Después de aquella conmovedora Misa del Peregrino en nuestra rústica iglesia del Albergue de San Nicolás de Flüe de Ponferrada salimos a cenar fuera. Romerillo, en su papel de don Alonso, parecía reticente a ello, tal vez los espíritus le habrían anunciado algo que no pude percibir yo. Empezó a lloviznar y nos metimos en el restaurante más cercano; un lugar en el que un par de ineficientes camareros amateurs pretendían dar servicio a un puñado de peregrinos hambrientos y a algunos trasnochados domingueros del lugar, sin conseguirlo. Tras un desmesurado tiempo de espera nos largamos de allí con visibles muestras de frustración y mal humor. Después de aquel preludio religioso diríase que nuestro reino no fuera de este mundo. Finalmente, medio empapado, acudí en solitario con una vulgar bolsa de patatas fritas y otra de frutos secos al punto de encuentro en el albergue con Don Alonso, que empezaba a amenazar con algunas rarezas que no auguraban nada bueno para el comienzo de nuestra expedición.