ANGUSTIAS

De Juan Manuel Cano Sanchiz

Bar
- Va a llorar.
No, no iba a llorar. Estaba jodido, pero no pensaba llorar. Al principio sí, no lo niego. Se me vidriaron los ojos de manera automática, pero no pensaba llorar, allí no, entonces no. Una vieja que fumaba un Ducados me miraba con cara de preocupación.
- ¿Está usted bien?
- No se preocupe señora, estoy bien -mentí-.
Un par de minutos antes, en el baño, no pude reprimir un grito. Cuando salí, el bar entero me observaba con descaro. Supongo que cuando uno grita en un aseo público no puede esperar indiferencia por parte de la gente que le rodea. Pero, ¿era necesario que todo el mundo me mirase de aquella forma?, ¿por qué no seguían en sus conversaciones, o en sus periódicos? Rompí el silencio.
- Estoy bien, estoy, bien. No ha sido nada.
Cuchicheos. El bar se llenó de repente de murmullos, las miradas se hicieron furtivas y, poco a poco, todo recuperó su ritmo. La máquina de los cafés volvió a silbar y el camarero a hacer ruido con los platos y los vasos.
Estaba realmente preocupado. Sentía sudor frío en la espalda, y en las manos, y podía notar mi cara blanca, de muerto. No quería pensar en que podía haberle pasado algo malo. No, aquello no podía ser irrecuperable, sencillamente yo la necesitaba, no sabría vivir sin ella.
Me dirigí a la barra. El barman tenía cara de incógnita, pero se limitó a mirarme, sin preguntar.
-¿Qué le debo? –noté que la voz me salía desde debajo del estómago.
- Son dos con cincuenta, señor.
Pagué y me fui. No había salido por la puerta cuando, a través de su cristal, pude ver como un par de curiosos corría hacia el baño. Imbéciles. ¿Qué esperaban encontrar allí? Nada que pudieran relacionar con mi grito, ni con mi dolor.
Dios, sentía dolor. Y pánico. Sencillamente estaba aterrado. Jamás pensé que pudiera sucederme algo así. Creí que siempre estaría conmigo tal y como era, que no iba a cambiar nunca nada, que continuaría haciéndome sentir bien toda mi vida, que jamás le ocurriría nada malo, nada como esto… Tenía que ir al Hospital con urgencia, la duda se movía dentro de mí como una serpiente por el barro, me notaba un hueco alrededor del corazón.
- ¡Taxi!
El coche paró junto a la acera, abrí la puerta y entré.
- Al Hospital General, por favor.
- Andando.
Estaba claro que el taxista no tenía prisa. Frenaba al ver los semáforos en ámbar y se distraía continuamente con la radio, hablando con sus compañeros. Mejor, no me apetecía hablar con nadie. Me pinchaba el desasosiego y pronto empecé a envidiar su despreocupación. Bendita despreocupación. Me di cuenta entonces de que no había avisado a nadie en el trabajo. Había bajado a desayunar con el periódico en la mano, como cada día, y para nada esperaba que la mañana se fuera a truncar así, que la vida se fuera a torcer así. Me saqué el móvil del bolsillo. Lo miré y me lo volví a guardar. No, definitivamente no tenía ganas de hablar con nadie.
Eran las 10 y poco y hacía un calor espantoso. Por lo menos yo sudaba como un cerdo. Y el taxista, el taxista también. Y además apestaba.
- ¿Podría usted poner un poquito el aire, por favor?
- Está roto compare –me dijo mirándome por el retrovisor.
Perfecto. Además le faltaban dientes. “Vaya regalito”, pensé. Bajé la ventanilla e intenté distraerme mirando a la gente, pero sólo conseguía verla a ella, atrapada. Un escalofrío me recorrió toda la espalda. ¿Qué haría si la perdiese o le pasara algo? No, eso no iba a suceder. Nos iba bien, nos iba bien y lo pasábamos en grande juntos. Me encantaba acariciarla, y a ella que lo hiciera, nos dábamos placer, pero, ¿y si eso se acababa? No, no podía ser, era demasiado joven. No, al menos aún no. Deseé saber cómo se comen las uñas. El taxi paró.
- Po aquí estamos –dijo la morsa al volante- Sais con vente.
Le di seis cincuenta y me bajé a toda prisa sin esperar la vuelta. No podía esperar más, tenía que averiguar qué pasaba ya, qué pasaría, ya. Me dirigí a la entrada del Hospital, de fondo me pareció oír al taxista, no sé si daba las gracias o se quejaba de alguna cosa, tampoco me importaba.
Entré directamente por la puerta de urgencias. Un celador se me acercó, no le hice caso y avancé. Después una enfermera, también la esquivé y continué mi camino. La cabeza me daba vueltas, me estaba empezando a marear, sentí una náusea y pensé que iba a vomitar allí mismo, pero sólo di una arcada sorda.
Mi preocupación aumentaba por segundos, estaba muy acelerado, podía oírme el corazón en la sien. Ahora que estaba a punto de saber la verdad me sentí aún más cobarde, incluso deseé huir, escapar, pero no, tenía que afrontarlo como un hombre. Y apechugar. Dios, no podría vivir sin ella, me moriría.
Vi pasar a un señor con una bata blanca y me dirigí corriendo hacia él. Era el Dr. Martín, un viejo conocido, de confianza. Se lo conté todo mientras él se atusaba la barba, ¿estaba escondiendo una sonrisa? Tosió, puso su mano sobre mi hombro, noté su calor y, por un instante, logró tranquilizarme un poco.
- No se preocupe amigo mío .me dijo mordiéndose la voz-. No es usted el primero que se la pilla con la bragueta.


Juan Manuel Cano Sanchiz
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