Nuestro hotel está en un pequeño y desperdigado pueblecito llamado Greenbelt, en el Estado de Maryland. Hemos dormido bien, como de costumbre, pues llevamos ya una semana continuada haciendo ‘gimnasia de piernas’ durante horas, a la que yo al menos, no estaba acostumbrado, por lo tanto ni malas digestiones, ni nada que nos quite el sueño reparador por las noches.
Yo, como siempre, me levanto el primero y duchado, y con ropa fresca me voy a la calle a fumarme mis cigarritos, en tanto la madre y el ‘niño’ se asean y preparan para un nuevo día. En cuanto están listos pasamos a desayunar. Buffet libre, por supuesto. Nos atiende una mujer negra que entiende algo de español. Ya es bastante mayor y no muy agraciada físicamente, pero se muestra muy amable con nosotros. Seguramente en espera de que nos ‘estiremos’ con la obligada propina.
Tenemos que decir que, sea por carácter, por educación o por sentido comercial, en todas partes atienden con bastante amabilidad, y nunca hemos tenido un mal gesto de nadie, a diferencia de Londres o París, donde el trato de la gente nos ha parecido, no incorrecto pero sí más distante e impersonal. Aquí, en esta parte de América los que sí son bastante estrictos son los agentes de seguridad, públicos o privados. Con éstos, ni una broma.