─Pues mira, si quieres que te diga la verdad, acabo de entregar otros mil euros en la agencia de viajes, y según tengo entendido, eso corresponde a una cuarta parte del precio total.
─No está mal del todo, tito, entonces. Si como dices, vais a ir a tres países distintos...
─En realidad a cuatro, sobrino ─le cortó antes de terminar con su contestación─ porque la visita no se limita a Viena, Budapest y Praga, que son las antiguas capitales imperiales, sino que además pasaremos por Bratislava, que es la actual capital de Eslovaquia, donde almorzaremos y daremos un paseo según el folleto del circuito. Así que, aunque antiguamente toda esa franja del centro de Europa pertenecía al Imperio Austrohúngaro, hoy en día, son cuatro naciones independientes: Austria, Hungría, Chequia y Eslovaquia.
─Pues entonces mejor me lo pones, Tito, te iba a decir que era muy rentable, así que ahora todavía más, te ha salido a mil euros cada país, es un chollo, vamos. ─Y rieron juntos los tres veteranos montañeros, que al amanecer del que sería un caluroso día ya marchaban a todo tren en pantalones cortos subiendo las primeras estribaciones de la sierra cordobesa.
─Tú búrlate, chaval, pero que sepas que hoy no estoy dispuesto a rascarme el bolsillo. Hoy te va tocar a ti pagarte las cervezas, que a mí me dejó ayer pelado la de la agencia.
─Bueno, cuéntanos, ¿y qué os vais en autobús o en tren? –preguntó el sobrinito, para seguir con la burla.
─Eso nos faltaba. Salimos –comentó su tío, relamiéndose con cada palabra─ a las ocho de la mañana del domingo día 20 de agosto del aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid, que no es otro que el más conocido como Barajas.
─ ¿Y entonces qué hacéis –interrumpió el Maestro─ a qué hora tenéis que salir de Córdoba?
─No hombre, tendremos que dormir allí. Habrá que salir el sábado y alquilar un hotel. Eso también está reservado. Hemos encontrado un buen hotel cercano al aeropuerto que incluye los traslados y el parking del coche hasta la vuelta del viaje, así que nos iremos por la mañana temprano del sábado y aprovecharemos para ver un par de museos. Mi chiquillo no ha visto todavía el Prado y nosotros queríamos visitar la Casa-museo de Sorolla, que está muy cerca y es un sitio no muy grande que hacía tiempo que me apetecía conocer.
─Viaje cultural –resumió el Maestro.
─Sí, en Madrid sí –respondió el Tito- pero en el extranjero habrá un poco de todo.
-¡Turismo! –quiso resumir también su sobrino.
-Sí turismo, pero el turismo cuando estás en el extranjero y no tienes ni idea del idioma ni de cómo funciona nada, se convierta a veces en una gran aventura.
─Si tú lo dices –asintió Romerillo─. Bueno Tito, ¿y cómo os movéis entre ciudad y ciudad, cuando hayáis llegado?
─Cuando lleguemos a Viena nos estará esperando un guía español con un autobús de la agencia, con el que estaremos todo el viaje. Tampoco hay muchos kilómetros entre las ciudades, creo que hay unos 250 de Viena a Budapest y 540 de allí hasta Praga. Un poco de tiempo para descansar del estrés del turista.
─ ¿Y el viaje de cuántos días es? –preguntó el Maestro.
─Son nueve días de viaje. Ocho noches de hotel. Un par de días de visitas en cada lugar es lo que aprovecharemos, lo demás son traslados. Poca cosa para tres ciudades tan importantes como esas.
─Yo eso te iba a decir. Pero bueno –dijo el muchacho guiñando al maestro─. ¿Y qué es lo que hay que ver allí, tito? ¿Tan interesante es aquello?
─No me seas inculto sobrino. ¿Qué va a haber? Se me ocurre que por aquellas tierras del Antiguo Imperio Austrohúngaro hacían senderismo militar los ejércitos napoleónicos, inventando eso de las “marchas forzadas” en cada una de sus campañas. Después de conquistar Italia, Napoleón Bonaparte atravesó media Europa, ganó varias batallas importantes a los prusianos y puso en fuga a los rusos, que se escaparon de milagro, continuando hasta Austria, entró en Viena sin oposición, y por fin, se enfrentó a los mejores ejércitos austriacos y rusos en Austerlitz (hoy territorio checo cercano a Brno), la conocida como batalla de los tres emperadores: Napoleón I, recientemente autocoronado emperador de Francia, contra el joven zar Alejandro I, en alianza con el emperador Francisco I de Austria, a los que venció en inferioridad numérica. La gente sólo conoce Waterloo, pero esa fue la peor, la única que perdió prácticamente, pero no la más interesante. Yo con pasar por allí al lado, ya me conformo, sobrino.
─Algo es algo. ¿Y cuánto has dicho que te ha cobrado la agencia por eso? –preguntó Romerillo, sin dejar de pinchar a su tío.
─No me hables del dinero, sobrino, que me vas a poner el cuerpo malo, ─y rieron de nuevo los tres, a pesar de sudar y resoplar como sudaban y resoplaban subiendo las cuestas sin parar de hablar─. También quiero ver el cuadro del Beso de Klimt, que es el que tengo en la tienda a mi lado y está en el museo del Belvedere en Viena.
─Ese cuadro raro amarillo que tienes, ¿no Tito? –preguntó el muchacho.
─Sí, ese. En fin, yo qué sé, muchas cosas, chaval. El palacio de Sissi Emperatriz…
─ ¡Ah! Sí. Eso es lo de la película esa tan romántica en la que Romy Schneider estaba para comérsela, ¿no? –preguntó el Maestro.
─Sí, esa Maestro, una peli de tu época, bueno, de la tuya y de la mía. No sé si os acordáis, yo he repasado un poquito para poneros al día. Esa princesita, Isabel de Baviera, tuvo amores más que platónicos con su primo Luis II de Baviera (el famoso rey loco, el rey poeta y amante de la música de Wagner, que se hizo construir posiblemente el más maravilloso castillo de la época, conocido como el castillo de Neuschwanstein, en el que se inspiraría Walt Disney para su castillo de Blancanieves en Disneylandia). Pero sus apasionados amores no fraguarían y acabaría casándose nada más y nada menos que con Francisco José de Austria, que reinó durante más de sesenta y siete años en Europa durante el periodo más grande del Imperio Austrohúngaro, siendo su reina consorte de Austria, Hungría, Bohemia, Croacia, etc., hasta que fue asesinada por un anarquista italiano. Supongo que estos y otros personajes de la época habrán dejado su huella por aquellos lugares: palacios, museos, monumentos…
─Tienes razón Tito. Pues ya nos contarás todas esas cosas cuando vuelvas. Mientras que no tengamos que leer uno de esos relatos tuyos interminables.
Y volvieron a reír con todas las ganas los senderistas, y siguieron hablando hasta que las fuerzas les fueron abandonando. Y al final, se tomaron una buena ración de ensaladilla con unas frías cervezas que les supo como nunca o como siempre, de maravilla.
Después pasaron algunos calurosos días de tranquilidad y asueto para todos. Para el Maestro, junto a sus hermanos en la playa de Torrox, y para Romerillo, muy cerca de allí, en su Mezquitilla adoptiva, dos pueblos malagueños, atestados de turismo cordobés de sol y playa.
Mientras el Tito devoraba uno tras otro sus libros pendientes, hasta que fue llegando el día y la hora de hacer las maletas a Europa. Por la noche, al acostarse, fue tomando nota de los sucesos que acaecieron durante ese prometedor viaje. Él, en ese cuaderno de letra casi ilegible con muchos borrones, venía a decir más o menos lo siguiente:
El viaje. (Sábado 19 de agosto de 2017)
Nuestro viaje comienza en Madrid, la capital y centro del imperio español, tan vilipendiado ahora por las urbes periféricas como lo fuera antaño por aquellas que tejían aquel extenso territorio donde no se ponía el sol, o como lo fuera la poderosa Viena, a la que ahora nos dirigíamos, por las innumerables territorios que dependieron en uno u otro momento de ella.
El camino desde Córdoba en nuestro flamante vehículo nos colocaba pronto en la casilla de salida. El azar favorecería nuestro aparcamiento enfrente mismo del Museo del Prado, lo que propició una visita relámpago que habría de ceñirse a las dos horas cortas que teníamos de tique en la zona verde, como un presagio de lo que sería nuestro fugaz viaje por tierras de Centroeuropa.
Aunque nos parecieron maravillosamente conservados los frescos de la pequeña capilla del Prado, de la Edad Media escapamos bochornosamente como de la peste, alcanzando pronto los albores de la Edad Moderna –tan sólo subiendo una escalera-. Las extravagancias de El Bosco apenas retuvieron nuestros pasos, conducidos en realidad por la estricta selección de la audioguía infantil del museo, que fue la que adoptamos nosotros como recorrido oficial. De la sutilidad en el trazo de Durero y Rafael a los brochazos expresionistas de Goya pasamos como una centella, cruzando apenas una mirada furtiva con Tiziano, Tintoretto y Veronés, como si de hijos bastardos del Renacimiento Italiano se tratasen. Sin embargo nos detuvimos ante los dos maestros foráneos que acogieron los españoles de la época: El Greco y Pedro Pablo Rubens. El manierismo tardorenacentista de Doménico Theotokópulos, cuya obra menos representativa fue la seleccionada -el enigmático Caballero de la mano en el Pecho- contrastaba con el exuberante dinamismo del cuadro de Las Tres Gracias; dos obras completamente dispares. El pequeño cuadrito en blanco y negro, pintado con la mayor delicadeza, desmerecía en su propia sala entre los enormes lienzos de fantasmales personajes alargados como sombras, aunque aún difería mucho más de los de la sala de al lado, donde lucían majestuosos los gigantescos marcos del maestro flamenco, con sus intrincadas escenas mitológicas y aquellas tres sensuales mujeres de desmesuradas pero bellas proporciones, que encarnaban el canon estético de la época.
Después de recorrer estos días algunos de los más importantes museos de Europa sólo nos cabe ponderar la trascendencia de nuestros fondos pictóricos, sobre todo si nos referimos a la pintura del Barroco, de la que sobresale la gran representación de Rubens. Se dice que hasta noventa obras son de su mano o de su estudio, la mayor colección del autor, cuyo mejor cliente fue su rey –nuestro rey, el rey español Felipe IV- que encargó y pagó la mayoría de ellas, en una de las pocas decisiones que no le podemos censurar hoy. Y además, junto a ellas, relumbraban como soles las principales obras maestras de Velázquez.
En nuestro veloz periplo por los intrincados pasillos y salas en busca de Las Meninas, nuestra inevitable selección, a las que no se ha dotado de ningún lugar privilegiado, nos encontramos con el magnífico cuadro de las Lanzas, también denominado La Rendición de Breda, que tanto supuso en todos los sentidos para el imperio español. Esquivando visitantes pasamos casi rozando El Triunfo de Baco, el cuadro que los españoles llamamos con sorna y con acierto Los Borrachos -ocurrencia de algún sevillano menos circunspecto que su autor. Tratando no perder de vista a mis familiares divisé de lejos -porque habría que estar ciego para no verlo- el enorme lienzo de Las Hilanderas, designado estrictamente como La fábula de Aracne. Para completar el mejor póquer de la historia de la pintura sólo nos faltaría la escena mitológica de La Fragua de Vulcano, y no necesitaríamos más, ni siquiera la larga serie de retratos ecuestres reales, empezando por el del infante Baltasar Carlos, Felipe III y IV, La reina Isabel y Margarita de Austria –que nosotros estábamos a punto de conocer allá- y el petulante valido de Felipe IV, el todopoderoso Conde-duque de Olivares. Soslayando la importancia del arte moderno, no podrán negarme que la mencionada selección de Velázquez, compendiada de carrerilla por cualquier bachiller español, no tiene parangón en las paredes de ninguno de los panteones de la pintura universal.
Para terminar –curiosamente- nuestra visita relámpago al Prado nos detuvimos a escuchar la elogiosa reseña acústica que se hacía a uno de los cuadros más reconocidos de Sorolla, los Niños en la playa, un festival de luminosidad y de color creado por el gran maestro valenciano postimpresionista, precisamente el pintor cuyo museo y casa-taller -hasta ahora ignorado- nos disponíamos a visitar después del almuerzo.
Las puertas de la casa-museo del insigne pintor don Joaquín Sorolla en Madrid se nos abrieron de par en par a partir de las dos del mediodía, hora a la que no tenían intención siquiera de cobrarnos el módico precio de la entrada. Nosotros, tras enterarnos de ello, llegaríamos poco después, para no parecer descorteses.
Con la intención de paliar nuestras lagunas culturales, más que por contribuir con la economía de la fundación Sorolla, nos agenciamos de nuevo una buena audioguía, que nos estuvo informando desde el primero al último hito del interior del antiguo palacete. Antes, fuera, al entrar, nos retratamos del derecho y del revés por los bonitos rincones de su amplio patio en forma de ele. Algunos árboles proporcionaban sombra al lugar, que estaba adornado con numerosas macetas llenas de plantas tratando de sobrevivir al verano madrileño; un puñado de estatuillas con motivos mitológicos encima de los primeros muros anticipaba la nota cultural, que combinaba a la perfección con las cuatro pequeñas y encantadoras fuentes que no saturaban el recinto, y que fueron el centro de nuestro objetivo, junto con una vistosa escalera llena de flores y el consabido busto del artista, que habían erigido muy cerca de la puerta de la vivienda, como para dar la bienvenida a sus visitantes.
La primera estancia era una habitación de tamaño mediano rodeada de grandes retratos, que, tras la breve introducción de la voz de mi audioguía comprendí que eran los familiares del pintor: sus hijos, el propio pintor –cuya efigie no me resultó siquiera familiar- y, sobre todo, su esposa Clotilde, la auténtica musa del artista. Debo confesar que de aquellos diez o doce retratos de la habitación, tan sólo recordaba el cuadro que cerraba la serie: Pescadoras Valencianas, un famoso lienzo que representa a tres mujeres de blanco cargadas con canastos a la orilla de la playa, dos de las cuales llevan además un bebé en brazos. Pero aquel encuentro acababa de empezar, paso a paso, habitación tras habitación, fueron apareciendo un considerable número de pinturas que merecieron algo más que mi atención. Yo estaba equivocado, Joaquín Sorolla no sólo era el gran maestro de la luz y del color, como su querida ciudad natal, sino un pintor comprometido que reflejó con mano experta numerosas escenas cotidianas. De este estilo son los lienzos oscuros como Trata de Blancas, un espectacular escorzo de unas prostitutas durmiendo en un pequeño vagón del tren; como Otra Margarita, que recoge la imagen de una mujer encadenada y escoltada por dos guardias, también dentro de un tren; y, el más conocido de todos, el llamado Aún dicen que el pescado es caro, donde unos veteranos marinos tratan de curar una herida en el cuerpo de un compañero pescador malherido, un homenaje del pintor a su paisano escritor Blasco Ibáñez y a su tierra. Sin embargo, Sorolla casi siempre adoptó un punto de vista positivo en sus pinturas, se distinguió por saber expresarse como nadie a través de la luz, destacando los tonos claros, sobre todo los blancos en sus ondeantes ropajes al viento o en las velas de los barcos, los azules celeste del mar o los amarillos y anaranjados del sol en sus amaneceres y atardeceres del día. Igualmente sus temas y motivos pictóricos a menudo fueron amables y reflejaban la vida cotidiana de su época: niños desnudos –como era la costumbre- en la orilla del mar, muchachas o mujeres jugando o paseando, retratos de personajes de su época (como el de don Benito Pérez Galdós, motivo que sirvió para decorar los antiguos billetes de 500 Pts, y donde volvió a hacerle un guiño a la literatura, que él también cultivó). Tras alguna sala dedicada a mostrarnos su mobiliario y objetos personales, por fin desembocamos en el taller, una inmensa estancia con techos altísimos rematados en un artesonado de madera con un farol de forja en el centro, pintadas las cuatro paredes de color anaranjado, con muebles y objetos de la época del artista pegados a ellas y rodeada de sus cuadros más representativos, entre los que destaca, al fondo y al frente por su tamaño y colorido, las dos mujeres en su Paseo por la playa, con sus elegantes ropajes blancos y sus sombreros y sombrillas al viento. Un mueblecito lleno de botes de porcelana conteniendo pinceles, brochas y espátulas, y el caballete del pintor con una obra inacabada encima, formaban el verdadero aspecto que algunas fotografías en blanco y negro de la época reflejaban. Allí, junto a los escasos visitantes que nos acompañaban, dando la vuelta despacio, tratamos de aspirar de objeto en objeto, de pintura en pintura, el espíritu mágico que desprendía aquel subyugante lugar. Para finalizar nuestra tranquila visita recorrimos la segunda planta, llena de estatuas, de cuadros y de objetos personales, que reflejaban el alto nivel de vida que llevaría la familia del autor, y que, sin duda, se habría ganado con su maestría artística.
Abandonamos con una sonrisa aquel lugar idílico –antes desconocido y ahora ya inolvidable- para sumergirnos de nuevo en medio de la gran urbe, buscando por fin nuestro hotel para dormir cuanto antes y despertar al día siguiente muy temprano para viajar hacia el centro de Europa, a la primera y más rica de las capitales imperiales, la Viena de la reina Maria Luisa, la de Francisco José y de Sissí, la de Sigmund Freud, la de Mozart y Strauss o la de Gustav Klimt.
(Domingo 20 de agosto)
El traslado de madrugada desde el inmenso hotel donde dormimos hasta el aeropuerto en una pequeña furgoneta, en compañía de unas muchachas viajeras, transcurrió sin novedad entre las escasas luces del exterior y el silencio del habitáculo. Pero pronto al bajar nos confundimos con los numerosos viajeros que pululaban subiendo y bajando escaleras mecánicas, arrastrando maletas o guardando cola como nosotros. Después de cruzar como siempre con incertidumbre y nerviosismo los tornos de seguridad ante la mirada inquisitiva del escáner y de los policías, facturamos el equipaje y nos dirigimos mucho más tranquilos y ligeros a uno de esos cafés-restaurantes funcionales con las vitrinas cargadas de alimentos empaquetados listos para llevar. Estaba al final de un largo pasillo. Mientras nosotros tomábamos asiento las luces se acabaron de encender. Sólo una pareja de jóvenes nos antecedió en una mesa próxima, hablando muy bajo y aún sin consumir nada. La compañía de mi familia, mi bullicioso chiquillo, aún adormecido, apenas conseguían alejar de mi cabeza la imagen de aquel cuadro de Hopper titulado Halcones de la noche. Allí desayunamos e hicimos tiempo por los alrededores, tratando de ocultar nuestra impaciencia, hasta que fue la hora de embarcar.
Viena
El Boeing 737 de la compañía española nos dejó sin aparente esfuerzo en apenas dos horas y media en el aeropuerto vienés. A las once cincuenta tomamos tierra. Al llegar a Austria inmediatamente me vino a la memoria Austerlitz, la batalla más brillante que nunca venciera Napoleón, la que le supusiera, después de sus victorias en Italia y de su entrada en Viena, el respeto de toda Europa y su justa fama de estratega, al ceder la posición dominante a las tropas enemigas en la inolvidable meseta de Pratzen (en las proximidades de Brno, hoy territorio checo), engatusándolas con la huida, para volverse después y enfrentarlas por sorpresa de abajo a arriba, barriendo el centro ruso-austriaco con el 4º Cuerpo del ejército francés al mando del mariscal Soult, que aguardaba escondido bajo la niebla en el fondo del valle. Lamentablemente de esta hermosa batalla, una de las derrotas más humillantes de los austriacos -invadidos por las tropas napoleónicas durante varios años- nada oímos contar a ningún guía local a lo largo de nuestro viaje.
El hotel Senator era bastante acogedor y no quedaba lejos de un conocido restaurante de hamburguesas, donde no tener que tentar a la suerte en el almuerzo, ambos estratégicamente enclavados al borde mismo del infatigable tranvía metropolitano, ese invento decimonónico sin el que no se entiende la vida diaria de los residentes y turistas de las tres grandes ciudades que visitamos.
Digamos a modo de introducción que el nuestro es un viaje organizado con casi todo incluido, en el que hay apenas unas horas de tiempo libre a nuestra disposición, pero justo al llegar disponíamos de toda la tarde hasta la hora de la cena en el hotel, así que tras tomar posesión de nuestra habitación salimos a comernos una hamburguesa y a coger el tranvía para realizar nuestra primera excursión a la ciudad.
En la tienda de bocadillos nos atendió una joven a la que le costó comprender nuestro sencillo pedido, a pesar de que mi esposa ponía todo su esfuerzo. Antes de que llegara la hora de la cena y la cola saliera por la puerta se acercó detrás del mostrador un chico alto con el pelo relamido que debió escuchar nuestro idioma y advertir los problemas que teníamos con su compañera, y aunque su español parecía el de un ventrílocuo aficionado se dirigió a nosotros diciendo:
─Sois españoles, ¿verdad? A ver, ¿qué queréis?
Y luego en alemán debió decirle a su compañera:
─Anda déjame con ellos que me entienda yo que la estás liando parda.
Y a partir de entonces todo fluyó, como el Danubio cuando funde sus hielos al llegar la primavera vienesa. Después de servirnos la comida nos dijo que él era de allí pero que había estudiado seis años de español y que incluso llegó a pasar una semana de vacaciones en Barcelona.
Mientras yo llevaba la bandeja a la mesa cavilando la alta capacitación que se necesitaba en la hostelería austriaca, mi esposa le preguntó también si podía decirnos dónde sacar los billetes para el tranvía para ir al museo del Belvedere, que era donde pensábamos ir esa tarde. Al parecer le indicó un local próximo que resultó equivocado, así que tuvimos que seguir indagando.
Ya en la parada sugerí a mi diligente esposa que siguiera intentando resolver el asunto de los tiques, así que chapurreando inglés con una chica rubia que teníamos al lado y a base de mímica entendimos el precio exacto y que se podían sacar dentro en una máquina que sólo aceptaba monedas. En ese momento llegaba el tranvía, pero como no teníamos cambio suficiente lo tuvimos que dejar pasar y acercarme yo mismo enfrente a una heladería a pedirme un pequeño helado de pistacho para conseguirlo, aunque me costó tan caro que apenas nos llegó para los tres billetes. En Córdoba hubiéramos podido coger un taxi con ese dinero de punta a punta de la ciudad.
Cuando cruzaba de nuevo las vías distinguí a lo lejos otro trenecito que se acercaba de prisa, así que tuve que compartir mi postre para acabar antes, no lo iba a tirar con lo que me había costado y no era cuestión de subir con él como un paleto. Atragantándome con los piscos finales del cucurucho entré detrás de los míos deprisa por la puerta más próxima y nos dirigimos a la máquina expendedora situada entre los dos vagones. En estos países más civilizados que el nuestro se confía en que cada cual pagará su pasaje donde mejor le convenga, se puede entrar por cualquier puerta al vehículo y el conductor sólo se dedica a conducir, pero en realidad no creo que exista un inspector o revisor por ninguna parte, estoy en que se juega con el temor del usuario a ser reconocido como un tramposo y a ser multado con una cantidad considerable. Si acaso un día al año o algo así, escenificarán un montaje en un par de estaciones céntricas con un señor uniformado con gorra de plato que irá pidiendo el billete a algunos actores extras hasta que pille in fraganti sin billete a un pasajero anónimo con pinta honorable y lo sancione allí mismo delante de todo el mundo con doscientos o trescientos euros de multa. El resto lo hace el boca a boca y la rumorología popular.
Tras el primer trayecto inquietante tuvimos que realizar trasbordo, bajarnos del tranvía que llevábamos y coger otro en una dirección diferente. Y si quieren que les diga la verdad, lo difícil no fue encontrar el número del transporte que nos llevaría a nuestro destino, sino dilucidar hacia qué lado debía estar colocado el trenecito en cuestión, lo que nunca es fácil cuando no se está bien ubicado y el convoy resulta que tiene dos máquinas, una a cada extremo. Al final, después de dar algunas vueltas, cada vez peor de tiempo porque cerraban a las seis y eran cerca de las tres y media, conseguimos llegar al Palacio Belvedere, que fue construido a principios de 1700 para servir de residencia del Príncipe Eugenio de Baviera, gran héroe nacional por haber expulsado a los turcos en 1686.
En la taquilla preguntamos si había alguien que nos atendiera en español. Tuvimos suerte, porque, aunque parcamente, debido a la cola que no permitía alegrías al compatriota que asombrosamente apareció detrás de la ventanilla, este nos aconsejó la visita a los dos palacios por una pequeña diferencia de precio. Había que empezar por la galería del Alto Belvedere, donde colgaba la obra pictórica más importante de Klimt, que era lo que nos había llevado allí, pues como ya sabíamos nuestro comprimido programa no incluía la entrada al museo por falta de tiempo. Después cruzaríamos los inmensos jardines para llegar al Bajo Belvedere, donde se hallaba una estancia amplia dedicada a la vida de Klimt, y en la otra ala un conjunto de salas consagrada a la memoria de los Habsburgo, que habían reinado en Austria desde la Edad Media.
Nos colamos por la primera puerta que encontramos y tras adquirir la consabida audioguía y dejar las mochilas en la consigna, recorrimos rápidamente la primera galería. Inevitablemente soslayamos sin remisión la mayor parte de las obras, poniéndose una vez más de manifiesto que lo mejor es siempre enemigo de lo bueno. Sencillamente nos centramos en los lienzos a cuyo lado apareciera el símbolo de un auricular, que correspondían a los predeterminados por nuestro chisme parlante. Afortunadamente la disposición de las salas era sencilla, todas estaban en línea recta y una detrás de la otra, así que seguimos sin dificultad ese orden germánico con la velocidad que nos dio la experiencia del Prado, sin llegar a ser este ni tan prolijo ni tan laberíntico como aquel.
El Belvedere es un espléndido recinto construido en lo alto de una gran colina que domina la ciudad. Los dos grandes edificios barrocos que lo componen se encuentran uno en lo alto (Oberes Belvedere) y otro en la parte baja (Unteres Belvedere) y están separados por un inmenso jardín escalonado en terrazas. El palacio se construyó como residencia de verano del príncipe Eugenio de Saboya, y hoy está acondicionado como Galería de Arte Austriaco, donde se exhiben principalmente obras de finales del XIX y principios del siglo XX, en concreto, allí encontramos la mejor colección de Gustav Klimt, de su alumno Egon Schiele y de Kokoschka, los tres grandes expresionistas austriacos. Pero no sólo eso.
Tras una breve muestra de la pintura nacional en las dos primeras salas, que las premuras de tiempo no me dejaron valorar en su justa medida, llegamos a una sala muy peculiar donde se exponían bustos de rostros con divertidas expresiones. Se trataba de una colección de escultura de Franz Xaver Messerschmidt, que fue un escultor alemán de la Corte de María Teresa entre los periodos Barroco y Neoclásico. En ese lugar encontramos unos breves momentos de expansión para nuestro pequeño infante, que nos vino muy bien a todos, pues nuestro estricto plan cultural apenas le dejaba un resquicio para el juego o la diversión hasta llegar por la tarde al hotel.
Siguiendo nuestro recorrido encontramos después una agradable sorpresa también para mí, al dar la vuelta a la pared, en la siguiente sala, nos tropezamos directamente de frente nada más y nada menos que con el impresionante cuadro del Napoleón cruzando el paso del San Bernardo de David. Allí estaba al cruzar de una a otra estancia, gigantesco, el pequeño cabo montado a caballo, ataviado con el ropaje militar de cónsul, en el imaginativo retrato ecuestre que lo representaba cruzando los Alpes, como un déjà vü simbólico que sería el prólogo de las obras maestras austriacas. Me pareció una visión anómala. Algo había que no me encajaba. Primero creí que sería una burda copia, porque hacía sólo cuatro años había visto aquella imagen entre un tumulto de turistas en Versalles. Desconocía que el elegante cuadro de Napoleón a caballo hubiera salido de allí para mancillar la más representativa de las galerías austríacas. No podía comprender cuál habría sido la razón del traslado. Ahora sí lo sé. De esa pintura existen cinco versiones no idénticas. En esta, a diferencia de la que yo conocía, el caballo era marrón y no blanco. Eso debía ser parte de lo que me desconcertaba. En realidad esa obra fue un encargo al autor en 1801 del embajador francés del recién nombrado Primer Cónsul Napoleón Bonaparte, en negociaciones con el rey Carlos IV español, como uno de los presentes en señal de buena voluntad. Al enterarse de aquella petición Napoleón pidió que le hicieran tres reproducciones más, una para el palacio de Saint-Claude, otra para la biblioteca de Los Inválidos y una tercera para su palacio en Milán. La quinta versión la realizó el pintor para sí mismo y adornó su casa hasta su muerte. El cuadro que se llevó a España estuvo en el Palacio Real de Madrid hasta 1812, cuando José Bonaparte abdicó como rey español y escapó con él a una finca de New Jersey en Estados Unidos. Después de pasar por varios descendientes su bisnieta Eugenie Bonaparte la legó al castillo de la Malmaison, donde se exhibe actualmente. La versión del palacio de Saint-Claude la expoliaron en 1814 los soldados prusianos al mando del general Blucher, y fue entregada al rey Federico Guillermo III de Prusia en el palacio de Charlottemburg, donde continúa. El cuadro de los Inválidos (de 1802) fue retirado con la restauración de los Borbones a la caída de Napoleón en 1814, y vuelto a Versalles por Luis Felipe de Orleans en 1837. La copia que se pintó para sí mismo el pintor fue regalada a Napoleón III en 1850 y estuvo expuesta en el Palacio de las Tullerías hasta que en 1979 se instaló también en el museo de Versalles. Finalmente, la versión que pudimos admirar en el Belvedere era la copia que Bonaparte llevó a Milán y que, a pesar de la negativa del pueblo milanés confiscó el emperador austriaco Francisco I en 1816, siendo instalada definitivamente en 1825, tras el Congreso de Viena.
Después de unas fotos al lado de Napoleón, que lucía en aquellas paredes claramente desubicado entre las obras austriacas, continuamos profundizando hasta llegar al meollo del museo. A la vuelta del muro nos sorprendió la pintura más vanguardista. Las formas dejaron de ser convencionales. Los retratos aparecían deformes o incompletos y el color de pronto se apagó. Una pareja se abrazaba de manera agresiva, irradiando odio en lugar de afecto. Una familia se presentaba como una composición vertical, cuyos miembros apenas se hallaban unidos. Una mujer tras otra se habían pintado semidesnudas tocándose impúdicamente en extravagantes y compulsivas poses, semejantes a brujas o víctimas atormentadas de ellas. Se trataba del expresionismo de Egon Schiele. Interesante. Patético, en el sentido etimológico de la palabra. Más feo no podía ser, como salido de uno de aquellos días rojos –no negros- en los que la señorita Holly iba a desayunar a Tiffany´s.
Además de la obra del alumno más aventajado de Klimt, que murió muy joven dejando a pesar de ello una gran producción, destacaba la firma reiterada de otro autor austriaco, Kokoschka, de espíritu tan atormentado como el anterior. Baste rememorar una Alicia en el país de las maravillas entre escenas y pintadas nazis de la IIª Guerra Mundial o un paisaje bélico de la Catedral de San Marcos de Venecia, entre yates de recreo y buques de guerra. Su pesimismo tal vez se debiera al gran complejo de culpabilidad que confesara tener por creerse el principal instigador de los crímenes de Hitler contra la humanidad, pues según él, fue uno de los causantes de que no entrara este a estudiar en la Academia de Arte de Viena (el prestigioso centro universitario donde hubiera querido ingresar el futuro führer del Tercer Reich), ya que se presentaron ambos a la vez al concurso de pintura que promocionaría solamente a un pequeño grupo de estudiantes, siendo el pintor austriaco aceptado, mientras el joven Adolf fue rechazado en dos ocasiones, abandonando su pasión por la pintura lleno de odio a la Academia y rechazo al tribunal que lo juzgó, tachando a sus miembros de judíos y degenerados a los que había que meter fuego.
Y por fin, en la última sala del museo, en la última pared, rodeado por una multitud de adoradores visitantes, Der Kuss, El Beso de Gustav Klimt. Ni siquiera me fijé al entrar por las puertas en los casi treinta cuadros suyos que lo escoltaban en las otras tres paredes. Un muro negro cerraba el fondo de la estancia, anunciando el final del camino, y en el centro iluminado con una pequeña luz de neón en lo alto, lucía espléndido como el tesoro más valioso. Los matices amarillos y dorados del prestigioso marco cuadrado de 1,80 x 1,80 Cm refulgían atrayendo las miradas y los pasos de los observadores como dotados de poderes hipnóticos. Me costó aproximarme lo suficiente para comprobar que se trataba efectivamente de la misma pintura con la que yo había decorado la pared más próxima a mi mesa de trabajo, al lado de mi cuadro favorito de Turner. El estilo Art Nouveau, que los austriacos llamaban Jugenstil, encontraba aquí su obra maestra más representativa. Sobre un fondo dorado una pareja arrodillada y abrazada en una especie de jardín o alfombra, adornada con motivos florales, componen una escena en la que un hombre moreno de complexión fuerte con el pelo rizado y vestido con una túnica dorada con motivos geométricos de formas cuadradas, trata de besar a una mujer descalza de piel blanca ataviada con un ropaje ceñido también de color amarillo y decorado con círculos y flores, incluso en el pelo. Rodeándolos sutilmente, una especie de aura dorada parece envolverlos a ambos.
Un sentido simbólico subyace aparentemente de esa hermosa pero extraña composición. El tono dorado del fondo de la pintura y de las dos túnicas, el juego entre la decoración recta y circular en uno y otro sexo, la diferencia en los tonos de piel nos puede inducir a pensar en dos razas o culturas diferentes. El hombre aparenta estar más a sus anchas, como si estuviera en su propia casa, todo esto me hace pensar en que la escena pudiera estar representando una ceremonia oriental o exótica de matrimonio o algo similar, en la que la mujer –más tímida o insegura- fuera la extranjera, y en cierta forma se viera obligada a complacer a su amante para que se pueda llevar a cabo ese enlace. Digamos por tanto que se trata más que de un beso de amor apasionado, de un beso aceptado como por compromiso.
Después del espectáculo que era en sí mismo el cuadro, nos relajamos y recorrimos –ahora sí- aquella gran sala contemplando el resto de la obra de Klimt. Allí estaba su pequeña pintura de la rica viuda judía Judith con la cabeza de Holofernes, que la representa a ella, una mujer inaccesible, recatada, muy religiosa y fiel siempre a la memoria de su marido, feliz y victoriosa, con una sonrisa de satisfacción, tras haber decapitado con la promesa de su amor al general del ejército babilónico que sitiaba Israel, ataviada apenas con una simple gasa dorada echada por encima.
Allí estaban también el gran retrato de Fritza Riedler y otras muchas pinturas modernistas del autor de El Beso, reinando con justicia en el Alto y Bajo Belvedere, como habríamos de apreciar tras recorrer a continuación la extensa exposición personal que se hace del autor en el palacio inferior, a donde llegamos tras un largo paseo por sus jardines y fuentes.
A la entrada nos recibía una inmensa foto en blanco y negro de Gustav Klimt a las puertas de su estudio. El resto del panel estaba saturado de materiales que en su día fueron muy íntimos del autor con una pequeña leyenda donde se debía explicar su valor evocativo. Lamentablemente nuestro nivel de alemán no nos daba como para aprovechar la lectura de la variada cartelería y documentación que se exhibía del genial pintor, y nos tuvimos que conformar con las imágenes de la época. Aquel íntimo estudio abovedado, iluminado con parquedad, que rezumaba la atmósfera de bohemia en la que se desenvolvía el pintor austriaco, será recordado por nosotros por una extraña anécdota que sugestionó nuestros sentidos al término de aquella breve visita. Era casi la hora de cerrar el museo y apenas quedaban algunos visitantes pegados a las vitrinas tratando de leer los letreros de los objetos expuestos. El lugar tenía algo de triste y conmovedor. Fue nuestro curioso hijito, que parecía estar en todas partes al mismo tiempo, quien me puso sobre aviso:
─ ¡Papá! Mira eso –me dijo, señalando hacia una persona que quedaba solamente en el fondo de la sala, contemplando algo con mucho interés detrás de la cristalera.
Estaba de espaldas. Era una persona muy alta y delgada con el pelo corto y blanco, vestida con ropa elegante de hombre, tal vez pasada de moda. Incomprensiblemente calzaba unos bonitos zapatos de altos y finos tacones. Cuando me estaba acercando al lugar donde estaba se giró hacia mi lado y anduvo unos pasos sin dejar de observar el escaparate. Entonces lo vi claramente. Pude distinguir una leve sonrisa al coger el monóculo que llevaba y acercarlo a uno de sus ojos para observar un nuevo objeto de la colección. Me pareció exactamente igual que uno que acababa de ver en el primer escaparate unos minutos antes. Es curioso pero anteriormente no recuerdo haber visto en mi vida algún monóculo de verdad, sino tan sólo en alguna película de época. Pasé muy cerca de él, casi rozándolo, pero ni siquiera se dignó mirarme. Era un hombre. Un misterioso hombre muy alto de edad avanzada al que le sentaban maravillosamente aquellos zapatos de señora. Un viejo al que le rejuvenecía su atuendo y su curiosidad intelectual, que le proporcionaba un aspecto interesante a su semblante, con el que seguramente posaba ante todos, sabedor de ser el blanco de sus miradas. Me dejó confundido. Debía ser una personalidad del mundo de la cultura, un escritor de novelas románticas, un músico o un famoso modisto, un Galiano o un Giorgio Armani, habría dicho yo. Lo miré de soslayo y al momento se me erizó la piel de pensar quién podía ser quizás aquel individuo espectral más propio de un tiempo pasado.
Un decorado interior con fotografías y notas de prensa partía longitudinalmente la sala en dos mitades, como la columna vertebral de una ballena. Mi esposa y mi hijo hacía un rato que se habían marchado. Sólo quedábamos él y yo allí dentro. A mí me quedaba aún dar la vuelta por el otro lado hacia la entrada de nuevo, que era por donde se había colocado el señor. Pero ya se me había agotado la curiosidad. Pensé en poner fin inmediatamente a mi visita y me fui escurriendo por el mismo lado por donde había entrado hasta llegar a la salida. Ni siquiera miré hacia atrás. Pasé delante de la fotografía al natural de Klimt, que no dejaba de mirarme, como en los buenos retratos, donde permanecían los rasgos del pintor inmarchitables. La puerta estaba cerrada y se resistía a abrirse. ¿Habrán cerrado ya? –pensé. Pero de pronto cedió y de un empujón la abrí de par en par y salí al exterior. Hasta que no me encontré completamente afuera no pude respirar tranquilo.
Antes de irnos del edificio recorrimos brevemente el ala del Bajo Belvedere dedicado a la Casa Real de los Habsburgo, también llamada Casa de Austria, porque reinaron aquí desde el siglo XIII al siglo XIX. Pero este apartado lo dejaremos para nuestra visita a su residencia veraniega en el palacio Real de Shönbrunn.
(Lunes 21 de agosto)
Madrugamos para aprovechar al máximo la visita organizada a Viena. No nos costó nada adaptarnos al desmesurado bufet del desayuno, repleto de salchichas, beicon, chorizo, huevo duro y muchas clases de pan, aunque ninguno previsto para tostar. Para cuando encontré las rebanadas y el tostador nuestras compañeras de mesa ya habían terminado, y tuvieron que esperarme mis familiares a que lo hiciera yo, que me lo tomé como si estuviéramos esquiando en el Tirol en lugar de visitando museos en Viena.
Del hotel nos recogió un autopullman de color negro a los cincuenta pasajeros españoles que iniciamos a las siete y media de la mañana la visita de la ciudad imperial. Nos acomodamos en los primeros asientos, soñolientos, como los más aplicados estudiantes de la clase, para no perdernos detalle. A las ocho en punto entrábamos divididos en dos grupos, cada uno con su propia guía, en el palacio de Schönbrunn. Entramos por sus grandes puertas de hierro flanqueadas por dos altas columnas coronadas por un águila imperial, símbolo de los Habsburgo. Aquella entrada, los jardines adyacentes con sus enormes fuentes y el gran edificio central, me recordaron inevitablemente a Versalles, el más espléndido capricho del Rococó. Poco después nos confirmaría nuestra experta guía que efectivamente aquel palacio veraniego fue construido por la casa real austriaca como réplica al maravilloso palacio francés de los borbones, las dos casas reales que secularmente han ostentado el poder en Europa. El lugar donde se halla hoy el palacio de Schönbrunn era anteriormente un castillo conocido con el nombre de Katterburg. En 1569 fue comprado como finca de caza y cuadras de caballos por Maximiliano II, un enamorado de la raza equina española, dando origen a la reconocida y centenaria Escuela de Equitación Española en Austria. Este primer edificio sería completamente destruido con la invasión de los turcos. El nombre del lugar se debió a la segunda esposa del emperador Fernando II, Leonor Gonzaga, que a su muerte, en 1637, se convertiría en una de sus primeras inquilinas, llamándole así, Schönbrunn, en alemán: “fuente bonita”. Una vez que los turcos fueron expulsados de la ciudad Leopoldo I hacia 1700 encargó edificar un palacio que le sirviera de residencia oficial a su hijo José, cuando le sucediera en el trono, cambiando este de función para siempre. Bastantes años después la reina María Teresa lo convertiría en el magnífico edificio de estilo rococó que conocemos actualmente, aunque ha seguido recibiendo continuas mejoras y aportaciones de sus numerosos moradores reales, entre los que destacan Francisco José, que nació y murió en Schönbrunn (1830-1916), esposo de Isabel de Baviera –la glamurosa Sissí-, aunque ella sólo viviría esporádicamente aquí, pues pasó su azarosa vida en distintas ciudades de su imperio.
Del magnífico palacio Rococó destaca en general toda la decoración en tonos pastel, refinadamente recargada; las grandes calefacciones de porcelana profusamente adornadas con motivos florales y de caza, alimentadas por detrás de los muros para que la estancia siempre estuviera en perfecto orden; la gran sala de recepciones, donde contemplamos enormes cuadros de la época con escenas del palacio de Hofburg y de la propia sala, abarrotada en sus momentos estelares por la aristocracia de toda Europa y por la alta nobleza y la burguesía adinerada del imperio. Curioso el discreto cuarto de Francisco José, casi como el de los austeros eremitas de nuestra sierra cordobesa –pero sin silicios. Les llamará la atención la coqueta habitación de Sissí, al contrario de lo que cabía esperar, exquisitamente minimalista; como la sala donde se acordó el contrato de cesión de la mano de la emperatriz María Luisa a Napoleón Bonaparte, que tanto rencor engendró en su padre Francisco I, cónyuge de María Teresa, mucho más inteligente y humana que él, que, como le cupo saber a todos sus contemporáneos, llegaría a alegrarse de la prematura muerte de su nieto.
Dejamos el palacio de Shönbrunn e iniciamos una visita panorámica por la ciudad en nuestro impecable transporte, comenzando por la parte alta de Viena, ni más ni menos que por la hermosa colina del Belvedere, donde descendimos para admirar más despacio que ayer la espléndida residencia de Eugenio de Saboya. Destruimos la ilusión de un misterioso déjà-vu con la confesión de haberlo visitado el día anterior, sirviéndonos al menos para destacarnos del resto de la plebe turista que nos acompañaba, no sólo porque la visita de ahora era meramente superficial y no incluía el interior de la galería de arte, sino porque soltando aquí y allá algún detalle al respecto conseguimos hacernos notar y amortizar así los tiques y vaivenes de la tarde anterior.
Después subimos de nuevo al bus hasta que nos dejó en el centro de Viena para que nos adentrásemos andando por la antigua capital del Sacro Imperio Romano Germánico y más tarde también capital del Imperio Austrohúngaro. Penetramos al centro histórico de la ciudad por la gran puerta de Hofburg, el Palacio imperial más importante de Viena, sede oficial de la corona de Austria –sobre todo de los Habsburgo- durante más de seiscientos años, y actual residencia del presidente de la República austríaca, enclavado en la emblemática Plaza de los Héroes (Heldenplatz). Al pasar bajo el enorme edificio pudimos comprobar que aquel era igualmente el lugar donde se alojaba el museo del Palacio de Sissí y sus grandes salones imperiales. Algunos de nuestros compañeros –a los que envidiábamos ahora- aprovecharían la tarde del día anterior para visitarlo, como nos harían saber a la hora del almuerzo. En ese momento en el que pasábamos por sus puertas sentí inexorablemente un sentimiento de pérdida, pues comprendía que nunca volvería a tener esa oportunidad, por mucho que nuestro guía generalista nos quisiese convencer de su escaso valor cultural.
Al salir por la parte trasera del mastodóntico edificio entramos a un mundo diferente. Una gran plaza con una iglesia blanca en un rincón y una bonita fuente en el centro servía de frontera a la circulación peatonal a través de la más célebre de las calles vienesas, la Kartrasse, plagada de atractivas cafeterías, concurridos restaurantes y discretas pero lujosas tiendas de joyería y alta costura. Antes de pasear por su esmerado pavimento pudimos contemplar el desfile de numerosos carruajes de caballos bellamente ataviados con postillones de librea a la manera tradicional, que acercaban a los turistas de alto estanding hasta las calles más nobles de la ciudad. Allí estaban Cartier, Tiffany, Swarovsky…, custodiando una de las grandes joyas de la ciudad, la Catedral de San Esteban, en continuo mantenimiento debido a la humedad y a las bajas temperaturas invernales. Pero después de reconocerla, de admirar sus enormes y afiladas torres y, antes de sumergirnos en su interior, llegó la hora del temprano almuerzo, compuesto por el consabido filete empanado vienés, precedido de una sopa tradicional y seguido de una ligera tarta Sacher, que tampoco era caso de atiborrarse para no poder continuar con nuestra inminente expedición cultural. Sin dormir una siesta de media horita siquiera retrocedimos hasta la Catedral, admirando de nuevo esa torre (Steffi) que tiene la reputación de ser la más alta del gótico europeo, aunque la mayoría la reconoce por llevar el mismo nombre de aquella tenista alemana con instinto asesino ganadora de montones de títulos del Grand Slam. Entramos en fila hasta el interior de la zona acordonada, desde donde pudimos observar los estilizados órganos –de los cuales sólo funcionaba el más pequeño y moderno-, nos detuvimos para apreciar las retorcidas esculturas barrocas del púlpito y los preciosistas detalles del baptisterio, haciendo en cada lugar un poco de análisis artístico y otro tanto de historia, para lo cual nos acompañaba una guía española, que llevaba toda la vida prácticamente en aquella maravillosa ciudad, y que dominaba la cuestión histórica como una verdadera catedrática de la misma.
Cuando terminamos con la catedral dimos un paseo por el interior de la parte antigua de Viena, todo lo que queda dentro del denominado Ring, que es un anillo que rodea el núcleo antiguo de la ciudad. El recorrido insólito nos adentró por soportales y oscuros callejones, por las viviendas más vetustas de la villa, entre las que encontramos la de Mozart, que vivió en una casa de aquellas en su juventud, donde una placa no deja de recordarlo al curioso viandante. Tan sólo unos metros más adelante, siguiendo el itinerario turístico, llegaríamos a la casa donde el genial músico austríaco murió aún joven, justamente en los días precisos en que le pondría punto y final a su célebre y premonitorio Requiem.
Nuestro paseo terminaba en el edificio de la Ópera de Viena, que se encontraba en esos momentos en la última fase de reformas, dando los toques finales a la pintura de las hornacinas de la fachada principal, una labor artística complicada con la que se quedaría lista aquella pieza arquitectónica singular para los numerosos e importantes eventos que se aproximaban de la temporada musical. La visita al magno edificio incluía los acertados apuntes sobre su hermosa arquitectura y exquisita decoración interior, así como el emplazamiento durante unos minutos sentados en las primeras filas de su atractivo patio de butacas. Desde allí respiramos el aire que habrían respirado en el escenario Caruso, Pavarotti, María Callas o nuestros Plácido Domingo y Montserrat Caballé. Igualmente pudimos admirar la enorme araña que colgaba como lámpara de la cúpula interior del edificio, siete metros tejidos con brillantes cristales de Swarowski por encima de los cinco pisos de palcos, donde destacaba magnífico, el gran balcón real, que se enseñoreaba enfrente del inmenso escenario. Pudimos penetrar en ese truculento escenario por la parte trasera del mismo, y contemplar la gigantesca obra de ingeniería mecánica y eléctrica que sostenía las tramoyas –las verdaderas tripas del monumental teatro- donde se alineaban innumerables planchas metálicas sobre rieles de hierro que servirían para ir cambiando el fondo de cada una de las escenas. Nuestra experta guía nos aseguró que a pesar del hervidero de operarios que observábamos trabajando, las visitas –como la nuestra- se realizaban en los momentos más tranquilos de trabajo, pues el complejo mantenimiento de esa estructura no dejaba de realizarse durante las veinticuatro horas del día. Aquel sorprendente interior me recordó la realidad paradójica de los iceberg, pues, a su imagen y semejanza, aquellas complejísimas bambalinas resultaban ser en cuanto a su profundidad y altitud -sus dimensiones ocultas- mucho mayores que su anchura, la parte visible al espectador. A medida que íbamos saliendo de allí nos dábamos cuenta no sólo de las dimensiones del recinto sino de la profusión decorativa y del verdadero lujo con el que se enseñoreaba cada uno de sus rincones, lo que hablaba muy a las claras de la importancia de la Ópera de Viena, considerada uno de los más importantes centros musicales del mundo.
Allí nos despedimos de nuestra segunda guía vienesa del día, una señora amante de su profesión, una verdadera profesora de arte de su ciudad, con un nivel cultural y una facilidad de empatía con los clientes muy superior a la media.
En los escasos minutos que disfrutamos esa tarde de tiempo libre, lo dedicamos entre otras cosas a visitar la tienda de Swarowski, dos plantas gemelas donde pudimos admirar sus innumerables piezas de cristal tallado, en diferentes formas, tamaños y colores, pero con los invariables precios desorbitados en proporción.
Para terminar el día en la más moderna de las capitales imperiales, teníamos previsto al atardecer un auténtico concierto de música clásica en directo. Un concierto de cámara donde habrían de interpretarnos las más conocidas piezas musicales de Wolfgam Amadeus Mozart, de Richard Strauss o del divino Ludwig Van Beethoven. Habíamos llegado hasta allí después de mucho indagar, desechando a multitud de consumados comerciales que portaban los trípticos más impactantes a los precios más dispares. La audición se celebraba en un vetusto edificio neoclásico, de los que en Viena debieron construir como VPO. Tras unas largas y duraderas colas formadas en su interior, accedimos a un elegante salón alicatado de espejos hasta el techo. Cuando llegó el momento se dio acceso por una pequeña puerta a otro recinto anexo de similares dimensiones cubierto por varias filas de sillas −nada de patio de butacas− y, al fondo, un pequeño, casi ridículo, escenario elevado algunos centímetros por encima del suelo. Recuerdo ser alojado en la parte derecha, junto al pasillo por donde deberían acceder al escenario los músicos. Los asientos, si bien tenían el inconveniente de su incomodidad, permitían su fácil traslado, luego, aunque en principio la visibilidad no fuera lo más importante, nuestro avispado chaval, cogió su silla y se la puso en primera fila, pegando al lado la mía, para que no tuviera yo nada que objetar, dejando desafortunadamente en la fila de atrás a su madre, tratando de no interrumpir completamente el paso de los protagonistas.
Con puntualidad casi germánica fueron apareciendo en fila por el exiguo pasillo una docena de personajes peculiarmente emperifollados para la ocasión pertrechados con sus correspondientes instrumentos, a la cabeza de los cuales destacaba un estrambótico individuo con el semblante de los Habsburgo degenerados, que lucía, además de una calvicie severa y una nariz y mofletes colorados, un frac bastante raído y un astroso violín. Completaban la desigual orquesta tres o cuatro violines menuditos, dos oboes masculinos y dos femeninos de apariencia más común, una elegante violoncelista, una pianista marchita y un descomunal contrabajo, un tipo alto y fornido, como un lanzador de peso, que tal vez fuera el único con las fuerzas suficientes para transportar su enorme instrumento musical. Y para terminar un individuo con la misma cara del líder de la banda pero en un cuerpo rechoncho, como achatado por los polos, que se sentó frente a varios instrumentos de percusión, y trataba de dar la nota de contrapunto cómico, sin conseguirlo del todo.
En el bando contrario, frente a los artistas, nos encontrábamos un heterogéneo grupo de cosmopolitas turistas cansados pero expectantes e ilusionados aún, que atestábamos el patio de sillas, aplaudiendo desde el principio la salida de los músicos como si estuviesen anunciando por los altavoces la alineación del equipo. El murmullo que siguió a los aplausos dejó paso a un respetuoso silencio, cuando el violinista calvo, delante de los espectadores, hizo sonar una varita mágica sobre su instrumento, que hacía las veces de improvisado atril. Entonces, sin mediar palabra, se arrancó la orquesta de pronto con unos fuertes acordes que reconocimos al instante pero a los que no supimos poner nombre, pues nuestros conocimientos musicales no daban para tanto y, esa sería la tónica de la función, pues unos minutos antes nos habían ofrecido el libreto con todas las piezas musicales que se ofrecían, incluyendo las letras de las mismas en alemán, pero lo rechazamos debido al desorbitado precio que se nos exigió, que estaba muy por encima del listón de nuestras exigencias culturales.
A las cualidades intrínsecas de la pequeña orquesta, que ejecutaba con el mismo ardor tanto la gran Overtura de las Bodas de Fígaro como la Quinta Sinfonía de Bethoveen, se sumó el concurso de una vistosa pareja de danza clásica, que acompañó con sus ágiles y armoniosos movimientos los compases de los más famosos valses de Strauss. Y para completar el elenco artístico, un voluntarioso tenor y una rubita y estilizada soprano pusieron colofón con broche de oro al agradable evento, interpretando las más conocidas arias del bel canto, como si del programa oficial de la auténtica Ópera de Viena se tratara.
De todas maneras a pesar de que el nivel de la actuación fuera considerablemente alto, cierto amodorramiento acabó haciendo presa de mi maltratado cuerpo de turista, venciéndome por fin el panorama de las personas más longevas de mi alrededor, que como yo sucumbirían definitivamente a los encantos de Morfeo, a pesar de la incomodidad manifiesta de los asientos. Antes de entrar en el séptimo cielo se nos agasajaría con una refrescante copa de champán, que en lugar de despertarnos, nos amodorraría aún más, debiendo ser reconvenido por mi escandalizada esposa y por mi nervioso hijito hasta el final de la función.
(Continuará)
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