Beatriz leyendo (1)
 

La vocación de Beatriz (1)

Primera parte

Beatriz ensimismada leyendo

La trama celeste
Cuando llegó arriba mi padre después de dar las gracias a Dios y saludar a algunos viejos amigos lo primero que hizo fue preguntar por el abuelo, aunque él ya lo estaba esperando. Cuando se encontraron se fundieron en un abrazo. Suegro y yerno se llevaban bien, no exactamente como padre e hijo, pero habían sabido reconocerse mutuamente sus virtudes y por encima de todo siempre los unió el amor por las mismas personas: mi madre y yo. Nunca se quisieron contradecir, pero ahora llegaba el momento de hacerlo, sin acritud: por el bien de su hija. Los dos aplaudieron la decisión de estudiar en la Universidad, sabiendo que sería la mejor opción para mi desarrollo personal y social. Ambos desaprobaron también la carrera escogida; sin aspavientos, sin discusión, sin esperanza. Porque pensaban que aquella debería haber sido una decisión práctica tomada con la cabeza y no con el corazón, pues intuían que así mi felicidad no sería duradera. Y no se equivocaron. De esto le habló papá al abuelo al llegar, le agradeció en el alma los servicios prestados y le rogó que le cediera su puesto. Había llegado el momento de consagrarse a su familia.


La gran decisión
Beatriz Vitrubio tuvo una educación humanística de estilo renacentista; todo le interesaba. Aunque todo le interesaba un ratito, unos días o unos meses, raramente más, salvo el deporte y los libros. Ni siquiera aguantaba mucho tiempo con las mismas amigas o con los mismos amigos. Mientras estuvo estudiando practicó varios deportes. Su favorito fue el tenis, con el que se ganó la vida un tiempo haciendo lo que más le gustaba. En el colegio y después en el bachillerato practicó sobre todo el atletismo -fue una buena velocista y una gran mediofondista, pero nunca se le dieron bien las carreras de fondo-.
Pasaba todo el verano desde pequeña en el apartamento de la playa, jugando, haciendo deporte todo el día y conquistando el corazón de media Europa por las noches. Fue allí donde tuvieron lugar sus primeros escarceos amorosos que la conducían a amanecer unos días en la pista de tenis y otros en la de baile, según se diera el caso, practicando con su eventual pareja intensas lecciones de inglés o francés que le serían de gran utilidad para su futura formación.
Recuerdo el día que decidió ir a la Universidad. Era el día de Nochevieja de 1979 y como siempre lo celebraban en casa de los abuelos. Después de las campanadas todos se trasladaron al salón, menos Beatriz que se quedó en la salita con la abuela y con el abuelo, que estaba ya enfermo. Él había sacado a su familia adelante gracias a un próspero negocio avícola. Le gustaba alardear de sus tiempos de negociante: solía decir que vale más un buen trato que un mes trabajando –con el tiempo ella haría propio ese viejo lema-. Aquella noche, como si de una despedida se tratara, quiso obsequiar a su nieta con sus más trascendentes consejos. Empezó por decirle que había que llevarse bien con todo el mundo y tener amigos en todos lados, porque nunca se sabe cuándo nos pueden hacer falta. Le habló de lo importante que era ser una persona seria y formal. Que tenía que ser una buena trabajadora y estudiar mucho para ser alguien el día de mañana. Y para poner el punto y final, la abuela acabó remachando las palabras del abuelo con aquella recurrente retahíla: “Siempre se ha dicho que el saber no ocupa lugar”.
Pues ese mismo día, cuando salieron al salón, anunció Beatriz a todos su intención de estudiar la carrera de Literatura al acabar ese año, si es que aprobaba, claro.

La formación académica
Amanece por la última ventana del aula más cochambrosa de la vieja Facultad de Filosofía y Letras, aunque en las estrechas calles de la judería, en la vida real, será plenamente de día. Un profe progre con aires de Óscar Wilde disecciona con su afilado bisturí al gran Jorge Luis Borges: “El oxímoron y los close-up sinecdóquicos en la prosa narrativa de Borges”. Ya tengo nombre para los paradójicos adjetivos de El Aleph: “La graciosa torpeza de Beatriz Viterbo” o de El Zahir: “La luz oscura y el sol negro”. Quién si no el inmortal porteño habría de tener aficiones tan exquisitas.
El Zahir, El Aleph, El Otro, El inmortal, El sur, El jardín de senderos que se bifurcan, El hombre de la esquina rosada…Uno por uno fueron cayendo al piso descuartizados, como si de una pública autopsia se tratara, poniéndonos a todos perdidos de sangre azul y criolla del insigne argentino. Hasta tal punto que el de árabe tuvo que esforzarse para hacerse paso entre la multitud de cadáveres. Entre don Óscar y Hakim acabaron vaciando el aula, emulando a una pareja de mulillas en aquel fantástico ruedo literario, dejando atrás sólo al Aleph para que el de árabe tratara de resucitarlo, pues difícilmente sería capaz de dar la clase sin él.
Cómo comparar aquellas clases de Literatura con las del año pasado del padre Funes. Lo recuerdo erguido como un gigante sobre su pedestal con los brazos abiertos, colgando las anchas mangas de su blanco hábito, recitando con toda su alma aquellos memorables versos de Manuel Machado que teníamos que repetir de memoria:
- Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron / -soy de la raza mora, vieja amiga del sol-…
O de León Felipe:
- Ser en la vida romero, / romero solo que cruza siempre por caminos nuevos…
Querido padre Funes, de tanto decir a mi novio estos versos se los ha llegado a aprender y aún los recita imitando tu propio soniquete. Recuerdo tus famosas antinomias filosóficas: SER/ESTAR; VIVIR/SOBREVIVIR; CULTURA/CIVILIZACIÓN; MUNDO/UNIVERSO, en las que ponderabas el valor de lo trascendente frente a lo trivial, idealismo que hemos lucido como el más preciado blasón. Fuiste el más heterodoxo y romántico profesor que tuve y tendré jamás. No sé si sabrías o no enseñar Literatura pero qué más da; siempre conseguías emocionarnos. Sembraste en nosotros la semilla de esa grata y efímera pasión que persistió en mí más allá de tu tiempo. Por la que estoy ahora aquí, tal vez equivocada, en esta especie de forense lección de anatomía.
A las dos salimos de clase por las estrechas callejuelas de la judería que nos resguardaban de los rigores del verano ya próximo. Espero a mi novio que estudia Derecho en el mismo edificio hasta que el año que viene construyan su Facultad. Sale con su amigo Juan y con la relamida empollona que les pasa los apuntes. Viene serio y guapo que se le cae la cara. Cuando se despiden la pija le dice:
- ¡Adiós salao!
Y ya no aguanto más. Le suelto la mano con genio y tiro para adelante deprisa. Él me alcanza e intenta tranquilizarme pero yo estoy harta de tanto tonteo. Desde allí al coche ni una palabra. Le digo que voy a casa de la abuela. Para en la puerta, salto del coche y me pregunta:
- ¿Te recojo a las nueve, no? Cuando salgas de entrenar. ¿O tienes examen?
- Como si lo tuviera. Adiós.
Subo andando al piso de la abuela, llevo todo el día sentada y conviene hacer un poco ejercicio. Pienso en el abuelo: ¡Qué sola se ha quedado la pobre! Llamo al timbre, tarda en abrir, vuelvo a llamar y abre por fin. Nos damos un beso, se da cuenta de que he estado llorando y le tengo que explicar el asunto. Está haciendo salmorejo, le ayudo a pelar tomates y pimientos asados –espero conservar la tradición de esta mágica receta del pueblo-. Pregunta que cómo voy este año y le digo que bien; normal. Dice que al abuelo le hubiera gustado que fuera abogada o notaria para que no me engañaran como a él le engañó aquel individuo del banco. Que me deje de hombres que no dan más que preocupaciones y que estudie y trabaje mucho para saber de todo: “Que el saber no ocupa lugar”.
Cuando llegué a casa mamá ya estaba fregando el comercio ella sola y refunfuñando como siempre. Le conté que me había parado un momento en casa de la abuela, que estaba preparando salmorejo y que la había visto bastante cansada. Mamá le tenía preparada una habitación para ella en casa, pero no conseguía convencerla para que se viniera con nosotros, ni siquiera para que se llevara la comida hecha. Mi madre acabó diciéndome: “Sois igualitas las dos”.
Después de ponerles la comida a todos, almorzar y fregar los platos me echo un rato en mi cuarto a descansar, porque estaba muerta, cierro un poco los ojos y me quedo dormida sin querer.


Continuará

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