El precio justo

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Hoy ha entrado a la tienda un pobre a pedir. Un pobre conocido. Yo le había dado otras veces una moneda. Pero cada vez que venía se la ganaba porque lo sermoneaba diciéndole que debía buscar trabajo, que era muy joven para andar por la calle pidiendo. Hasta entonces era el único precio que debía pagar por mi generosidad.

La verdad es que últimamente no le daba nada.

Como estoy solo en la tienda, cada vez que tengo que salir a comprar tengo que cerrarla y poner un cartel para que sepan que vuelvo enseguida. Así que un día le pedí que me comprara una barra de luz fluorescente -le di dinero, me hizo el mandado, me trajo la vuelta y hasta me colocó el tubo en su sitio.

Le di un euro o dos por aquello, no lo recuerdo. Serían seguramente dos, porque venía a menudo después solicitando hacer cualquier mandado para mi.

  • Juanjo, ¿necesitas algo?

Como casi siempre coincide con algún cliente no le hago caso. Por eso ha ido demorando sus visitas, viendo que no fructificaban sus demandas. Pero hoy ha vuelto a venir.

De nuevo estaba atendiendo a una señora que se quejó porque le pareció muy caro un tintero de una calculadora. No es que fuese caro es que la mujer se trajo la máquina para que se lo pusiese yo mismo, y lo que hice fue cobrarle algo más por la mano de obra, por el servicio -y por evitar que se manchara las manos.

Hoy, en el trayecto del autobús, yo había estado ojeando un libro de Jack London que escribió después de hacerse pasar por un vagabundo durante dos meses en un barrio de los bajos fondos londinenses. Y como estaba sensible a la pobreza, cuando ha asomado la cabeza el tipo por la puerta para saludarme por mi propio nombre, le he dicho que pasara.

Me eché mano al bolsillo para darle algo, pero me encontré con una pila de esas de botón que me recordó que debía comprar dos para el peso del cuarto de baño que se le habían gastado y no estaba seguro de que mi régimen estuviese funcionando. Entonces le pedí si podía ir a comprar mis pilas. Saqué cinco euros primero, que esperaba fuese suficiente, pero por si acaso le di diez, no sin dejar de pensar que así sería mayor la tentación de quedarse con ellos y no volver a aparecer por aquí. Le expliqué dónde era, al otro lado del parque, y que tenía prisa, porque cerraba dentro de cuarenta y cinco minutos. Él salió pitando entre la gente casi sin despedirse.

  • Ahora mismo vuelvo, Juanjo.

Al minuto entra un negrito que se pone en la puerta a vender el canal por cable local y que viene a que le cargue su móvil cuando se le acaba la batería, y me dice:

  • ¡Cuidaito con ese! Que ese te monta un espectáculo por menos de nada.
  • Ah, ¿sí? ¿Lo conoces? Supongo que debe ser peligroso -respondí-, pero yo me llevo muy bien con él, a mí sólo me hace favores.
  • Es que el otro día montó un show en la tienda de mi novia porque una mujer no le dio una moneda. Les gritó y se puso atacao, que se las iba a comer.
  • Ya -le dije-, esas son las cosas del alcohol. Me imagino que este chaval bebe, porque lo he visto un par de veces en el mismo bar. Y con la bebida se pierden los nervios. A mí no creo que me grite, porque yo sólo le ayudo, me hace mandados y le doy una propina, y por lo menos se siente útil. Ahora le he dado un billete para que me compre unas pilas y confío en que no me robará el dinero, porque a la larga perdería él mucho más. Y no tiene pinta de tonto.

El negrito salió para afuera y a los quince minutos se presentó mi vagabundo, muy azorado pero contento. Me dio las pilas que le habían costado poco más de tres euros y me entregó la vuelta.

Yo cogí el billete de cinco y le entregué lo restante, un euro con ochenta céntimos creo que era. Me dio las gracias y siguió adelante su camino.

Esperé un poco y salí a decirle al negrito que ya había vuelto el otro y que todo había salido muy bien. Yo tenía mis pilas por un pequeño sobreprecio que confirmarían más tarde mi absoluta falta de mesura con la dieta y el muchacho se había ganado unas monedas. Además yo conseguí una buena venta en aquellos escasos minutos en que se produjeron los hechos y, sobre todo, me quedó una sensación de reconfortante satisfacción conmigo mismo.

Como pensé, había merecido la pena pagar un poco más por las pilas.

Juanjo Gañán

 

El chiste de los Caracoles

doscaracolesA Caramelito

Dos caracoles cantantes están en la acera de una calle juntos charlando sobre sus carreras al sol, en pleno agosto cordobés, cuando se posa una hojita pequeña de un árbol justo al lado de ellos. Se la quedan mirando y el más pequeño y rápido consigue subirse en lo alto.

  • ¡Uf! ¡Qué alivio! ¡Qué fresquita está! – mientras, el otro, el caracol más gordo y lento, llega al borde de la hoja y se da cuenta que no caben los dos. Entonces, sin cara de mal genio ni nada, le dice a su amigo cantando:
  • Quítate túú, para ponerme yoo. Quítate túú, para ponerme yoo…

Juanjo