Fue una mañana de lunes funesta. No entró ni un alma en todo el día a la floristería, pero a última hora llegaron dos monjas con sus hábitos negros, dos almas cándidas, muy mayores y torpes, y tuvo que pararse a atenderlas, porque no había forma de mandarles los presupuestos por correo electrónico o por el móvil, pues eran de las que ni siquiera atendían al teléfono; solo parecían estar bien comunicadas con Dios. Al menos, después de explicarles la simbología de la mitad de las flores de la tienda, dejaron encargada una buena corona de crisantemos violetas, para llevarla por la tarde a un sepelio de postín. Así que, cuando consiguió desprenderse de ellas, sin más remedio, tuvo que acelerar el paso de regreso a su hogar.
Había vuelto el calor. Después de pasar el calvario del Puente Romano a pleno sol giró por la glorieta y, cuando se disponía a cruzar la calle principal, se encontró rojo el semáforo. Un semáforo enemigo de los peatones. De esos que te retan a cruzar, sabiendo que como te descuides te arrolla el coche del último carril, por lo que, aunque tardaba en cambiar, había que estar muy atentos cuando lo hacía.