Terminamos la etapa reina a las doce de la mañana en Hospital da Condesa. Justo a la entrada de esta aldeíta está su pequeño albergue, que nos encontramos cerrado y tuvimos que esperar una hora hasta que abriera sus puertas, descansando mientras tanto en los poyetes de su fachada, liberados al fin del lastre de las mochilas.
Medio adormecidos por el sol tibio del mediodía gallego veíamos circular pesadamente a los cansados caminantes a pocos metros de distancia. La mayoría debían haber salido de O Cebreiro, a cinco kilómetros de donde estábamos, por lo que iban pasando poco a poco sin detenerse. A la media hora se presentó el siguiente peregrino en nuestro albergue, llegaba cojeando con un fuerte vendaje en un pie. Era un hombre mayor que nosotros, casi un viejo. Era menudo, delgado y un poco encorvado. Cuando llegó hasta nosotros pudimos reconocerlo. Traía la cara ajada por la intemperie, por el cansancio y por el sufrimiento que sin duda le provocaba su lesión. Llegó serio y nos saludó, no sé si reconociéndonos como nosotros a él. Dijo llamarse Clemen –de Clemenciano- y llevaba un par de etapas con fuertes dolores en la pantorrilla de su pierna y una elocuente hinchazón; una tendinitis que le hizo pensar en abandonar el Camino. Era él, nuestro misterioso espectro de esta misma madrugada, aquella aparición nocturna que vagaba a oscuras como alma en pena y que nos había llegado a asustar.