Nuestro amigo Quino (1ª parte)

 

    Yo soy el otro, el compañero de Quino, su eterno acompañante. Su amigo. Nosotros nos conocemos de toda la vida, desde hace sesenta años, porque éramos vecinos de La Puerta de Almodóvar, amigos de la charpa* del barrio. Todavía hay por ahí fotografías de chavales, con cara de golfillos, cuando estábamos todo el santo día tirados en la calle. Luego trabajamos juntos en aquella gran empresa que era Gisred, la mejor que hubo durante mucho tiempo en Córdoba de máquinas de oficina, donde aprendimos el oficio. Cuando empezó a flaquear vosotros os juntasteis para montar vuestra propia empresa, como al final tuvieron que hacer la mayoría. Entonces dejamos un tiempo de vernos. Yo conseguí engancharme más tarde con otros compañeros, con los que, después de hacer un poco de todo, me quedé encargado del almacén, y así estuve casi veinte años hasta jubilarme, y puedo decir que cuando me fui dejé una de las empresas más importantes del gremio. Desde entonces, hace seis o siete años, nos vemos de nuevo casi todos los días. A mí no me importa darme un paseo hasta el centro haciendo un poco de ejercicio.
En el bar de enfrente nos llamaban los zarcillos, en el taller de la esquina la parejita y en la farmacia nos decían los Gemeliers*, aunque nosotros estábamos ya bastante pasados de moda. ¡Imagínense! Éramos inseparables. A mí estos titulillos me daban igual, pero a él sí sé que le escocían un poco. No le hacía gracia que nos presentáramos juntos en todos lados. A mí me gustaba relacionarme con sus amistades, y llegué a saludar a sus amigos como si fueran amigos míos también, en plan campechano –ya me entendéis- con la mayor naturalidad.
Pero no sé por qué al Quino no le sentaba eso bien. A veces me rehuía. Siempre ha sido muy mirado para los demás, bastante más prudente y juicioso que yo. Tenía un sentido del ridículo que no le permitía extravagancias ni excentricidades, aunque cuando había confianza y a él le parecía oportuno, se explayaba con un chiste simpático o algún chascarrillo*. En esto era muy castizo. Pero si yo soltaba alguna inconveniencia donde no le conviniera se abochornaba y hubiera querido que se lo tragara la tierra en ese momento. Y por supuesto después no me libraba de la reprimenda. Me decía que no me podía sacar a la calle, que qué iban a pensar de él. Y entonces podían pasar días sin que me cogiera el teléfono, para que me diera cuenta de que iba en serio. Pero todo eso no se lo tenía en cuenta. Él era así y no lo podía evitar. Todo el mundo le tenía muy bien considerado, y esto se notaba en la calle. Y no dejaba pasar una oportunidad para vanagloriarse de eso. ¡Y al final para qué! Ojalá hubiera podido ver cómo se puso la iglesia el día que se despidió de todos nosotros.
Hay personas que sólo piensan en la forma de ganar dinero y no les importa si para conseguirlo tienen que pasar por encima de alguien, y hay otras, sin embargo, que se centran más en su trabajo, en hacerlo lo mejor que pueden, tratando de satisfacer a los que han puesto en ellos su confianza. El Quino era de estos últimos. A él le importaban mucho sus clientes. Se preocupaba de resolver sus problemas y de hacerlo todo muy bien, como contaba que le había enseñado su padre, que era un artesano muy conocido de Córdoba, un artista, podemos decir. Si le llevaban una etiquetadora para reparar, si podía la arreglaba sobre la marcha, le ponía el rollo nuevo con una habilidad incomparable, y su tintero, sin que el cliente se lo pidiera siquiera, y muchas veces ni les cobraba, o les pedía una cantidad insignificante. Si era una calculadora, lo mismo. Lo que reparaba en un momento no lo cobraba, a no ser que no le agradara el cliente, y entonces lo dejaba para otro día y le pedía el precio estipulado. Pero nunca abusaba de nadie. Si le traían un peso y no podía repararlo hasta que le llegaran las piezas, le dejaba al comercio otro peso mientras tanto. Si el rodillo que solicitaban no lo tenía en existencias, sacaba la esponjita tintada de otro con su misma medida y se la colocaba al viejo, solucionando enseguida el problema. Y así mil cosas más. El Quino era muy honrado y tenía unas manos de oro. Y no le importaba ensuciárselas para que su cliente se fuese contento.
Además Joaquín, mi amigo, era un gran psicólogo y una persona de mundo. Conocía de qué pie cojeaba cada uno y sabía tratar a cada cual como convenía. Por ejemplo, a los porteros de los edificios de la avenida o de la Plaza de Colón les tenía una consideración especial. Decía que eran personas con verdadero poder, porque siempre estaban al tanto de todo, y que lo mejor era tenerlos siempre a favor, por si las moscas, por eso eran sus mejores colaboradores y su principal fuente de información. Y de esto que digo puede dar fe alguno que todavía queda de los de antes, con el que se seguía parando a charlar con la mayor cordialidad hasta el último día.
No, si el Quino tonto no era. No se está detrás de un mostrador con un negocio abierto más de cuarenta años siendo tonto. Él los tenía calados a todos. A veces se hacía el idiota y se callaba prudentemente aunque no estuviera de acuerdo con alguien por no llevar la contraria, pero entonces te ponía esa cara suya tan peculiar, esa sonrisilla socarrona, para que te dieras cuenta de que no se la estabas pegando. Pero nunca quería ser demasiado agresivo, aunque en el fondo tuviera su propia opinión muy bien justificada.
El Quino era una persona tan tolerante, que aunque las cuestiones de la Iglesia no fuesen de su predilección, sin embargo siempre se llevó muy bien con las monjas, y tenía cierta maña con ellas. Venían de distintos conventos de Córdoba a llevarse lo que les aconsejase don Joaquín, y él las trataba con guantes de seda, quizás porque le producían cierta ternura, o era eso, o porque en el fondo no se acabaría de fiar. Sin embargo estoy seguro de que, a pesar de sus reticencias sociales el Quino era una persona creyente, no es que fuera ningún capillita ni mucho menos, pero tampoco un enemigo de la religión.
Él decía las cosas como las pensaba, pero sin una intención de molestar, y nunca fue una persona demasiado radical. Se cuidaba de no pasar los límites, y desde que le sucedió aquello, aún mucho más.
Pero por encima de todo su punto débil era su ciudad. Quino se sentía muy orgulloso de ser cordobés, y pensaba que Córdoba debía ser de todos sus ciudadanos. Por eso no podía soportar que la Mezquita, el monumento más grande que teníamos, orgullo de todos nosotros, fuese de la Iglesia y no del conjunto de los cordobeses, esto no se lo podías discutir, y nadie se lo discutíamos.
También recuerdo que lo traía a maltraer el asunto de El Palacio de Viana, que había sido toda la vida de la Caja cordobesa, y como ahora se la habían llevado al País Vasco, resulta que nos habíamos quedado sin banco propio y sin palacio ni nada.
En fin, ellos también tuvieron sus tiempos de gloria. Digo ellos porque en su empresa estuvieron hasta ocho personas trabajando, y se hartaron de vender máquinas de escribir de todas clases para las oficinas; calculadoras de rollo para los despachos y las empresas; registradoras y balanzas para los comercios, y sus correspondientes consumibles, que aún sigue siendo lo que mantiene a esta tienda. Y siempre tuvieron un buen servicio, buenos precios y una gran dosis de amabilidad y profesionalidad, que es como se debe manejar un negocio. Y no digo que mi amigo fuera el único gran profesional de su empresa, pero sí el mejor de ellos y el más conocido, porque el Quino era el que daba la cara, y por eso se convirtió en la auténtica imagen de la empresa. Con decir –como tú sabes- que todavía preguntan por él, está todo dicho. Por eso estuvieron tanto tiempo. No hay más secretos. Luego llegó la crisis y arrasó con todo el mundo. Fue tremendo. Otras veces flojeaban una temporada las ventas y a los pocos meses volvía a ir todo normal. Pero ahora… No se trataba de aguantar un poco el chaparrón sino de capear un gran temporal. Para soportar la crisis de estos últimos años había que tener muy buenas bases, y con todo apretarse fuerte las clavijas. Y ellos tenían ya sus problemillas, y supongo que les pilló un poco mayores. Ha sido muy difícil tirar para adelante.
El Quino se jubiló después que yo, aunque a él no le quedó más remedio. Si por él hubiese sido estaría todavía trabajando, estoy seguro. Se tuvo que jubilar porque un mal día sufrió un infarto desayunando en el Puerto Rico, un poco antes de abrir la tienda, el día uno de agosto de 2.012, justo en el día en el que tanta gente se va por ahí de veraneo. Lo sé porque yo estuve con él ese mismo día un poco antes de que le sucediese aquello.
Ese día había salido temprano de casa para ir al centro a arreglar no sé qué papeleo y mira por donde me fui a encontrar con él en la esquina de su casa, en la Puerta del Colodro. Él acababa de salir para ir al trabajo, pero, como siempre, haría primero una paradita para desayunar. Charlamos un poco de camino y lo dejé en la misma puerta del bar, serían las ocho y media aproximadamente. Él hacía tiempo que no desayunaba con ningún compañero, prefería coger el periódico, charlar con otros clientes o con el propio camarero, que era lo que estaba haciendo cuando de pronto se desplomó como un pelele del banquillo. Gracias a Dios entre los clientes se hallaba un médico desayunando vecino de aquel mismo portal, que lo cogió a tiempo y supo suministrarle la asistencia de emergencia recomendada en ese tipo de casos, aprovechando el tiempo que tardó en llegar la ambulancia.
Yo me enteré por la tarde. Me llamó su sobrino, que trabajaba con ellos de técnico, el único personal que les quedaba con contrato en vigor. Me llamaba para decirme la noticia y de paso para interesarse por su futuro en aquellas circunstancias. No recuerdo bien y no quisiera levantar discordia después de todo, pero lo que sí es cierto es que me sentí bastante ofendido por mencionar en ese momento otro asunto que no fuera el de su salud. ¿Que por qué me llamaba a mí? Bueno, aunque no lo creáis, yo era el que estaba negociando desde hacía meses el traspaso del local a mi empresa, y en la operación (que estaba ya muy avanzada) el sobrinito del Quino se incluía en el lote, como un compromiso que su tío había adquirido con él.
El Quino se fue recuperando poco a poco gracias a la Divina Providencia que colocó a un médico en el mismo lugar del suceso, y pudo disfrutar de su familia y de sus amigos unos cuantos años más con una calidad de vida relativamente buena. Desde entonces no he dejado de sentirme su ángel protector. Lo localizaba por las mañanas temprano y echábamos un paseo cada día, tratando de solucionar los asuntos que los dos nos traíamos entre manos. Al principio lo acompañaba también a la tienda, pero luego dejé de ir con él, porque el ambiente estaba bastante enrarecido. Su socio, “el innombrable” –como él lo llamaba-, se había hecho cargo de ella y pronto salieron algunos problemas. A mí me decía que ahora se enteraría de lo que era trabajar de verdad. Recuerdo que nos contaba esa teoría suya de los vendedores. Nos explicaba las diferencias que había entre un vendedor de tienda –como él mismo- y un vendedor de calle –como su socio, por ejemplo-. Yo siempre había pensado que tenía más mérito el vendedor de calle, porque se supone que tiene que encontrar clientes de la nada, pero este no era su caso, en realidad “el innombrable” había vivido de los avisos de venta que llegaban a la tienda desde fuera, que no es lo mismo que hacer visitas “a puerta fría”. Así, en verdad, cuando llegaba a algún negocio, siempre le estaban esperando, y la venta estaba casi hecha la mayoría de las veces, cuando no sólo para entregar el material y cobrar. Sin embargo el vendedor de tienda –nos seguía contando- vive en una completa incertidumbre, nunca sabe qué tipo de cliente le va a entrar ni por dónde le va a salir cada cual. El Quino decía con mucha gracia que el típico comercial de la calle en realidad se prepara psicológicamente con folletos y precios y no entra a ver al cliente hasta que no ha pensado bien lo que tiene que hacer o decir, después se va a tomar un cafelito para prepararse la siguiente visita y entra de nuevo completamente listo para ofrecer sus productos o servicios y responder con acierto a sus posibles objeciones; mientras que en la tienda por muy bien que te prepares y te protejas, como en un nido de ametralladora, acabarás recibiendo granadas y tiros de todo el que vaya llegando, hasta el punto de que en ocasiones el enemigo se va acumulando y es preciso defenderse en evidente inferioridad numérica, lo que resulta mucho más estresante y peligroso.
En eso tenía razón mi amigo, así que al “innombrable”, acostumbrado a vivir relajado, pronto le pesaron sus nuevas funciones de gerente y de tendero, y las semanas le parecían interminables allí agazapado. Se cuenta que gran parte del cabello que en sus mejores tiempos luciera, debió de caérsele en estos escasos meses, por lo que se extenuaba buscando a su demacrado exsocio para que tratara de agilizar al máximo el traspaso de la empresa aunque fuera muy por debajo de su valor.
Después del parón del bochornoso verano del 2012 las visitas a mi antigua empresa se hicieron más frecuentes. En mi papel de intermediario le hacía ver a mi exjefe la gran oportunidad que suponía tener una presencia tan destacada en el centro mismo de la ciudad. Ellos dejarían todo el material, que no era demasiado valioso, todos los clientes y hasta les darían una especie de curso de formación, con el compromiso de contratar al técnico -que era ya mayorcito y de la familia como queda dicho- al que no podían dejar tirado en la cola del paro. A pesar de las facilidades ofrecidas y de que el alquiler del local era también moderado, mi jefe estuvo dándole vueltas al asunto hasta finales de año, y no fue hasta entonces cuando decidió hablar con uno de los comerciales nuestros para proponerle el puesto. Mi antiguo compañero, que era un vendedor de calle bastante quemado con mejor apariencia y modales que éxito comercial, aceptó el reto sin pensárselo dos veces, porque las circunstancias estaban bastante apuradas, y debió pensar que cualquier cambio sería para bien. Seguramente mi avispado jefe conseguiría a última hora alguna prebenda especial que lo hizo decidirse definitivamente, así que se firmó la operación y la última semana del año, después de Navidad, sin cerrar siquiera las puertas para la mudanza, se llevó a cabo el traspaso completamente en vivo. Las cosas de mi antiguo jefe, al que no le gustaba que se perdiera inútilmente el tiempo.
Los primeros días la presencia de los antiguos comerciantes acompañando al nuevo inquilino de aquella tienda que llevaba casi cincuenta años acumulando materiales de la más variopinta especie, se hizo imprescindible. Pero pronto el Quino fue retardando sus visitas, mientras que su exsocio no parecía acabar de despegarse, tratando más que de enseñar, de hacerse imprescindible, con la idea –suponemos- de recibir una oferta de la nueva directiva aunque fuera de carácter temporal. Pero mi jefe no estaba por cargar con ninguna rémora más, así que despidió al individuo agradeciendo sus servicios, para que así echase a volar por sí mismo su aturrullado pupilo.
Me consta que “el innombrable” no apareció más por allí, y sin embargo fue visto en distintos lugares conocidos esgrimiendo su acostumbrada herramienta, cuando no desempaquetando una voluminosa caja de cartón, como si se tratara de un cuarto rey mago calvo que sólo obsequiara a sus propios clientes previo pago. Con todo, no serían estos los peores agravios con los que afrentaría la honorabilidad de su antigua entidad.
En cuanto al tercero en discordia, el susodicho sobrino, ejerció sus funciones para la nueva empresa durante un tiempo, bastante agobiado por el acelerado ritmo de trabajo al que no estaba acostumbrado. Las paradas en los cafés empezaron a escasear, los avisos se multiplicaron, los días se hicieron semanas y las exigencias de sus nuevos superiores no se podían comparar con las escasas y tímidas reconvenciones del Quino, ni siquiera con las desagradables salidas de tono del otro socio, al que ahora casi echaba de menos, a pesar de no haberle podido sacar una maldita invitación en su vida. Así es que, poco tiempo después, tras un largo periodo mascullándolo, el acostumbrado rifirrafe matutino con su jefecillo, prendió la mecha que le hizo explotar y poner pies en polvorosa, presentándose ante el gerente para que hiciera efectiva su renuncia. El gerente, al que no le pilló completamente de sorpresa, puso el caso en manos de sus asesores y procedió según tengo entendido con la mejor voluntad y sin ningún afán de represalia, con lo que aparentemente quedó conforme el veterano trabajador, que se debió sentir de nuevo liberado. Después sorprendentemente llegaría la demanda judicial del chaval, no solamente contra la nueva empresa, sino incluso contra la que le había dado de comer tantos años, al parecer porque se habían quedado cortos con los antiguos derechos devengados, y él, perfectamente asesorado, estaba dispuesto a cobrar hasta el último céntimo. El caso es que la separación, aparentemente de mutuo acuerdo, se convirtió en un divorcio enconado y en un verdadero calvario, especialmente para Joaquín, al que sus familiares consiguieron evitar la asistencia a las vistas, debido a su delicada salud. El pobre me decía refiriéndose a su sobrino:
-En mi empresa tendría queja con el dinero pero no con el trabajo, ¡vamos!
El caso terminaría tras varios meses de pleito con más mareos que nada, y en lugar de valer para compensar al trabajador –con perdón- para lo que realmente sirvió fue para dejar a cada uno en su sitio, eso sí, con dolores de cabeza y un amargo sabor de boca. En definitiva, la peor manera posible de terminar la trayectoria de una empresa emblemática y de un empresario ejemplar.
Pero volvamos a nuestra vetusta tienda de ofimática. El compañero que se hizo cargo de ella, con el que yo mantenía una cordial relación de casi veinte años, se adaptó paulatinamente a su nuevo puesto, tras un periodo de inevitable incertidumbre. Cambió, como decía Quino, las tácticas de ataque, a las que también él estaba acostumbrado, por la defensa estática en nido de ametralladora, tratando como el viejo dueño de realizar su labor de la mejor manera posible.
Sé perfectamente que Quino se estuvo presentando durante meses casi todos los días, excediendo con mucho su compromiso de ayudar en el cambio de titularidad a la nueva entidad, así que mi compañero aprendió a dejarle las más ingratas labores, porque en aquella tienda recalaban los clientes más extraños y los productos más obsoletos de la ciudad. Pero a mi amigo nunca le parecía nada imposible, en un ratito y con una sonrisa dejaba solucionados los entuertos que le presentaba el muchacho. Más tarde, cuando su labor de servicio técnico se hizo innecesaria, continuaron las visitas, se espaciaron un poco pero persistieron, simplemente por la fuerza de la costumbre, empezando a forjarse entre ellos una creciente relación que con el tiempo fraguaría en una auténtica amistad. Yo solía visitar también la tienda casi todas las semanas, sólo o acompañado del Quino, porque yo me sentía un poco responsable de todo aquello, al fin y al cabo, por favorecer a las dos partes, yo me había empeñado en el traspaso y me consideraba algo así como el padrino de la criatura. A este hecho se unió una circunstancia familiar que reforzó mi relación personal con mi compañero, el nuevo tendero. Él, como yo, teníamos a un familiar cercano con una precaria salud, él a su madre, que se enfrentaba a una terrible enfermedad, y yo, a mi hermano mayor, que acabábamos de alojarlo en una residencia en un pueblo de la sierra, tras numerosas vicisitudes. La trayectoria recorrida por sus hermanos con su madre fue casi calcada a la de nosotros, como a la de tantas familias, por eso pude ir anticipando algunos consejos que pudieron valerle. Es curioso cómo determinadas circunstancias se producen para hacer cruzarse a unas personas con otras e influir en sus destinos. Casualidades, supongo.
Esto mismo le decía precisamente a mi compañero el tendero el otro día cuando pasé por allí:
-¿Quién te iba a decir a ti, en aquellos tiempos de la crisis cuando trabajabas a un par de metros escasos del despacho de tu jefe, que ibas a estar en esta tienda en el centro mismo de la ciudad tantos años, y que llegarías a tener una amistad tan grande con su antiguo dueño?
Y el comercial, medio en broma, medio en serio, me respondió:
-¿Y quién me iba a decir a mí que después de haberme librado de ti en la empresa, cuando por fin te jubilaste, iba a tener que aguantarte de nuevo otro puñado de años? Vamos que cuando te vi aparecer por aquí al cabo del tiempo creía que me había caído una maldición. No sé si te acuerdas, debes de estar perdiendo un poco la memoria. El otro día me lo decía otro compañero tuyo, un hombre muy mayor que se había enterado de lo del Quino. Me contó que conocía a nuestro jefe, a quien me rogó que lo saludara de su parte. Yo le respondí que además de Joaquín eras tú quien venía por aquí últimamente. Le pregunté si te conocía, y me dijo que por supuesto, que a ti te conocía todo el mundo, pero entonces debió de acordarse de algo y se marchó muy deprisa, casi sin despedirse, dándome a entender que tú no eras santo de su devoción precisamente.
Si es que tú has cambiado un montón. Ahora da gusto. Tú no te acordarás, pero en la empresa el almacén era todas las mañanas un caos. Todos los días había discusiones abajo, y fue marcharte tú y quedarse todo tranquilo como una balsa de aceite. Yo creo que con los únicos que te llevabas bien era con el gerente y conmigo; conmigo porque tengo más paciencia que un santo, y porque te grababa los discos de música que te gustaban y no te los cobraba, y con el jefe porque te ibas todos los días a desayunar con él pegando la gorra. ¿Es verdad o es mentira? No me respondas si no te apetece, mejor corramos un tupido velo.
Tienes que reconocer que a ti lo que te ha mejorado es lo de tu hermano, con el que te estás redimiendo de tus pecados. Con él sí que te estás portando como Dios manda, y el hombre está encantado con su nueva vida gracias a ti. ¡A cada uno lo suyo! Y por supuesto además el haberte juntado con el Quino, que era un señor, y tratando de protegerlo tú a él, acabó por meterte a ti en vereda. Y eso no es casualidad, amigo mío. Esas son las experiencias vitales que te tenían a ti preparadas desde lo alto. Y desde un tiempo a esta parte se te ve más prudente y más sensato, y hasta con ganas de agradar a los demás. No sé si será la edad, o es que le estás viendo las orejas al lobo como le pasaba al Quino en los últimos tiempos, y ahora estás tratando de hacer méritos para el Más Allá.
Pues que sepas que todo eso me parece muy bien. A mí me está pasando lo mismo. Pero yo lo reconozco. Yo he sido toda la vida una persona bastante egocéntrica. Sólo me interesaba lo mío. Te acuerdas que no me enteraba de nada. Te podría poner cien ejemplos y no pararía, pero desde hace un tiempo algo me está haciendo ver la vida de otra manera. Todas mis circunstancias –como diría Ortega y Gassett- parece que se están poniendo de acuerdo para darle un toque de atención a mi yo. Habría que estar ciego para no darse cuenta. Así que cada vez tengo más presente a los demás.
Lo primero fue lo de mi hermano. Tan joven irse de pronto, sin esperarlo. Ha hecho ahora seis años. Aquello nos dejó conmocionados. Pero sé que está bien y en ocasiones noto su presencia benefactora ayudándonos como un ángel de la guarda. Desde entonces puse el contador a cero en algunos aspectos, para no dejar pasar el tiempo en balde. Él debió inspirarme la lista enorme de libros que he ido seleccionando para ir leyendo poco a poco, antes de que sea demasiado tarde. Y seguramente estas líneas, en última instancia, lo que puedan al menos tener de valor, en alguna medida, se las debamos a él.
A los pocos años ocurrió lo del otro hermano gemelo. El mismo problema con diferente resultado. La misma enfermedad congénita, que cogida esta vez a tiempo, gracias al incomparable equipo médico y a la supervisión intangible de su inseparable hermano, que a pesar de su amor hacia él, no consintió en que se reencontraran tan pronto allá arriba, lo que hubiera sido un horrible dolor para toda su familia, salvándose finalmente a través de un peligroso trasplante in extremis después de tres o cuatro intentos fallidos.
Y a continuación, sin solución de continuidad, expectantes aún ante un posible rechazo del órgano vital trasplantado, nos sobreviene la terrible enfermedad de mi madre.
A mi madre hasta que no se puso tan mala y le diagnosticaron lo suyo en su abultado vientre yo apenas la veía una vez cada dos o tres meses. Ni la llamaba siquiera. Con ella me costaba mucho hablar por teléfono, porque no decía más que tonterías sin sentido, y yo no la aguantaba, porque parecía que estaba ya chocheando. Pero no era eso. Después nos enteramos que un bultito alojado en su cabeza le presionaba y le estaba provocando lentamente una pérdida gradual de la memoria. Así es que a la vez que salíamos del departamento de neumología con mi hermano, entrábamos en el de oncología con mi madre.
La doctora de turno, una vez nos hubo corroborado la extensión de su mal, echándole un vistazo a la fecha de nacimiento de mi madre y al desorbitado dígito de la báscula donde la pesó, a la que nos costó que subiera, podemos decir que prácticamente la desahució, y se pensó bastante desperdiciar el temido tratamiento químico, pues su única salvación estribaba en la correspondiente operación posterior, y ello sería imposible, a no ser redujera su volumen a la mitad. La postura médica desconfiada tenía su justificación, cualquiera hubiera pensado razonable evitarle el sufrimiento del penoso tratamiento para después no poder ser operada. Pero se trataba de la mujer que nos había dado la vida, y si existía una pequeña posibilidad nuestra obligación era explotarla, así que nos impusimos la titánica labor de adelgazar nada menos que cincuenta kilos a una persona de tan buen comer como nuestra madre en los dos o tres meses que duraba la radiación. Bien, pues como ya estás enterado, gracias a la dieta, a la medicina y a los desvelos de todos sus hijos, sobrevivió. Y desde entonces, puede hacer ya casi cuatro años, seguimos liados con el asunto. Mi hermano, trasplantado, viviendo una vida más ordenada y reflexiva con su familia, liberado ya del yugo del trabajo, y mi madre, después de asistirla durante algún tiempo todos por turno en su domicilio, ahora la tenemos en una residencia de mayores, a donde solemos ir una vez por semana los que podemos para sacarla un ratito y darle su merecido paseo, que ella ansía como ansía tu hermano esos dinerillos que le llevas cada semana para poder jugar a las cartas o al dominó con sus compañeros jubilados.
Ella primero estuvo un año en una residencia en un pueblo de la vega, a más de cincuenta kilómetros, donde fue adaptándose a su nueva vida con la esperanza de que alguno la rescatase de allí, aunque fuera temporalmente. Pero ahora hemos conseguido una plaza cerca de mi barrio, y, aunque está en una zona temible -en territorio comanche- recibe más visitas que en el otro lado, así que la veo los fines de semana, y estamos toda la mañana juntos, desde que abren las puertas hasta que entra a comer. Y no suelo faltar. Se pone tan contenta cuando llegamos, y te da unos abrazos. Dice más tonterías cada día, pero a mí no me importa. Sé que no está chocheando. Me río mucho con ella, con sus refranes del pueblo o sus historias medio inventadas, que vuelve una y otra vez a repetir como si fueran una ocurrencia reciente. Le molesta no encontrar la palabra adecuada y le da rabia cuando se equivoca que la corrijamos. Y a menudo se ríe y parece feliz por momentos, aunque se queja bastante de sus tendones, de sus huesos, y, lo peor, del aburrimiento.
Pues después de todos estos capítulos fue cuando ocurrió lo del fallecimiento del Quino, o sea, que ya llovía sobre mojado. Yo le había dejado una máquina de escribir muy antigua, una Continental herrumbrosa, para ver si era capaz de ponerla en marcha de nuevo, porque nosotros la habíamos desechado sólo con verla. Tenía todas las teclas oxidadas y pegadas en bloque, como con una capa de tela de araña. Vamos, para tirarla. Hubiera necesitado más de diez horas de mano de obra, lo que suponían unos quinientos euros según nuestra tarifa de precios oficial. Pero el cliente, el abuelo de unos niños del colegio de mi hijo, pretendía hacerles un regalo a sus nietos y no encontró nada mejor. Yo le dije que nosotros no se la podíamos arreglar, que le costaría –quedándome corto, y en el caso de que el compañero y el gerente hubieran estado de acuerdo- unos trescientos euros. El hombre, como es obvio, lo rechazó, pero cuando se dirigía a cargar de nuevo con ella, se me ocurrió que tal vez el Quino, por su cuenta y riesgo, en su tiempo libre, quisiese entretenerse con ella, así que le dije a Ramón, mi vecino, que no perdíamos nada por enseñarla a la única persona que quizás fuera capaz. Y en eso quedamos, me la dejó y le puse un mensaje a mi amigo para que viniera a echarle un vistazo. Yo pensé que aquella máquina sería demasiado trabajo para él, pero en cuanto la vio se quedó prendado. Me dijo que la conocía, que era una máquina alemana de hierro forjado de 1910 aproximadamente, que tenía las características teclas circulares, como podía apreciar, con los bordes cromados, y me fue enseñando una a una sus peculiaridades. Me explicó que llevaba tabuladores mecánicos, cápsulas estancas para cintas de dos colores con rebobinado de carrete de manivela, carro ancho para A3 o folios apaisados, retroceso automático, mayúsculas individuales o fijas, subrayado de palabras,… En fin, me dijo que era una máquina de lujo, una máquina de museo. Que le pidiera cien euros y si estaba conforme, la tendría que desmontar para quitarle las piezas más delicadas, para que no se estropearan, y sumergirla en un baño de gasolina, y luego volverla a montar y engrasarla tecla a tecla. Que después ya veríamos si salía algo más –me decía, tratando de ocultar su entusiasmo- pero que él creía que podía funcionar. El hombre aceptó con la salvedad apuntada por mí de no meter prisa al técnico ya jubilado, y de que se trataría de una cuestión personal. Así que, pasadas las fechas navideñas –recuerdo- la echó el Quino en su coche y se la llevó para su casita de campo, donde guardaba sus herramientas y sus cachivaches junto a algunas reliquias que había ido rescatando.
Pasaron los días y las semanas. Aún sin prisa, yo saludaba a Ramón a la salida del cole, quien prudentemente nunca me preguntaba por la Continental. Yo, con el tiempo, tuve que ir dándole algunas explicaciones, aunque en realidad no fuese ya asunto mío. Le dije la verdad, que la máquina se la había llevado el técnico al campo, y que con tanta lluvia como estaba cayendo en este invierno, sólo iba los fines de semana por allí, y por eso se había demorado. Cuando pasaron dos meses yo ya buscaba al abuelo para esquivarlo. El Quino me dijo que ya la había petroleado por completo varias veces, y que no le quedaba mucho. Pero la máquina no aparecía terminada. A mí no me parecía bien meterle presión, y me daba apuro preguntarle por ella cuando os acercabais a la tienda juntos, porque, aunque los dos teníamos la conciencia tranquila, ya sabes aquello de la mujer del César, que no sólo debe ser honrada, sino parecerlo.
Un día que se presentó el Quino sin ti por fin le pregunté qué pasaba con la máquina de escribir, entonces, se sonrió y, sacando su móvil, me enseñó la foto que le había hecho su familia delante de la vieja Continental en el jardín de su casa, una imagen preciosa donde se le ve sentado con un pincel en la mano, reparando la bonita máquina. Le dije que me enviara la foto con la idea de enseñársela a Ramón para que se quedase más tranquilo viendo como nuestro amigo estaba en el tajo con su maquinita casi terminada.
Pero de nuevo pasaron los días y las semanas, que es cierto que fueron la mayoría tormentosos, de lluvia y clima infernal, presagio del inesperado y funesto acontecimiento. Entonces te presentaste en la tienda con la terrible noticia: el Quino se ha muerto. Anoche de madrugada. En la cama, tranquilamente. En un instante. No se sabe por qué.
Y aunque parecía mentira, tenía que ser verdad, porque con aquello no se podía bromear. ¿Pero cómo es posible? Si estaba muy bien. Si iba al gimnasio y todo, a hacer ejercicio. Me dijiste que te había llamado su hijo para contártelo. Que mañana era el entierro y la misa a las diez en la iglesia de Santa Marina.
Yo soy muy reticente a los funerales, sobre todo cuando no es de mi familia el difunto, y más todavía cuando supone un entorpecimiento al trabajo, pero en esta ocasión no me quedaba la menor duda: yo quería estar allí, por supuesto. Llamé solicitando la autorización de mi jefe para cerrar la tienda de diez a once. Él ya estaba enterado de lo sucedido por ti, como no, los jefes se enteran de todo porque siempre hay alguno que les va con el cuento, pero lamentándolo me dijo que no podría asistir por un compromiso con su hija. Recuerdo poner un letrerito en la puerta que, aprovechando que avisaba del cierre al día siguiente por funeral, indicaba que en él se honraría precisamente al antiguo inquilino que había regentado durante tantos años aquel establecimiento con gran dignidad.
Antes de irme para la tienda esa tarde me pasé por el tanatorio para dar el pésame a sus familiares. Tras saludar a sus hijos con aflicción, llegué hasta la esposa del Quino, que estaba próxima a la cristalera donde se exponía el cuerpo de su marido. Después de asomarme, la impresión que me dejó fue como la que otros difuntos me dejaron, la sensación de que ya no estaba allí mi amigo porque se había escapado y sólo quedaba realmente una especie de funda que se parecía a él como al molde de una máscara funeraria.
Por la tarde, un desconocido con semblante circunspecto entra y recorre el interior de la tienda como hipnotizado buscando no se sabe qué. No he conseguido acordarme de lo que vino a comprar o si sólo entró a preguntar, como acostumbran a hacer por aquí, pensando en que pueda ser esto una oficina de turismo o de información. Ni siquiera puedo decir ahora si el letrero estaba ya puesto, sólo sé que –pásmense- se identificó como el párroco de la iglesia de Santa Marina, nada menos. Vaya casualidad.
Al principio le dije que yo había conocido a su predecesor, Don Rafael, porque fue profesor mío de latín en la facultad de Filosofía, y porque yo había vivido en ese barrio diez años, y allí nacería mi hijo mayor, al que habíamos bautizado en esa misma iglesia hacía más de veinticinco años. Él me habló de que conocía a su hermano, que era también sacerdote, y yo le confesé que los conocía a los dos porque además vivían en el mismo portal de mi tía, la hermana de mi madre. La conversación se encauzó siguiendo el pensamiento que debía bullir en la cabeza del religioso, que quiso hacerme partícipe de que al día siguiente tenía el funeral de una persona que no conocía. Entonces, inevitablemente, pensé en aquellos versos de León Felipe que nos hizo aprender de memoria el padre Gago en la Universidad Laboral. Decían que “para hacer bien los oficios cualquiera vale, cualquiera menos un sepulturero”. Y me sentí en la obligación de contribuir a la formación de aquel cura despistado, que se fue a presentar en el lugar donde había trabajado cerca de cincuenta años el fallecido al que iba a oficiar al día siguiente, para que yo lo informase oportunamente y pudiera tener su merecido homenaje Joaquín. Le hablé de quién había sido el Quino desde mi más sincera admiración y cariño, le dije que fue un estupendo técnico, un verdadero artesano y una persona fenomenal, querido por todos sus clientes y familiares. Poco más. ¿Quién fue el que lo envió allí? No lo sé, yo no le pregunté. Sólo puedo imaginarlo.
Al día siguiente desalojé el local con tiempo suficiente para no tener que darme prisa. Salí cabizbajo. La emblemática iglesia de Santa Marina está ubicada en el cercano barrio del mismo nombre, el más conocido de la ciudad, el del monumento a Manolete, el barrio de los toreros, que tantos recuerdos me traía, pues yo viví allí algunos de los mejores y peores episodios de mi vida. A los pies de la gran portada de la imponente iglesia fernandina, con aspecto de fortaleza medieval, un puñado de hombres taciturnos, de estatura muy superior a la media, entre los que distinguí al hijo del Quino, formando en dos hileras, empezaban a sacar el féretro de nuestro amigo, mientras una leve llovizna resbalaba por su bruñida madera.
Seguí por detrás el acompasado vaivén de aquellos tristes gigantes hasta que penetraron con el ataúd en volandas por en medio del pasillo del inmenso pórtico gótico. La gente, en un conmovedor silencio, abarrotaba la nave central y gran parte de las laterales, viéndome forzado a profundizar por un lado hasta alcanzar los escasos bancos que habían quedado desalojados junto a las imágenes adyacentes al altar mayor, traspasando la altura de la primera fila, desde donde podía ver y casi sentir los sollozos de la familia de nuestro amigo.
Frente a mí, al otro lado, sentado en una silla -te acordarás- un solitario músico hacía sonar lenta y armoniosamente una guitarra española. Y en el estrado aquel mismo ser que se pasó por la tienda como un desorientado flaneur*, presidía el acto disfrazado de súmmum sacerdote, embutido en su túnica blanca y envuelto en una ligera casulla color verde oliva, con la estola púrpura alrededor del cuello. El párroco, dejando a un lado sus modales de vagabundo, como titular que era de una de las iglesias de mayor alcurnia de Córdoba, en un alarde de reconocible profesionalidad, supo aludir a las mejores virtudes humanas del que allí se hallaba en cuerpo presente con elegancia y naturalidad, sabiendo ensalzar en nuestro hermano Joaquín tanto su laboriosidad como su amor al prójimo, de tal manera que fue sensibilizando a su auditorio hasta conseguir meter en un puño a los asistentes, que, como yo, apenas podíamos contener las lágrimas.
El punto álgido de la misa llegó cuando el versado guitarrista, algún buen amigo de la familia, muy vinculada al mundo de la música, destapó el tarro de sus esencias, demostrando estar –como cabía esperar- a la altura del magno ceremonial. Mientras los fieles se iban acercando a tomar el sagrado sacramento de la eucaristía empezaron a sonar los inconfundibles acordes de “Alfonsina y el mar”, aquella preciosa y tristísima canción en la que Mercedes Sosa evoca la trágica muerte de Alfonsina Storni, una de mis canciones favoritas, que me había servido para conocer la vida y obra de la poetisa argentina, que se suicidó lanzándose desde un acantilado, aunque según la canción lo hizo entrando lentamente por la arena de la playa. Ese triste final es evocado por ella en un breve poema póstumo y premonitorio.
El acto terminó para mí con un tierno abrazo a la familia y unas breves palabras de aliento, en uno y otro sentido. Mi lento paseo hasta la tienda de nuevo, bajo la pertinaz lluvia, con el corazón encogido, me permitiría imaginar a los familiares de mi amigo encerrando su marchito cuerpo para siempre en algún nicho del viejo cementerio de San Rafael, en la conocida barriada de la Fuensanta, donde reposan los restos de todos mis seres queridos.
Ese fin de semana, el domingo siguiente, cuando fui a recoger a mi madre de la residencia la encontré sentada junto a un anciano al que me presentó con una sonrisa picarona. Al preguntarle al salir me confesó sin rubor que ese hombre era su nueva pareja. ¡Lo que faltaba! Esta mujer –pensé- ha perdido definitivamente la cabeza. Una vez en el coche se me vino a la memoria la imagen de mi padre, y como no había decidido dónde llevarla le propuse acercarnos al cementerio para visitarlo, a él y a mis abuelos, sus padres, que –como yo- debía hacer bastante tiempo que no los visitaba.
Dejamos el coche en el destartalado aparcamiento contiguo, entre enormes charcos de agua. Entramos, y circulamos bajo los grandes cipreses entre las viejas tumbas del patio central, hasta atravesar por una puerta adintelada de la derecha. En el espacio que se abría a nuestro paso, menos abigarrado, se distinguían dos claras edificaciones mortuorias, una a cada lado. Penetramos por la segunda calle de la izquierda, la más próxima de las dos, pensando que debía ser donde se alojaba mi padre. Eran dos hileras de nichos blanqueados cubiertos de lápidas a cuatro alturas, someramente decoradas con algunas flores de plástico. Pasé mirando y leyendo de una en una hasta el fondo de la callejuela con mi madre detrás, diez o doce metros a lo sumo, pero no, no debía ser aquella su dirección. Salimos y nos adentramos en la calle siguiente, en la que enfrente, a la derecha, lucían unas espléndidas coronas, signo de que se habría llevado a cabo un entierro reciente. Continuamos y casi al fondo a la izquierda distinguimos por fin la oscura lápida de papá. Después de apartar algunas malas hierbas de su pequeño jarrón me puse a rezar, animando a mi madre a imitarme, cosa que hizo sin aparente emoción pero sin rechistar. No debió exceder nuestra estancia los cinco minutos. Y entonces pensé que no podía estar allí mi padre esperando solo tanto tiempo. Que debía estar bien, pero en otro lado, que allí simplemente estaban sus huesos o su ceniza: sus restos. Y con eso me conformé. Cuando nos marchábamos me dio por echarle un vistazo a la lápida de enfrente, la que parecía reciente y estaba llena de flores. Pero lápida aún no tenía, sólo el yeso aún blando con las iniciales: J. V. L. Un repelús repentino me subió por la espalda. Quise leer el texto de una corona, y mientras lo hacía, comprendí la verdad. Era la misma leyenda que yo había visto sobre el ataúd de Joaquín. ¡No podía ser! Pero sí: aquella era la tumba del Quino.
Me acerqué más y aparté cuidadosamente las flores que ocultaban casi por completo el frontal. No lo van a creer. Apoyada en la parte baja del hueco del nicho, sobre el material blanquecino, habían dejado una foto. Me dio un vuelco el corazón al reconocerla. Era la foto del Quino sentado arreglando la máquina de escribir.
¿Cómo era posible que colocaran a nuestro amigo en la misma calle de mi padre que había sido enterrado en septiembre del año dos mil, hacía casi dieciocho años? ¿Qué tipo de orden y organización llevaban en este cementerio?
Recuerdo que pensé que se darían eterna compañía. Que se harían inmediatamente compadres porque tenían mucho en común: ese afán por rematar bien las tareas, su responsabilidad con los clientes y con su familia, o su cariño –correspondido y oculto- por mí. Ya los podía ver echándose una partida interminable de dominó brindando con un medio de vino a nuestra salud.
Después de aquello, obnubilado y casi flotando, buscamos durante un buen rato la lápida de mis abuelos hasta que por fin la encontramos, la arreglamos un tanto, rezamos –ella pareció algo más compungida- y finalmente abandonamos el camposanto rumbo de nuevo a la residencia. Al llegar a mi casa saqué la libreta, aquella donde tenía anotados los próximos libros que tenía intención de leer, y en la que apuntaba las ideas que se me iban ocurriendo para mis torpes escritos (la acabo de coger ahora mismo para no equivocarme). Puse: “ESCRIBIR UN RELATO SOBRE EL QUINO. A.M.D.G*.” “La señal”. Y debajo, Tema: Camino de perfección. Pasión mística. (Con esto último hacía referencia al libro que había leído recientemente de Pío Baroja, con ese mismo título, y a la fiebre que sufría últimamente quien suscribe con el más allá, manía con la que torturaba obsesivamente a mis amigos más cercanos). Después esbozaba en unas líneas algunos personajes y directrices: el Quino, Diego, mi madre, mi padre, Ramón; Señales y avisos: el párroco, Alfonsina, la Continental…
Luego pasaron algunos días y me fui enfriando. Pensaba que sería mejor no escribir en caliente, sino mejor dejar pasar algún tiempo para darme cuenta si la historia tenía realmente alguna consistencia.

(Fin de la primera parte)

 

 

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Notas prescindibles:
(1) Charpa: RAE: Banda.// Cordobapedia: Palabra que en Córdoba tiene una acepción muy particular. Dícese de una reunión de amigos. Según Miguel Salcedo Hierro en su libro Crónicas Anecdóticas (página 87), fue muy utilizada durante todo el siglo XX en la ciudad de Córdoba, viniendo a referirse a reuniones de 4 a no más de 8 charpistas que se juntaban para ir al fútbol, a los toros, etc.
(2) Gemeliers: es un grupo español integrado por los hermanos gemelos Jesús y Daniel Oviedo Morilla (Mairena del Aljarafe, Sevilla, 21 de febrero de 1999).Quienes desde los 4 años se dedican al mundo de la música. Alcanzaron la popularidad en el año 2014 tras su participación en la primera edición de La Voz Kids.
(3) Chascarrillo: Cuento breve, anécdota o frase de sentido equívoco y gracioso.
(4) Según la leyenda, Rodrigo Díaz de Vivar, «El Cid Campeador», ordenó que embalsamaran su cuerpo y que así atado cabalgara en cabeza sobre su caballo Babieca en la siguiente batalla una vez muerto. Así se hizo y sus hombres al verle de nuevo, recobraron el vigor y vencieron al rey Búcar de Valencia. Quedando para la posteridad que la sola presencia del Cid Campeador atemorizaba a sus enemigos, con lo que incluso tras su muerte consiguió ganar una última batalla.
(5) Flaneur: El término flâneur (pronunciado: “flaner”, procede del francés, y significa ‘paseante’, ‘callejero’. La palabra flânerie (‘callejeo’, ‘vagabundeo’) se refiere a la actividad propia del flâneur: vagar por las calles, callejear sin rumbo, sin objetivo, abierto a todas las vicisitudes y las impresiones que le salen al paso.
(6) A.M.D.G. (Ad Maiorem Dei Gloriam): Para la mayor gloria de Dios. Para satisfacer al Altísimo.