Parece que fue ayer cuando nos reunimos los cuatro aquella noche tormentosa de 18…, en Rosmaryngton Place, la vieja mansión del duque, en la misteriosa y recóndita localidad marítima de Mezquitilla. Llegamos allí no con la finalidad de pasar un fin de semana de recreo precisamente, sino con la sana idea de ayudar a don Alonso a recuperarse de una incipiente y poco común afección que amenazaba con degenerar en una verdadera enfermedad. Seríamos parte de la terapia con la que trataríamos de mitigar esos miedos nocturnos aterradores que venía padeciendo y que le estaban destrozando los nervios.
El Dr. Víktor Igor Sanchezstein, vigésimo tercer barón de Mönchengladbach, su querido tío y controvertido médico de la rama germánica de la familia, le había recomendado para su esquizofrénica neurosis un tratamiento de choque. Estaba convencido que a un tipo tan sociable como su sobrino le vendría bien recibir una gran dosis de afecto; necesitaba estar acompañado, bien acompañado. Nada mejor que reunir a sus mejores amigos en su acogedora residencia de verano. Debía enfrentarse cara a cara con sus fantasías espectrales, para tratar de superarlas, y eliminar así esa fobia que no quedó extinguida en su día allá en la no tan lejana juventud. Finalmente el gran neurocirujano y precursor de la psiquiatría moderna, recomendaba una fuerte exposición a la realidad, lo más contundente posible.
Concretando, la terapia prevista se componía de dos partes: por un lado había programado una reunión nocturna con sus dos mejores amigos y él mismo. En principio había pensado en una sesión de güija, pero luego desechó la idea, para quedarse con algo más suave y romántico: que cada uno contase una historia de terror. Y por otro, al día siguiente, de madrugada, estaba prevista una excursión por el campo, por un fantástico paraje no muy lejano, entre los poblados de Nerja y Frigiliana, siguiendo el curso del río Chíllar.
Sus dos amigos eran, no podía ser de otra manera, dos miembros de la alta nobleza europea: Monsieur Gourmet, marqués du Bon Apetit, financiero de origen bretón y hombre de mundo, aguerrido, emprendedor y aventurero. Y Lady Christian, la rústica y felina condesa de Cheshire, una morenaza despampanante, que regentaba una bonita finca llamada Wonderland, por aquellos pagos; vecina por tanto del duque.
La cita para dar comienzo aquella suerte de exorcismo estaba fijada a la media noche en la propia casa del enfermo, donde tío y sobrino aguardaban expectantes a los demás invitados.
Monsieur Gourmet no se hizo esperar. Llegaba cansado del viaje pues acababa de volver de América y nada más llegar a su casa, había dispuesto su salida con toda la familia, a la que quiso trasladar allí para estar juntos y disfrutar unos días de aquellas saludables aguas de mar. El constante traqueteo de la caravana había despertado su apetito y llegaba ansioso por pizcar algún aperitivo antes de la reunión. Aunque el duque quiso enseñarle al llegar sus aposentos, le costó sacarlo de la primera estancia que era la cocina, donde no le hubiera importado que le acondicionasen una cama. Nos fijamos que llegaba pálido, ojeroso y con la mirada como perdida. Se le notaba incluso que había adelgazado unas libras, quien sabe, a lo mejor se había puesto a régimen.
Lady Christian llegó la última, ya pasada la hora, pues al final sólo encontró una forma de convencer a su amado y desconfiado conde de la extraña necesidad de acudir con sus amigos a esas intempestivas horas, por más que estuviese ya acostumbrado a sus ventoleras feministas. A la exuberante duquesa no le costó demasiado apaciguar la sangre azul de su estirado esposo, seduciéndolo ipso facto con sus más elocuentes encantos, tras lo cual este se quedó tan relajado que se durmió como cualquier otro individuo con sangre roja en las venas, y así pudo saltar ella a casa de su vecino a socorrerle, esperando pasar un extraordinario fin de semana de misterio y aventura.
En el amplio salón, con tan sólo un par de candelabros encendidos, dio la bienvenida y las gracias a todos nuestro duque y dejó que su tío, el exorcista, explicara el orden del día rápidamente, si bien ya cada uno sabía su papel, pues traían memorizado su relato y estaban dispuestos a contarlo y a escuchar el de los demás, antes de salir al campo al amanecer.
No debería ser este el lugar para extendernos en los macabros relatos de nuestros nobles personajes, esa lúgubre noche de principios del verano, sino más bien el de la narración de la expedición que tuvo lugar horas más tarde. Pero esos hechos están ya inexorablemente ligados a aquellos relatos, por lo que por una vez, le daremos aquí el sitio que se merecen, a riesgo de parecerse más a la estructura de Las Mil y una Noches que al de la narración de una ruta. Por ello trataré de resumirlos para que sirvan además de prólogo a aquella terrible jornada y arrojen algo de luz a la interpretación de la misma.
El barón Sanchezstein quiso comenzar con un famoso poema romántico aprendido y olvidado en sus viejos tiempos universitarios, allá en el ya lejano Siglo de las Luces. Cuando iba a tomar la palabra se reflejó en el gran espejo del salón el destello de un gran relámpago que ocupó por unos segundos el ventanal, y que brilló intensamente iluminando por completo la habitación. Esperamos el fuerte ruido del trueno que seguiría a continuación para empezar la narración, y justo cuando se oyó la voz del doctor, comenzó a llover, aquella terrible noche, como si se tratara de un mal presagio.
A Lady Christian por un momento se le erizó el abundante bello de su piel, no de pavor, sino más bien de la fuerte satisfacción que le producía experimentar estas turbadoras sensaciones nada más empezar la jornada.
La historia que narró nuestro estrafalario barón contaba la vida disipada de un malvado estudiante de Salamanca llamado Félix de Montemar, que además de repetidor impenitente, era también jugador empedernido, pendenciero, prepotente, mentiroso y un farsante y cruel conquistador. - Ahorra –resumió el barón- podrríamos decirr que erra simplemente un “Casanova”.
El doctor Víktor Igor Sanchezstein narraba aquel relato con toda la parsimonia del mundo, haciendo largas pausas para mirar a sus amigos, con su característico gutural acento germano, arrastrando mucho las erres y poniéndole todo el sentido teatral y dramático al asunto. Siguió así:
-“Don Félix tenía como una de sus muchas malas costumbrres seducirr a las jovencitas, prrometiéndoles el matrrimonio, parra, después de mancilladas, abandonaarrlaasss”.
-“Hasta el punto de que una de sus damas burrladas, la joven Elvirra, perrdidamente enamorrada del pérrfido perrsonaje, muerre al poco tiempo de pena. El herrmano de esta, don Diego, trata de vengarrse rretando en duelo al causante de tal desggrracia, murriendo igualmente este por la espada del impío seductorr.”
-“Desde entonces don Félix se verrá atorrmentado por continuas pesaadiiillaaas. Se encontrarrá vagando en la penumbrra por las torrtuosaass calles rrodeado de espeeegktrrrooosss”. “En la calle descubrrirrá entre un larrgo corrtejo a una elegante mujer cubierta con un velo, a la que segguirrá para averriguarrr su identidad. Y a la que trratarrá también de seduciiirrrr, en un largo paseo acompañaaado por las ááánimaasss del purrggatorrio, que les llevarrán hasta el mismo CEMENTERRIIOOOO…”
Aquí Herr doktor hizo una pausa, miró a sus oyentes para captar su atención, y en voz baja les susurró:
-“Y allííí en el cementerrriooo, al llegarr a la tumba donde todo el corrtejo se dirriggíííaaa…, se dará cuenta de que en rrealidad está p-r-e-s-e-n-c-i-a-n-d-o-o s-s-u-u p-r-r-o-p-i-o E N T I E R R R R O O O O”.
A estas alturas del relato, no todos habían conseguido seguir el hilo de la larga historia. Tras dar cuenta de los últimos restos de bollería fina que había dispuesto el duque para la ocasión, Monsieur Gourmet ya cabeceaba en el sofá de terciopelo verde, con las enormes botas de cuero recostadas sobre la preciosa mesita de roble, y a pesar de los frecuentes empellones que le propinaba don Alonso para que espabilara y cuidase el mobiliario, ya se había quedado irreversiblemente dormido, -o eso creímos al menos-.
Así es que decidieron dar por concluida la sesión, acostarse ya y continuar contando sus historias por la mañana temprano, durante el camino. Aunque el duque, con la aprobación entusiasta de Lady Christian, quiso saber el final de aquella historia terrorífica, por lo que al barón no le quedó más remedio que terminarla antes de echarse a dormir.
Terminó contando así, que don Félix, a pesar de estar presenciando su propio entierro en ningún momento quiso mostrarse arrepentido de sus actos, sino al contrario, consideró aquellos hechos macabros obra de Dios o del Diablo, e incluso quiso retar a este último. Contó que anduvieron por un lugar sin cielo y sin estrellas, sin duda el Purgatorio, y tras un laargo y téétrico paseeoo, se encontrará con la tumba de la joven Elvira, donde su espectro lloraba arrodillado. ¡Como lloraabaa también el retraatoo que de ella llevaba don Félix en el bolsiillooo! Llegada al fin la pareja a su destino aparecerá el espectro de don Diego, del que se seguirá burlando, empeñado en exigirle que se case con su hermana.
La mujer que lo acompaña todo el recorrido alargará su mano para tomar la de don Félix, mano que él notará FRÍÍAA y DUURAA, y la rechazará asustado, pues se trata de LOS HUESOS DE UN ESQUELETO femenino. Le quita entonces el velo de la cara, y se dará cuenta de que, a quien ha acompañado todo este tiempo, ha sido sólo a un FANTASMAA, y que él, en realidad, n-o e-s m-á-s qu-e o-t-r-o ESPECTROO, pues sin duda había muerto ya en aquel duelo en el que también murió don Diegoooo.
- Eso es todo. Acabó diciendo Herr Doktor, pasadas las cuatro de la mañana.
Monsieur Gourmet le respondió con un ronquido espeluznante que le salió de lo más profundo de su garganta, como si hubiese salido de un alma atormentada de ultratumba, pues yacía dormido, cuan largo era, desparramado en el sofá con las manos juntas sobre el pecho, como un féretro. El duque, a su lado, delante del ventanal, recortaba su silueta pinchado en una silla con los ojos como platos agarrado a la lámpara de la mesita. Mientras lady Christian permanecía echada en el diván, como una odalisca, con los dos codos apoyados sobre un gran cojín y la boca medio abierta, esbozando una bobalicona sonrisa. Después del ronquido del marqués al terminar la historia se hizo un largo silencio, sólo interrumpido por un fuerte suspiro de don Alonso, y por un gritito nervioso de la condesa y unas fuertes palmadas de aplauso que no pudo contener a pesar de la hora que era.
Se acostó cada uno en el cuarto que tenía asignado, donde ya tenían todo preparado para el día siguiente, excepto el espectro del marqués Du Bon Apetit, que no hubo quien lo moviera del sofá del salón.
Un breve sueño de menos de dos horas y a las seis menos cuarto ya estaba el duque, que no había pegado un ojo, despertando a la nobleza decimonónica. La condesa, que seguía un estricto régimen gimnástico y alimenticio a través de una de esas revistas de moda parisina, había querido lucir palmito, apareció ataviada con un liviano jubón gris perla, algo más claro que su sedosa piel, sólo hasta por debajo de la rodilla, y por encima una transparente camisilla de color púrpura, más ceñida por el pecho que por la cintura, que le designaba claramente sus volúmenes y su incipiente musculatura. Sólo llevaba un pequeño chal sobre sus hombros, pero eso sí, se había calzado unos elegantes aunque inapropiados zapatos de tacón -arreglada pero informal.
Esperaba con M. Gourmet, que no se había quitado aún las botas, en la puerta del caserón, cuando aparecieron tío y sobrino ataviados para la ocasión, tocados con una leve capa para mitigar el frescor matinal y unas ceñidas calzas de velludo con sus recias botas de cazar, que parecían del mismo regimiento, pues sólo los distinguía el llamativo bonete que lucía don Alonso sobre su atormentada cabeza, y que estaba rematado por un vistoso penacho de plumas blancas de azor.
Los criados habían dispuesto ya todo el equipaje sobre el techo del carruaje, y lucían encendidas las luces de sus preciosos faroles en sus cuatro esquinas, como una gran tarta de cumpleaños. Cuando abrió la puerta el mayordomo, le tendió la mano a la duquesa para ayudarle a subir, pero lady Christian la rehusó y saltó hasta arriba, como un gato, sin apoyar siquiera sus tacones en el estribo, dando las primeras muestras de no precisar ningún trato preferente por razón de sexo.
Tomaron asiento todos en la cabina; mirando hacia atrás, la duquesa culeó un poco al lado del somnoliento y pálido marqués, que no le dejaba sitio y le estaba arrugando su “echarpe”, como ella le gustaba llamar a su toquilla; y el duque junto a su tío el doctor, mirando de frente a sus amigos, ambos con una sonrisa de complicidad y de satisfacción. Sin más, a las seis y cinco, completamente de noche, un resplandeciente cochero de librea sentado en el pescante junto al mozo de cuadra, hizo restañar el látigo para que se pusieran en marcha, muy intranquilos toda la noche, los dos briosos corceles negros del duque, que relincharon al unísono: ¡Daba comienzo la aventura!
Continuará