A las seis y cuarto de la madrugada salía Romerillo de su lujosa mansión –Romero House- del Vial Norte de nuestra ciudad, completamente de noche y con un frescor que cortaba el cutis, aunque se anunciaba un día casi veraniego. Aún tenía frescas las imágenes oníricas apenas vividas quince minutos antes, por lo que se puso a andar adormecido rumbo a la estación de autobuses de Aucorsa, en el extrarradio cordobés, con la intención de contactar con su tío en Alcolea y subir juntos, al fin, hasta Cerro Muriano, por la mágica vereda de las Pedrocheñas.
Justo en ese momento su tío se despertaba sobresaltado, con claros síntomas de desasosiego, tal vez como consecuencia de la prometida y frustrada velada de la noche anterior, que debió provocar en su prosaica mente una huella que tuvo su natural reflejo en sus propios sueños. Recordó entonces que su sobrino ya estaría en marcha y que pronto sonaría su despertador, así que antes de olvidar aquellas gratas sensaciones, se acurrucó de nuevo en la cama asido tiernamente a la cintura de su mujer, dejando a las claras sus verdaderas intenciones.