A la semana siguiente recibí la anunciada visita de la hija mayor de mi amigo y de su hijo, para avisarme del día de la misa de réquiem y para darme las gracias. Les recordé que sería conveniente traerse la máquina de escribir para terminar con la última labor que había emprendido su padre, haciendo un símil con la postrera batalla que venciera el Cid Campeador tras su muerte*. Me aseguraron que así lo harían y yo por mi parte les aseguré a mi vez que podían contar con el dinero del cliente como símbolo de su victoria. En eso quedamos. Nos volvimos a ver en la misa, también con mucha gente, pero con más calma que la vez anterior, y, a pesar de mi sugerencia, lamentablemente, sin el melancólico acompañamiento musical. Abrazando a la viuda me sentí como de la familia, y la señora, con sus cariñosas palabras así me lo hizo notar.
A los pocos días me tropecé de nuevo en el colegio con Ramón y le conté lo que había sucedido con el técnico de su máquina. Le intenté trasmitir que no debía preocuparse por ella, que pronto la tendría en su poder, en cuanto sus familiares se centraran un poco y la recogieran de su casa. Recuerdo su contestación. Trató el hombre de tranquilizarme diciéndome que eso no era ahora lo más importante, que se la llevara cuando todo hubiese pasado.