Madame Bovary por Monsieur Bovary (2ª Parte)

Llegada a Yonville como una estrella

Los Bovary

Nuestra llegada al pequeño pueblo de Yonville L´Abbaye no pasó desapercibida para los lugareños. El boticario Monsieur Homais se había encargado de difundir la noticia de nuestra llegada a todo el vecindario, pues fue él quien me informó de la vacante del médico de la villa y el que había preparado nuestro hospedaje en la posada del León de Oro hasta que estuviera lista la mudanza en la espaciosa casa del anterior médico. Y ya sea por la novedad de la llegada de un nuevo médico al pueblo o por la de la famosa señora de la casa de las luces rojas, el caso es que levantamos una considerable expectación.
La señora Lefrançoise tenía el alojamiento listo desde hacía varios días pero La Golondrina se retrasaba y se le iba a juntar con la hora del almuerzo al que iban a asistir la mayoría de personajes importantes del pueblo con la finalidad de no perderse la llegada de tan “reputada” familia. Al huraño Monsieur Binet y a su compañero el joven León Depuis, los solteros habituales de la posada, se le unirían Monsieur Lheureux, el acaudalado tendero, el propio boticario y una pareja mal avenida, el cura del pueblo y el sacristán, Lestiboudois, que también era el enterrador del pueblo, que como los demás no renunció a ofrecer abiertamente sus servicios. A las señoras de Lheureux y Homais no consiguieron sus maridos retenerlas en sus casas, pues como el resto de vecinos, la práctica totalidad de la población de Yonville, se acercaron hasta la puerta de la posada donde debía parar el coche de postas para ver bajar a la glamurosa mujer de la famosa casa de las luces coloradas de Tostes, tal fama había cosechado mi esposa Madame Bovary por toda la comarca.

Madame

La llegada del destartalado carruaje a la posada será recordada largo tiempo. Su entrada por la calle principal de Yonville, desde las afueras donde se encuentra el cementerio y la iglesia hasta la plaza, fue coreada como si se tratara de la visita del mismísimo Papa Pío IX. Cuando hubo parado el carro en la puerta la gente calló de pronto expectante. Se bajó el joven cosario Hivert para abrir la puerta, pero el señor Lheureux no le dejó hacerlo, se le interpuso y con un simple “s´il vous plaît” abrió el picaporte para franquear la puerta por donde descendió fulgurante, tomada de su frágil mano, de raso verde esmeralda y rojo, mi despampanante esposa, tocada con un precioso sombrero de plumas dorado, como la más refulgente estrella del Moulin Rouge.
El silencio provocado por el asombro inicial lo despejó un murmullo seguido de un casi unánime aplauso, apenas contradicho por algunos pitidos y alguna frase malsonante procedente de un par de viejas retrógradas, pues la mayoría de las mujeres agradecían también la llegada de aquel célebre personaje con el que podrían conversar sobre aspectos sumamente interesantes. Más que escandalizarse admiraban a aquella mujer como a otra Juana de Arco, felices de encontrar un poco de emoción en la vida de alguien, aunque no fuera en la suya. Por eso cuando salió Madame Bovary con aquella gracia y desenvoltura se quedaron embobadas ante semejante esplendor, impropio de aquellos rústicos lares y mensajero al fin y al cabo de un cierto cambio en sus monótonas vidas.
Tras mi esposa descendió más humildemente nuestra criada Felicidad, a la que había ataviado primorosamente ella para la ocasión convirtiéndola en una especie de paje real con los recortes de las cortinas doradas que no pudo aprovechar del salón. La chica que ya insinuaba unas prometedoras formas dicen que enamoró a primera vista a los más jóvenes, los cuales pronto veríamos merodear por los alrededores de nuestra casa.
Monsieur Lheureux tuvo que entrar hasta el fondo del carruaje para sacarme de allí, pues me había quedado dormido y ni el alboroto de nuestra recepción había conseguido despertarme, tan cansado estaba de los tres días que llevaba de mudanza y un viaje de seis horas infernales entre los baches del camino y la tediosa e interminable conversación de mi puntillosa señora.
Cuando descendí al suelo como un pesado fardo apenas quedaba nadie en la plaza, un par de corrillos donde se conversaba por lo bajo mientras me miraban con lo que a mí me pareció una cierta cara de lástima.

Pasamos dos días en la posada hasta que conseguimos montar los muebles y enseres imprescindibles en nuestra propia casa, al otro lado de la plaza. Durante ellos la rústica residencia se encontró continuamente abarrotada de gente, lo que no nos permitió descansar con tranquilidad. Cuando llegaba la hora de acostarse éramos literalmente rescatados por la señora Lefrançoise de las garras del pueblo que no cesaba de querer interesarse por nuestras vidas.

Ya en la habitación saqué yo el tema de su embarazo, sin mucha fortuna pues pronto empezaba ella a quejarse de aquí y de allá para no darme explicaciones del extraño suceso que me tenía en ascuas. Por fin al tercer día pudimos trasladarnos definitivamente a nuestra casa, ya remozada por las obras que habíamos estado haciendo las últimas semanas y que le conferían aún más la sensación de frialdad. La primera noche mi señora se excusó rápidamente para ir al cuarto de baño y cuando llegó a la cama yo dormía ya a pesar de haber tratado de esperarla despierto. En la segunda ella se acostó muy pronto alegando un fuerte dolor de cabeza, así que aunque yo me acosté sólo un ratito después ya estaba dormida, o al menos eso parecía. A la tercera noche, cuando Felicidad subió a su cuarto en la buhardilla para dormir, inmediatamente me puse muy serio y comencé la conversación tan esperada:
- Emma, tenemos que hablar.
- De qué cariño.
- De tu embarazo.
- ¿Qué pasa con mi embarazo? ¿No es perfecto? No se me nota nada en absoluto.
- ¿Cómo es posible que estés embarazada? ¿De quién es el niño?
- De quién va a ser, tuyo cariño.
- No es posible que sea mío, hace meses que no nos acostamos juntos.
- ¿Cómo que no, cielo? ¿Es que ya no te acuerdas de la noche que fuimos al baile del marqués? ¡Vaya noche que pasamos! ¿No te acuerdas cariño? Estabas como una cuba, no me extraña.
- ¿Qué dices Emma? Si ni siquiera pasamos la noche allí.
- ¿Cómo que no? Claro que sí cariño. ¿De verdad no te acuerdas? Estuviste jugando toda la noche al maldito Black Jack y perdiste muchos francos Charles. No sé si te emborrachaste por eso o fue al revés, que lo perdiste porque estabas borracho y no sabías bien lo que hacías, con lo mirado que tú eres para el dinero.
- No jugué en toda la noche a las cartas Emma, no soy jugador.
- Ya lo sé cielo, yo tampoco era bailarina y me pasé toda la dichosa noche danzando.
Te convencerían los amigos del marqués. Y es que la nobleza tiene algo que nos atrapa a nosotros pobrecitos burgueses. Tienen un don de palabra y un carisma arrollador. Por eso son ellos los que mandan porque siempre saben salirse con la suya. Supongo que te convencerían para jugar y sacarte el poco dinero que llevabas.
- Nada de eso, ni siquiera sabía jugar al Black Jack. No me acuerdo de nada de eso.
- Claro cariño debiste beber tanto. Ese Champagne estaba delicioso.
- El Champagne me da cosquillas en la nariz, si acaso ese magnífico vino de Bordeaux que nos dieron en el almuerzo.
- No sé cariño pero estabas como una cuba. Cuando nos metimos en aquel cuarto sí que sabías bien lo que hacías Charles. Con lo cansada que estaba de dar vueltas por el salón con el pegajoso vizconde.
- ¿Quieres decir que esa noche lo hicimos en una habitación del palacio del marqués?
- Pues claro cielo. ¿Cómo creías que me podía quedar embarazada si no?
- ¡Ya! ¡Ah! Vale. Bueno. Me quedo más tranquilo.
- Eres un cielo cariño. Pues entonces buenas noches papá. ¡Ja, ja, ja, ja!

Las primeras semanas fueron una toma de contacto con el pueblo y sus habitantes y un no parar dentro de la casa para volver a decorarla al estilo Bovary -como un burdel rústico de lujo-.
Como no podía estar tranquilo en la casa aproveché para conocer a la clientela que me había dejado el anterior galeno; familias en su mayoría humildes del campo pues las familias principales de la villa eran atendidas en Rouen o directamente por el farmacéutico del pueblo Monsieur Homais, saltándose olímpicamente todos los protocolos y juramentos hipocráticos existentes.
Conocí al señor Binet, recaudador de impuestos de profesión, un hombre serio y austero con el que me encontraba cuando iba a la posada, que le gustaba ironizar a menudo de unos y de otros. Y que se empeñó en que dejara el senderismo y pusiera un torno en mi casa, como el suyo, como si yo supiese tornear. Él fue quien mejor me pareció que conocía al tendero, al boticario y a Lestiboudois, el enterrador, al que no tragaba, tal vez porque se beneficiaba del mal ajeno y no lo quería muy cerca.
También conocí al joven pasante del notario León Depuis, un chico muy sociable y con un raro sentido común para su edad. León estaba deseando de terminar esta temporada en Yonville para finalizar su carrera de derecho en París, adonde estaba deseando llegar para conocerla en persona, pues aunque hablaba maravillas de la capital nunca había puesto un pie allí. Mi señora encontró en él también una especie de alma gemela pues el muchacho era un aficionado a la música clásica y a la ópera, a la pintura y a la literatura, como ella, así es que siempre que encontraban un ratito libre charlaban de arte y de las cosas refinadas de París durante largos ratos, durante las partidas de cartas en la posada, cuando la acompañaba a casa o incluso por el camino hacia la choza de la nodriza para ver a Bertita, durante largos y apasionantes paseos.
El farmacéutico y su señora nos invitaban a menudo a comer a su casa, la más bonita del pueblo y la más grande después de la del tendero. Monsieur Homais adulaba gratuitamente mis dotes de sangrador consumado y la mano que yo tenía para curar los frecuentes constipados de los vecinos. Me llevaba el periódico por las mañana temprano antes de que saliera a mis consultas y siempre quería regalarme las medicinas que consumíamos en casa. Homais hablaba siempre bien de mí y de mi señora delante de todo el mundo, igual que criticaba al cura y al sacristán delante de cualquiera que se parase con él a escucharlo. Al principio supuse que sería para tenerme de su lado por un juicio que tuvo por usurpación de la profesión médica, pero con el tiempo empecé a pensar que no se podía uno fiar mucho de él, como decía siempre Binet.
El mercader o conseguidor del pueblo era una persona también inteligente y astuta, Monsieur Lheureux, el tendero. Que había prosperado asumiendo las funciones de un pequeño banco para los pobres lugareños. Lheureux tenía una pequeña tienda con telas, enseres de labranza, botijos, macetas y otras cosas que traía expresamente de Rouen o del mismo París. En algunos casos el tendero prestamista conseguía obtener hasta tres distintas ganancias de una sola operación cuando tenía que traer algo de fuera: El interés que le sacaba al préstamo, el margen de beneficio del producto que vendía con ese dinero y una cantidad adicional en concepto de gastos de transporte, como si fuera lo único que Hivert, el cosario, le traía en su carruaje.
Terminada la decoración de nuestra casa pasamos algunos meses en Yonville de cierta tranquilidad. Yo estaba toda la semana por las mágicas veredas normandas a caballo entre paciente y paciente, los sábados me consagraba por fin a mi esposa, que pronto daría a luz y los domingos de nuevo al campo a andar toda las mañanas solo o acompañado por algún vecino del pueblo o de la comarca. Las tardes del domingo las aprovechaba para escuchar los sermones de mi mujer que empezaba a ponerse pesada, pero yo estaba tan cansado que apenas le respondía e incluso en alguna ocasión cuando más fuerte gritaba ella me quedaba dormido en el sillón, lo que la ponía aun más histérica, debía ser el embarazo que la ponía muy nerviosa, tal vez porque se alargaba más de lo esperado. Hasta que por fin dio a luz una rolliza niña transcurridos casi diez meses después del baile del marqués de Andersvilliers.
A la niña le pusimos de nombre Berta, por una joven y hermosa dama que conoció mi esposa en aquel maldito baile, como símbolo de lo que debería emular. A los tres días tuvimos que recurrir a una nodriza para alimentarla porque Emma no tenía el alimento, la paciencia ni la voluntad suficiente para hacerlo por sí misma. Y desde la segunda semana Berta viviría en el campo con ella a más de una legua de Yonville en una casucha inmunda con el borrachuzo del marido y tres hijos más, al más pequeño de los cuales también amamantaba la campesina.
Emma la visitaba raramente pues el embarazo había hecho mella en su salud, pero en cuanto se recuperó cogió la sana costumbre de visitarla con frecuencia gracias a la buena voluntad y el interés que siempre le mostró el joven León Depuis para acompañarla aunque fuera apoyándose en él como en un firme bastón. El chiquillo paulatinamente fue mostrándose más abierto, solícito y cariñoso, hasta el punto de despertar las habladurías de los vecinos peor pensados, que querían ver en una sincera y fecunda amistad un lío amoroso. Yo como estoy acostumbrado a que todo el mundo se interese por Emma nunca me pareció extravagante su relación con el joven pasante. Me consta que ambos eran uña y carne, que mi mujer le adoraba y que él encontró en ella su única interlocutora en aquel pequeño pueblo que ambos despreciaban cada vez más. Tenían ellos una especie de amor platónico intelectual que alimentaba sus almas y esto era indudable y todo el mundo lo podía ver. Pero de ahí a mantener otro tipo de relación no sólo me sorprendería sino que me parecería antinatural, injustificada, innecesaria y ridícula, pues mi mujer era una señora muy seria y autoritaria mientras León era sólo un niño guapito de formas muy refinadas que podía casi ser hermano de Bertita. Y además los dos me habían demostrado ser personas de gran sentido común y total confianza.
Todo ello se vio confirmado con la definitiva partida de León a París para estudiar en la Sorbonne y acabar así el último año de sus estudios. Y ni loco volvería a este pueblucho cuando acabara pues quería poner su propio despacho en la capital solo o con algún compañero más. Emma lo sintió más que nadie porque en los meses que llevaban juntos habían conseguido una relación casi perfecta. Volví a recordar los últimos tiempos en Tostes con mi mujer completamente amargada, sin saber qué hacer encerrada en aquel pueblo inhóspito. Se negó incluso a visitar al médico de Rouen y ambos desechamos la idea de visitar al Dr. Leloup en París, pues ya conocíamos su tratamiento: Muchas visitas y cambiar de aires. Y la verdad nuestras arcas no estaban para otra mudanza.
A Emma le dio por el recogimiento espiritual, acordándose de los mejores tiempos en el convento cuando era niña. Le dio por leer la biblia y por confesarse con el cura del pueblo día tras día, como si de un día para otro manchara su alma atormentada. Hasta tal punto entró en trance Madame Bovary que el propio sacerdote temió que cayera en la herejía como habían temido sus monjas muchos años atrás y me dijo un día que tratara de buscar algún tipo de animación o distracción que la liberara de aquellos éxtasis místicos.
Felicidad, nuestra criada, la acompañaba con Bertita algunas veces a dar un pequeño paseo, pero su amor nunca se desbordó hacia nuestra graciosa chiquilla, que iba creciendo sin ningún aparente calor maternal.
En estas estábamos cuando se celebraron las elecciones en Yonville para escoger sus representantes en la comarca, que aunque no tenía gran valor para ésta puesto que eran tierras poco prósperas para la agricultura, la ganadería o la artesanía sí que lo tenía para los propios interesados que solían medrar rápidamente y convertirse en personas prósperas en un solo mandato.
Solía frecuentar Yonville un tal Rodolfo Boulanger, vecino del cercano pueblo de la Huchette, un rico hacendado soltero que venía a presenciar las elecciones a esta villa, donde tenía ciertos intereses personales. Los Bovary ya lo conocían de haberle llevado a un sangrado a su joven criado. Desde aquel día el soltero de oro quedó prendado de aquella hermosa mujer de aspecto parisino, lo contrario de su tosco marido, al que pronto caló como a otros maridos de otras mujeres antes.
Pues aquel hombre no solo llegó a Yonville por las elecciones, su secreta misión era conquistar a aquella extraña belleza, Madame Bovary.

Continuará

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