Y no es que todo pasara, porque hay acontecimientos que nunca acabarán de pasar, porque se quedarán con nosotros para toda la vida. Después de unos días creí que lo mejor sería tomar yo la iniciativa de ir a recogerla con mi coche, y así se lo hice saber a la muchacha, que accedió agradecida, concertando la cita para el siguiente fin de semana.
Como la música de fondo de esta historia, que sería sin duda la de Alfonsina, aquel atardecer volvía a llover, por lo que tuvieron que cubrir la máquina con un plástico grande para que no se mojara y darnos prisa para meterla en el maletero del vehículo. Aquel intempestivo temporal, sumado al hecho de que me acompañaba mi familia, impidió demorar unos instantes el encuentro, lo que no me permitió echar un vistazo al estado en el que se hallaba la máquina de escribir. El lunes dejé un mensaje a Ramón para avisarle de que la tenía en mi poder y de que se la acercaría al colegio cuando le viniera bien. Me dijo que nos podíamos reunir al día siguiente, así que, en mi papel de mero emisario, ni la saqué de su improvisado envoltorio. Había dejado mi coche cargado en la misma puerta del colegio a primera hora de la mañana, y como siempre, tras dejar allí a mi hijo, marché andando desde mi barrio al trabajo. A las dos y cinco, una vez recogido mi pequeño estudiante, y a resguardo dentro del coche, porque estaba de nuevo lloviendo, se acercó bajo la lluvia Ramón, le abrí deprisa el capot y sin más se agachó a coger la pesada máquina y se la llevó consigo, diciendo tan sólo que ya se acercaría a lo largo de la semana a la tienda para pagármela. Bastante mojado y chamuscado por no haber recibido ni haberme atrevido siquiera a solicitar el dinero del Quino, me volví a mi casita con mi hijo esperando que el viejo no tardase tanto en pagar como el técnico había tardado en su arreglo. También pensé que el Quino no me había hablado nada de que estuviese terminada, aunque por el tiempo que transcurrió desde que me comentó que sólo le quedaba una cosilla, pensé que seguramente estaría lista. Así es que cuando se presentó al día siguiente Ramón en la tienda cargado con la máquina y plantándomela en el suelo de la entrada de mala manera, me llevé una desagradable sorpresa. No necesitaba preguntarle nada: la máquina no funcionaba. Lo primero que hice fue disculparme, le dije que yo no la había repasado, que era mi culpa y que trataría de solucionarlo yo mismo si me era posible, y que entonces le avisaría.
En cuanto salió el malhumorado sujeto de allí, me lancé a ver lo que le había irritado tanto. Me parecía natural. Las teclas seguían oxidadas, y aunque se le había caído la pátina de telarañas que la dejaba como un bloque compacto, no era una gran mejoría, pues todavía se seguían atascando, y la cinta colgaba a girones, con lo que continuaba siendo un instrumento completamente inservible.
Era un desastre. ¿Qué podía hacer yo? Me frustraba muchísimo que se quedara así el último trabajo de nuestro amigo. Y además, un cliente mareado, insatisfecho y perdido. Como a todas las realidades que tememos, tapé aquella funesta reliquia del pasado y la oculté de mi vista, mientras iba pensando en que tal vez el hijo del Quino entendiera del tema, porque su padre le hubiese enseñado. Pero luego descarté esa opción sin preguntarle al muchacho siquiera, que al cabo del tiempo me confesaría que alguna cosilla sí que sabía, por haberlas aprendido de él. Creí que esto sólo me concernía a mí, y me sentí obligado a concederme una oportunidad.
Me pregunté: -¿Cómo habría atacado el asunto Joaquín? –y procedí como si de un alumno suyo iluminado se tratara.
Saqué la máquina del sótano a la que la había relegado, la planté encima de una mesa auxiliar y comprobé exactamente las dimensiones del siniestro, la gravedad del asunto. Mirándolo positivamente, aunque el color parduzco del óxido sólo con verlo te echaba para atrás, pensé que la maquinita mejoraría con un poco de aceite y que lo de la cinta era cuestión de paciencia y mancharse un poco de tinta. Otra cosa sería que la cinta volviera a hacer su circuito completo pasando del uno al otro carrete, pero a las malas, cuando la cinta llegara al final, se podía pasar fácilmente con su simpática manivela.
Decidido ahora a intentar el milagro, me encontraba con que no disponía de los materiales necesarios. Ni tenía aceite ni un pincel para aplicarlo, ni nada, así que muy decidido, cuando cerré la tienda me fui al bazar de los chinos más próximo y me dispuse a buscar lo más básico. Seguramente habrás adivinado que el bricolaje no es lo mío, no hace falta que te lo jure, ¿verdad? Es mi mujer en mi casa la que se encarga de todo, la de dar la manita de pintura a las rejas, la de los enchufes, la de poner las bombillas y todo eso. Lo que compré fue un botecito de aceite lubricante, otro bote de espray multiusos, un bidoncito de gasolina y tres o cuatro pinceles de varios tamaños y colorines. El día anterior le había pedido a mi esposa que me trajese un puñado de guantes de plástico de una gasolinera, con lo que completé un coqueto kit de mecánico de urgencias. Me coloqué la ropa más vieja que encontré, me calcé los ligeros guantes transparentes y coloqué todos mis instrumentos a mano. Después tomé el aerosol mágico multiusos, lo removí con vigor y vaporicé con aceite todos los ángulos de la máquina. Después dejé que chorreara un rato. Se puso todo perdido, porque no tuve la precaución de dejarle los plásticos o un periódico por debajo, pero entonces todo adquirió otro color, todo brilló, y asombrosamente, la bella reliquia alemana, empezó a funcionar. Recuerdo que en una de las lecciones técnicas que me daba Joaquín cuando arreglaba sobre la marcha, delante de mí, alguna de aquellas antiguallas, me dijo que el aceite que venden los chinos como multiusos no era el que había que echarle a las máquinas, pero ahora no sé de qué tipo de máquina hablaba. Así que yo, después de sufrir aquel trauma, me puse contentísimo porque empezaba a moverse aquel artilugio mecánico infernal. De todas formas sólo se trataba del primer paso, la comprobación me llevaría su tiempo, pues como si entendiera del tema, a donde no había llegado el espray le di con alguno de los pinceles, mojados en el otro bote de aceite que había comprado, hasta no encontrar ningún resquicio oxidado. Seguidamente me disponía a desenrollar la cinta nueva que había traído de la tienda y a sacarla de sus carretes, cuando –inspirado- se me ocurrió sólo sacarla del carrete vacío, pinchar ese extremo dentro del receptáculo de la Continental e irla liando con su manivela a la vez que se desliaba del otro, y eso hice. Empecé a disfrutar con los placeres del bricolaje, extraje la vieja y apolillada cinta que tenía puesta y la fijé por uno de los extremos a una flechita que disponía el hueco redondo de la vieja máquina, e inmediatamente me puse a enroscarla, lo que hice con una paciencia infinita, pues me pareció, que la cinta no tenía fin y que jamás terminaría de liarse, calculando que debí estar así buena parte de la mañana. Pero poco antes de la hora de almorzar pude verle la punta a la cinta y, sin pérdida de tiempo la fijé al otro receptáculo, que también disponía de la flechita correspondiente. Finalmente, con cuidado pero torpemente, la pude pasar entre las hendiduras centrales, donde coinciden los tipos –como les llamaba Joaquín. Y con esto el trabajo estaba acabado. Me quité los guantes –completamente ennegrecidos- y busqué con ansiedad un par de folios en blanco, coloqué uno apaisado, y me retiré hacia atrás contemplando cómo me estaba quedando aquella preciosidad. ¡Oh! ¡Maravilloso! Sólo faltaba que encima de todo pintara. Preparé mi dedo índice diestro y apreté con fuerza una de las teclas centrales. Era, como podrás imaginar, la letra jota, porque todo había sido inspirado por Joaquín, y en su honor. Y, por supuesto, pintó.
Mentiría si te dijera que la máquina escribió perfectamente desde el principio. No, al principio se atascó alguna de ellas, y casi todas escribían irregularmente. Después de escribir dos o tres líneas y comprobar que ya no mejoraban, la dejé reposar hasta encontrar otro rato que dedicarle. Pero a primera hora de la tarde estaba de nuevo liado con ella. El descanso, como a todos, le había sentado muy bien, y la mayor parte de los problemas habían dejado de serlo. Escribió un par de líneas casi perfectas y después se atascó. Un pequeño repaso, y listo. Pergeñé el sufrido párrafo inicial del Quijote junto con una frase que aprendí en la academia de mecanografía y que contiene todas las letras del abecedario español: “Exhíbanse zafios politiquillos con orejas kilométricas y uñas de gavilán”. Y, por fin, firmé como Joaquín Villafuente, su verdadero autor.
Le hice una foto al texto y se lo envié a la hija del Quino y a la misma vez a mi vecino Ramón, convocándolo a que se pasase por la tienda a recogerla con el correspondiente dinero, pues la vez anterior, al margen de que la máquina estuviera o no terminada, no lo había hecho así, siendo su obligación abonar el pago en el mismo acto de retirar el objeto reparado, algo que como no se había llevado a cabo con anterioridad, me había puesto sobre aviso.
Ramón se presentó, contrariamente a la vez anterior, al cabo de varios días, no sé si porque le costó reunir la cantidad solicitada, o porque sus quehaceres se lo impidieron con anterioridad. Pero nada más verlo no me gustó su semblante. Venía luciendo pinturas de guerra. Venía algo más que enfadado, colérico, y, extrañamente, con una mano vendada. Sus ojos verdes brillaban con la pasión de un hombre algunos lustros más joven de los que él cargaba a sus espaldas. Empezó por decir que yo no tenía que haberle pedido el dinero. Que qué es lo que me había creído de él. Yo, inmediatamente me disculpé, y le pedí perdón si le había ofendido por aquello, pero que como la última vez no lo había hecho así, pensé que le debía dejar claro que ese tipo de tratos se resuelven de esa manera, abonando en el acto la cantidad estipulada al retirar la mercancía. Y si después salía algún problema, ya se resolvería. Sin embargo Ramón no sé si no quiso, no supo o no pudo comprenderlo así, el caso es que me dijo que él se llevaba su máquina. Y yo, oponiéndome, le objeté que si no me pagaba la máquina que no se la podía llevar.
Estaba excitado. Me preguntó que quién la había reparado, y le respondí que lo más importante lo había hecho el Quino –como ya le había indicado-, el petroleado y no sabía decirle qué más, y que, después de traerla por segunda vez yo mismo le había dado un repaso y le había colocado la cinta. La verdad.
Luego me dijo que a mí me pagaría veinticinco euros, que era lo que yo le había dicho que cobrábamos en la empresa. Y le respondí que no, que no se había enterado bien, que los veinticinco euros eran lo mínimo que cobrábamos como confección de presupuesto, aunque no se aceptara la reparación. Que el presupuesto que yo le había dado de la empresa era de trescientos euros, y que en realidad me había quedado muy corto. Pero que con los cien euros que le había pedido el Quino me quedaba satisfecho.
Entonces no sé si entendió que el dinero me lo iba a quedar yo o la empresa, el caso es que me dijo que entonces él les pagaría directamente a sus hijos, a lo cual yo no me negué. A lo que sí me negué fue a que saliera la máquina de allí sin pagar. Si ellos se podían acercar a la tienda y recoger el dinero, bien, si no tendrían que autorizar su salida. Entonces Ramón se lanzó a por la Continental y se la puso en los brazos, teniendo que forcejear con él para quitársela antes de que se acercara a la puerta, comprobando en mis propias carnes la fuerza que aquel energúmeno podía aún desplegar a pesar de su edad y de la herida que mostraba vendada. No sé si fue porque se haría daño en la mano mala o porque notó mi férrea resolución, el caso es que, un poco sorprendido, a partir de entonces pareció entrar en razón. Yo le rogué que nos tranquilizáramos, que le prometía entregarle íntegro el importe a los hijos, que yo no quería nada para mí, o que los llamáramos para que vinieran ellos a recogerla si no se fiaba de mí. Y por fin accedió a llamar a la hija, que era el teléfono del que yo disponía. La llamé y le conté el episodio, y me dijo que ella no podía venir pero que intentaría ver si su hermano estaba disponible, aunque sabía que también trabajaba. Le dije a Ramón que hablara directamente con ella, aunque pronto noté que no parecía entenderse mejor que conmigo. Me dio la impresión de que mi vecino, como mi madre, quizás sin querer, porque no se le apreciaba al hombre aparentemente mal fondo, no conseguía retener por completo todo lo que se le hablaba. Le costaba mantener la conversación con la muchacha. Por fin, abrumado de tantas palabras, me entregó el móvil y dio su brazo a torcer.
-Está bien –me dijo, desenrollando el dinero que llevaba liado dentro de su bolsillo, con todo el dolor de su alma- te lo voy a pagar.
-Claro que sí, Ramón –respondí-. Lamento de verdad esta confusión. Mi intención sólo es que la familia de mi amigo se lleve lo que se ha ganado su padre haciendo el último trabajo de su vida, se lo juro, Ramón. Que no quiero nada para mí.
-Está bien. Está bien. Perdóname. La verdad es que esta máquina es un capricho mío para mis nietos que yo he querido tener. La tendré que guardar un poco tiempo, porque ellos no tienen edad de usar todavía estos aparatos. Estoy cansado de decírselo a sus padres, que cuando sean grandes lo mejor es una máquina de escribir, y que se dejen de teléfonos móviles y de ordenadores.
Y entonces empezó a hablar de su vida. Me contó que había sido carnicero, de la familia de Sandalio Vidal, el mejor carnicero de Córdoba, famoso por cortar los filetes más finos que nadie. Como mi padre –le respondí- y como todos mis hermanos y yo mismo también, dos familias de carniceros, Ramón. ¡A mucha honra! –mentí-. Ya iba yo comprendiendo de donde había salido la tosquedad del vecino. E intuí que no sería en el gimnasio precisamente donde se habría lesionado aquel brazo de piedra con el que había forcejeado conmigo. Me dijo que en realidad él vivía en una casita de las afueras y que no era vecino del barrio, sino su hija y sus nietos, a los que recogía algunas veces por echarle una mano. Y le dije que lamentaba lo que había pasado, que pronto volveríamos a vernos en el colegio, y que era mejor que todo se hubiera arreglado. Así que cargó con su máquina el viejo matarife, y sujetándola con el brazo sano, en una muestra impresionante de fuerza, me extendió la mano herida para cerrar el asunto como hacen los hombres cuando se ponen de acuerdo. Sólo decir que ahora, unos meses después, aunque en alguna ocasión me lo he tropezado por el centro escolar y lo he saludado con corrección, me pesa aún aquel absurdo episodio y te diría que sinceramente prefiero evitarlo.
El chaval y la hija del Quino se presentaron a los pocos días a recoger el fruto de la discordia. Me aseguraron que serviría para sufragar parte de los gastos de la lápida, así que cualquier día iré a visitarla.
Y con esto debería acabar esta historia, como el Poema del Cid Campeador acaba con la gloriosa batalla que Don Rodrigo Díaz de Vivar ganó muerto atado a su caballo Babieca. Sin embargo, terminado también su último trabajo con la preciosa máquina de escribir después de su fallecimiento, tanto al Quino, como a mí mismo -espero que tengan paciencia- aún nos quedaba algo más que contar.
Todos estos sucesos encadenados uno detrás de otro, sin poder evitarlo, habrían de hacerse notar de alguna manera en mi pensamiento y en mi sensibilidad, a pesar de no haber sido yo nunca una persona demasiado reflexiva ni impresionable. Llevaba un tiempo leyendo novelas de detectives, novela negra o policiaca, como le queramos llamar, y también había empezado con una nueva serie muy bien editada –casi me da vergüenza decirlo- de las mejores obras sobre el lejano Far West, pero aunque había realizado una gran selección con los más insignes autores, ahora todo esto se me antojaban lecturas intrascendentes, faltas de profundidad e insustanciales. Por eso quise, saltándome los títulos que me había impuesto, cambiar de temática. Coincidió que por aquellos días salió un librito de un personaje que me interesaba: Ernesto Che Guevara. Como podía interesarme María Antonieta, Billy el Niño o Napoleón, digamos. El año pasado había leído la gran biografía sobre el Che de Jon Lee Anderson, un periodista estadounidense que tuvo acceso a los documentos protegidos por el gobierno cubano. Y ahora era otro viejo periodista y escritor español, Juan José Benítez, quien acababa de escribir este pseudoensayo biográfico titulado “Tengo a papá. Las últimas horas del Che”, que era un compendio de sus conversaciones con algunos de los personajes de uno y otro bando que vivieron en directo los últimos días del conocido líder revolucionario argentino. J.J. Benítez no dice mucho más de lo que ya se intuía en el libro que Anderson había escrito veinte años atrás, pero no se atrevía a publicar. Nuestro controvertido escritor e investigador español cuenta en él –resumiendo- que un líder tan potente como el Che era un peligro para Fidel, y que cuando se decantó decidida y públicamente por el sistema comunista chino en contra del gobierno ruso sin haberlo siquiera consultado con Castro, este, con el beneplácito de los rusos, se lo quitó de en medio a la primera oportunidad que tuvo, mandándolo a Bolivia para extender la revolución al pueblo boliviano, con la promesa de continuar seguidamente con Argentina, para hacerlo el máximo líder y libertador de su país. Pero en cuanto se inició la campaña lo dejó abandonado a su suerte, hasta que, tras varios meses con un puñado de hombres tirado en la selva, esquilmados, desnutridos y enfermos, pudieron detenerlo y ajusticiarlo sin piedad entre las tropas locales y sus enemigos jurados de la agencia de inteligencia norteamericana.
Este sería el anzuelo que yo mordería para continuar leyendo al prolífico autor que se dio a conocer por su serie de Caballo de Troya, cuyo primer volumen yo había leído con gusto y hasta con entusiasmo, además de otros que versan sobre el tema OVNI y sobre el Más Allá. El libro que llegó a mis manos –como inspirado por voces de ultratumba- se llama “Pactos y señales”, un curioso ejemplar compuesto por las anotaciones que su autor fue realizando durante más de cuarenta años, a lo largo de una vida dedicada a la investigación en este terreno tan resbaladizo.
Como en el texto romántico de Coleridge en el que el escritor inglés propone que si un hombre atravesara el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y al despertar encontrara esa flor en su mano, entonces habría que aceptar su existencia, Juan José Benítez propone a lo largo de cuatro largas décadas ese mismo juego morboso a algunas personas amigas y familiares en los momentos cercanos a su muerte. Se pueden leer alrededor de doscientas anécdotas verídicas, si le hemos de creer, en las que propone un pacto a enfermos, más o menos desahuciados, e incluso a algunas personas ya fallecidas. Los pactos consisten en que el autor acuerda con alguien que el primero que muera de los dos le envíe al otro una prueba de que se encuentra vivo y bien en el otro lado, por medio de una señal concertada o no entre ambos. Ese libro morboso, pero insólito y tierno, divulga no sólo la certeza de un ser humano eterno, incapaz de morir para siempre, sino la creencia en una fe sencilla en Dios Padre, como consecuencia de la cual todos seríamos hermanos, proclamando el amor al Señor y a todos sus hijos como la única y verdadera razón de nuestra existencia.
Digamos para sincerarnos, finalmente, que yo soy de ese tipo de personas que se creen todo lo que le cuentan, sobre todo si son cosas que estén más o menos bien expuestas, razonadas y plasmadas en un libro. Este precisamente del que estamos hablando me produjo una considerable impresión, así que, mientras lo estaba leyendo, mis amigos más allegados sufrieron las consecuencias de mi credulidad, debiendo soportar mis elucubraciones mentales y mis pasiones místicas en forma de sermones, diatribas y reconvenciones religiosas y pseudofilosóficas, inspiradas por mi renovada fe que los textos de Juan José Benítez habían inspirado. Les conté además la serie de coincidencias que se fueron sucediendo desde la muerte del Quino, explicándoselas como si en realidad se tratasen de sucesos que formasen parte de un plan. Pero algunas cosas de las que sucedieron en esa historia, como este acto final, no me atreví a mencionarlo –aunque no me libró de que pensaran que me había vuelto loco- reservándolo para que leyeran con cierto interés el relato.
Esta historia termina cuando acabé de leer ese libro. Medio en trance, acostado en el sofá del salón, pensé, Joaquinito, hermano mío, lo siento pero ya estás viendo que te va a tocar ahora a ti. Aunque sé perfectamente que sigues vivo y en buen estado, me gustaría que hiciéramos, como todas esas personas lo han hecho, UN PACTO entre tú y yo. Y me dije para mis adentros:
-Quino, necesito que me des una señal de que sigues vivo. Que yo me entere perfectamente. Me da igual lo que me envíes. Ingéniatelas como quieras. ¿Puede ser? –le pregunté. Y entonces, aunque no escuché ningún tipo de sonido, pude entender claramente lo que mi amigo me respondía:
-Chaval, ¿más señales? ¿Es que te parecen pocas pruebas las que te llevo dadas desde que estoy en este lado? ¡Si no he parado! ¿Quién te crees que mandó a ese cura a tu tienda? ¿Quién solicitó que tocaran esa canción a la guitarra en la iglesia? ¿O quién te crees que escogió, entre los tres enormes cementerios de Córdoba, el lugar exacto donde mi cuerpo corrupto debía descansar? ¿Quién podía saber que yo quería ser enterrado al lado justo de tu padre? ¿Quién pensó en dejar sobre mi tumba, mejor que cualquier otra, aquella fotografía que me habían sacado recientemente con tu máquina de escribir? ¿O quién te echó una mano para que la arreglaras? Por cierto, también fui yo el que obstaculizó el acuerdo entre su dueño legítimo y tú. Que sepas que la máquina estaba ya reparada cuando la sacasteis de mi casa. ¿No pensarías que yo para arreglarla necesitaba más de tres meses? Lo que pasó es que la volví a estropear y a trabar el asunto para que finalmente te apuntaras tú aquella gran victoria conmigo, dándote fuerzas y la inspiración necesaria. Para terminar, te puse el cebo del Che Guevara para que mordieras el anzuelo, y fuera tu tocayo Juanjo Benítez, que tiene más labia que yo, quien te diera el toque de gracia final. ¿Más señales quieres? ¿Más pruebas?
Todo esto pasó por mi mente en breves instantes. Joaquín tenía razón, no necesitaba más. Confiaba ciegamente en que el Quino estaba vivito y coleando junto a papá y mis abuelos en algún lugar mejor que en el que estábamos aquí abajo. Así es que suspiré, cerré el libro y me quedé completamente tranquilo. Me incorporé del sofá, estiré un poco las piernas y me dispuse a escribir una pequeña reseña que suelo escribir de los libros que más me interesan, si me es posible, al terminar de leerlos. Cogí mi libreta de notas, la abrí por la última página por la que iba y…Allí estaba. Por lo menos así lo comprendí en ese momento. Y hasta ahora, es lo que sigo pensando. Ante mis ojos abiertos como platos, con la letra muy grande y clara, aparecieron de repente a la vista aquellas últimas palabras:
“ESCRIBIR UN RELATO SOBRE EL QUINO. A.M.D.G*.”
Y comprendí que esa debía ser la señal y su deseo. Esa es la razón de este escrito. Al principio creí que había sido idea mía, pero al final esta historia se ha escrito por su petición, o, en todo caso, ha sido cosa de ambos, para que mis palabras sean sus palabras.
Córdoba a 15 de junio de 2018
Entre nosotros
(A tu familia, a tu amigo Carlos, al resto de tus amigos y a los que no lo fueron tanto. A todos sin excepción.)
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