Hoy ha entrado a la tienda un pobre a pedir. Un pobre conocido al que le había dado otras veces alguna moneda. Pero cada vez que venía se la ganaba con creces porque lo sermoneaba diciéndole que debía buscar trabajo; que era muy joven para andar por la calle pidiendo... Hasta entonces era el único precio que debía pagar por mi generosidad: un poco de paciencia.
La verdad es que hacía días que no le daba nada. Me parece tremendo, y hasta ridículo, dar limosna a una persona mucho más joven que yo. La caridad me indigna. Deben ser reminiscencias nietzscheanas de mi juventud perdida.