En la cima: la batalla de Los Riscos
Hacía tiempo que Verédix no se lo pasaba tan divertido. Un escuadrón completo de romanos nuevecitos se dirigía hacia ellos, en la misma cima de la montaña, y era el tercero. Los otros dos yacían desparramados por toda la ladera por la que habían ascendido minutos atrás.
Ideálix, juguetón, ladraba continuamente corriendo de un lado para otro. En la cumbre de Los Riscos verdaderamente se podía respirar en libertad. Se acordaban ahora de las sensaciones en lo alto de otras grandes montañas escaladas con esfuerzo: la cercana cúspide de Torreárboles o las más lejanas de Nerja o del temible Mulhacén.
Sendérix y Mengíbrix oteaban la inmensidad del horizonte de espaldas a las maniobras del ejército romano, embriagados por la magnificencia de la madre naturaleza, ignorando por completo el peligro que se cernía sobre ellos. Sendérix mostró a todos desde allí el cerro de Pedro López, al que había subido tiempo atrás. Magístrix, el druida, se desgañitaba llamándolos a todos para que se unieran en el punto más adecuado para repeler al ordenado escuadrón imperial, en formación cerrada de erizo, que avanzaba lentamente hacia ellos, con las amenazantes lanzas extendidas.
Pero se preguntarán cómo habían llegado hasta allí nuestros amigos, en pleno cuartel general del ejército imperial. Estaban en un nido de avispas, en la mismísima boca del lobo, donde el todopoderoso emperador romano había establecido su puesto de mando más avanzado en su conquista de Hispania.