Yo soy el otro, el compañero de Quino,
su eterno acompañante. Su amigo. Nosotros nos conocemos de toda la
vida, desde hace sesenta años, porque éramos vecinos de La Puerta de
Almodóvar, amigos de la charpa* del barrio. Todavía hay por ahí
fotografías de chavales, con cara de golfillos, cuando estábamos todo el
santo día tirados en la calle. Luego trabajamos juntos en aquella gran
empresa que era Gisred, la mejor que hubo durante mucho tiempo en
Córdoba de máquinas de oficina, donde aprendimos el oficio. Cuando
empezó a flaquear vosotros os juntasteis para montar vuestra propia
empresa, como al final tuvieron que hacer la mayoría. Entonces dejamos
un tiempo de vernos. Yo conseguí engancharme más tarde con otros
compañeros, con los que, después de hacer un poco de todo, me quedé
encargado del almacén, y así estuve casi veinte años hasta jubilarme, y
puedo decir que cuando me fui dejé una de las empresas más importantes
del gremio. Desde entonces, hace seis o siete años, nos vemos de nuevo
casi todos los días. A mí no me importa darme un paseo hasta el centro
haciendo un poco de ejercicio.
En el bar de enfrente nos llamaban los zarcillos, en el taller de la esquina la parejita y en la farmacia nos decían los Gemeliers*, aunque nosotros estábamos ya bastante pasados de moda. ¡Imagínense! Éramos inseparables. A mí estos titulillos me daban igual, pero a él sí sé que le escocían un poco. No le hacía gracia que nos presentáramos juntos en todos lados. A mí me gustaba relacionarme con sus amistades, y llegué a saludar a sus amigos como si fueran amigos míos también, en plan campechano –ya me entendéis- con la mayor naturalidad.