El marqués Du Bon Appetit carraspeó al principio un poco y empezó diciendo que la historia que iba a contar no la había leído de ninguna novela sino que se la había contado alguien que vivió todos los acontecimientos e incluso él mismo la había padecido en gran parte. Además traía una misteriosa caja de madera, donde dijo que llevaba unas cartas que demostraban lo que decía y que luego leería, aunque había tratado de aprenderlas de memoria.
Monsieur Gourmet, todos sabían que además de un gran sibarita era un hombre de mundo, había comprado una extensa finca en un lejano país de Centroamérica llamado Saint-Domingue -actual Haití-, en La Isla de La Española, uno de esos países caribeños desolados por la barbarie de los conquistadores españoles, hasta hace sólo unos años que fue poblado por esclavos africanos para que pudieran ser cultivados los extensos campos de azúcar y sus valiosos cafetales. Pero extrañamente, hasta ahora, nunca prosperaron los negocios allí, al menos para el hombre blanco, que fue víctima siempre de continuas enfermedades, agravadas por las extremas temperaturas y la pegajosa humedad de los pantanos y ciénagas del territorio. E infectadas sus plantaciones y ellos mismos por extrañas plagas de insectos que parecían cebarse en la población europea.
Como muchos otros, el marqués abandonó aquellos insanos terrenos y además quiso ceder sus campos a los apenas cincuenta africanos que trabajaban en su finca, cediéndoles en comunidad todas sus propiedades, a cambio de una pequeña parte de las ganancias. Además le dejó su propia vivienda a una familia que le había servido bien en su estancia en aquel inhóspito país. Dejando al padre como dueño de su hacienda y como hombre de confianza, para que le tuviera al corriente de todos los acontecimientos que se produjeran.
Sería este negro, Yopalmo, al que M. Gourmet enseñó el mismo a leer y escribir, quien le contara en sucesivas cartas estos extraños sucesos. Acontecimientos que le habían llevado recientemente a volver por allí, de donde venía directamente ahora, y a donde había jurado a su familia no volver nunca más.
Extrajo de la caja el marqués el primer documento, uno muy sucio y arrugado, el más antiguo, y dijo:
- Quiero que escuchéis literalmente lo que me decía mi negrito Yopalmo en la primera carta que me escribió a mi residencia española a los treinta días de marcharme yo de allí. Espero que comprendáis sus expresiones. Yo lo leeré lo mejor que pueda para que se entienda.
Contenido de la carta del negro Yopalmo desde Haití:
“Massa techo musho de menoo y mi familia tamien. No me podio aguantaa maa describite. Massa toi cagaito! Posque tam pasando cosaa estrañaa como tu laa viitee tamien aquí iie tenio musho sustoo”…
Al llegar a este punto de la carta la caravana pegó un fuerte frenazo hasta que se detuvo y se sintió a los mozos vocear a los caballos para que se tranquilizasen. Habíamos llegado a Nerja, eran poco más de las seis y media y seguía oscuro como la boca de un lobo.
Estábamos en el punto de partida, un poco más allá apenas se distinguía alguna casita del bonito pueblo malagueño. Bajamos y esperamos el arcón del equipaje para recoger nuestros bártulos. Sacamos las mochilas y nos colocamos la ropa más apropiada de caminantes. Además habíamos convencido a Lady Christian para que se pusiera otro calzado más cómodo, una viejas botas de caza del barón, que había traído para meterse por el agua, aprovechando que la dama y el doctor tenían más o menos el mismo tamaño de pie. El duque sin embargo no quiso desprenderse de su gorrito, cuyo plumero nos serviría de guía y de burla gran parte del camino. Tomamos unas bolsas de tela para transportar los víveres, unas cantimploras de agua y un par de botas de vino, que repartimos como hermanos, y finalmente cada hombre sacó su machete para desbrozar las sendas más cerradas, y se lo colgó a la cintura, mientras el duque además cargaba con un pequeño mosquete con el cañón recortado y una bolsita de pólvora, pues aquellos caminos eran frecuentados por ladrones y bandoleros, que nos podrían dar un buen susto si nos cogían desarmados.
Enseguida nos abandonó el carruaje y nos quedamos allí, de pie, los cuatro, con un par de farolillos encendidos que iluminaban la entrada de una ancha vereda que circulaba paralela a la desembocadura de un pequeño río; el río Chíllar.
- Sigue gordito, anda, le dijo su amiga condesa al marqués. ¿Qué es lo que dice más ese negro? Yo te llevo tus cosas, cariño.
- Vale ya sigo, toma, espera. Lo que quería deciros es que yo ya había pasado algunos sustos en mi finca.
- ¡Bueno, andamos o no andamos! Refunfuñó el duque, que estaba ya con la historia un poco mosca.
Herr doktor medió diciendo:
- Vamos a andar y que siga leyendo el marqués, que yo le voy alumbrando. Al principio es un camino ancho y llano y no hace falta que mire para el suelo, que no se tropieza.
- Pero ve al grano Monsieur -le dijo su amigo el duque-. Si te sabes la historia no hace falta que leas.
- Está bien, -dijo balbuciendo el bretón- lo que quería deciros es que yo ya había vivido algunas cosas extrañas allí, y ahora sé que estaba en lo cierto, aunque si os las cuento no me vais a creer.
Lady Christian lo agarró por el brazo y lo amenazó con pellizcarle si no se las contaba inmediatamente. Al trastornado marqués, que parecía espabilar con la compañía de la hermosa duquesa, no le quedó más remedio que contarlas:
- Oidme pues. Recuerdo la primera vez que llegué a aquella hacienda. Mi casa había sido la casa consistorial, una especie de ayuntamiento, que se había levantado en aquel lugar más de doscientos años atrás, en los tiempos que siguieron a las primeras conquistas. Era la única construcción que estaba en pie por completo, las demás casas estaban derrumbadas, al parecer debido a los continuos movimientos sísmicos que azotaban aquel rincón del mundo.
- Cuando yo llegué con un puñado de trabajadores negros que conseguí en Por-au-Prince, entre los que estaba el propio Yopalmo, encontré en ellos una fuerte resistencia a obedecer y un gran temor que los paralizaba. Aquellos africanos eran realmente el segundo convoy que llegaba a aquellas tierras procedente de una pequeña aldea cercana a Cotonou en Dahomey –actual Benín-, en el golfo de Guinea. De hecho Yopalmo era familia de alguno de aquellos primeros colonos, entre los que destacaba su tío Miyuyu, el temido y respetado hechicero de la tribu, hermano de su propia madre.
- Yo mismo siempre sentí algo extraño en aquella tierra. Después, con las reformas que se le hicieron, aquella hacienda tendría otro aspecto, pero cuando nos la encontramos a nuestra llegada, el paisaje era desolador. Hallamos la tierra levantada por todos los alrededores de la casa como si estuviera recién arada en grandes e irregulares surcos, y cientos de agujeros con forma más o menos rectangular por todos lados. Inmediatamente pensé que aquello eran tumbas, montones de tumbas abiertas; un gran cementerio del que habrían sacado los cadáveres con la intención de enterrarlos en otro sitio. No podía ser otra cosa.
Los cuatro andarines nocturnos pasaron un par de huertas de las afueras del pueblo, con los velones encendidos, como dicen que se aparece la Santa Compaña por tierras gallegas, y empezaron a marchar junto a un ruidoso arroyuelo a su izquierda. El aire era fresco. Recuerdo al doctor mencionar que aunque en ese momento no apeteciera mojarse, sí que apetecería a media mañana, cuando el sol estuviera en lo alto. También recuerdo oírle decir que, aunque no lo pareciese, por la soledad que nos rodeaba, hasta lo alto del río solía subir mucha gente a refrescarse durante la estación veraniega. Los cuatro, andando deprisa a la vez en una sola línea, marchamos los primeros tramos de la ruta alegres y confiados.
Tras unos segundos callados se escuchó a Lady Christian decir: - ¡Sigue, sigue!
Y el narrador continuó su historia:
- ¡Zan-Bibi! ¡Zan-Bii! ¡ZANBII! Gritaron todos los negros cuando se bajaron del carro.
- ¡ZANBII!... ¡ZANBII!...Mientras los entrábamos en el cobertizo seguían diciendo todos juntos a la vez. ¡ZAN-BII! ¡ZANBII! Luego callaban un poco y seguían más bajo: ¡Zanbii!...Zanbii!
- ¡AAAHHH! ¡Sacré Coeur! Gritó de pronto el marqués.
El duque pegó otro grito asustado: ¡Aaahhh! ¿Qué pasa? ¿Por qué gritas franchute del infierno?
- Nada, nada. Que me he torcido el tobillo, lo siento.
Luego nos enteramos que la duquesa le había pegado un pellizco al Gourmet porque se le estaba acercando demasiado…a su cuello.
- ¿Y eso qué quiere decir? ¿Qué es eso de ZANBII? Preguntó la duquesa de mal genio, pero a la vez intrigada y nerviosa.
- ¡ZOMBIS! Dijo el doctor. Que había oído hablar de ellos a los colegas de su nuevo club filantrópico de las colonias.
- ¿Y qué significa Zombis? Insistió lady Christian.
Herr doktor le dijo que en algunas zonas de África les llamaban así a los fantasmas, a las ánimas e incluso a cualquier cosa que les asusta, como nosotros decimos “el coco” aquí a los niños, o algo parecido.
Monsieur Gourmet aclaró que aquellos negros que vivían primitivamente en su tierra en realidad se referían no a fantasmas como nosotros los imaginamos, incorpóreos, sino que se referían a MUERTOS VIVIENTES, muertos que reviven con su propio cuerpo, eso sí, deteriorado y corrompido. Y estas historias de zombis las solía referir el hechicero de la tribu, en un extraño ritual religioso que ellos llaman VU-DÚ.
Hasta allí habían marchado deprisa, dejándose claro entre sí que no se trataba de ningún paseíto. Afortunadamente para el duque, que estaba a estas alturas tan asustado como el propio Yopalmo, tras casi una legua de marcha, se estaba haciendo de día. Aunque nos pareció a todos muy extraño que a las siete y media aún no hubiese abierto el día completamente. Tal vez al discurrir el camino dentro de un valle la luz del día tardase algo más en salir. Pero lo cierto es que desde que empezó nuestra expedición a todos nos dio la impresión de estar en un mundo de alguna manera diferente del que conocíamos hasta ahora.
Llegamos al cruce donde debíamos abandonar el camino llano, la tranquilidad, la buena vida, para adentrarnos por la ladera derecha, subiendo una empinada cuesta, según las referencias que llevábamos, hasta el curso de una estrecha acequia canalizada según parece ya desde los tiempos de los romanos. Pero realmente desconocíamos el terreno. Allí, por primera vez surgió la polémica. No encontrábamos el lugar exacto del cruce. Nuestras indagaciones nos indicaban que debíamos desviarnos por un camino al lado de una pequeña casita, pero cuando llegamos a la única que había a la distancia prevista, nos encontramos con el terreno vallado y clausurado por un gran candado de hierro mohoso.
Para llegar hasta allí tuvimos que atravesar el arroyo, que por primera vez, de las muchas que lo habíamos atravesado ya esta mañana, resultó invadeable; había que mojarse por narices. Sin embargo aquello me resultó raro. Si como creíamos aquel era un lugar frecuentado, debería de estar mejor o peor acondicionado un paso a la otra orilla. Pero no había ni siquiera una piedra para apoyar en medio del cauce.
Ahora lo sé; no era por allí, claro. Aquel arroyo sólo se cruzaba de vuelta, cuando ya el caminante llevaba mucho rato acostumbrado a mojarse los pies y el calzado dentro del agua, y no le importaba hacerlo por última vez. Sin embargo el duque, que temía dejar la seguridad del camino que llevábamos para adentrarnos en terreno desconocido, aunque en realidad cualquier camino para nosotros era nuevo, abogó por la idea de continuar por el cauce del río y volver por el mismo camino. Pero su tío, herr doktor, se resistía a ensuciar aquella preciosa ruta circular, con un trazado vulgar de ida y vuelta. Reconvino a su sobrino y lo incitó a que marchase él, que tenía mejores piernas, a introducirse por una estrecha senda que le había parecido ver unas pocas varas atrás, aunque tuviese que recurrir al machete para abrirse camino.
Decidimos pues desandar el camino, lo que suponía volver a mojarse, lo que empeoraba el humor de la mayoría también. Allí perdimos además de la paciencia de alguno unos pocos minutos, pero por fin, salvando el ramaje que cerraba el paso por aquella exigua vereda, poco a poco, pareció perfilarse el camino que, efectivamente, serpenteaba hacia arriba, por una vieja construcción, y que tenía poca pinta, al contrario del camino del valle, de ser frecuentado, pero no cabía duda; era por allí.
Don Alonso, ahora sonriente, como digo, abría camino con su machete, mirando con frecuencia hacia atrás, para confirmar que todos le seguían, con la debida prudencia que exigía un sendero muy empinado, empedrado y angosto. Detrás de él se encaramó muy pronto lady Christian, que subía como un lince la ladera de la montaña. Seguida por el barón Sanchezstein, y, finalmente, un poco descolgado por un infortunado traspiés que lo demoró, el marqués Du Bon Appetit.
- ¡Monsieeuurr! Lo llamaba el barón. -Que iba tranquilo, a su ritmo, disfrutando de la terapia campestre que se habían impuesto-. ¿Estás bieenn?
- Síííí´. Que he metido el pie en el canalillo ese y me he arañado un poco. Avant! Seguir adelante, que estoy bien. “Sacré Bleu!”
Después nos daríamos cuenta que los arañazos de Monsieur eran una severa raspadura en su pantorrilla que sangraba abundantemente, pero el bretón era un tipo duro con una naturaleza endiabladamente fuerte y no quiso quejarse en ningún momento.
Aquel impresionante ascenso nos recordó a los cortafuegos más empinados de nuestra tierra, aunque la senda era más estrecha, más escabrosa y estaba casi completamente cubierta por la arboleda.
Lady Christian aprovechó una parada del duque en la primera mesetilla que se encontró por el sendero, para colocarse a su lado. Esperaron juntos la llegada del doctor, que llevaba el corazón en la boca. Cuando por fin apareció el marqués, la duquesa le dijo que siguiera con el cuento de los negros, pero este, extenuado y sin habla, no le hizo ni caso, porque apenas podía respirar.
Estaban a media subida, como luego sabrían. Aquello no había acabado. La gran cuesta seguía y seguía hacia arriba sin la menor muestra de terminar. Mirando para arriba, no se vislumbraba ni de lejos todavía la cima de la montaña.
Entonces Lady Christian tuvo la absurda idea de empezar ella a contar su propio relato, -para no aburrirse por el camino en silencio-, decía. - ¿Empiezoo?
Y ante el rostro estupefacto del duque, del barón y del marqués, entre los resoplidos de todos por el enorme esfuerzo de la terrorífica subida, respondió solo don Alonso, que era el único al que le salía el habla del cuerpo: - Vale. Empieza.
Comenzó pues la duquesa de nuevo a ascender por aquel terrible sendero, encabezando alegre la marcha, mientras iba silbando una cancioncilla sureña y contando a la vez su relato:
- Como ya sabéis, no soy una mujer de muchas palabras, sino más bien una persona de acción.
- El tío y el sobrino se miraban con una sonrisa cómplice-.
- Esta historia -continuó nuestra dama- es un cuento que me contaba mi madre cuando empecé a salir con mi novio, que ya se lo contaba mi abuela cuando ella también conoció a mi padre, ya sabéis, el muy honorable primer duque de Cheshire. Ella decía que era una historia real, eso le dijo mi abuela, Lady Rose, más conocida como Rosita de soltera, o al menos lo serían los personajes que intervienen, que son tres negritas de vida licenciosa, la dueña del salón, uno de sus clientes habituales y su señora madre.
- La historia sucedió en el París de la Revolución, a finales del siglo pasado, un par de años después de la Toma de la Pastilla.
- La Toma de la Bastilla será. ¡Bruta! –Le dijo el doctor, que apenas le salía la voz del cuerpo-.
- Bueno eso. Cuando Napoleón era cabo, como el otro que dice. Poco después de que le cortaran su linda cabecita a vuestra tía Maria Antonieta de Austria, doctor.
Pero Herr Doktor, aunque hubiese querido protestar, seguía sin resuello. Cabizbajo, jadeante y extenuado, ni siquiera intentó contestarle.
- Quiero decir que después París fue una gran ciudad, como ahora, pero entonces París no era una fiesta, sino una cloaca. El salón Champs-Elysées, donde trabajaba Ottilie, que así se llamaba la protagonista de nuestra historia, estaba en Pigalle, un barrio que quedaba a las afueras casi de la ciudad.
- Era un pequeño garito con unas pocas mesas y un puñado de viejos y pesados parroquianos, donde se tocaba el acordeón los domingos, se bailaba y se servía vino aguado y cerveza a troche y moche, y un poco de grosella para las artistas, si lo hacían bien.
- Ottilie era una jovencita haitiana, más guapa y más joven de lo que era habitual por allí, aunque un poco más oscura de piel y menos espabilada que la mayoría. Por lo que vivía feliz con sus cuatro trapos, sus anillitos y sus buenas amigas Baby y Rosita, que eran mayores que ella y, aunque no tenían tantos clientes, se sentían un poco mejores que ella porque venían de la República Dominicana, colonia más importante y civilizada, y porque también sabían leer y escribir, al menos las cuatro letras.
Don Alonso trataba de no separarse demasiado de la duquesa, ahora sí, sudando como un gañán, no sólo porque le estaba interesando el cuentecito de esta, sino porque se sentía herido en su amor propio y no quería rezagarse. Se iba diciendo para sí mismo: “Esta negrata, subiendo esta enorme montaña, silbando y contándose un cuento a la vez. ¡Que me aspen! ¡Es para despeñarse por aquí, vamos!”
El doctor, sin embargo, parecía encantado con la historia, pues permanecía con la cabeza levantada, con la mirada fija en la turgente silueta de la mulata.
Contó Lady Christian que un día conoció en el baile del salón a un joven y apuesto campesino que llevaba un gallito en el hombro. El chico se llamaba Royal y era vecino del barrio próximo de Montmartre, en lo alto de la colina, donde vivía con su anciana madre en una pequeña granja, de lo que sacaba con el trabajo de sol a sol en los olivares cercanos. Y sólo cuando terminaba su trabajo se permitía bajar a la ciudad para beber y bailar un poco, o ir a las peleas de gallos, donde se juntaba con otros negritos.
Contó que este sacó a bailar a Ottilie y consiguió conquistarla, volviendo cada día por allí, hasta convertirse en su cliente favorito, con el que apenas tenía que fingir. Tanto fue así que la relación llegó a más y Royal quiso casarse con ella y quitarla de su trabajo para que cuidara su granja, a él y a su propia madre, que estaba bastante enferma y deteriorada.
Aunque Baby y Rosita intentaron convencerla para que se quedase, Ottilie no se lo pensó demasiado. Royal era siempre muy amable y considerado con ella, bailaba de maravilla y estaba completamente enamorada de él, a pesar de que no tuviera maneras muy refinadas.
Llegados a este punto del relato, por fin atisbaron la cima de la montaña, y aunque les faltaba un pequeño tramo para terminar la subida, Lady Christian dejó de momento la narración, pues don Alonso la seguía ya de lejos, enojado, el doctor quedaba a más de cien varas por debajo, y a Monsieur Gourmet ni siquiera se le veía, perdido entre la maleza. Así es que tuvo que esperarse un rato silbando su cancioncilla favorita a que fueran llegando de uno en uno.
- Christie, -le dijo don Alonso en confianza cuando llegó a su altura -, eres una pantera, querida. No me imaginaba que pudieras estar tan bien. ¿Has entrenado mucho, no?
- ¡Hombree! ¡Gracias mi negroo! Son los genes, supongo. Y que me meneo mucho don Alonso: la natasión, la gimnasia sueca y mucha marcha, muchoh bailesitoh con mi maridito.
- Además me tomo unah pildoritah que me han traído de París que saben a fresa y a menta y a aníh, que me sientan mu bien. Y todoh loh díah darle un poquito de alegría a mi duquessiitoo me va mu bien tamién. Un pinchito se dise, no. ¡Pos essoo! Bueno, qué, te lo sigo contando a ti mientras llegan estos. ¿Vale?
Y siguió así:
- Cuando llegó Ottilie a su nueva casa le esperaba mucho trabajo. Aquello parecía una pocilga. Limpió, organizó y llenó la casa de flores por fuera y por dentro, y lo dejó todo muy bonito. A pesar de que su suegra no se lo pusiera muy fácil desde el principio. Nada más ver a la mujer de su hijo, Mamá Niní, conocida hechicera a muchas leguas a la redonda, miró a su nuera de arriba abajo, la pellizcó en la nalga y le dijo a su hijo que esa mujer tan flaca no le valdría para nada, que se moriría en el primer parto. Ottilie al principio no le hizo mucho caso, porque pensó que eran cosas de vieja chocha, pero la vieja bruja tenía bien pensado amargarle la vida y todos los días le tenía preparado un disgusto: se meaba, lo desordenaba y lo rompía todo, se empeñaba en meter dentro la cabra, le escupía al suelo la comida que no le gustaba… Y además le gustaba espiar cuando se acostaban, y se ponía a mirar por las grietas de la puerta y de la pared.
- Al principio Ottilie se quejaba a Royal, pero este no le hacía caso y sólo le daba por reírse. Cuando llevaban cinco meses casados empezó a llevar de nuevo la vida que estaba acostumbrado a llevar de soltero. Se iba todos los días solo al café y se tiraba todo el domingo en las peleas de gallos, que eran las cosas que hacían los hombres, y dejaba a su esposa atormentada por la vieja Niní.
Cuando llegó arriba el doctor de la tortuosa cuesta ni siquiera saludó a los duques, ni tampoco el marqués, que aún se demoró otros cuantos minutos. Los vieron ensimismados charlando, y ni siquiera se acercaron a escuchar. Lo habían pasado realmente mal, era una muy dura subida, más dura de lo que esperaban, y necesitaban tomar aliento.
Se olvidaron del cuento un momento y contemplaron todos extasiados el gran espectáculo que se divisaba a su alrededor. Desde todo lo alto podía verse gran parte del valle por donde habían marchado esta mañana a oscuras, entre las dormidas aguas del arroyuelo. Se veía toda la ladera de detrás de la sierra y entre las dos grandes montañas, con el mar por detrás, las pequeñitas casas blanqueadas de Nerja.
Lady Christian se encaramó a lo alto de una enorme roca que se levantaba solitaria a modo de cumbre, desde donde se dominaba toda la extensión del terreno. El doctor, a pesar de llegar tan cansado, se acercó a contemplar a su amiga encima del montículo, que parecía una diosa africana de la fertilidad o una de esas estatuas gigantes de La Isla de Pascua. Y de buena gana se hubiera parado un rato a pintarla, enmarcada por aquel maravilloso paisaje. –En realidad, mientras reponían las fuerzas, se hicieron todos unas preciosas fotografías, con aquellas panorámicas, que siempre quedarán en el recuerdo-.
Se habló de la dureza de la subida, haciendo comparaciones con las que ya conocíamos de otros lugares, y convinimos en que aquella estaba entre las más duras de todas, aunque la felina marquesa de Cheshire, para humillación del género masculino, no estuvo de acuerdo, pues ya saben que la subió canturreando sus manidas cancioncillas sureñas, que tanto odiaba nuestro neurótico duque, que aunque no reflejaba síntomas de mejoría, estaba tomando buenas lecciones de la cruda realidad.
Después de identificar por dónde debía seguir el camino, encontramos la entrada de la acequia, un canalillo bastante estrecho y en estado medio ruinoso, por donde circulaban unas oscuras aguas siguiendo la ladera de la montaña hasta encontrarse al fondo del valle con el mismo cauce del río Chíllar. El doctor quiso encabezar la fila india, pues deberíamos marchar un buen tramo por lo alto del estrecho borde del canal -6 Km por el borde de la acequia-. Lo seguía nuestra alegre duquesa, silbando radiante y pizpireta. Y después los hombres de negocios; Monsieur Gourmet y don Alonso cerrando la fila.
Decidieron que una vez recuperado el aliento, Lady Christian retomaría su relato. Y así se hizo, una vez todos reagrupados, con el camino claro y expedito, marchando en estricta fila de a uno, una manera surrealista de contar y escuchar un cuento, la duquesa les situó en el París de los míseros años después de la Revolución, a finales del siglo XVIII, el Siglo de las Luces para unos pocos.
Ottilie, la joven aborigen haitiana, vivió feliz los primeros meses de su matrimonio con Royal, pero aunque estaba mucho tiempo sin él, trabajando duramente en las labores propias de una granja, lo que peor llevaba eran las fechorías de Mamá Niní.
Después de varias semanas preparando con mucho cariño un rinconcito del huerto cercano a la casa, con algunas plantitas y algunas flores a las que ya les salían los primeros brotes, vio como la vieja un día los pisaba y repisaba, haciéndose la tonta, y alegando que no se había dado cuenta de que aquello estuviera sembrado.
Pero lo que no soportaba Ottilie eran los dolorosos pellizcos de la señora, que la tenían llena de moratones. Después de protestarle por haberle estropeado su huertecito le había vuelto a pegar otro fuerte pellizco en el costado, que le había causado un tremendo dolor. Entonces aquel día se reveló; le dijo con toda la rabia del mundo que la mataría, que pensaba coger la escopeta un día y que le pegaría dos tiros y se la echaría a los cerdos. Y Mamá Niní la creyó, porque no volvió nunca más a tocarla, pero se inventó otras maldades más retorcidas para martirizar a su nuera.
Cuando se detuvo Lady Christian para pegar un salto de un lado al otro de la acequia, aprovecharon los demás para relajarse un poquito, despegarse del grupo y aflojar la tensión que suponía prestar atención al relato sin perderle a la vez el ojo al borde del canal para no caerse.
Aunque siempre marchamos bajo la agradable sombra del bosque que tupía toda la ladera, y el recorrido no entrañaba apenas dificultad, no era menos cierto que todo el camino discurría por una especie de carril al que había que prestarle continua atención para no meterse en el agua del canal o, peor aún, para no despeñarse por el enorme tajo que se precipitaba amenazador a la izquierda.
Siguió contando la duquesa que un día Ottilie recibió una carta. Alguna vez había recibido una postal de algún admirador lejano, pero nunca una carta, y como no sabía leer la metió en su costurero en vez de tirarla, por si llegaba a aprender a leer algún día.
Al día siguiente, cuando echó mano del ovillo de lana del costurero, se encontró en el lugar de la carta y del ovillo, la cabeza amarillenta de un gato muerto. Le dio tal pavor y tanta repugnancia que pensó que en vez de decírselo a Royal, que no le haría ni caso, debía darle un escarmiento a la vieja bruja, así es que lo echó en el puchero y se lo puso para cenar a su madre política, la cual, por cierto, le agradó mucho y le hizo incluso que le volviera a servir otro plato.
Otro día se encontró en el costurero una serpiente verde que aún se movía, otro día fue una araña gigante y peluda en el horno de hierro, donde se hacía el pan. Un sapo asqueroso, un montón de gusanos, una lagartija…Y la bruja miraba a la joven como esperando a que surtieran efecto los conjuros con los que pretendía atormentar a su nuera. Y su nuera le respondía con una suculenta comida con el animalito que tocase ese día.
Por fin un día, tras beberse su parte de sopa especial de la casa a base del bichito de turno, esta vez, viendo que Ottilie no la probaba siquiera, la miró para ver la mala cara que se le estaba quedando por sus hechizos y le preguntó con voz meliflua la malvada vieja: - ¿Qué te pasa hijita? Come un poquito, que comes menos que una hormigaa. ¿Por qué no quieres probar esta sopa tan ricaa?
Y no pudiendo aguantar más, aprovechó la ocasión para soltárselo todo de golpe:
- Pues no me la tomo porque no me gusta el sabor de las lagartijas en la sopa, ni el guisado de serpiente, como no me gusta el pan con tarántulas ni el puchero con cabeza de gato, prefiero comer a escondidas una buena comida.
Le dio entonces una fuerte convulsión a la anciana, al darse cuenta de que los bichos de sus conjuros sólo le estaban sirviendo a ella como comida nauseabunda. Vomitó hasta sangrar todo lo que le quedaba en el vientre y se puso pálida como una muerta. Antes de que llegara su hijo esa noche a las tantas la vieja bruja ya había fallecido. Con lo cual Ottilie descansó por fin. A partir de entonces, libre del asedio de la vieja, le quedaba mucho tiempo para mantener su casa y para ella misma. Sin el menor remordimiento, volvió a ser feliz, por un tiempo.
La acequia continuaba inexorable su serpenteo, adentrándose cada vez más para abajo, donde ya se divisaba el largo curso del río y las enormes vistas se hacían más reducidas. Por la parte final, descienden un par de senderos directos abajo, por los que poder acortar la ruta, pero nosotros seguimos siempre toda la longitud de la acequia, incluso por algunos tramos por los que pasamos de puntillas, con mucho cuidado, para no acabar en el fondo del barranco.
Nuestra opinión es que, al menos hasta aquí, no nos parece un buen sitio para venir de paseo con niños pequeños; la dificultad del primer ascenso y la peligrosidad de estos pocos pasos estrechos lo desaconsejan. Aunque nuestras referencias hablaban de que esta era una ruta familiar.
Siguió la duquesa el relato contando que tras unos días de paz empezó a notar en la casa cosas extrañas. Por la noche antes de que llegase su marido, se oían muchos ruidos sin sentido; se oía el chirriar de la gran cama de la abuela, los hierros de la chimenea y los calderos del pozo. El gallo de Royal saltaba a su lado de pronto asustándola. Y la cabra se quedaba quieta y movía la cabeza, como cuando la acariciaba la vieja Niní. Y cuando llegaba su hombre no se lo quería decir para que no la tomase por loca, pero veía claramente el ojo maldito de la bruja asomándose por las grietas cada noche, y así se le quitaban las ganas, aunque cuando se levantaba a mirar no había nadie detrás. Estaba segura de que la vieja se había quedado en la casa para martirizarla después de muerta, y estaba consiguiendo romperle los nervios. Notaba su presencia tanto o más que cuando estaba viva.
Una de esas mañanas, al levantarse sin haber pegado un ojo, se atrevió a decirle a Royal lo que había sucedido con su madre, sus conjuros con los bichos y las comidas repugnantes que provocaron su muerte. Y también los extraños sucesos que se producían con su presencia maléfica. Y este le dijo que tenía que ponerle un castigo por eso, un castigo ejemplar, que así lo hubiera querido su madre, para que pudiese por fin descansar su atormentado espíritu en paz.
Decidió atarla con una soga en la puerta, para que todo el mundo supiera que había hecho algo malo y que su hombre la tenía castigada. Ottilie se negó y se resistió metiéndose debajo de la cama, pero este la cogió por el tobillo con fuerza y, aunque se agarraba a cada sitio por el que pasaba tirándolo todo, pudo llevarla hasta el árbol de la entrada, y atarla a él firmemente. Cuando se marchó a trabajar la dejó así allí, además le dijo que como se escapara sería aún peor, que iría a buscarla y la traería a rastras por el campo.
Don Alonso cuando empezó a oír contar lo del espíritu de la bruja empezó a frenar su paso, como queriéndose escabullir del relato, dejando al marqués por detrás también atrasado. Por lo que milady dejó su cuentecito y empezó a canturrear su canción preferida. El doctor, por no oírla, se le ocurrió una maldad: darle un buen susto a su sobrino, escondidos detrás de una roca del camino, con la excusa de incrementar la terapia de choque. Así que los dos esperaron detrás de un recodo, con la duquesa escondida y encaramada en lo alto de un túnel por el que debían pasar los dos compañeros. Cuando pasaron debajo saltaron en lo alto del duque gritando, y este se llevó un buen susto, poniendo cara de espanto, mientras Monsieur ni se inmutó, aunque después se rieron todos juntos como si nada hubiera pasado.
Acabadas las risas repuso el duque bastante serio:
- Hace un minuto llevaba el machete en la mano, lo acabo de guardar. Os podría haber cortado o me hubiera podido herir yo mismo. Dejaos de jueguecitos por favor. Y terminemos de una vez con el cuento, duquesa, que ya me estoy cansando.
- Ya sigo massa, ya sigoo. Le contestó la duquesa reconvenida.
- ¡Yo soy una mandaada! Repuso con exagerado acento sureño.
El barón se disculpó con su sobrino y le pidió a lady Christian que siguiera. Y la hermosa aventurera acabó así su relato poco antes de llegar a la presa:
Ottilie, aunque enfadada con Royal, se quedó sin rechistar echada a la sombra de aquel espléndido nogal de su puerta, con tan solo un puñado de nueces que le había dejado él antes de marcharse, a esperar que volviera de nuevo a la noche.
Pero, cuando sólo llevaba un momento allí, ocurrió algo completamente inesperado y maravilloso. Oyó la voz de una mujer y después de otra, dos mujeres que se acercaban a la casa por el camino de la colina. Eran sus amigas Baby y Rosita, que llevaba casi un año sin verlas. Cuando la vieron allí empezaron a gritar como tontas y a correr hacia Ottilie.
- ¿Qué es esto por Dios, mi negra? ¿Qué haces atada a este árbol? ¿Cuánto tiempo llevas aquí? ¡Oh, Sacre Bleu! Mi niña guapa! ¿Así te trata ese negro asesino?
Y se pusieron rápidamente las dos a desatar a su amiga.
- ¡Qué guapas estáis! ¡Qué vestidos más lindos! No preocuparos por mí. Es que me he portado mal y mi Royal me ha atado un poquito.
- ¿Un poquito, mi niña? Esta es la mala vida que te da ese negro bandido. Ponte otra ropa ahora mismo y vámonos de aquí. Como no respondías a nuestra carta creímos que te había pasado algo. Madame, al pasar el primer mes sin noticias tuyas, nos dijo que seguramente habrías muerto. Anda, vámonos ya de aquí.
Una vez libre de aquella soga Ottilie abrazó a sus amigas y lloró de la alegría de volverlas a ver, acordándose de los viejos tiempos del salón Champs-Elysées, donde ella vivió feliz algún tiempo.
- Querida niña, no sabes lo que nos hemos acordado de ti, el salón no es ni la mitad de lo que era contigo, hemos perdido nuestros mejores clientes. Aquello está tan triste sin ti. Pero ahora todo cambiará otra vez –le decía Rosita, que era la que tenía más sentido común de las tres-. Se llenará de hombres con mucho dinero y te invitarán a todas las cervezas que quieras y te regalarán flores y muchos anillos. ¡Qué alegría Ottilie!
- ¡Para, para, colega! Yo no quiero irme de aquí. Estoy muy contenta de veros y sois mis mejores amigas, y quiero mucho a madame, que me quiere también como a una hija, y a mis amigos del salón también. Pero yo no voy a volver, yo quiero a mi Royal, mi negro guapo, para toda la vida. Sólo se ha enfadao un poquito conmigo porque no me portao bien, así que atarme de nuevo que debe estar a punto de llegar. Si me fuera iría a buscarme y me arrastraría hasta aquí de nuevo, me lo advertío.
- Pero mi niña, allí le esperamos con los hombres más fuertes del salón, con los tipos duros de la madame y lo eslomamoh a paloh. Le pegamos una paliza pa que no te toque ni un pelo en su vida.
- Ni hablar Baby querida. Nadie va a tocar a mi Royal. ¡Ni hablar! Yo me quedo en mi casa a esperar a mi hombre, que yo sabré cómo tratarlo.
Como sus amigas se negaron de nuevo a atarla, Ottilie se despidió de ellas sin derramar ni una sola lágrima más y se puso a atarse ella misma alrededor del árbol. La verdad es que con tanto ajetreo, no se había vuelto a acordar de ellas en todo este tiempo, ni seguramente volvería a hacerlo de nuevo después de aquel día. Rosita y Baby se fueron echando chispas para abajo. ¡Será tonta! ¡La van a matar! ¡No, está muerta ya, muerta! Como creía la madame.
Ottilie esperó a que llegara Royal aquella noche. Buscaba la peor postura posible para que se diera cuenta de lo que la había hecho sufrir y le diera remordimiento. Por fin apareció Royal y se le acercó primero despacio sin dejar de mirarla y poco a poco más rápido hasta llegar hasta ella corriendo. Ottilie cuando lo oyó llegar, inmóvil, puso los ojos en blanco haciéndose la muerta y pensó para sí:
¡Así se llevará un buen susto!
Continuará
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