PARTE FINAL

EL DESENLACE

PARTE FINAL
Cuando se dio cuenta, la Fuensanta se vio zarandeada y manoseada por unos cuantos energúmenos amarillos que saltaban y se abrazaban de alegría por el importantísimo gol de su equipo. Se despegó como pudo y alzó la cabeza para ver la repetición del gol en la gran pantalla del campo. Los aficionados locales –y lo que es peor, los jueces- ni se fijaron, pero se pudo apreciar claramente un fuerte empujón de Nauzet, en carrera, a López Garai, que le derribó justo en el momento de haber podido interponerse en la trayectoria del disparo, y salvarlo. Con la cara escayolada del enfado se sentó junto a unos chiquillos que estaban aún festejándolo, cuando el Córdoba puso la bola de nuevo en juego desde el medio del rectángulo. Inmediatamente la santa forofa cordobesa se puso las pilas –o las botas de tacos- y se convirtió en un defensa blanquiverde más.
   Tres minutos después, Las Palmas pilla al contraataque al Córdoba despistado –un fallo humano-. Un balón cabeceado por Aranda deja a Nauzet el camino libre hacia Juan Carlos. Ante el peligro intenta alcanzarlo Raúl Bravo y Gunino por el otro lado – haciendo la Virgen del Pino que se choquen y derribarlos-, con lo que dejan a Momo, que llega por la izquierda, desmarcado, se planta delante de Juan Carlos y lo rebasa con un disparo por bajo. Entonces en última instancia el balón es despejado por Raúl Bravo, al que la Fuensanta puso en pie como una figura de cine cómico, para que llegase a tiempo a cortarlo. El buen defensa exmadridista corrigió así –con la ayuda divina en este caso- el error del gol anterior, que de haber entrado hubiera supuesto seguramente la derrota definitiva. ¡Primer milagro!

La siguiente fue una ayuda táctica de la intendencia. Ya hemos dicho que Las Palmas controló y dominó el partido la mayor parte del tiempo, sobre todo gracias a su centro del campo. Así es que a la Lupita, muy ladina, no se le ocurrió cosa mejor que influir en el entrenador canario para quitarse de en medio a los jugadores más importantes del equipo contrario, empezando por su director de orquesta, que no era otro que Valerón, así es que avisó a Vicky que estaba por aquella banda, para conseguir que Josico, su míster, lo limpiara del campo. Aún no sabemos cómo pero a los treinta segundos se obraba el segundo milagro, el mágico centrocampista canario salía perplejo del estadio, sustituido, ante el atronador aplauso no sólo de su afición, sino de todo el estadio, incluidos todos los cordobeses, pecadores y santos.
   En ese momento el Córdoba pareció por momentos que levantaba la cabeza, sin embargo al poco rato a punto estuvo de que se la cortaran, pues, ahora a la contra, se planta de nuevo Aranda delante de Juan Carlos –arrodillado- y lo fusila de un trallazo a bocajarro, tan fuerte que para que no se le doblaran las manos tuvo que colocar también las suyas –ya enguantadas- la Virgen de la Fuensanta. Ese fue el tercer milagro.
     Después la Virgen, técnicamente peor que Raúl Bravo, por poco mete la pata, faltando sólo cinco minutos para acabar, en una mala cesión de Gunino botando, a su portero, Juan Carlos –prácticamente abducido por la Fuensanta- no controla bien el balón y da tiempo a que Vicente Gómez, el sustituto de Valerón, se lance al césped para que el rebote del despeje salga rozando los palos. Cuarto milagro.
   Y un minuto después, antes de los follones, la última oportunidad también para el equipo local. El Córdoba lanzado al ataque, con los dos gigantones delanteros en el campo y el equipo entero volcado en campo contrario, Pinillos se enreda con el balón y Apoño, el goleador canario, se lo roba con un planchazo –en clara falta- a pocos metros del área, le cae botando dentro y fusila a la Fuensanta, que –con justicia- consigue desviar levemente con la mirada. Quinto milagro.
-Caramba, Miguel, más que un partido parece un rosario.
-Calla Rafael, ponme otra copa que estoy terminando.
   Lo demás quizás lo haya inflado el propio Ulises, su compatriota mejicano, al que se lo refirió, o el periodista, que se me antoja también un poco fantástico, y si no nuestro singular jugador veterano, que estaba ya a estas horas un poquito tomado. Nunca lo sabremos.
   Pues eso, continuó Miguel -que si no pasó a la historia del fútbol español por sus triunfos tal vez sí pasase por su relato, aunque sea a la Historia Universal de la Infamia-, nos acercábamos al minuto noventa, en cuyo momento se elevaron inusitadamente los niveles de audiencia no sólo de los programas radiofónicos y televisivos, sino a la vez, los menos estudiados de las oraciones y plegarias de los más religiosos aficionados, hasta tal punto que hicieron saltar las alarmas de nuestros santos. A la Virgen de Linares no le podía doler más la cabeza, San Rafael no daba abasto a contestar sus cuarenta mil mensajes; y la Fuensanta, desbordada, tuvo que desinstalar el wasap; mientras los patronos –que no consintieron en dejar su móvil ni para hacer su trabajo- acabaron enganchados y están todavía haciendo yoga y pilates en la iglesia de San Pedro desintoxicándose del aparato. 
   Pero la Lupita, cansada de las continuas e interminables súplicas de su compatriota Ulises, llevaba ya en la cabeza un gran plan, un plan genial que llevaba tiempo madurando y había llegado la hora de llevarlo a cabo. La mejicana estuvo esperando toda la segunda parte a que su equipo reaccionara y fuera capaz de inclinar la balanza a nuestro favor, pero lejos de eso, vio como pronto se adelantaban los locales y como su amiga debía de lucirse directamente en espíritu varias veces para que no llegara la cosa a una situación irremediable. Así que faltando menos de cinco minutos para terminar el partido, aproximadamente cuando los canarios disfrutaron de la última oportunidad, la Virgen de Guadalupe puso en marcha su plan, al que podíamos denominar “El Ardor amarillo”, “La pasión canaria”, o algo así. 
   Se trataba realmente de una invención mejicana, una receta a base de una sustancia extraída de la especie de chile más picante que existe, el chile habanero, que en pequeñas dosis y mezclada con otras hierbas silvestres tomaban los pueblos aztecas –chupada o esnifada- para elevar la pasión sexual de los más apáticos o más viejos de la tribu e igualmente para los momentos previos a entrar en batalla, pues les infundía una euforia y un ardor guerrero proverbiales. La Lupita le hizo sus arreglos y se la trajo de su tierra en varios frascos repartidos en la maleta.  
   Así que en ese momento, como se había concertado, avisó a sus colegas los cuatro santos que rodeaban el terreno de juego y les dio la orden de que sacaran su elixir mágico y lo rociaran cada uno por su lado, a la vez que la charra sacaba ella misma de su bolso el suyo y lo espolvoreaba convenientemente a base de precisos y potentes soplidos por toda la grada. El efecto fue fulminante, en un minuto no quedó un solo espectador sentado en su asiento, jaleando como posesos cada una de las jugadas que quedaban. El flujo imperceptiblemente visible de la capsicina, la potente sustancia que contiene el ardiente condimento, voló más allá de los aladares del estadio, yendo a caer sobre los cientos de aficionados que esperaban fuera a que abrieran las puertas para celebrar dentro la victoria y el ascenso de su equipo a Primera después de doce largos años.
   Decir que existe una norma de UEFA que prohíbe cerrar con llave los portones de entrada una vez que los espectadores han quedado dentro del estadio, aunque dice también que cada uno de los accesos debe estar controlado por una persona que pueda abrir o cerrar fácilmente por si existiera una emergencia. De lo que no se dice nada es de la práctica habitual, cuando quedan cinco minutos, de abrir las puertas para que vaya saliendo la gente. Aunque en nuestro caso, dicho hábito se utilizó insólitamente al contrario, los pollitos que pululaban por los alrededores sin entrada, sumados a los que fueron llegando a medida que el éxito de Las Palmas parecía asegurado, insuflados de la pasión natural del triunfo y de nuestro elixir mágico, fueron entrando y ocupando los grandes accesos hasta plantarse dentro del mismo campo. Estos por una parte y por otra los espectadores de los graderíos, principalmente los más próximos al terreno de juego, los más apasionados o los más arrojados –por no decir nada malo-, viendo a la vez como se iban poblando los alrededores del césped, intoxicados además por el ardor del elixir mejicano, fueron cubriendo peligrosamente las inmediaciones del terreno, en una precipitada, esperpéntica y contraproducente celebración. Hasta el punto que el árbitro, razonablemente tuvo que parar el partido, después de haber dado tres minutos más de prolongación -y haberse jugado sólo la mitad-, hasta que todos los asaltantes fueran evacuados, con la advertencia de suspenderlo definitivamente con todas sus consecuencias.
-Eso fue lo que nos salvó, Miguel, la invasión del campo. Si no de qué. 
-Bueno, eso no fue todo. Pasaba el minuto noventa, estaban en los tres minutos de prolongación y sólo quedaba un minuto y medio para acabar, para marcar o para que no les marcaran. Había que meter la pelotita, y a ellos no le habíamos metido ni un gol en toda la eliminatoria –dejó claro nuestro jugador con toda razón-. Pero los angelitos cordobeses al menos lo iban a pelear. Sigo, ya verás.
   Ahora quedaba la segunda parte del plan. Después de enfriar el partido, el Córdoba necesitaba marcar, y desgraciadamente El Chapi ya había hecho los tres cambios, y en los que estaban sobre el césped, era evidente que ya no se podía confiar, así que, siguiendo las indicaciones de la Lupita, nuestros próceres se dispusieron a vestirse de corto y a saltar al terreno de juego, aunque esté feo decirlo, sin mucha fe en ellos mismos, a pesar de los duros entrenamientos a los que se habían sometido en las últimas semanas. 
   La Fuensanta con las botas y los guantes calzados llevaba ya un rato dentro del cuerpo del meta Juan Carlos, así que de allí no se movió. San Acisclo saltó camuflado entre los aficionados canarios y se colocó pegado a la línea pensando en el cuerpo de qué jugador se podría meter. Vicky, Santa Victoria, por su banda, hizo igual, bajándose con mucha prudencia y buscando al futbolista cordobés de su agrado. Mientras San Rafael lo tenía más claro, debía valerse de nuestro crac, el causante de todo aquel tinglado, se metería para tratar de hacerlo triunfar como él quería, en la persona de Uli Tardáguila, el pequeñín mejicano.   
-No le voy a dar muchas vueltas –trató de terminar nuestro querido exjugador medio adormilado- ya lo hemos visto cien veces, aunque ninguno se dio cuenta de lo que realmente ocurrió, porque a nuestros ojos les estuvo vedado –pero no a los del iluminado Ulises Tardáguila, que nos lo contó.
-Ya, ya. Ya me lo estoy imaginando. Termine que estoy recogiendo.
   Pues se reanudó el partido después de varios minutos de tensión que hicieron presagiar la suspensión definitiva con vaya usted a saber qué resultado. El juicioso árbitro, con buen criterio, después de alojados los asaltantes bajo los graderíos, lo más lejos posible del terreno de juego y acordonados por las anodinas fuerzas de seguridad, dio orden de poner de nuevo el balón en juego desde la banda derecha con posesión para el equipo cordobés. 
   Saca Acisclo –a todos nos pareció Pelayo- que llevaba cinco minutos detrás de la línea con el balón en las manos. Lo hace hacia adelante, para que su extremo la ceda hacia atrás a su defensa central, que la golpea en largo hacia las inmediaciones del área canaria. El balón lo cabecea Arturo, pero sale despejado de la zona de peligro, para que controle Pinillos, que dispara con su zurda desde demasiado lejos, chocando en un defensor. El rechace le cae a Raúl Bravo –en el que la niña Victoria se había infiltrado- por la banda izquierda, que trata de penetrar por su lado, cede de nuevo a Pinillos, que intenta encontrar un hueco para centrar, sin acierto, para que Ángel, el defensa canario, despeje de nuevo en largo sin problemas a nuestro campo. 
-Todo esto ocurrió en treinta segundos. ¿Te lo puedes creer, Rafael?
-Ya lo sé, Miguel, y no quedaba más que un minuto. Termine usted de una vez.
-Terminaré.
   Pues le llegó la pelota a La Fuensanta –esto sí lo creerán- despejada por el Ángel canario, a unos diez metros por delante de su área, botando, para que nuestra patrona hiciese –con mucha clase- un control orientado y la cuelgue de nuevo a la olla. El balón caído del cielo lo controla de espaldas con la pierna izquierda San Acisclo, nuestro patrono, y en lugar de presionarle la defensa de Las Palmas, como asustados por el santo, retroceden, dejando que se gire y centre desde su lado con gran potencia y precisión al segundo palo, al mismo borde del área chica, donde Vicky, su hermanita la patrona, la remate –fatalmente- con la zurda de Raúl Bravo, tan defectuosamente que ni el portero Barbosa se esperaba para dónde saldría aquella endiablada pelota, de tal forma que apenas pudo tocarla, y San Rafael –ya saben, en la figura de Uli Tardáguila- consiga llegar el primero al lugar preciso en el momento adecuado y no tenga, con su zocata divina, más que empujarla.
-¡Qué emocionante, Miguel! Me acuerdo que me abrazaba a mis niñas como un loco. Y mi mujer, que odia el fútbol de haberlo aguantao tantos años, viéndolo en la cocina saltaba y gritaba y se vino corriendo y gritando para el salón a abrazarnos.    
-Es verdad, como con el golazo de Iniesta para ganar el Mundial. 
-Bueno pues habrá que marcharse si ya se ha acabao.
-Espera Rafael, hasta aquí lo que ya sabe la gente. Pero, ¿no te interesa saber qué pasó con Ulises después? ¿Sabes lo que me ha contao Velasco, el periodista, que le dijo su vecino Gerardo?
-En dos palabras, Miguel, que estoy cansao y se va hacer ya de día.        
       Pues parece ser que después de festejarlo en la isla, en el campo y en el vestuario con todos, al llegar a Córdoba, Ulises, tras celebrarlo también con los suyos, pensó en volver al Santuario de la Fuensanta a buscar a aquella dulce muchacha que le había animado cuando pasaba por una mala racha y le había dado las fuerzas para luchar hasta conseguir lo que tanto deseaba. 
   Aunque terminó muy tarde de fiesta por la noche, puso el despertador temprano, porque no se lo podía quitar de la cabeza, y antes de que sonara ya estaba desayunando y cogiendo su potente vehículo hacia el barrio del Arcángel a primeras horas de la mañana. La hermosa puerta principal, como el primer día, estaba cerrada con los barrotes de hierro, así que intentó introducirse por la puertecita del huerto, que en esta ocasión se encontraba solamente entornada. Entró pensando en la cara de la guapa muchacha al jardincito, anduvo hasta el pozo, se asomó por detrás hasta el fondo por si veía algo, pero aquello estaba vacío, así es que se fue hacia el rincón donde estaban las dos puertas juntas. La de la iglesia, como imaginaba se encontraba cerrada, así es que decidió otra vez llamar a la vivienda a ver si esta vez estaban las personas que cuidaban del huerto o si eran fantasmas o espíritus quien lo cuidaba. 
   Tocó al timbre como el día que volvió del entrenamiento cansado y no tuvo que esperar mucho tiempo a que le abrieran esta vez. Apareció un hombre serio de cierta edad vestido de oscuro pero con ropa de paisano. 
   Ulises por un momento pensó que estaba frente al padre de la muchacha y se arrepintió de haber llegado hasta allí. Aunque en realidad se temía algo mucho peor. Por eso cuando el señor le preguntó qué quería, él se dio la vuelta y se excusó respondiendo que nada, que era un error. Fue la insistencia del hombre la que le arrancó la palabra al mejicano.
-Discúlpeme, se lo ruego –empezó-, sólo venía a decir una cosa a su hijita, señor.
-¿Mi hija? –Respondió el hombre extrañado-. Está usted equivocado, joven. Yo no tengo ninguna hija. Yo vivo aquí sólo con mi hermana, que es una señora de edad. –Y en ese momento salió de la casa ella, una mujer nariguda que no cabía por las puertas, que andaba barriendo por la salita-. Sin miramientos y con la voz más desagradable del mundo apareció por el umbral preguntando:
-¿Qué pasaa? ¿Qué quieree?
-Nada, nada, perdónenme. Es que en abril estuve aquí en el jardín hablando con una chica joven, morena y muy guapa, que estaba regando las flores y suponía que vivía en esta casa.
-¿Una muchacha regando lah floreh? ¡Me extraña!, -le soltó la bruja gigante, como un escobazo-. Si lah masetah lah regamoh nosotroh…  ¡Ande! Salga pa fuera. Qu´es mu temprano pa entrar a la iglesia, y aquí, cuando no hay misa, está prohibido entrar. ¡Con Diooh! 
   Salió por el jardín la señora detrás de Ulises, medio empujándolo, blandiendo la escoba en sus grandes manos, como se haría para conducir a una gallina escapada del corral, pensando que el manito debía ser un maleante que estaba rondando para robar el cepillo o alguna de las piezas del sagrario, y con mal genio cerró la puerta del huerto a su espalda sin más contemplaciones, dejándolo tremendamente confundido. 
   Ulises “Uli” Tardáguila, nuestro chamaquito, Rafael, -y termino que habrá que acostarse-, ya en el exterior, pensó en que la joven habría venido también a rezar, y luego, sin tener por qué, había cogido la regadera por su cuenta y se había puesto a echarle agua a las macetas, por echar una mano. También pensó en que tal vez fuera una vecina o una mujer piadosa que se había encontrado aquí por casualidad. Pero nuestro guate era demasiado listo e imaginativo para sólo quedarse en eso. Volvió a darse un paseo por el barrio hasta que llegara la hora de misa, a la que llegó el primero, antes que las cuatro beatas de todos los días, a las que les quitó incluso uno de los asientos del primer banco. Estuvo mirando hacia arriba toda la misa. Mientras le rezaba las cincuenta avemarías buscaba en la cara de la Virgen, en lo más alto del altar, una muestra de la Señora de que lo reconocía, de que era ella la que le había ayudado. Estuvo tanto rato mirándola que agarró una tortícolis, pero no llegó a ver ni escuchar nada de ella. De todas formas, al marcharse el último, con la vieja gruñona esperando en la puerta, Ulises, sin apartar la mirada de la preciosa imagen de la Fuensanta, de viva voz, alto y claro, aunque lo oyera la bruja, le dijo:
-¡GRACIAS, MUCHACHA!  




   Aquí terminó Miguel de contar su relato, sudoroso y exhausto –como al final de un partido en Alhaurín-. Después se levantó y pagó al camarero, su amigo Rafael, con los cinco euros que llevaba toda la noche en el bolsillo más un pagaré firmado en una servilleta con su fecha y el importe que restaba hasta el total de la cuenta, aunque finalmente no fuera aceptado por este, que prefirió –conocedor de sus creencias y costumbres- hacerle jurar por San Rafael Arcángel que se presentaría al día siguiente a pagarle.
   Se marchó del Club 3000 nuestro jugador en solitario camino de su casa, poco antes del alba. Salió, con las farolas aún encendidas del Campo la Verdad, por el moderno Puente Romano, pegando bandazos y cambayadas de uno a otro costado, con la cabeza gacha y medio amodorrado, cuando a mitad del puente oyó una voz clara y contundente a su lado:
-¡Buenos días, Miguel! –Hizo como que no la había oído y al momento volvió a escucharla otra vez:
-¡Qué vergüenza!
-¿Quée? ¿Quién es? –Respondió asustado el singular exjugador. 
   Se dio la vuelta y sólo vio, en lo alto del pretil, la estatua en piedra del Arcángel. Volvió la vista al otro lado y tampoco había nadie, así es que siguió despacio adelante sin tropezarse con una sola persona. Atravesó la rectificada joya de la ingeniería romana, se metió por debajo del Arco del Triunfo, ya clareando, y se encaminó a subir hacia el centro por la Judería, pasando entre nuestra Mezquita-Catedral y el esbelto monumento a San Rafael, que por cierto está acompañado en su basamento, a un lado y otro, por las estatuas de los dos hermanos mártires, como patronos de la ciudad. Y justo al llegar a su altura se vuelve a escuchar, fuerte y rotunda, la misma voz:
-¿No te da vergüenza, Miguel? -Y ya sin dudarlo, sabiendo quién era el que le hablaba, nuestro jugador se vuelve y mirando hacia arriba le suelta a su santo:
-¿Otra vez, Rafael?  ¡QUE MAÑANA SE LO PAGO, JODER!


FIN













NOTA FINAL DEL AUTOR:

    Este cuentecito quiere ser también un homenaje a todos los futbolistas de Tercera o de Cuarta división que componen el sustrato del fútbol cordobés, sin los cuales el Córdoba habría ascendido lo mismo, pero hubiera sido imposible hilvanar un relato tan retorcido, tan extravagante y tan largo.





Juanjo, exjugador de Tercera 
Córdoba a 10 de octubre de 2014



Documentos adjuntos a esta publicación
 
Copyright VEREDAS CORDOBESAS
Psje. Jose Manuel Rodriguez Lopez 6 | 14005 Córdoba · España
info@veredascordobesas.com
Diseña y desarrolla
Xperimenta eConsulting