Sábado 8 de septiembre de 2012
Imagino a Abderramán III, hacia el año 936, al volver de sus conquistas por las fronteras de su gran reino de Al-Andalus, a los siete años de haberse autoproclamado Califa de aquellos territorios y los del norte de África, levantándose antes de las 6 h. de la mañana para salir de las murallas de su ciudad natal, cansado del tumulto y de la hipocresía palatina, para encontrar un lugar agradable y tranquilo donde construir un hogar para disfrutar de su joven y hermosa Al-Zahra, favorita de su selecto harén de la que estaba locamente enamorado.
Como él nosotros establecimos un punto de encuentro fuera de los muros de la ciudad, en San Rafael de la Albaida. Allí dejamos las caballerías para observar a pie con mayor atención el terreno, pasadas las 6 y media de la madrugada, aún de noche.
La idea era seguir el cauce de un pequeño riachuelo, el Guadalmellato, por las estribaciones de Sierra Morena, cuyas aguas canalizaría poco después el monarca cordobés para abastecer su palacio. Portando pequeñas luminarias durante la primera legua* la comitiva se iba alejando de la gran ciudad, entre las vespertinas risotadas de su fiel amigo y consejero Al-Rumirijyum.