ESPECTACULARES VISTAS DE LA SIERRA DE ALMIJARA, TEJEDA Y ALHAMA
 

La Idílica Ruta del Río Verde -18 Km-

"El Otro"

Los cinco
Tras las cortinas blancas de una celda de castigo, encima de una blanca camilla —a modo de cadalso— se desarrolla oculta a los ojos inocentes de la humanidad, una escalofriante escena:
—¡Ah! ¡Cuidado! Por favor. ¡Qué daño!
—¿Dónde dices que estuviste ayer?
—Ayer no, el sá-bado. En Gra-nada. Cerca de un pueblecito que se llama O-Otívar, en el Parque Natural de la Sierra de Almijara, Tejeda y Al-alhama. ¡Ah! Cerca de Almuñécar.
—¡Qué bien! ¿Para hacer montañismo, me has dicho?
—Senderismo. Bueno, allí lo que hacen sobre todo es barranquismo, porque hay un río muy bonito, el río Verde, que forma pozas y cascadas entre las montañas, y se cuelgan con cuerdas desde lo alto, y saltan al agua y hacen rapel... Pero nosotros lo que hicimos fue senderismo. Senderismo extremo, si me apuras, pero senderismo al fin y al cabo. ¡Ay!
—¡Qué bien! Date la vuelta.
—¡Uf! Menos mal. ¿Ya has acabado?
—No, no, tranquilo. Acabamos de empezar. Nos queda un buen rato. ¿Por qué no me cuentas la ruta esa tan bonita que dices que hicisteis? ¡Anda! A ver si así no te quejas tanto. Fue durilla por lo que veo, ¿no?
—La verdad es que sí, pero mereció la pena. Si quieres te la cuento.
—Vale. Pues empieza.
—Empiezo:
Esta es la ruta de la que llevamos hablando toda la temporada: «Que si los paisajes más estupendos; que si un río con aguas trasparentes para bañarse en verano; que si la ruta más bonita que he hecho en mi vida…» Pues llegó la hora de la “idílica” ruta del río Verde. Por lo pronto nos faltaba Romerillo —un compañero insustituible—. Una baja que hacía peligrar la expedición. Pero la suerte estaba echada. La maquinaria se había puesto en marcha días atrás sin yo saberlo. Mauricio —Mauri— el compañero de fatigas, el de la ruta del Torcal, donde por poco hay que llamar al helicóptero para recoger al Maestro, ya había sido invitado. Y nosotros no somos hombres de dos palabras.
—¡Ay!
—Lo siento.
Pero además había otro invitado. No recuerdo su nombre. Un amigo del club de mantañismo. «¿El de los 101 de Ronda? ¿El de la Travesía de Sierra Morena, de los 50 Km?
—¿Me preguntas a mí?
—No, no. Me lo preguntaba a mí mismo. ¿Cómo se llamaba? ¿José? ¿Juan? ¿Rafael? Puede que Rafael.
—Bueno: “el otro” –me dijo la masajista asesina.
—Pues eso: “El Otro”.
Tal vez pensaron que el hueco de Romerillo no quedaba bien cubierto con un solo senderista, y llevaríamos dos por falta de uno, para compensar. A mí me aseguraron que eran personas de respeto y total confianza. Y yo me lo creí a pies juntillas.
—¡Ah!
—Perdona. Sigue.
Se durmió mal la noche anterior, como suele ocurrir en estos casos. No digo por el calor, sino porque de pensar en madrugar tanto no se llega a coger bien el sueño, te despiertas mucho, te desvelas y acabas pasando la noche en blanco. Y a todos nos pasó igual, sabes.
—Claro.
A las seis emprendimos viaje los cinco en mi reluciente automóvil desde el hotel AC, conmigo al volante, con el Maestro a mi lado, y Sendérix, nuestro experto guía, detrás con su inseparable Grumetillo, que es sus ojos y sus oídos —pocas veces su boca— y “El Otro”, ya sabes, un muchacho de cara risueña y agradable de edad incierta —entre los treinta y cinco y los cincuenta años, calculo— que no sé de qué conocía.
En Loja, a la hora del desayuno, nos encontrábamos con Mauri, que salía de Sevilla con su veloz automóvil, y que, después de desayunar, sería acompañado por su viejo amigo Sendérix —aunque Mauricio hasta ahora nunca había oído a nadie llamar a su amigo de semejante manera.
—Sigue, sigue.
—Vale.
El viaje fue una conversación continua con los papeles bien definidos: Los mayores —el Maestro y Sendérix, una extraña pareja que ha pervivido tres décadas—contrastaban sus opiniones como en un duelo perpetuo de sables, mientras yo trataba de meter una cuñita aquí y allá, con los otros dos pasajeros en respetuoso silencio, de meros espectadores. Se apuntaron las múltiples causas del desastre nacional de la selección española; se recordaron rutas lejanas; se describieron y ningunearon las extravagantes piezas del arte moderno y contemporáneo… El paciente Grumetillo estaba acostumbrado a aquellos debates insólitos de sus vetustos compañeros y trataba de dormir un rato, oculto bajo la sombra de sus lentes. Pero El Otro no parecía salir de su asombro, no alcanzaba a comprender que la invitación a la famosa Ruta del Río Verde conllevara la realización de un máster en Humanidades. Sin embargo, a pesar de todo, el viaje así se hizo, si no más corto, más entretenido.
—¡Ah!
Dejamos el coche en una pequeña ampliación del arcén en el carril izquierdo de una sinuosa carretera de montaña. Sacamos las mochilas del maletero y apretamos enseguida el botón del GPS, mientras cruzábamos la carretera para penetrar por el primer camino señalizado que encontramos.
—¡Ay!
Sendérix encabezaba la expedición como siempre, seguido del Gran Maestro, que también conocía la idílica ruta que poníamos a prueba. Y el tito detrás, muy alegre y dicharachero aún, como en el coche…
—¿Quién es “el tito”?
—El tito soy yo. ¡Ah!
—Perdón. Sigue.
Después Mauricio, el primer invitado, un hombre de semblante adusto, fornido de cuerpo, y de trato franco y cordial. Y detrás el tándem silencioso del automóvil que empezaba a charlar, como si al abrir las puertas se hubiera descorchado la botella de un vino espumoso y se liberaran de su interior cual burbujas refrescantes: Grumetillo y "el Otro", que como un senderista consumado se ayudaba con dos bastones telescópicos, por falta de uno, además, idénticos al mío.
(Entonces, de repente, los maltrechos músculos del tito se contrajeron por la tensión y un rictus de incredulidad o de locura apareció en su semblante, al ver esgrimir a su verdugo el más cruel de los instrumentos de tortura).
—¡No! ¿Qué es eso? ¿No será para mí? ¡Estás loca!
—¡Ji, ji, ji, ji! Es una terapia muy buena, no te preocupes.
—Para los caballos, será. Son ganchos de hierro, ¿no?
—De acero exactamente; acero quirúrgico. ¡Ji, ji, ji! Date la vuelta.
—Mira que no iba a venir. ¡Que esto es descanso y punto! Y si acaso un poquito de hielo al principio, y luego calor. ¡Nada más!
—Es verdad. Pero con esto rompemos el callo para que circule mejor la sangre.
—¿La sangre? ¿Qué sangre? Si sigues hablando así me voy a marear.
—Así suelda mejor la herida. ¿Estás bien? ¿Te has mareado? Sigue. Tú no mires. ¡Por Dios, estás blanco!
—¡Ah! ¡Ay! ¡Uf! Por favor, no. Más despacio. ¡Ah! ¡Aaahh!
—¡Qué barbaridad! ¿Tanto daño te hace? Menos mal que no das a luz...
—Sí. Eso es lo que me faltaba. ¡Ah!
—Sigue. ¡Anda!
—Espera. No puedo. Bueno, pero más despacio, ¿vale?
—Sigue.
—¡Ay! Sigo: ¿Dónde estábamos? Ah, sí.
Empezamos a andar en fila india por la falda de la montaña. Por una vereda estrecha, como durante toda la jornada. Al principio todavía tenía ganas de hablar y de bromear con unas cosas y otras. Caminábamos por una especie de desfiladero entre el espeso follaje.
—¿Perdón?
—¡Ay! Ramaje.
—Perdona tú. Frente a nosotros y a nuestra derecha teníamos una espléndida panorámica con las vistas de la cordillera cubierta de vegetación. Entre el verdor del suelo sobresalían algunas rocas hacia arriba, formando pequeños y grandes promontorios, como en las típicas escenas del horizonte en un western crepuscular.
—¡Ah! La ruta era corta, siete u ocho kilómetros, decían, no más, pero no era circular, sino de ida y vuelta. Y además tenía —tiene— un perfil en forma de V, como la de la Virgen de la Cabeza de Andújar. Esto implica que empecemos la jornada bajando, y la terminemos —cansados a la vuelta— hacia arriba. Y como esto lo sabíamos desde el principio, las primeras bajadas abruptas hicieron desaparecer las sonrisas de nuestros rostros.
—¡Ay!
—Perdón. Sigue.
—¿Te queda mucho con eso?
—¿Y a ti? ¿Cuánto te queda? Bastante, ¿verdad? No llevamos ni media hora. Anda, sigue ya.
—Te la voy a tener que resumir, a ver si así acabamos los dos en menos tiempo.
Como te decía, enseguida empezamos a descender por una pendiente con muchas piedras sueltas, por las que había que tener cuidado de no escurrirse. Pronto encontramos también una especie de escaleras gigantes medio naturales, medio artificiales, a las que estaban adheridas unas cuerdas a modo de pasamanos, clavadas en la pared misma de la montaña. Cuando reflexioné, me di cuenta que no estaban allí para nosotros que, apoyados en los bastones, conseguíamos bajar por allí medianamente, sino para los que ascendían, porque debía resultar tremendamente difícil subir por dónde estábamos bajando. De pronto la gran bajada se convertía en una ligera subida, pero pronto volvía a descender, convirtiendo el terreno en un duro rompe piernas, mientras rodeábamos por una senda sombreada la sinuosa ladera empedrada, para dulcificar de esa forma la abrupta pendiente.
Sendérix caminaba oído avizor para escuchar los primeros ruidos del agua al caer por aquellas enormes gargantas. Pero pasamos las dos primeras cuencas de las cascadas y nos las encontramos completamente secas, como sucedió en el río Borosa hace unas semanas, o como en Hornachuelos, donde se nos secó completamente el propio río Guadalora.
—¡Aahh!
—Perdón.
—Parece que se seca allí donde vamos. Y dicen que el gafe soy yo. ¡Ah!
—¡Anda ya! Sigue.
Lo que pasa es que el senderismo no es una ciencia, de eso estoy seguro. Y los guías son cualquier cosa, menos científicos. Cuando ya creía que realmente yo era el que traía el mal fario, se escuchó el sonido inconfundible y cercano de un salto de agua. Bajamos el último recodo del peligroso descenso hasta tropezarnos con una pequeña bifurcación, dejamos el sendero derecho que conduce al parecer a una cueva natural y, atravesando un lacerante zarzal, allí estaban, las primeras aguas y una espectacular cascada. Nuestro primer hallazgo.
—¡Ay! Vi-viniendo desde lo más alto de la montaña, en picado, caía un caño de agua, formando una fuente con una islita de piedras en medio, donde nos colocamos sonriendo todo el grupo para hacernos una fotografía, más relajados, después de haber sufrido con la tensión del escurridizo descenso.
—¿Te duele ya menos? –preguntó la muchacha emulando al Capitán Garfio.
—Me duele bastante.
—Ya queda poco. Anda, sigue.
—Eso decían esos: «Ya queda poco». ¡Ja! Pero nunca se acababa.
Al parecer aún no habíamos llegado abajo del todo. Tras otro pequeño tramo rompe piernas, el sendero se decide de una vez a descender de verdad hasta el lejano abismo que apenas se vislumbraba, desde donde ascendía un fragor perpetuo de aguas cayendo desde las alturas. Esa bajada tan pronunciada me recordó a los infiernos de la Divina Comedia del Dante. Nuestro purgatorio sería la terrible vuelta que nos esperaba aunque la proximidad de las prometedoras aguas mitigaba aquel funesto presagio. A medida que avanzábamos nos hundíamos en las profundidades de las gargantas y nos hacía continuamente subir y bajar nuestra perpleja mirada, como diminutos espectadores en un paisaje desmesuradamente vertical.
—Muy poético.
—Sí. ¡Ah!
—Perdón, ya termino con los ganchitos. Sigue.
—¿De verdad? ¡Ah!
—Sí. Sigue.
—Sigo: De pronto al estruendo cada vez más potente de una cercana catarata se fueron sumando los inconfundibles chapoteos de algún ser viviente en la cercanía y el inconfundible timbre de la voz humana. ¡Ah! La cu-curiosidad nos hizo descender el último tramo sin la debida concentración, y a punto estuvo de costarnos un disgusto. Rodeamos los matorrales con violencia, quedando varias veces marcados por las zarzas, brincamos por las rocas del camino hasta llegar a la misma orilla del trasparente río, escoltados por numerosas rocas calcáreas. Y allí estaban, de pie, en una pequeña playa. Ella, una hermosa sirena, con su voluptuoso torso desnudo, aún seguramente brotando, con su seria carita infantil y su pelo largo y mojado. Y él, en las rocas que rodeaban la poza, con su traje de Adán, gracias a Dios, puesto de espaldas.
—¡Ji, ji, ji, ji! —rió la pícara y poco indulgente muchacha—. Sigue, sigue.
Ellos no nos habían visto, así que, primero, nos agrupamos y decidimos ponerlos sobre aviso antes de que se vieran sorprendidos por nuestra presencia. Así que utilicé un recurso casi desusado, apenas en vigor para los escasos pastores de ganado y los pocos padres de hijos hiperactivos que aún proliferan por los espacios abiertos. Es decir, chiflé como un cabrero y funcionó de primera, pues inmediatamente volvieron la cara hacia nosotros y, un tanto renuentes, como sin tenernos en cuenta, fueron lentamente camuflando sus partes más íntimas y reservándolas para mejor ocasión.
Nos asomamos a la gran poza que había formado allí el río a su paso, como consecuencia de un pequeño montículo del terreno que se había convertido en una ancha cascada, y seguimos nuestro camino sin entretenernos demasiado, dejando en paz a nuestra sirenita, que había servido, como el precioso salto de agua, para alegrarnos la vista.
—¿Y no os bañasteis?
—Allí todavía, no. Nos quedaba mucho para terminar. Aunque la verdad es que daban ganas, porque era una piscina natural estupenda.
—Date la vuelta. Que te voy a relajar un poquito.
—¿Otra vez? Bueno si es para relajarme…
—¿Has terminado con los ganchos?
—Síí.
—¡Gracias a Dios! Sigo:
Mientras emprendíamos de nuevo el camino, el Maestro me refirió con cierto detalle las bondades de la sirenita, a lo que no me quedó más remedio que asentir. Sin embargo al parecer nadie se había fijado en la figura completamente desnuda del hombre, que, podría haber pasado por su padre, por la diferencia de edad, no por su actitud, pues parecía haber raptado a su joven Afrodita, como un perverso sátiro en un cuadro de Rubens.
—¡Qué malo eres! —dijo apretando mi muslo derecho la cruel masajista con su potente antebrazo.
—¡Ah! ¿Malo yo? Seguro que tú si te habrías fijado.
—Seguro. ¡Ji, ji, ji, ji!
—Pues ninguno de nosotros se dio cuenta de nada.
—¡Cómo que no! Serás mentiroso. Anda, sigue.
—Vale, sigo: Después del bucólico encuentro, caminamos por una senda aún más frondosa, pegados al río, cruzándolo a veces para poder avanzar entre la sobreabundancia de matorrales, de juncos y de zarzas que obstaculizaban nuestro paso. 7 Para llegar al final de la ruta, bajando por el río Verde, es necesario cruzar dos espectaculares puentes colgantes, hechos de traviesas de madera sujetas por cuerdas, que se bambolean terriblemente al pisarlos. El paso por dichos puentes no soporta el peso de más de cuatro personas, como se anuncia en un letrero a la entrada. Sendérix entró sin pensárselo dos veces por el peligroso pasillo colgante, pero yo, que le seguía de cerca, coloqué los dos pies en las primeras tablas y frené en seco al ver cómo se movía aquello, pues el enclenque puentecito cimbreaba como la cuerda floja de un funambulista, y opté por esperar a que terminase de pasar hasta el otro lado, y cruzarlo yo solo, con la prudencia de una ancianita.
—¡Qué exagerado! Detrás de mí me sorprendió atravesándolo sin pensar el gran Maestro, como hizo aquel famoso día tirándose prácticamente de cabeza al arroyo Pedroches. Antes de que yo hubiese salido por el otro lado, ya estaba el más sabio, prudente y cascarrabias —pero entrañable— de los senderistas a mi espalda balanceándose en lo alto, eso sí, muy concentrado y circunspecto, mirando hacia abajo, para no meter el pie en alguno de los horribles huecos de la pasarela. Mauri demostró gran soltura y veteranía al cruzarlo despacio pero sin vacilar y con una sonrisa en la boca, mientras Grumetillo y el chico de los dos palos, lo cruzaron sin aparente esfuerzo, pero con la debida prudencia, como si atravesaran uno para llegar a sus casas cada día. Así, poco a poco, con cuidado, conseguimos pasarlo todos. Pero, por si fuera poco, tras atravesar un tramo selvático, apareció un nuevo puente colgante aún más largo, más alto y complicado, que ya con la práctica cruzamos con solvencia, como cinco artistas de circo.
—¡Qué rollo tienes! ¡Ji, ji, ji! En el fondo de los puentes se extendían sendas pozas de dimensiones considerables, por donde se preparaban para la aventura un equipo de uniformados barranquistas, que se estaban colocando en sus orillas los pertinentes trajes de neopreno, sus cascos y sus zapatillas de goma, para resistir las fuertes caídas que les esperaban a lo largo de la jornada. Nosotros pasamos muy cerca por nuestra frondosa vereda echándole un ojo a las aventureras y otro a las transparentes aguas, y nos quedamos con las ganas de zambullirnos en ellas –en ambas—. Pero aún no era el sitio ni el momento adecuado. Sendérix decía que había que ir más allá, hasta acabar el camino de ida, y bañarnos a la vuelta en el preciso lugar donde lo hicieran el año anterior. Al dejar atrás los elegantes puentes y las refrescantes pozas, se volvía a abrir el horizonte y se separaban de nuevo las montañas, hasta remontar a lo alto de un pequeño mirador que habían acondicionado con cuatro palos entrecruzados, sin un maldito asiento ni una sola sombra, donde pararíamos un momento para tomar algo más que el aliento.
—Date la vuelta.
—¿Otra vez?
—Ya queda poco.
—¡Ya! ¡A otro perro con ese hueso!
—¡Ji, ji, ji! Sigue.
—Sigo:
Después de tres amagos de sentarnos al borde de una de aquellas verdes y frescas aguas, pararnos de pie para echarnos a la boca un pringoso melocotón, no me volvía loco precisamente, por muy de la Veguilla que fuese. Sin embargo el personal parecía interesado en la cuestión gastronómica; no cabía duda. Fui observando sus habilidades como chefs de campaña, aplicando los cuchillos a sus frutas al vuelo, sin el menor apoyo o vertiendo el contenido de alguna lata, con cuidado para no perturbar el régimen alimenticio de las hormigas. Pero yo no me animaba a unirme a aquel “clan del gourmet”. De pronto apareció el muchacho nuevo, El Otro, con su carita de ángel bondadoso y me ofreció piscar de su bolsa de frutos secos. Y eso sí, a eso no me pude negar. ¡Uuuhhhnnn! ¡Cómo estaban esas almendras tostaditas, esas nueces como pequeños cerebritos de rata y esas avellanas cordobesas!
—¡Gracias…! —pero no me salía su nombre—. ¡Fenómeno! –terminé por llamarlo.
—De nada, ¿quieres más? Las dejo aquí en lo alto del poste.
—Vale, vale. Y empecé a coger un puñadito de nueces con algunas almendras y un par de avellanas. Después otro puñadito de almendras con unas poquitas avellanas y un par de trozos de nueces. Después otro y otro… Y aquella fue mi merienda ese día, hasta que no paráramos en mejores condiciones para comernos el bocadillo sentados.
La expedición se reanudó sin tardanza, pues, aunque yo había imaginado que aquello era el final del camino de ida, la ruta al parecer continuaba “un poquito más allá” todavía, y desgraciadamente lo hacía hacia abajo de nuevo, pues después de habernos llevado hasta lo alto del mirador, sólo cabía descender. Cada paso que daba bajando me lo imaginaba a la vuelta subiendo, y créeme que descendíamos por un sendero profundo. Así es que les advertí que si tardábamos mucho en darnos la vuelta, yo me la daría en solitario, y los esperaría en la preciosa poza donde se vestían los barranquistas, que estaría más tranquila para cuando yo volviera a ella. Dicho y hecho. Como seguía faltando un poquito después de un duro tramo de descenso, me planté y les dije adiós –con el visto bueno de casi todos-, radiante de felicidad, porque no sólo había acabado la primera parte del recorrido, sino que, además, marcharía tranquilamente a mi propio ritmo hacia las acogedoras aguas del río Verde.
—¡Mira qué fresco! ¿No me digas que te diste tú sólo la vuelta antes de llegar al final?
—Justamente. ¿Verdad que está feo? Pues no me importó lo más mínimo. Cero sentido de culpa. No fue como dejar un libro empezado que no puedes soportar, no, fue más bien como saltarse un par de páginas de un buen libro que se ha metido en un embrollo insoportable, y que no interesa hasta que no vuelva al meollo de la cuestión. —¡Muy gráfico! Te entiendo. Que estabas que no podías más, ¡vamos!
—Pues sí, la verdad, sólo de pensar la vuelta subiendo aquellos barrancos detrás de Zatopek y compañía…
—¡Ya! Bueno, anda, sigue.
—Sigo:
Me volví deprisa para que no se me notara mucho la sonrisa que había aparecido de pronto en mi rostro y les dije adiós antes de que alguno me soltara una monserga. Sólo miré al chico de los dos palos que iba más rezagado y al pasar me pareció que me saludaba con un guiño de complicidad. Ascendí tranquilamente el duro camino recién bajado, hasta situar mi pulso acelerado en unas palpitaciones llevaderas, y así remonté de nuevo hasta el mirador, casi sin esfuerzo, hasta llegar a un pequeño venero entre la vegetación que vertía sus aguas unos pasos más abajo en el cercano río. Aproveché allí para llenar mi botella de agua como había visto hacer a Sendérix, nuestro ecologista guía, pocos minutos antes, y bebí de aquella refrescante fuente natural hasta saciar mi sed. Yo no pensaba entonces en mis pobres compañeros que aún debían seguir y seguir su camino adelante hasta poco menos que tropezar con el mar, en las proximidades de Almuñécar, sino más bien en encontrar la primera fosa desierta para desprenderme lo más recatadamente posible de mi uniforme de senderista y cambiarlo por el de bañista, pero no fue tan fácil. A aquellas horas del mediodía los barranquistas abandonan las paredes, sus cuerdas y hasta su indumentaria protectora, y se refugian en las grandes pozas del río. Sin embargo no debían ser tan expertos nadadores como escaladores, pues tras el chapuzón inicial, percibí que abandonaban rápidamente el interior de las pozas, como si temieran el resurgir del monstruo del río Verde. La mía, mi poza, la encontré un poco más allá entre la espesura, y no estaba formada como las otras por la caída de ninguna cascada, sino por una hondonada natural del curso río. Ni siquiera pensé en esconderme para quitarme la ropa y ponerme el bañador, y hasta estuve tentado de meterme sin nada, porque la situación casi lo requería. Pero pensé que qué culpa tenía el que pasara por aquí tan inmerso en la espléndida naturaleza para que yo le estropeara el idílico momento con mis miserias. Y en eso estaba cuando, justo en ese momento, oí voces saliendo de la espesa selva.
—¡Titoo! ¿Aquí estás?
—Hola.
Eran ellos, ¡maldita sea! Ya se habían dado la vuelta y ya estaban aquí de nuevo. Y ni siquiera había probado el agua. Sendérix me dijo:
—¡Tito! Vámonos más adelante a bañarnos. A la poza de la sirenita.
—Esperad un momento que me meta.
—Anda, vamos. Y nos paramos allí ya a comer.
—Esperad, me meto un segundo para refrescarme ya que tengo el bañador puesto y nos vamos —dije—. ¿No queréis meteros aquí que estamos solos?
—Seguimos un poco más tito. Ya casi estamos.
Estos seguían con la misma canción de siempre: había que seguir un poquito. Pero yo, que me había emancipado no iba a volver al redil sin refrescarme al menos, así es que me puse a ello. Cuando pisé el agua comprendí lo del monstruo del río Verde: el agua estaba congelada. Me pegué un chapuzón de golpe y salí espantado del charco ipso facto, como si me hubiera picado el bicho del fondo. Una instantánea digital de aquellos precisos momentos recordará ese hecho —seguramente con el monstruo sumergido.
—Seguramente, ¡ji, ji, ji, ji! —reconoció la muchacha con mis muslos entre sus manos.
—¿Sigo? —pregunté, por si se estaba aburriendo.
—Claro, sigue. Ya no te dejo hasta que no acabes el cuento.
—No es un cuento, es la pura verdad.
—Pues a mí me parece un cuento.
—Bueno, un poco sí. Sigo:
Total, me sequé y allí mismo a la vista de los compañeros me volví para vestirme de nuevo de senderista, que ya le podían haber tirado un poco hacia adelante y dejarme algo de intimidad.
—¡Ji, ji, ji, ji! Aquí tenemos cortinas. ¡Ya ves! Para que no nos vean los de las salitas de al lado.
—Vernos no, pero tengo la impresión, por el silencio, que le estoy contando un cuentecito a todos los pacientes de la clínica, ¿verdad?
—¡Ji, ji, ji! —rió la chica de los masajes y sus alrededores—. Anda, sigue.
—Está bien, sigo.
Marchamos de nuevo el pelotón agrupado en fila india, como siempre, hasta encontrar la primera gran poza, pero había una pareja de gorditos con los pies metidos en el agua, muy acarameladitos y nos pareció grosero molestarlos; después encontramos a un puñado de barranquistas saltando sobre otra; pues la siguiente ya era la de nuestra sirenita, que aún seguía allí, en su rinconcito de playa, pero se había colocado su pequeño trapito en el pecho seguramente para que la miraran a la cara, con su querido Humbert Humbert a su lado, con una especie de tanga, algo más decente que a primera hora de la mañana.
—¿Qué es Jumber Jumber?
—Es el nombre del personaje que está enamorado de Lolita en el libro de Nabokov, su padrastro.
—¡Aaahhh! ¡Ya! Ahora comprendo. Bueno, sigue. ¿Allí sí os bañasteis por fin?
—Sí. Después de subir y bajar para arriba y para abajo el río buscando un buen sitio, al final sí, allí nos quedamos. Nos retiramos a un estrecho recodo sombreado para dejar las mochilas, y estos se cambiaron allí mismo, pero como yo llegué el último no quedó sitio para mí, con lo que me limité a sentarme en la orilla del río en una roca para prepararme mi bocadillo, con mi gorro de peregrino en mitad de la solanera. Estábamos en el fondo de una tremenda hondonada. Poco a poco fueron llegando mis compañeros en traje de baño. La preciosa catarata quedaba de frente, desde donde se estaban tirando algunos jóvenes aventureros bulliciosos; a mi derecha, nada, a unos pasos en el lateral de la poza, los personajes del libro perverso; a mi lado Mauri, Sendérix y el Maestro entrando y saliendo del agua helados; y detrás, siguiendo unos metros el curso del arroyuelo, Grumetillo y El Otro, en un pequeño charquito sentados.
—¡Qué bien estabais! ¿Pero había mucha gente, no?
—Pues sí, la verdad es que para ser un lugar recóndito de una sierra perdida en los confines de Andalucía, éramos demasiados, pero en fin. Tampoco nos estorbábamos en el baño, porque nadie paraba mucho rato dentro del agua. Allí me preparé mi medio bocadillo de atún, para no comer demasiado, pensando en el espeluznante camino de vuelta. Los demás, también temiendo lo mismo, apenas dieron cuenta de una piececita de fruta, reservando el bocadillo para el final de la etapa. Tras un breve pero necesario descanso nos despedimos todos con la mirada de aquel auténtico “locus amoenus” y de la Sirenita Lola, despreciando con nuestra indiferencia a su pervertido acompañante.
—¿Qué es eso del “locus a menos”?
—Es latín: “Locus amoenus” significa “lugar agradable” o “idílico”. Perdona, en estos sitios tan bonitos a veces me pongo pedante.
—¿Y ahora quién entiende el latín?
—Ya, nadie, ni los curas. Tienes razón. Pero en este caso se trata de un tema muy recurrente de la poesía: escribir sobre personajes rodeados por la naturaleza.
—¡Ah! Muy bien. Por lo que veo la afición por el senderismo no es nueva.
—Exacto. Bueno, me queda contarte lo más duro.
—Pues empieza que te voy a poner un poco de hielo.
—Vale, sigo:
Salimos al camino próximo suspirando completamente concienciados de que nos esperaba la parte más dura de la idílica ruta. El idilio quedaba atrás. Instintivamente me situé en cabeza junto a Sendérix, el experto guía. Pensé que si marcaba yo el paso no se me haría tan duro. Y al menos me tendrían controlado. Si me paraba —y era obligado pararse a menudo— no me tendrían que esperar. Marqué un ritmo tranquilo —pasito corto y respiración acompasada—. La primera subida en zigzag por los ardientes pedregales, con un calor sofocante, apenas mitigado por una tibia brisa y las exiguas sombras de los escasos árboles, presagiaba una labor hercúlea.
—¡Qué redicho!
Al principio pensé que podría conseguirlo. Sendérix no me agobiaba pisándome los talones. Al Maestro y a Mauri, cuando miraba hacia abajo, no parecían sobrarles las fuerzas, aunque a Grumetillo se le veía sobrado, junto a su amigo, aún conversando. Tras el primer empujón llegaron las primeras incertidumbres. Las sombras escasearon y la dificultad del terreno y la enorme pendiente refrenaron mi paso. Sendérix se me echó encima y al final lo dejé pasar para que me dejara tranquilo. Continué un poco con él hasta que le dije que no podía seguir y que necesitaba parar un momento. Así que paramos. Nadie hablaba. Seguimos, pero al cabo de unos metros de nuevo me tuve que detener, asfixiado. Parecía que mi debilidad acrecentaba las fuerzas del grupo. Al ciervo herido acuden todos los lobos para cazarlo, así que acabé siendo rebasado poco a poco por todas las fieras de mis amigos.
—¡Qué exagerado!
—¿Exagerado? Ahora te cuento.
Paramos para que yo descansara tras la primera parte del ascenso y nos adentramos en otro tramo rompe piernas, donde eran más abundantes las sombras, y por lo tanto, las tentaciones de pararnos a descansar. Por allí me arrastré de árbol en árbol, resguardándome de la posible pájara monumental. Me esperaban en una sombra y empezaban a andar antes de que llegara, como se trata a un perro que te da lástima dejar abandonado. Mauri se paró a mi lado en una de estas y me dijo que sería mejor que volviera a ponerme delante, que era preferible para los demás seguirme despacio, a mi ritmo, que tenerme que esperar continuamente. Y así lo hice. Lo volví a intentar y volví a fracasar. Ya no me quedaban fuerzas para tirar de todo el grupo. Y lo malo quedaba aún por llegar: aquellas malditas escaleras gigantes de la mañana, donde estaban colocados los pasamanos. Allí no cabía decir que yendo más lento se haría más llevadera la subida, no. Allí había que subir a golpe de riñones y de piernas. Y a mí me resultaba imposible poner un solo pie en cada enorme peldaño. Subía de escalón en escalón y apoyaba los dos pies en cada uno. Unas veces atacaba la altura con una pierna y otras con la otra, como los saltadores de vallas –aunque yo nunca conseguí hacerlo bien-, porque estaba notando que se me estaban cargando los muslos. A partir de cierto momento de la ascensión, no diré que perdí la consciencia, pero sí que agaché la cabeza y me abandonaron las fuerzas y la voluntad. Fue como un instante místico. Pinché. Es decir, me dio una pequeña punzada el muslo izquierdo que coincidió con un bajón de energía.
—Siempre se rompe la cuerda por el lado más débil. –Apuntó la masajista. —Sin embargo —quise opinar— dicen que el cuádriceps es uno de los músculos más fuertes, ¿no?
—Tu dolor no es exactamente en el cuádriceps, sino más bien en la inserción con el abductor.
—¡Ah! Sí, es verdad, es un poco hacia dentro.
—Eso es. Bueno, sigue.
—Sigo:
Esta vez me retrasé considerablemente, porque era imposible seguir al mismo ritmo con ese dolor, cojeando ostensiblemente por el empinado sendero, hasta llegar al cabo de un rato a donde estaban todos juntos esperándome. Les conté el percance y la imposibilidad de seguir a su paso —tal como me había ocurrido en el Mulhacén en el verano anterior—. Entonces salió del grupo el muchacho nuevo, “El Otro”, se adelantó hasta ponerse a mi lado, caminando con sus dos bastones, y me dijo que él se quedaría sólo conmigo. Si quieres que te diga la verdad, ni siquiera me pareció extraño, lo hizo como lo más natural del mundo y yo lo acepté como se acepta una medicación, sin rechistar. Y los otros, mis amigos, se dieron la vuelta y lo dejaron allí como si tal cosa, como si ya lo hubiesen pactado entre ellos. Los despedí con la mirada y me puse a las órdenes de mi Salvador. Gracias a Dios no quedaba ya mucho. Cuando alcé la cabeza me pareció entrever una especie de aura de luz alrededor de la dulce cara del muchacho. Entonces, con una sonrisa beatífica y una voz aterciopelada me dijo:
—No te preocupes. Yo me quedo contigo. No tenemos prisa. —Y me preguntó:— ¿Puedes andar, aunque sea muy despacio?
—Sí, sí. Ya he andado un poco hasta aquí. Lo que pasa es que cuando se me carga me tengo que parar, porque parece que se me rompe algo por dentro. —Le dije, tras el pequeño parón, ya bastante recuperado. Echamos a andar despacito por un tramo menos exigente que las malditas escaleras de la muerte. Hasta la vereda se había ensanchado para que pudiésemos ir juntos; yo y mi bienhechor. La medicina empezó a hacerme efecto. En esos momentos, más que nunca si cabe, no te puedes imaginar cómo se agradece una buena compañía.
—¡Pobrecillo! —dijo la masajista, en la primera muestra de sentimentalismo y humanidad que le recordaba—. ¿Lo estabas pasando mal, eh, amigo? Aunque las comparaciones son odiosas ¡Era el mismísimo Jesucristo, subiendo al monte Calvario! —incluidos algún arañazo en la cara, las repetidas paradas y la santísima compañía—. Sólo que aquella escena de hace más de dos mil años se produjo en el benigno invierno del Oriente Medio y ésta en el sofocante verano andaluz. El camino iba retorciéndose por la ladera de la montaña con la lentitud de un desfile procesional, en silencio, como el Paso del Viernes Santo.
—¡Madre mía, qué teatrero! —apuntó la muchacha, sin por ello sentirme ofendido.
Cada pocos metros —quizá no tan pocos como en el ascenso de Sierra Nevada—: la terrible contracción del muslo, el tremendo dolor y el inevitable parón.
—¿Quieres agua, tito? —me decía mi benefactor.
—Gracias. —Y bebía de su agua fresca—. Es que no puedo seguir cuando me pincha el músculo.
—No te preocupes. Tómate tu tiempo. Y cuando estés bien, seguimos.
¡Qué dulzura! ¡Qué humanidad! Inevitablemente me acordaba de aquellos mismos momentos en que el Gran Maestro se quedó conmigo en el Mulhacén. Pero el Maestro me había criado, como el que dice, y este buen hombre no me conocía de nada. —¡Vamos! —me arranqué, sacando fuerzas de flaqueza, y continuamos poco a poco nuestro particular Vía Crucis. —Ya queda poco —siguió animándome mi amigo. Y ahora lo creí. Por una vez era verdad que faltaba poco para acabar. Paramos tres, cuatro, cinco… Diez veces o más.
De pronto oímos voces detrás. No lo van a creer. Era la parejita nudista que volvía por el mismo camino que nosotros hasta su coche, aparcado cerca del nuestro. La sirenita, en un informal atuendo de senderista, compuesto por un diminuto biquini y las zapatillas, seguía estando tan sexy como siempre. El hombre, vestido, sin embargo, parecía una persona formal —pero las apariencias engañan—. Nos sorprendió, a pesar de nuestra lentitud, la facilidad con la que nos rebasaron. Hubiéramos querido seguirlos sin perder su rastro, pero incluso en 14 buen estado nos hubiera costado. Mi compañero, como yo, sin decir nada, exhaló un profundo suspiro de desencanto y me miró con las manos abiertas, como diciendo: que se nos van. Y yo, claro, apenas moví la cabeza hacia los lados para darle a entender que no estaba como para salir detrás de nadie corriendo. Seguimos andando a nuestro paso en silencio. Yo no soy muy hablador, pero él encontraba de cuando en cuando una frase agradable o ingeniosa para que se nos hiciera más llevadero el camino. Me insistió varias veces en que tal vez debería utilizar otro bastón para apoyarme mejor en las cuestas. Usar dos palos, como hacía él. Pero aunque yo se los había visto usar a los senderistas de élite —como el primero que nos adelantó en el Camino de Santiago— siempre había desechado esa idea, porque me dejaba inutilizadas ambas manos para hacer otras cosas, para hacer fotos, pongamos por caso. Hacía mucho calor, yo estaba empapado y de cuando en cuando bebía de mi tubo que salía de lo alto de mi mochila. El Otro por lo tanto sabía que yo llevaba mi agua, sin embargo insistía en que bebiera de la suya, que estaba más fresquita. —¿No es un encanto? Sólo le encontré un rasgo humano —quiero decir, para descartar que no fuera un ente de naturaleza divina—. Cuando ya faltaba muy poco para terminar, se equivocó de camino y nos metimos por una pequeña cuesta que pronto identificamos como errónea, pero en pocos minutos rectificamos. Supongo que se equivocaría por modestia o para simular que no era completamente perfecto.
—¡Tampoco es para tanto!
—¿Qué no es para tanto? Desde entonces he vuelto a creer en la Naturaleza Humana. Pero ya te digo, como el mío, estoy por decir que su Reino tampoco es de este mundo.
—¡Anda, vístete y te espero en la caja. Verás cuando te diga lo que te va a costar esta charla, como vuelves a renegar de la naturaleza humana. ¡Ji, ji, ji!
Me acababa de dar cuenta que toda la ruta se la había narrado en calzoncillos. Claro que eran mis magníficos bóxers negros de gigoló. Así que me puse de pie, me subí los pantalones —no sin cierta dificultad— y descorrí la cortina. Entonces se oyó un murmullo que parecía venir de la habitación de al lado o de la de enfrente, de la que salía también una señora mirándome con una sonrisa. Al final nos juntamos otras dos pacientes y yo en la salida para pagar. Y me daba corte seguir con la ruta delante de las dos mujeres y sus respectivas masajistas detrás del mostrador. Estábamos seis en total. Pero la mía, mi verdugo, me dijo que no se me ocurriera dejar sin contar el final, que hacía un buen rato que todas habían acabado con sus terapias en sus celdillas y se habían quedado calladas escuchando, y que por favor terminara allí lo que me quedara. —¡Que sigas ya, hombre! ¡No seas lacio! ¡Ven!
Me llamó ella y me dijo bajito:
—Tú me la cuentas a mí en el banquillo, y las demás que se pongan detrás del mostrador. ¿Te parece?
—¿Qué remedio me quedaba? Se oyeron unas risitas.
—¡Ji, ji, ji, ji!
Y seguí contándoles a todos como acabó nuestra idílica ruta.
—¡Venga, sigue! —me dijo.
—¡Pero si ya había terminado! Bueno, sigo: ¿Por dónde iba? ¡Ah! Nos habíamos perdido un poco, y al retomar el buen camino, como dos ovejas descarriadas…
—¡Ji, ji, ji, ji! ¡Qué gracioso es! —dijo una de las señoras.
—Por favor: ¡silencio! —le reconvino la otra. Yo ni las miré, si no, no hubiera podido seguir, de la vergüenza que estaba pasando.
Decía que terminé mi camino casi sin dolor, despacito, por la parte frondosa de la ladera, sonriendo como un tonto al lado del Otro, de la felicidad que me producían aquellos últimos paisajes que se divisaban desde nuestra montaña hasta las montañas lejanas de enfrente, donde se nos perdía la vista; sonreía también acordándome del espectáculo imponente que representaban las chorreantes cascadas al caer en el río, formando pozas de color verdoso, que le habían dado nombre a este río; y también sonreía recordando a nuestra Sirenita Lola y a su lascivo padre; y al monstruo del río Verde y a sus malditas escaleras gigantes, que eran las espinas de esta ruta.
Por fin salimos a la última bajada que nos conducía a la carretera, donde a unos metros nos esperaban impacientes nuestros vehículos. Allí reposaba sin sus mochilas el resto de la expedición, refrescándose con las bebidas traídas para la ocasión. Ni siquiera se acercaron a nosotros, como si estuviéramos apestados; no debían de andar ellos muy sobrados tampoco de fuerzas. El Maestro más tarde reconocería que lo había pasado peor que en la subida a la Maroma de Málaga, otra ruta tremenda. Desde su sitio me preguntaron si todo había ido bien. Les conté el incidente del camino equivocado, saqué la bebida isotónica de mi maletero y la repartí generosamente, siguiendo el ejemplo de mi benefactor; realicé mis estiramientos y nos metimos rápidamente en los vehículos para volvernos por dónde habíamos venido, porque aunque soplaba intermitentemente una suave brisa bastante fresca, cuando se paraba hacía un calor agobiante a esas horas aún tempranas de la tarde. Sendérix se volvió con Mauri hasta un bar de madera no muy lejano donde trasegamos una bebida refrescante y nos despedimos de él tras las oportunas risotadas. Los cinco de nuevo, con el Maestro pilotando mi bólido y yo de copiloto y di jockey, regresamos entretenidos por la autovía de Antequera, escuchando la música retro del tito. Recuerdo perfectamente que tarareamos en grupo, como un puñado de colegiales de la tercera edad, los grandes éxitos de Simon y Garfunkel, ya sabes: Mrs. Robinson, Los Sonidos del Silencio o el famoso Puente sobre Aguas Turbulentas. Con esa música llegamos plácidamente a nuestra ciudad sobre las ocho de la tarde, que para ir más allá de Granada, hacer nuestra idílica ruta, pasando las peripecias que pasamos, y estar ya de vuelta, era una hora muy elegante. Se quedó el Maestro en la puerta de su casa y me subí al volante hasta la estación, desde donde partimos de madrugada. En la última parada salieron Sendérix y Grumetillo, sacando sus mochilas del portaequipajes como si estuvieran escayolados de las extremidades inferiores. Y finalmente se despidió, chocándome la mano, El Otro, el muchacho desconocido y bondadoso que me acompañó y cuidó en aquel infierno. A mí sólo se me ocurrió decirle cuando había puesto ya un pie fuera del auto:
—¡OYE! GRACIAS, TE DEBO UNA, Y GORDA. —Me salió del alma.
—No es nada, hombre. Hasta otra.
—Adiós…
Y se fue como llegó, con una sonrisa en la boca.
Y así terminó aquella jornada —dije para concluir el relato.
—¡Qué bonita! A ver si un día me lleváis por ahí —dijo mi masajista.
—Y a mí. ¡Una facilita! Una ruta que no tenga tantas cuestas —apuntó desde dentro del mostrador una de sus compañeras.
—¡Oye, tito! —y rió, la otra— ¡Ji, ji, ji, ji! ¿Te enteraste al final de cómo se llamaba el muchacho?
—Sí, es verdad, no me acordaba —respondí—. Sí. Me lo dijo él sin que se lo preguntara. Bueno si queréis os lo cuento, ya que estamos. Esta es la parte misteriosa del relato.
Resulta que al final me dijo cuando se despedía que se llamaba RAFAEL. Pero al día siguiente, en el que normalmente acostumbramos a enviarnos por email las fotografías que ha hecho cada uno con su cámara y además comentamos los incidentes del día anterior, le dije yo a mi compañero Grumetillo en el correo, que su amigo Rafael se había dejado uno de sus bastones en mi coche. Que sabía que era suyo porque era igual que el mío, y que se lo dijera al muchacho para que no se preocupara, que se lo podía dar él mismo el próximo día que nos viéramos para andar. Entonces recibí un email de contestación de Grumetillo extrañándose de lo que le acababa de decir, porque según él no conocía a ningún Rafael senderista que tuviera un bastón como el mío, y menos que hubiera venido con nosotros a la Ruta del Río Verde.
Esto me dejó perplejo. Debía estar de guasa. Aunque Grumetillo es el menos bromista de mis colegas, así que mandé otro correo electrónico a Sendérix y al Maestro preguntándoles si ellos le podían hacer llegar el bastón a Rafael. Pero cada uno por su lado, los dos negaron conocer a ningún senderista que se llamara así. Que el único nuevo fue Mauricio, su viejo amigo Mauri, el invitado que nos había acompañado en su propio coche a partir de Loja. Que si les estaba tomando el pelo. Y de ahí todavía no hay quién los saque. Supongo que se habrán puesto de acuerdo para gastarme una broma. Yo lo que sé, es que ahora tengo dos bastones telescópicos de fibra de carbono exactamente iguales para apoyarme mejor en las subidas de las rutas más duras, como quería que tuviera EL OTRO.

Sábado 5 de julio de 2014

* Dedicado a la Clínica cordobesa KINESIA. A Auxi, a Rocío, a Laura y a Sonia, fisioterapeutas de élite, en cuyas manos estoy, mis asesinas natas, que me dan la vida a base de dolorosos tormentos.


(El tito Juanjo).


Revisado por Juan José Gañán en febrero de 2022
Documentos adjuntos a esta publicación

Duelo digital en las escaleras de la muerte Descendiendo por las escaleras gigantes del infiernoEl Maestro detrás de SendérixLa llegada a la primera cascadaFoto del grupo para la historia del senderismo extremoSendérix olfateando alguna cascada vivaExcataratasPrimer plano del Maestro y su amigo MauriEl otro con su inseparable GrumetilloEl Maestro tocado con su reluciente sombrero de peregrino profesionalEspectaculares picos y tremendos abismos en la Sierra de AlmijaraAmistades de toda la vidaLa naturaleza salvaje de la Sierra de Almijara, Tejeda y no sé quéGrumetillo y Rafael contemplando el paisajeTres viejos, muy viejos amigos senderistasMauri, de espaldas, señalando presencia humanaEl caminar alegre de Grumetillo y el otroMauri inmortalizando al río VerdeVista de una cascadita del río VerdeEl Maestro, circunspecto, asegurando cada pie sobre el puente colganteMauri con precaución sobre el puente colganteA la llegada al control de avituallamiento en el miradorEn el miradorSendérix y el Maestro conversando en el MiradorVistas panorámicas desde el miradorGrumetillo en el miradorEn el miradorVistas espectaculares de la Sierra de AlmijaraBañistas vistos desde el puente colganteBarranquistas en plena actividadEl tito escapando del monstruo del río VerdeEl tito, el Maestro y Sendérix en la montaña de enfrenteBarranquistas en plena laborEl otro atravesando sonriente el puente colganteEl tito titubeando en el puente colganteCruzando por última vez el puente colganteLa primera gran cascadaGrumetillo y el otro sumergidos en la pozaGrumetillo y el otroSendérix, en el lujoso automóvil de vuelta
 
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