado cojito para toda la vida, por un problemilla que tenía en un dedo del pie. ¡Qué bochorno, menuda carnicería! Hablé con la señora Homais, la mujer del farmacéutico, y me dijo que conocía a un fabricante excelente de total garantía, así que he estado allí tratando de conseguir un descuento después de la clase de piano. Ya sabes que estas cosas son caras, pero he conseguido otra prótesis de madera para todos los días sólo por un poco más, pues al chico le parecía demasiado ostentosa para el trabajo diario la otra. También he liquidado a la profesora de piano todo lo que se le debía, ya no se le debe nada. ¿He limpiado o no nuestra imagen?
- Estás loca, Emma, te has gastado tres veces lo que hemos sacado con esa operación en dos piernas postizas y otro tanto en tus malditas lecciones que no nos podemos permitir hace meses. Espero que busques una explicación para la criada, porque dice que no piensa trabajar más gratis. Y Lheureux, el tendero, ha estado también por aquí preguntando por ti con la libreta en la mano. Yo ya le he dicho que no estoy dispuesto a vender la casita de campo, que hable contigo que son tuyos todos los encargos sin abonar. ¿Acaso no podías ir y venir a la ciudad en la golondrina del pueblo? No sé con qué vas a pagar esa calesa. A mí que no me busque ese chupasangre.
- Charles, no nos queda más remedio que vender esa casa, cariño. La vendemos y no sólo nos quedamos a cero sino que podemos dejar un pequeño fondo para estar tranquilos un tiempo. ¿No sería maravilloso? ¡Anda! Me quito esta ropa que llevo todo el día encima –mentira también- y me esperas en el salón con ese batín azul que me gusta tanto. Dame un besito grandullón.

Y ahí quedó la cosa. Por supuesto yo no estaba para muchos trotes ese día -y ella menos aún-. Ni tampoco estaba dispuesto a malvender la casa que compré con mis primeros ahorros. Pero una de las veces en que ella me pasó para que firmara lo que se suponía eran aplazamientos de pagos al Sr. Lheureux, me coló la cesión de poderes para ella vender nuestros bienes sin necesidad de mi autorización. Lo que me condujo en pocos días a quedarme sin la casita de campo de marras, aunque dado que no la frecuentábamos nunca, fue mucho después cuando yo me enteré de ello, como de otras muchas cosas.

A partir de ese día hice tres partes con mis emolumentos: uno lo dejaba en la caja de madera del escritorio para que mi señora perpetrase sus compras o pagase lo que debía a sus acreedores. El resto, salvo la calderilla, lo iba poniendo yo a buen recaudo en una olla que escondí bajo tierra en un lugar recóndito del bosque. Aquello indignó a mi mujer, pero era la única forma de sacar adelante nuestra economía. Pronto conseguí poner al día la nómina de Felicidad, que había dejado unas semanas de aparecer por casa y tuve que conseguir que volviera. Por lo que pronto también empezó a hacerme a mí más caso que a su dueña pues, aunque yo siempre la dejé que fuera ella la que organizara el servicio, llegó un momento en que su dejación de funciones me obligó a estar pendiente de ella, y yo lo hacía con sumo gusto pues nuestra criada se había convertido en una adorable mujer. Felicidad era honrada, trabajadora, lista y muy hermosa, tanto que prefería quedarme leyendo el periódico en mi butacón los días feriados mientras limpiaba la casa con su plumero para arriba y para abajo, y a hurtadillas perseguir sus movimientos de cintura y de cadera que le hacían sacudir sus más voluptuosas interioridades, quedándome aquellos instantes como hipnotizado por sus encantos, tal era mi estado de necesidad.
Así pasamos unos meses sin excesivos vaivenes. Mi señora acudía una vez en semana a sus clases de piano a Rouen, que pagaba con su parte del dinero que yo le entregaba directamente ya, y que no me obstiné en recortar puesto que parecían venirle bien a pesar del gasto que suponían. Y el resto del tiempo lo pasaba en su buhardilla, leyendo, escribiendo sus misteriosas cartas y contemplando la vida pasar por el balcón. Yo estaba todos los días fuera de Yonville visitando a mis pacientes, pero cuando llegaba al hogar apenas nos dirigíamos la palabra; de vez en cuando un exabrupto a la criada o a mí mismo y algunas frases menos agrias cuando necesitaba dinero.

Cierto día acertó a pasar por el pueblo un tipo curioso que llamó a mi puerta. Dijo que llevaba unos días en Yonville y que le habían hablado de mí en la posada, pero como yo no solía frecuentarla había decidido ir a conocerme a mi casa. Era jueves y Emma estaba en Rouen, practicando. Hice pasar a aquel individuo que dijo llamarse Armand Lesyeux, y nos sentamos en el salón. Felicidad ya se había marchado dejándonos la cena hecha y a mí como un flan.
Monsieur Armand era un hombre sumamente refinado, de edad avanzada, que había llegado al pueblo como invitado del comerciante Lheureux, con el que compartían algún negocio en la misma capital. Sin llegar a ser torpes sus ademanes eran ya suaves y pausados y su hablar sereno y sentencioso. Me contó que tenía una extraña enfermedad en los ojos que le hacía confundir los colores y que seguramente era lo que le provocaba unos fuertes dolores de cabeza y unas peligrosas calenturas en determinadas circunstancias. Yo me inhibí del asunto declarando honestamente desconocer tal afección.
Aunque yo bien conocía la disfunción ocular de lo que se denomina Daltonismo, que consiste en la interpretación equivoca de determinados colores, especialmente del rojo y el verde, desconocía que tuviese ligada algún tipo de afección y menos que existiese un remedio para acabar con todo ello. Sin embargo fueron tales sus ruegos que tuve que prometerle a aquel señor dedicarle mi atención mientras permaneciese en el pueblo, aunque sólo fuese en atención a Lheureux, con el que teníamos aún una enorme deuda pendiente. Cuando aparecía yo cada día por la plaza después de terminar con mis pacientes me lo encontraba indefectiblemente esperando, invitándome al León de Oro para tomar un vinito y charlar sobre su enfermedad y otras muchas cosas. Como llevaba mis aparatos sin haberlos podido soltar en mi casa hacía que lo auscultase y tomase la temperatura nada más que sentarnos en la posada, como si no hubiera tenido ya bastante cada día. Pero yo no encontraba nada malo en el hombre, a no ser sus desvaríos cromáticos, que tenían su cierta gracia.

Poco a poco fui acostumbrándome a su compañía hasta resultarme agradable su presencia.

Continuará

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