Como siempre, nos vendieron la ruta como si fuera oro molido: un día de senderismo fuera de nuestra sierra, pero no demasiado lejos para volver en el mismo día; unos paisajes y unas vistas magníficas; el mejor motivo para juntarnos todos después de tres meses sin vernos… Fíjate como sería de inocente que hasta el mismo día de la convocatoria les estaba yo todavía pidiendo juntarnos la próxima semana, que tenía libre el Canijo, para hacerla. ¡Habían hablado tantas veces de ella! ¡Cómo me iba a esperar que la programasen para este sábado sabiendo que no es el día que nos va bien a ninguno de nosotros!
Ya lo sé, Yul, que tú lo habías avisado, que los sábados son para la familia. Y tú eres un tío de principios. No pasa nada. De buena te has librado, ¡cabrito!
El Canijo estuvo a punto de ir, pero al final se rajó. Averigua qué cuentas se echaría. Los sábados están para otras cosas, ¿verdad? Yo, que había contado contigo para esos ascensos de alpinismo puro. Supongo que tú sí habrías comprendido entonces en su justa medida la maldita gráfica pelada que nos mandó Sendérix con las distancias y altitudes del terreno. A mí no me dicen nada los mil seiscientos o mil ochocientos metros de altitud en ocho kilómetros. Ya sé que de eso no tiene nadie la culpa, más que yo. A mí me tienen que decir que me voy a cagar las patas abajo o no me entero de nada, ¡por favor! Y menos mal que vino el Maestro, que es mi tutor oficial, que debió pactar con el grupo nuestra asistencia a cambio de una unidad de rescate con helicóptero incluido, que si no, no la cuento seguro.
Ahora, aunque con unas agujetas tremendas y estremeciéndome sólo con recordarlo, estoy aquí en la gloria en mi casita, sentado frente al ordenador, acompañado de mi familia. Pero creía que no salía de allí. He pasado un día de perros. ¡Si yo os contara!
Me llevé en el coche a Romerillo y al Maestro, y seguimos todo el camino detrás del coche de Sendérix, el experto guía, que estaba afinado como un violín –como los buenos púgiles el gran día del combate- cuando lo abracé y lo levanté en volandas a las seis de la mañana. Al lado, su inseparable Grumetillo, otro peso pluma, y con ellos una extraordinaria pareja de senderistas de élite: el simpático y polivalente Súper Mario, el rey de las cañerías, con su encantadora mujer, la despampanante princesa Pich, a la que había conquistado en el último capítulo, y que le daba con su presencia un matiz glamuroso a la jornada. Ambos, junto al achacoso Luigi (vuestro sufrido reportero) protagonizaríamos, como en el más famoso de los juegos arcade, alguno de los momentos cumbre de esta aventura gráfica.
El ambiente en el habitáculo de nuestro vehículo no pudo ser mejor. Mientras pasábamos de la noche más negra a los primeros tonos rojizos y anaranjados del crepúsculo camino de la sierra sur jiennense por la carretera de El Carpio, pasando por Bujalance y Cañete de las Torres, nos dio tiempo a contarnos el verano recién pasado y a reflexionar en voz alta sobre las últimas novedades de la vida política del país, que parecía atravesar por momentos decisivos. Nos sentimos reconfortados por volver a juntarnos los tres, acordándonos del inolvidable fin de semana vivido en tierras malagueñas, alojados en la acogedora residencia de verano de don Alonso en Mezquitilla, disfrutando de los parajes que se extienden hasta la hermosa localidad de Nerja y de las singulares callejuelas de Frigiliana, unos meses atrás.
Perseguíamos al huidizo conejito de peluche como tres galgos detrás de su reclamo en un canódromo inmenso sembrado de olivares. Cada vez que se paraba el conejo, dubitativo, o se equivocaba, parábamos nosotros o nos equivocábamos también, con el Maestro exasperado de que no llegara nunca el prometido receso para saciar nuestra hambre canina. Dejamos atrás las poblaciones jiennenses de Porcuna, Torredonjimeno y Martos, que tantos recuerdos me traía, sin detenernos, y cuando acordamos habíamos llegado a nuestro destino sin desayunar, así es que por fin paró el conejito en el último bar que quedaba a la salida de Los Villares, y se dispuso a comerse su zanahoria. Nosotros, por nuestra parte, en lugar de atraparlo al llegar, nos sentamos y degustamos unas crujientes tostadas con pan de la casa y aceite de oliva, regadas con un buen vaso de café con leche, vaya a ser que el conejo nos sentara mal por estar contagiado de mixomatosis.
En quince minutos salimos pletóricos de allí, con ganas de comernos el campo, volvimos a subir a los coches y recorrimos un corto tramo de carretera saliendo del pueblo, paramos y los dejamos aparcados en el exterior del arcén, al lado mismo de un estercolero, como un presagio del lugar que me tenía destinado la ruta.
Cuando terminamos de colocarnos las mochilas y apreté el botón de mi sofisticado y enigmático GPS eran las nueve en punto de una bonita y fresca mañana. Desde abajo podíamos contemplar la lejana y descomunal cumbre de la Pandera, rematada por una antena apenas visible. La cima de aquel coloso era nuestro objetivo, una montaña que te tiraba de espaldas de mirar hacia arriba.
Cruzamos la carretera siempre detrás de nuestro guía y nos adentramos por un camino de cemento que penetra y asciende desde ese mismo instante entre las huertas y las fincas que han buscado su asiento en la falda de la sierra a la salida del pueblo.
Enseguida Romerillo y el Maestro formaron pareja e impusieron un alto ritmo; excesivo a todas luces, según comprobaría fehacientemente más tarde. Grumetillo y su viejo amigo Sendérix los seguían de cerca, intentando ponerse de acuerdo alguna vez sobre el trazado y demás pormenores del itinerario. Mientras, por detrás, marchaba la encantadora pareja, sin querer someterse del todo a la velocidad y la dureza que se había impuesto desde el principio, tratando de acompañarme a mí en el ascenso, animándome y esperando que no me descolgara a las primeras de cambio.
La cuestecita de cemento se las traía. Se trata de una larga ascensión de dos kilómetros y medio sin apenas descansos, con porcentajes estimados entre el diez y el veinte por ciento, por donde suben los cuatro por cuatro con dificultad, para acceder al inicio de un bosque de pinos, donde dejan a los pasajeros para que desde ese punto comience verdaderamente su idílico paseo campestre. Es un pasillo serpenteante surcado de rayas diagonales para el mejor agarre de vehículos y personas, como es costumbre en los puertos de montaña que suelen nevarse o cubrirse de hielo en invierno. Era la primera prueba a la que tendríamos que someternos nada más salir de los coches, que nos sugería la dificultad del terreno por donde estábamos entrando.
Comenzamos la ascensión bastante abrigados, para paliar los rigores de la fría mañana, pero pasada la primera parte del camino asfaltado, nada más cruzar el arroyo de Riofrío, a un kilómetro del estercolero, mi compañero Súper Mario, ejerciendo de sabio consejero y gurú de los senderos y tuberías, me aconsejó despojarme de la capa de arriba, un cortavientos rojo, ligero pero impermeable, al notar que mi cuerpo debía tener una fuga de líquidos por alguna parte –por alguna junta, dijo él-, pues me desbordaba a mares por dentro, amenazando con brotar de mis pies el nacimiento de un arroyuelo como en uno de esos pasajes bucólicos y pastoriles de la mitología clásica. Aquello refrescó mi cuerpo y lo hizo transpirar adecuadamente durante la mayor parte del camino, hasta que nos encontramos gateando por las desprotegidas crestas de las dos últimas paredes rocosas, donde corrían ráfagas de un viento gélido que nos aconsejó volvernos a abrigar.
Al principio subimos charlando. Poco después me limité a escuchar. Debido a la fatigosa cuesta, yo introducía tan sólo de tanto en tanto algún monosílabo en la conversación, mientras trataba de asimilar las oportunas y bienintencionadas lecciones que mi acompañante impartía sin apenas jadear. Aprendí todo lo que hay que saber sobre los bastones, a raíz de las dificultades que tuvo alguien para extender el suyo, problema que yo había resuelto hacía tiempo cambiando de tipo de palo, pero nada comparado al mágico instrumento de nuestro sabio fontanero, que como si fuera una varita mágica plegó y desplegó sus bastoncillos en un visto y no visto, reduciéndolos al tamaño de un par de bolígrafos. Pude además conocer sus excelentes propiedades de tracción, aprendiendo a agarrarlos adecuadamente y, por fin, que, como los Donus, dos son siempre mejor que uno.
Cabe decir que durante casi todo el ascenso nos vimos acompañados por la presencia de numerosos vehículos. Pasaban rozándonos cargados de niños, lo que nos animó a los que no conocíamos la ruta, pues nos hizo pensar que si se trataba de un camino recreativo para las sensatas familias del lugar, no debía ser nada del otro mundo para nosotros, y aunque llegamos fatigados al aparcamiento improvisado de los cuatro por cuatro, conseguimos dar alcance pronto a toda la tropa, sintiéndonos bastante aliviados al verlos.
¡Qué equivocado estaba!
Unos carteles verticales con la dirección y longitud de las diferentes rutas anunciaban el término del primer tramo y el comienzo del segundo nivel. La alegría por culminar aquella primera parte duró muy poco pues Sendérix inmediatamente tomó por un improvisado hueco entre los matorrales, justo al lado contrario por donde se iban todas las familias, y comenzó un abrupto ascenso por el bosque sin seguir ningún tipo de senda visible que no fuera la línea virtual que su GPS marcaba desde hacía cuatro años, cuando al parecer habían pasado por allí la última vez.
Las primeras estribaciones del umbrío bosque no fueron lo peor. Se agradecía la blandura de la tierra húmeda entre el laberinto de pinos y brezo, que no permitían una rápida marcha, sino adaptarse a las condiciones difíciles que ellos mismos imponían. El complicado terreno unido a las dudas que asaltaban a los guías sobre la exactitud del recorrido hacía que cruzásemos por aquella zona de arboleda con cierto desahogo.
Hasta aquí había llegado yo de una pieza, pero faltaba la zona de alpinismo, el tercer nivel de este macabro juego, para el que no estaba cualificado ni física ni psíquicamente. Nada más salir de la espesura nos topamos con una alambrada que cerraba el paso hacia el lado oeste y que se perdía en la lejanía hasta el pico más elevado de la cordillera, con apenas una pequeña hondonada entre medias. Una subida de dos kilómetros, desde los 1.400 Mt, donde nos encontrábamos, hasta los 1.880 de la cima, no apta para senderistas amateurs. Al salir de los últimos matorrales el terreno fértil del bosque se fue transformando en un pedregal cada vez más difícil de transitar, hasta llegar a una zona sembrada de grandes lascas sin ningún tipo de senda definida, con una terrible inclinación, que hizo que me fuera imposible subir verticalmente más que algunos metros, todavía siguiendo de cerca los pasos de la bella princesa del cabello dorado, que era para mí el último salvavidas del Titanic, del que trataba de no separarme, sabiéndome perdido de hacerlo.
Pero llegó un momento en que las fuerzas me abandonaron. Tras algunos momentos de alargarse y acortarse la distancia, una contracción insoportable en la pantorrilla izquierda detuvo en seco mis pasos. Nuestra gentil damisela no debió siquiera apreciarlo y continuó su titánico ascenso tras el póquer de ases del alpinismo. Afortunadamente Súper Mario estaba allí para reparar las goteras de su hermano Luigi.
El gran héroe de las videoconsolas, que hasta entonces apenas me había querido importunar con la odiosa pregunta que pudiese poner en duda mi manifiesta capacidad de translación, decidió intervenir en aquel preciso momento, en el que al comienzo aún de la parte más dura de la ascensión, me veía incapacitado para continuar, poniendo en serio peligro el objetivo de la misión y mi propia supervivencia.
En el juego, allí hubiera perdido Luigi su primera vida.
Para salir del aprieto, siguiendo los sabios consejos del fontanero más famoso del universo, tuve que poner en práctica un estricto plan:
Primero tenía que descansar unos momentos. Sólo reposando podía soltarse ese gemelo contraído y compacto como una piedra, como consecuencia de la falta de oxígeno y la acumulación de ácido láctico; después tocaba estirar ese músculo con cuidado –para lo que tendría que servirme del apoyo de mi fiel acompañante, como suele ser preciso cuando se pierde un esquí por una inclinadísima pista roja-; y finalmente encarar la subida con otro talante, olvidarme de perseguir a la dulce princesa, que allá al fondo ascendía muy bien escoltada, y centrarme en escalar a mi ritmo, recurriendo al viejo truco de hacerlo en zigzag el resto de la pendiente, siempre con la inestimable compañía de Súper Mario, al que desde ese momento, le aparecerían sus hermosas alas y una aureola sobre la cabeza, que le identificaban claramente como la más valiosa de sus evoluciones.
Por allí tuve la misma sensación de desolación que cuando subimos por primera vez el Mulhacén, donde sufrí el primer descalabro como montañero, y donde tuve que ser igualmente auxiliado por nuestro más misterioso colega, el Gran Maestro de las Mágicas Veredas Cordobesas, que, con su paciencia y comprensión, se ganó aquel infausto día la entrada gratuita a nuestro Santísimo Olimpo.
La subida son quinientos metros infernales hasta la cima, sólo comparables a los terribles cortafuegos de nuestra querida sierra. Habría que poner el primer tramo de ascenso del gaseoducto y el último empalmados uno detrás del otro para hacerse una idea de las dificultades de la escalada, créanme.
Después de esperarnos un ratito, el grupo continuó para arriba hasta lo más alto, desde donde la bella princesa y el juvenil Romerillo nos saludaban con los brazos en alto, animándonos a llegar a su altura. Afortunadamente, después de algunas molestias y algún amago de pinchazo, el músculo no llegó a estallar, se rehízo y pudo contribuir a alzarme hasta la primera de las cumbres de la jornada, siempre con el marcaje férreo de mi fiel fontanero, que tenía que guiarme con su voz para que no me dejara caer por el terraplén del lado izquierdo de la cresta, pues el cansancio extremo hizo que perdiera a menudo la concentración y que mis zigzags resultaran interminables.
Llegados al borde de la cumbre pude dar las explicaciones a quien se quiso interesar por mi maltrecha salud. Vale decir que yo ya tenía experiencia en sufrir aquellas contrariedades y los demás también sabían tanto de mis debilidades físicas como de mis fortalezas morales, por lo que, aunque no era de agrado arrastrar por aquellas latitudes ningún tipo de rémora, digamos que lo soportaban con fría pero sensata magnanimidad, como el que se acuesta con niños pequeños, de los que se puede esperar casi cualquier cosa.
Fue pasar el Rubicón y cambiarme la expresión de la cara y el talante por completo. De verme prácticamente desahuciado a disfrutar de los espléndidos paisajes y las espectaculares panorámicas de las alturas. Estábamos subidos sobre una altiplanicie de la que brotaban protuberancias rocosas entre el musgo verdoso circundante, una meseta cerrada por la alambrada al lado este, apenas un metro antes del precipicio, que dejaba atisbar en la lejanía un pequeño poblado difícil de identificar. Y apenas cincuenta pasos por delante un extenso bosque de abetos que se sumergía en una profunda hondonada, y aún por detrás de él, una mancha oscura desarbolada que llegaba justo hasta la falda del puerto, donde blanqueaban las estribaciones rocosas cercanas ya al pico de La Pandera, y donde ahora se vislumbraba por fin con cierta claridad una gran antena y una edificio a su lado.
Al llegar al bosque de pinos y abetos pronto el terreno se inclinó penetrando en una tupida garganta, siempre pegados a la sempiterna alambrada, que nos conducía por nuestro dédalo particular como a Teseo el socorrido hilo de Ariadna, hasta que nos dejó abajo con ciertas dificultades en lo más profundo, como si nos hubiera tragado la montaña. Allí debió nuestro guía de observar el famoso cartel de “Tercer nivel superado”, pues al llegar abajo del todo Sendérix se paró de pronto y nos comunicó que aquel sería un buen lugar para hacer una parada y reponer fuerzas. Por mi GPS aún llevábamos recorridos cuatro kilómetros y medio nada más, pero todos de una dificultad importante. Además era necesario recuperar fuerzas para hacer el gran esfuerzo final, ya que estábamos en la base del último puerto, aquel que hizo famoso el bravo ciclista Roberto Heras, donde dejó resuelta una de sus victorias en la Vuelta Ciclista a España.
Así que el reposo fue bienvenido. Buscamos alguna piedra para sentarnos y apoyar la mochila y nos dispusimos cada cual a dar buena cuenta de sus particulares manjares, siempre con la precaución de no excedernos para no encontrarnos pesados al retomar el terrible ascenso final.
Mientras reponía fuerzas con el bocadillo de tortilla que tan generosamente me había preparado mi esposa la noche anterior, me dediqué a repartir el delicioso revuelto de frutos secos seleccionados entre los compañeros, haciendo méritos por si surgía la eventualidad de otra emergencia. Si el tercer nivel había estado compuesto a medias por una subida y una bajada, con la pequeña meseta pedregosa a mitad de camino, el cuarto nivel no tenía concesiones de ninguna clase; era una pared rocosa vertical de porcentajes descomunales hasta donde se perdía la vista, hacia donde no convenía siquiera mirar para no provocar la segura desmoralización del escalador o la escaladora.
Retomé yo mi vieja táctica de escalada en pespunte tomándomelo con toda la tranquilidad que aconsejaba la exigencia del lugar y permitía nuestra paciencia. Ni una sola vez quiso mi fraternal Súper Mario colocarse delante de su hermanito Luigi, rebajado humildemente al vulgar estado humano en el que yo me encontraba, para de esa forma hacerme más soportable el brutal ascenso.
¡Canijo! En este punto me acordé de ti. Yul habría subido junto a su hermano el Maestro tirando del carro para no desmerecer. Pero tú, Canijo, tú tenías que haber estado conmigo, allí a mi lado, despacito, con tus patas largas y delgadas de camello, explicándome el valor utópico de aquella ascensión absurda, para haberme meado de risa contigo. Tú también hubieses dado mucho juego en esto de las videoconsolas. Teníamos que haberle recomendado a Nitengo un personaje de tus características para su maquinita, y seguro que le habrían sacado por lo menos cien euros más al aparato. De todas formas, visto lo visto, me temo que hubiese sido una aparición fugaz en exclusiva para esa versión, después de la cual habrías preferido fugarte seguramente a la Pleisteision, aunque sólo fuera para hacer de Yosimisu en el Tequen 15 o de monstruo galáctico en el Residen 666.
A mitad de la durísima escalada sentí cómo el muslo derecho se tensaba, sobrecargado en la parte interior como consecuencia de forzar la subida lateralmente. Los continuos zigzags estaban pasando factura. Si la lesión anterior del lado izquierdo la habíamos achacado a la falta de apoyo de un bastón auxiliar, ahora refutaba dicha teoría el hecho de que yo sí disponía del apoyo recomendado para el lado derecho, lo que no evitó a pesar de todo que tuviera de nuevo que detenerme, reposar unos minutos y estirar cuádriceps y abductores para poder continuar la escalada.
Subir, lo que se dice subir; subí al final y llegué arriba antes del anochecer. No digo que tranquilamente, porque no es la expresión que conviene a los vaivenes sufridos por mi tierno corazón hiperestimulado naturalmente. Pero sí, lenta, parsimoniosamente, casi arrastrándome, hasta el punto de que, mientras la dulce princesa Pich nos veía gatear desde lo más alto de la enorme atalaya rocosa situada en la cumbre, nuestros cuatro amigos, para que el tiempo no se les hiciera interminable, tras los tres avisos reglamentarios sin haber terminado aún la faena, se pusieron a echar unas partiditas de dominó con el fresco de las alturas.
Pero todo llega. Y yo no fui la excepción. Me acordé de los tiempos en que en esos casos los compañeros me habrían aplaudido por la demora con sorna, para burlarse del castigo que habría de imponer el míster con justicia, para contribuir al perol de fin de temporada con unas pesetas de mi bolsillo. Aquellos tiempos en que me creía insuperable, inmarchitable e inmortal.
Mis nuevos amigos, quizá más sosos que los antiguos pero con más mala leche, simplemente me ignoraron. Se levantaron de su partida de dominó y tiraron para adelante, en busca del siguiente hito de la ruta. Allí comenzaba el quinto nivel.
Mientras trataba de asentar mis pulsaciones pude contemplar las colosales dimensiones de la antena de comunicaciones que se alzaba ante nosotros, al lado mismo de un gran edificio de planta rectangular y sobria estructura, al parecer, de tipo militar, sin ninguna otra cualidad adicional que no fuera la de provocar la típica inhibición en la señal de nuestros smartphones-. Hasta ese misterioso lugar llegaba una pequeña carretera medianamente asfaltada, por donde continuamos nuestro camino, dejando a un lado un pequeño helipuerto, para regocijo del Maestro, que pudo respirar tranquilo y seguro por una vez, sintiéndose a salvo en caso de accidente.
Aquel paseo por las alturas nos encaminó con dirección oeste hacia la Peña del Altar, que es un pequeño promontorio donde se ubica la casita de un guarda que aquel mismo día terminaba su temporada de vigía. Diríase por el nombre del lugar que, desde aquel espectacular mirador, aquella persona, que podría haber sido un capellán militar o algo así, en su tiempo libre, se habría encargado también desde aquel púlpito grandioso de ofrecer el culto religioso a cuantos lo quisiesen oír desde abajo. Con nosotros además ejerció de brillante fotógrafo, ocupación con la que podría ganarse mejor la vida seguramente que con la de vigilante o la de sacerdote, debido a la práctica diaria por la afluencia de senderistas al citado saliente –aunque nosotros no pudimos ver a ninguno-. En todas las fotografías, tras los conocidos personajes de esta historia, se podrían divisar unos preciosos paisajes compuestos por unas panorámicas impresionantes del otro lado de la serranía y de la tremenda garganta que formaba en el fondo con las azules aguas del embalse del Quiebrajano.
Capturadas las imágenes de rigor en casi todas las posturas imaginables, nos dimos la vuelta y comenzamos a descender el montículo, bordeando el precipicio hasta hacer coincidir la línea digital del GPS de Sendérix con la senda que nos llevara hacia abajo en la realidad, algo que no parecía ser nada sencillo, pues aunque el archivo se pudiera haber conservado estos cuatro años, difícilmente el tráfico de transeúntes hacia el fondo de ese terrorífico desfiladero sería lo suficientemente denso como para haber dejado huella apreciable en el terreno. Al final decidió nuestro guía olvidarse del chisme y hacer caso a su intuición –algo a lo que estábamos muy acostumbrados y muy hartos- y tiró para abajo por donde le pareció mejor, emulando a los montaraces animalillos con cuernos autóctonos -es de suponer que tratando de demostrar que la nuestra no era ninguna raza inferior-, lo cual nos ocasionaría alguna dilación y no pocos quebrantos, pero nada nuevo ni reseñable.
Una de mis rarezas ha sido siempre preferir los descensos a los ascensos –por eso no debí llegar lejos en lo del fútbol-, si bien es cierto que para los que ya frisamos una edad crepuscular y hemos sufrido algún desgaste, la articulación de la rodilla se nos suele resentir en estos momentos, no así la musculatura; esto en términos generales. Sin embargo esta vez, bajando, pronto empecé a sufrir intensos dolores en las piernas, volviendo a rememorar los largos descensos del Veleta, por las míticas pistas olímpicas de Sierra Nevada, donde era imprescindible hacer breves paradas para no sufrir el estallido de los muslos que eran los encargados del sistema de frenado sobre los esquís. Por lo tanto llevaba los gemelos y los cuádriceps doloridos al bajar, como consecuencia también del grado de exigencia de la subida.
Mi estado debía ser tan precario que al tratar de descalzarme para sacar una piedrecita de la zapatilla, la postura forzada de la flexión me produjo una dolorosa contracción del gemelo, que me incapacitó temporalmente continuar, provocando de nuevo un parón en la expedición. Era ya la tercera caída de mi particular viacrucis.
Humillado por la situación pude contemplar sonrojado como resoplaban impacientes los compañeros que iban delante, mientras la bella princesa y su partenaire, mi fiel fontanero, que me escoltaban por detrás, se detenían junto a mí y restaban importancia al asunto, agradeciendo incluso la oportunidad de estampar la imagen del idílico paraje que nos envolvía, volviendo a detenerse después en cada lugar agradable que veían, invitándome además a sumarme al típico autorretrato digital, para estar a la onda.
Tras un prolongado descenso llegamos a una bonita explanada. En aquel claro del monte, alfombrado de verde intenso y presidido por una tribuna de blancas rocas, decidió nuestro experto guía detener la marcha para efectuar la parada oficial del almuerzo. Acababa el sexto nivel.
Buscamos el cobijo de las grandes piedras para montar el restaurante de campaña, antes de lo cual Súper Mario me pidió que me tendiera en el césped para tratar de ayudarme a relajar mis entumecidos miembros –no piensen mal-, así que, encantado, yací tumbado cuan largo y grueso era agarrado por las piernas del fontanero-masajista, echándome a temblar las piernas durante un buen rato -como si hubiera visto al diablo-, tras lo cual enfilé hacia mi segundo bocadillo de tortilla con una sonrisa beatífica que no se me borró del rostro hasta el último incidente de la jornada. Comimos, bebimos, reposamos, me cambié de ropa, reímos y nos marchamos. Todo ello con el más suave de los soles acariciando nuestra curtida piel, en una mañana perfecta, si no fuera por los achaques.
Terminado el tramo inicial abrupto de descenso más complicado, la bajada por los últimos niveles creímos que iban a ser de relax, como una vuelta de honor al final del campeonato o como una marcha triunfal. Volvía a equivocarme. Después de un trecho benigno entre la arboleda y hacernos una curiosa foto de grupo delante de unas románticas ruinas, pronto llegamos a una pista ancha donde parecían acabar todas las dificultades para nosotros. Además, para que la felicidad fuese completa, distinguimos una tumultuosa mancha oscura en la lejanía que pronto identificamos como el grupo humano que nos antecedió por la mañana y que al parecer se había reagrupado formando una sola, aunque dispersa, expedición campestre infantil.
Con la alegría llegó también la relajación y el descuido. Nuestros exploradores dejaron de atender por unos momentos las indicaciones de su Sistema de Posicionamiento Global corriendo cuesta abajo con la intención de saludar por fin a otros miembros del género humano, creyendo que la muchedumbre de senderistas aficionados venía todavía del primer punto de encuentro donde los vimos temprano. Por eso, sin prestarle mayor atención dejamos a un lado el sendero correcto y seguimos más abajo hasta cruzarnos con la pandilla de domingueros, que ascendían por su propia ruta circular, buscando también el sendero que les llevara a la salida del bosque, igual que buscábamos todos, sin saberlo.
Si no hubiera estado tan cansado la anécdota habría tenido su gracia. Como he dicho, el tumultuoso grupo subía completamente disperso, así es que fuimos saludando de grupito en grupito prácticamente a cada uno de sus componentes, la mayoría niños pequeños, aunque también jóvenes padres y madres felices de vernos desfilando como victoriosos soldaditos llegados de la última conquista.
Terminado el saludable paseo militar se dieron cuenta nuestros próceres del error que habían cometido, confirmándolo por fin con los últimos senderistas lugareños, que nos sacaron de dudas y nos conminaron a darnos la vuelta, teniendo que desandar el camino que llevábamos hasta llegar al cruce anterior, mucho más atrás y mucho más arriba. Así que mi desolación fue manifiesta. No intenté disimular el varapalo que significaba ese contratiempo para mí. Me miraron todos para ver la cara que se me quedaba. Algunos sonrieron y giraron sobre sus talones, dispuestos a subir por donde acabábamos de bajar. Los demás, con cara de circunstancias, lo hicieron a continuación.
No creo que ni siquiera los miembros masoquistas del grupo disfrutaran con el contratiempo, pues a la altura que estábamos de la ruta, después de haber subido y bajado como en una gigantesca montaña rusa, al que más y al que menos le estaría apeteciendo sentar sus prietas posaderas en los mullidos asientos del coche, aunque sólo fuera para soportar las anticuadas melodías y los inevitables vapores pestilentes de los compañeros.
La pista de tierra por la que marchábamos hacia abajo serpenteaba en amplios meandros arenosos para evitar un descenso más pronunciado, lo que alargaba indiscutiblemente las distancias. Por ello, al subir, en lugar de tomarlo algunos como una ayuda, lo tomaron como un inútil retraso, así que, ni cortos ni perezosos decidieron tirar por la acera de en medio, como el que dice, haciendo rectas las sinuosas curvas por los descampados para conseguir acortar espacio y tiempo.
Yo, por mi parte, nada dije. Continué en silencio. Cualquiera puede equivocarse. Pero se me da mal disimular. En mi cara, reflejo de mi alma en pena, debía llevar pintado aquel triste Poema Gitano que Julio Romero de Torres compuso para las más amargas ocasiones, ya que mi protectora pareja de angelitos guardianes enseguida me rodeó y me arropó con sus cariñosas palabras, ayudándome a levantar el ánimo y a portarme como un hombrecito en la adversidad. ¡¿Qué remedio?!
El póquer de ases del senderismo tiraron para arriba atravesando por cualquier lado, acaso dando mal ejemplo de por dónde había que subir. Los demás desandamos a mi ritmo de hormiga los primeros metros, como el niño que acaban de castigar y hace caso a regañadientes, siguiendo el sabio trazado de la pista. Al principio todo fue bien; soportable, digamos. Fuimos poco a poco llegando a la altura de los niños, marchando apenas algo más deprisa que ellos. Algunos padres más atrevidos decidieron seguir el ejemplo de nuestros guías, atrochando verticalmente por los tramos silvestres descampados, que estaban plagados de resecas zarzas cortadas y aplastadas, formando un suelo impracticable –no sabría decirles si hecho a conciencia- como esos campos alambrados de espino que tanto teme la infantería militar.
Después de las primeras revueltas mis generosos escoltas, viendo como hasta los niños más pequeños atrochaban también, decidieron imitarlos, por lo que al final, todo el mundo atravesaba por cualquier parte –como animales gregarios que somos-, sin importar lo más mínimo la propia integridad física. Yo creo que ninguno supimos de antemano las verdaderas características del terreno hasta que no estuvimos dentro del berenjenal, cuando ya resultaba tan difícil salir hacia atrás como hacia adelante.
Pero eso no iba a ser lo peor. Pasado el primer tramo pisando los zarzales con cuidado de no quedar atrapado, la pendiente aumentó, aumentando la exigencia y la dureza de la siniestra ascensión. Entonces volvió a suceder. Ya no recuerdo el punto exacto de mi musculatura ahora mismo. Creo que fue el abductor derecho de nuevo, pero pudo ser el izquierdo, o tal vez uno de los gemelos o incluso el mismo músculo supinador del párpado izquierdo, que es el encargado de subir la ceja en los gestos de asombro y de peligro. No lo sé. El caso es que me encontré de pronto allí retorcido de dolor y atrapado en la maraña de pinchos a la pata coja y con el temor de caerme y clavarme por todo el cuerpo las espinas, sin ni siquiera poder socorrerme mis benditos protectores, que bastante tenían con salir indemnes de aquella peligrosa trampa.
Quiere Dios que la paciencia sea una de las virtudes que me adornan. Me estuve quieto al sentir el fuerte dolor de mi pierna hasta que se pudieron acercar a socorrerme mis enfermeros, tratando de sujetarme para que no me cayera al zarzal, hasta que fuera recuperando la energía necesaria para seguir adelante por mí mismo y no fuera necesario el concurso del helicóptero de rescate.
No hubo necesidad de ello. Poco a poco me fui rehaciendo y desenganchándome de las púas, hasta conseguir dar algunos pasos y gatear por una torrontera para alcanzar el filo de la pista de tierra que ya enlazaba con el camino acertado de vuelta. Ya sobre la pista, sólo unos pasos más allá quedaba el último repecho para llegar a nuestro cruce inicial, el lugar de encuentro señalizado con carteles desde donde salían todas las expediciones –menos la nuestra- en busca de su plácido paseo campestre.
El final de esta enrevesada aventura marcada por el esfuerzo, por el sufrimiento y la solidaridad toca ya a su fin. Mientras buscábamos nuestro caminito asfaltado, las joviales familias lugareñas, cansadas pero alegres, fueron entrando en sus respectivos vehículos y descendiendo el duro y empinado sendero. Desde los coches nos saludaban al pasar con una agradable sonrisa, a salvo ya de las típicas tendinitis que suelen sufrirse en los fuertes descensos con terreno duro. Nosotros por nuestra parte, mientras nos apartábamos para no ser arrollados, les respondíamos también con el afecto que le toma uno a sus compañeros de fatigas, con una sensación agridulce.
Después todo fue bajar y bajar durante casi una hora, medio adormecidos por el tibio sol jiennense, dejándonos caer hacia abajo, medio jugando, dándonos la vuelta y caminando hacia atrás, para cuidar nuestras doloridas articulaciones; a veces solo, a veces acompañado de la feliz pareja de ángeles, que se les veía revolotear por detrás alegres, retozones y enamorados.
Ahora pienso que todo estaba hablado y concertado, y que en lugar de enojarme debiera estar agradecido al grupo entero, por haber sacrificado la marcha natural de alguno de sus miembros para que estuviera pendiente de mi posible -o más bien, seguro- desfallecimiento, cuidado y rescate.
Por eso me he decidido finalmente a escribir este relato, para que no se pierda en el olvido esta jornada y sirva de agradecimiento a todos -especialmente a esta elegante y generosa pareja, que se debió presentar voluntaria- por haberme llevado entre algodones, como a uno de sus querubines, sin lamentar ningún daño irreversible, hasta el estercolero final, donde seguían esperando nuestros coches para llevarnos a casa sanos y salvos.
Afectuosamente
Luigi Bros.
Juanjo Gañán